La guerrera santa
En 1431 una joven de apenas
diecinueve años, exhausta tras un largo
proceso inquisitorial que no
había conseguido su retractación, era
conducida a la hoguera en nombre
de Dios. Inglaterra respiraba aliviada.
Francia, dividida en luchas
políticas intestinas, contemplaba absorta
cómo aquella que había puesto en
las manos del heredero de los Valois
una corona que parecía condenado
a perder caía víctima de sus
enfrentamientos internos. La
historia de esta campesina, adolescente,
virgen, santa y guerrera estaba
llamada a convertirse en uno de los
mitos fundacionales de la
identidad nacional francesa, en el símbolo de
su dignidad por antonomasia.
Desde su contemporánea Christine de Pizan,
pasando por Voltaire, Mark Twain,
Bernard Shaw o Carl Dreyer, la
literatura, el teatro e incluso
el cine se han conmovido con su epopeya.
Ésta es la historia de Juana de
Arco, la Doncella de Orleans.
Juana de Arco nació en el seno de
una familia campesina de una pequeña
villa de la Lorena francesa,
Domrémy, hacia 1412. Hija de Jacques Darc e
Ysabeau (el apellido de su madre
no se ha establecido con certeza) y
hermana menor de tres varones, es
poco lo que se sabe con seguridad
sobre su infancia. La
reconstrucción de sus datos biográficos procede de
las actas de los procesos de
condena por herejía y posterior
rehabilitación de los que fue
protagonista y que han llegado a nuestros
días de forma fragmentaria y a
través de copias, ya que los originales
se han perdido. Como ha indicado
el medievalista Georges Duby en su obra
sobre ambos procesos, del primero
de ellos sólo se conservan algunos
vestigios recopilados en 1456 por
los investigadores que estuvieron a
cargo de la rehabilitación de
Juana. Es principalmente de los fragmentos
de los interrogatorios que estos
documentos trasladan de donde los
historiadores han podido extraer
datos como la fecha y el lugar de
nacimiento de la joven heroína
francesa o cómo fue su entorno familiar
de niñez y adolescencia.
Todo parece indicar que la
infancia de la llamada «Doncella de Orleans»
fue la convencional de una niña
campesina de la Europa del siglo XV. La
sociedad fuertemente patriarcal
de la época establecía unos patrones
sociales y de género claramente
definidos y aceptados. La sociedad en su
conjunto debía ser reflejo de un
orden natural que se entendía fijado
por Dios y cuya alteración se
entendía en términos de desafío y por
tanto de pecado. Dicho orden
asignaba papeles diferenciados a hombres y
mujeres, pues mientras a los
primeros les correspondía el ámbito de lo
activo y público, a las segundas
les correspondía el de lo pasivo y
privado. Así, mientras los
varones debían asegurar la manutención de la
unidad familiar mediante su
trabajo fuera del hogar, las mujeres
quedaban consagradas a lo
doméstico y, en consecuencia, a todo lo
relacionado con el cuidado de los
miembros de la familia. Bien es cierto
que la participación de las
mujeres campesinas en los trabajos
propiamente agrícolas está
documentada desde la Antigüedad, y en ese
sentido no cabe duda de que Juana
de Arco no fue una excepción. Juana
creció aprendiendo a combinar las
labores domésticas que su madre le
enseñaba con las tareas del campo
cuando su participación en éstas se
hacía necesaria.
Como era entonces habitual, y tal
y como ella misma reconoció en los
interrogatorios, no sabía leer,
de modo que sus conocimientos,
especialmente en materia
religiosa y política, procedían de la
transmisión oral recibida en el
marco de la vida privada. Su madre, de
la que no se sabe nada, debió de
ser esencial en la formación espiritual
de Juana, como también debió de
serlo la entonces frecuente presencia de
miembros de las órdenes
mendicantes —especialmente la franciscana— en el
campo francés, asunto este que se
revelaría determinante en su posterior
experiencia mística. Pero si todo
fue normal y predecible en la
formación de Juana de Arco, ¿qué
pudo motivar que una joven de dieciséis
años que decía escuchar la voz de
Dios y de los santos no sólo estuviese
convencida de que tenía por
misión liberar a Francia del yugo inglés,
sino que además convenciese al
mismo delfín Carlos de tal misión y que,
lo que resulta aún más
espectacular, la llevase a cabo?
La Francia de la Guerra de los
Cien Años
El tiempo ha dejado
interpretaciones de la figura de Juana de Arco para
todos los gustos, desde aquellos
que la han presentado como una
iluminada o una visionaria, hasta
quienes han visto en ella una loca,
una rebelde o una elegida por
Dios. Lo cierto es que, ya fuese un poco
de cada cosa o nada de ninguna de
ellas, de lo que no cabe duda para
cualquier historiador es de que
la joven Doncella de Orleans fue
producto de la Francia de su
tiempo y sólo en ese contexto de comienzos
del siglo XV, es decir, en el de
la guerra de los Cien Años, puede
entenderse el surgimiento de una
figura de sus características.
La llamada guerra de los Cien
Años (1337-1453) fue en realidad un
enfrentamiento sostenido
largamente en el tiempo entre las coronas
inglesa y francesa aderezado con
importantísimos conflictos internos y
salpicado por etapas de relativa
calma. En el momento en que nació Juana
de Arco (1412) la guerra se
hallaba en la que tradicionalmente se
reconoce como su tercera etapa
(1396-1422), y por tanto su infancia
transcurrió en esta fase del
contencioso. Pero la guerra se había
gestado mucho antes y lo que
había nacido como un conflicto dinástico de
carácter feudal era para entonces
un enfrentamiento abierto por el
control de la corona de Francia
que se apoyaba en las divisiones
internas de los propios
franceses. Simplificar una guerra tan compleja
como la de los Cien Años a un
maniqueo enfrentamiento entre Francia e
Inglaterra no sólo es
históricamente falso, pues, entre otras cosas, en
el siglo XV no existía un
estado-nación inglés ni uno francés, sino que
además impediría entender la
historia de Juana de Arco y muy
especialmente los motivos por los
que fue procesada y condenada.
La Inglaterra y la Francia
medievales no eran un territorio único bajo
el mando de un rey. Las
monarquías feudales eran en realidad
conglomerados de múltiples
territorios que bajo el reconocimiento
teórico de un mismo rey tenían
sus propias leyes e instituciones. Los
lazos que ligaban a unos
territorios con otros eran de carácter feudal,
es decir, nacían del
reconocimiento de la autoridad de unos señores
sobre otros mediante la
institución del vasallaje. De este modo, un
vasallo reconocía la autoridad de
un señor al que jurídicamente estaba
sometido y al que estaba obligado
a prestar consejo político y auxilio
militar (consilium et auxilium).
Pero las complejas redes matrimoniales
establecidas entre las grandes
familias europeas complicaban aún más la
situación, ya que un rey podía
recibir por matrimonio o herencia un
territorio del que era señor y al
mismo tiempo ser vasallo de otro rey,
lo cual, lógicamente, podía
desembocar en disputas por conflicto de
intereses.
Desde el siglo XI, los monarcas
ingleses (primero de la casa de
Normandía y después de la
dinastía Plantagenet) poseían amplios dominios
en territorio francés, de modo
que hacia finales del siglo XII el rey
inglés era también duque de
Normandía, Poitou y Aquitania y conde de
Anjou, Maine y Turena, y, en
consecuencia, vasallo del rey francés en
todos esos territorios. Con tal
panorama el conflicto estaba asegurado y
así fue hasta que en 1259,
mediante la Paz de París, los dominios
ingleses en Francia quedaron
reducidos a un pequeño territorio de
Aquitania llamado Guyena. Aun
así, los enfrentamientos no cesaron ya que
con frecuencia los reyes ingleses
trataron de obviar su condición de
vasallos de los monarcas
franceses en este territorio, y éstos por su
parte emplearon su prerrogativa
de señores como forma de hostigar a los
ingleses. Fruto de ello fueron
las confiscaciones temporales del feudo
de Guyena llevadas a cabo por los
segundos en 1294, 1323 y 1337, la
última de las cuales fue el
detonante del conflicto que conocemos como
guerra de los Cien Años. Ante la
ofensa que suponía la confiscación del
territorio y aprovechando la
coincidencia con los problemas sucesorios
de la corona francesa (Felipe VI
de Valois había sido proclamado rey de
Francia en 1328 excluyéndose,
entre otros candidatos al trono, a Eduardo
III de Inglaterra, que como nieto
por vía materna de Felipe IV de Valois
podría haberlo reclamado),
Eduardo III proclamó la ilegitimidad del
Valois y rompiendo con París
reclamó para sí la doble corona de Francia
e Inglaterra. Comenzaba una
guerra que habría de durar más de un siglo y
en la que Juana de Arco jugaría
un papel determinante.
No menos importante que el
enfrentamiento entre ambas coronas en el
devenir de la guerra de los Cien
Años fueron los respectivos conflictos
internos. La resistencia de
Escocia a la hegemonía inglesa tenía su
contrapartida francesa con los
problemas de los reyes franceses en
Artois, Flandes o Bretaña, por
poner algunos ejemplos. Además, las
tensiones cortesanas de carácter
político contribuían a un mayor
envenenamiento de la situación.
La intensidad de estas exigencias
internas motivó la relajación de
la tensión anglo-francesa en varios
períodos, si bien la cuestión de
fondo permanecía sin resolver. Cuando
en 1412 nació Juana el conflicto
bélico continuaba por tanto abierto,
pero ¿cuál era la situación
concreta de Francia e Inglaterra entonces?
El brillante reinado de Carlos V
(1364-1380) había concluido con una
auténtica recuperación del
prestigio real francés; el control de los
conflictos internos parecía por
fin una realidad y los acuerdos
alcanzados en los territorios de
influencia inglesa parecían garantizar
una calma relativa. Pero a su
muerte, la minoría de edad de su heredero,
Carlos VI, impuso un período de
regencia en el que rápidamente se
configuraron en la corte grupos
de poder enfrentados tanto por su forma
de entender la política como por
sus intereses particulares. La
conclusión de la regencia en 1388
no puso fin a la situación pues las
muestras de locura evidente del
rey desde 1392 sólo contribuyeron a
agravarla. En este escenario de
facciones políticas, dos actores
destacaban particularmente: el
duque de Borgoña, Juan sin Miedo, y el
duque Luis de Orleans. El primero
simpatizaba con la línea política más
reformista defendida
principalmente por la facción cortesana de los
burgueses recientemente
ennoblecidos, eran los llamados «borgoñones». El
segundo era una de las cabezas
visibles de la facción contraria a los
reformistas e integrada por la
vieja nobleza emparentada con el rey,
eran los «armañacs». El asesinato
de Luis de Orleans a manos de sicarios
de Juan sin Miedo en 1407 y la
aplicación del reformismo furibundo de
los borgoñones generaron un
enfrentamiento de tal calado que los
historiadores no dudan en
referirse a él como guerra civil. Hacia 1412
la situación estaba completamente
descontrolada. Ambas facciones
pugnaban por hacerse con los
resortes del poder en Francia y para ello
no dudaron en pedir apoyo militar
a Enrique IV de Inglaterra. En
palabras del profesor de Historia
medieval Emilio Mitre, «después de más
de veinte años de tregua, la
guerra civil y la guerra internacional iban
a prender de nuevo en una Francia
a la que la locura de un rey, la
frivolidad de una reina y la
desmedida ambición de la alta nobleza
dejaban reducida a la
impotencia».
Y obviamente Inglaterra no estaba
dispuesta a dejar pasar semejante
oportunidad. La casa de Lancaster
había accedido al trono inglés con
Enrique IV en 1399 tras destronar
al rey legítimo Ricardo II. La
necesidad de asegurar su recién
adquirido poder condujo al monarca a una
política de control interno
férreo que consiguió sofocar los grandes
focos tradicionales de conflicto,
especialmente Gales. Con las
cuestiones domésticas bajo
control, la posibilidad de intervenir en
Francia so pretexto del conflicto
entre borgoñones y armañacs parecía
cuando menos tentadora. Pero
sería su hijo Enrique V, que le sucedió en
1413, quien verdaderamente
decidió aprovecharla y lo supo hacer tan bien
que el mismo Shakespeare
inmortalizaría su hazaña.
En el verano de 1415, Enrique V,
tras dar por fracasadas unas
negociaciones diplomáticas con
los armañacs, entonces en el poder, que
no colmaban sus expectativas (se
le había ofrecido Aquitania pero se le
negaba Normandía) consideró que
había llegado el momento propicio para
intervenir militarmente en
Francia. La división interna jugaba a su
favor y si bien contaba con la
oposición de los armañacs, el apoyo de
los borgoñones parecía probable.
Sin embargo, una vez desembarcado en
territorio francés y tras asediar
y ocupar Harfleur, la lluvia y la
disentería pusieron en jaque su
operación. El rey inglés no dudó en
replegar sus fuerzas hacia Calais
pero cuando lo hacía fue interceptado
por un gran ejército reclutado
por los armañacs. La batalla de Azincourt
es sin lugar a dudas una de las
más conocidas de la época medieval. La
derrota de la mayor parte de la
nobleza francesa a manos de un grupo de
hombres de armas y arqueros
comandados por Enrique V cuando todo hacía
presagiar la derrota inglesa
adquirió rápidamente el carácter de
epopeya. Cayeron quinientos
ingleses pero el número de bajas del bando
francés fue diez veces superior.
Cuando poco tiempo después un
triunfante Enrique V regresase a
Inglaterra pocos se atreverían a poner
en duda sus posibilidades de
éxito.
Una vez asegurado el apoyo de los
borgoñones mediante un pacto con el
duque de Borgoña por el que éste
se comprometía a reconocer vasallaje al
rey inglés cuando hubiese logrado
hacer realidad la doble monarquía
anglo-francesa, y con un bando
armañac hundido tras la derrota de
Azincourt, Enrique V volvió a
desembarcar en Normandía en 1417. Desde
entonces y en sólo dos años fue
engarzando una victoria tras otra
(Bayeux, Alençon, Vire, Saint-Lô,
Rouen…) mientras Francia se
descomponía en luchas intestinas.
El asesinato de Juan sin Miedo, cabeza
del bando borgoñón, a manos de
los armañacs terminaría de precipitar la
situación: el 21 de mayo de 1420,
borgoñones e ingleses firmaron el
Tratado de Troyes. Por él se
reconocía al demente Carlos VI como rey de
Francia hasta su muerte, pero se
pactaba el matrimonio de Enrique V con
su hija Catalina y se le
reconocía como heredero de Francia, es decir,
que a la muerte de su suegro se
convertiría en rey de Francia e
Inglaterra. Controlar hasta
entonces como regente, y con el apoyo
borgoñón, a un rey loco resultaba
mucho más sencillo que eliminarlo
cometiendo regicidio.
El único obstáculo era la
existencia de un hijo del monarca francés, el
delfín Carlos, que entonces
contaba diecisiete años, pero el tratado
también se ocupaba de él. La
connivencia de la reina con el bando
borgoñón vino a facilitarlo aún
más: según el Tratado de Troyes, el
delfín Carlos era «ilegítimo», lo
que corroboró su madre, y «reo de
horribles crímenes y delitos»,
pues el asesinato de Juan sin Miedo se
había producido en su presencia,
y como tal no podía acceder al trono.
Sin embargo, el «supuesto delfín
del Vienesado», como se referían a él
los firmantes del tratado, se
convirtió para buena parte de los nobles
franceses en el símbolo de la
oposición al invasor inglés. Frente a un
acuerdo impuesto a un rey enfermo
mental y la ruptura de la línea
sucesoria directa, el delfín
Carlos encarnaba la independencia de la
corona francesa y la continuidad
dinástica por vía directa de los
Valois. En consecuencia, de forma
paralela al aparato de gobierno
organizado por ingleses y
borgoñones en París, en la zona sur de Francia
se organizaba otro en torno al
delfín. Y en aquellas circunstancias de
forma súbita sucedió lo que nadie
podía imaginar, que una campesina de
diecisiete años fuese la
encargada de restituirle la corona.
La voz de Dios: de Domrémy a
Orléans
El mundo en que nació y creció
Juana fue pues el de las dos Francias
tradicionalmente definidas en los
libros de historia: la «Francia
inglesa», defensora de la tesis
de la doble monarquía, y la «Francia
francesa», que la rechazaba.
Cuando se firmó el Tratado de Troyes Juana
de Arco sólo tenía ocho años,
pero tanto sus consecuencias como el
contexto de conflicto de décadas
estuvieron presentes en su vida desde
el comienzo. Domrémy, el pueblo
de Juana, estaba situado en la antigua
frontera carolingia entre Francia
y Lorena, y por tanto en una zona que
era escenario habitual de los
enfrentamientos entre los duques de
Orleans (armañacs) y los de
Borgoña (borgoñones). Domrémy pertenecía a
la Francia francesa, pero Maxey,
el pueblo vecino, pertenecía a los
duques de Borgoña. Las «luchas»
por la corona de Francia eran, como ha
indicado Georges Duby, parte de
los juegos cotidianos de los niños de
ambos pueblos. Y no sólo eso, las
luchas reales entre
ingleses-borgoñones y bandas
profrancesas de Lorena estuvieron asimismo
presentes en la infancia y
juventud de Juana.
Cuando cumplió diez años la
situación política dio un nuevo vuelco, pues
en 1422 murieron Enrique V y el
demente Carlos VI de forma prácticamente
simultánea, con apenas dos meses
de diferencia. El heredero del rey
inglés era un niño de meses,
Enrique VI, por lo que el control de
Francia quedó en manos de los
duques de Borgoña y de Bedford que
actuaron, sobre todo el segundo,
como regentes. Por su parte, los
partidarios del delfín Carlos
procedieron a reconocerle como rey aunque
no hubiese sido proclamado de
modo ortodoxo. Carlos VII aparecía así
como un rey no consagrado
(tradicionalmente los reyes franceses eran
coronados y ungidos con los
santos óleos en una ceremonia de
consagración), débil y lleno de
dudas sobre la legitimidad de su propio
origen. Frente a él el duque de
Bedford estaba dispuesto a manejar con
mano dura el gobierno y a
continuar asegurando el dominio inglés en
Francia. Como muestra de ello, en
1428 el regente decidió proceder a la
toma de una ciudad clave para
hacerse con el control del valle del
Loira: Orleans.
El ejército inglés y un pequeño
contingente de borgoñones iniciaron el
asedio de Orleans tratando de
aislarla del exterior. Para ello
construyeron un red de bastillas
(fortificaciones) a su alrededor que
impedía tanto la comunicación
como la llegada de suministros. El hambre,
la enfermedad y la desesperación
se encargarían de hacer el resto. En la
primavera de 1429 los habitantes
de Orleans plantearon seriamente la
capitulación. Y justo entonces
apareció a sus puertas una tropa de
partidarios de Carlos VII cuyo
estandarte lo portaba una joven
desafiante vestida de hombre que
cambió el curso de los acontecimientos.
Pero antes Juana de Arco había
tenido que convencer a Carlos VII de que
precisamente ella era la llamada
a liberar Orleans y a devolverle la
corona de Francia. ¿De dónde
procedía su propio convencimiento? La misma
Juana lo aclaró a cuantos
quisieron preguntarle y a quienes la juzgaron
para después condenarla: de la
voz de Dios. Con sólo trece años Juana
comenzó a escuchar una voz que,
según declaró, oyó por primera vez en el
jardín de su padre un mediodía de
verano. Varias veces por semana la voz
le decía que debía abandonar su
casa pues tenía por misión salvar a
Francia y hacer de Carlos VII su
rey. La fuerte religiosidad de Juana y
el convencimiento de haber sido
elegida como instrumento para establecer
la voluntad de Dios condujeron a
la entonces adolescente a tomar un
voto, el de mantenerse virgen por
el resto de su vida. La castidad de
Juana suponía una decisión
consciente de desarrollar una vida al margen
de lo que la sociedad de su
tiempo consideraba como ideal para toda
muchacha que no hubiese ingresado
en un convento, el matrimonio. Para
ello no sólo era necesario una
firme voluntad sino también un carácter
enérgico dispuesto a asumir las
consecuencias de escoger una vía propia
frente a un modelo imperante.
Aunque las fuentes no permiten
establecerlo con certeza, parece
que cuando el padre de Juana consideró
que había llegado el momento de
empeñar su palabra en el matrimonio de
su hija, que contaba dieciséis
años, tuvo que aceptar que ésta no
respondiese por ella. Juana de
Arco no había sido escogida para una vida
ordinaria.
La voz, o las voces, ya que Juana
llegaría a declarar que lo que había
oído en el jardín de su casa eran
las voces del arcángel san Miguel y
varios ángeles que le llevaban la
voz de Dios, la acompañaron hasta el
final de sus días. ¿Santidad o
locura? Desde la opinión, todo puede
argumentarse; desde el punto de
vista histórico, la única respuesta
posible es sin duda alguna el
misticismo. Desde el siglo XII, en el
contexto de florecimiento de
nuevas formas de religiosidad que trajo
consigo la difusión de múltiples
corrientes consideradas heréticas,
muchas mujeres habían adoptado
formas de vida religiosa que no pasaban
por su ingreso en un monasterio.
La adhesión a una herejía era la
actitud más extrema, pero sin
llegar a ese punto existían otras vías
para las mujeres que no sentían
que la vida cotidiana y la expresión
religiosa que en ella cabía
fuesen suficientes. La profesora Adeline
Rucquoi en sus trabajos sobre la
mujer medieval apunta cómo el
misticismo fue una de las máximas
expresiones de esta libertad interior.
En sus palabras, las grandes
místicas de la Edad Media como Hildegarda
de Bingen o Catalina de Siena
«toman la palabra ante los grandes de este
mundo como mensajeras de Dios». Y
eso mismo hizo Juana de Arco, cuya
libertad de espíritu la llevaría
a mantenerse en sus principios aun
cuando fuese a costa de su vida,
y cuya fortísima religiosidad quedaría
patente en los interrogatorios
del proceso judicial que la llevó a la
hoguera. En ellos Juana declaró
haber aprendido todo lo que sabía en
materia de fe de su madre, si
bien es igualmente cierto que, como indica
el profesor Duby, en su formación
espiritual la presencia entonces
frecuente de miembros de órdenes
mendicantes que predicaban en el campo
debió de jugar un papel notable.
Probablemente fue de ellos de donde
Juana extrajo sus conocimientos
sobre la vida de los santos.
Curiosamente, entre los santos
más populares de la época se encontraban
san Miguel, santa Catalina de
Alejandría y santa Margarita, y Juana
afirmaría haber escuchado las
voces de los tres. Además, santa Catalina
había decidido permanecer virgen
y santa Margarita había abandonado su
casa con hábitos de hombre y el
pelo cortado. Parece evidente que en la
imagen de los santos, y más
concretamente en la de las santas místicas,
Juana encontró un modelo con el
que se identificaba. Cuando con
dieciséis años expuso a su padre
las razones por las que debía abandonar
Domrémy su fe en ellas era
absoluta y nada pudo hacer para detenerla.
Según Juana, san Miguel le había
dicho que debía dirigirse a la vecina
localidad de Vaucouleurs y allí
solicitar ayuda a su capitán Robert de
Baudicourt —conocido armañac—
para que pudiese ser conducida a presencia
de Carlos VII. En 1428, con
auxilio de uno de sus tíos Juana consiguió
llegar a Vaucouleurs, aunque una
vez allí Baudicourt se negó a recibirla
en varias ocasiones. Pese a ello
no desistió y quizá por eso o quizá
porque en torno a Juana había
empezado a formarse un grupo de seguidores
que comenzaban a creer que una
joven campesina virgen había llegado para
salvar a Francia después de que
se perdiese por los pecados de una
reina, Baudicourt terminó
accediendo a prestar unos hombres armados que
junto con él la acompañarían al
encuentro de Carlos VII en su castillo
de Chinon. Cuando Juana estuvo
segura de que por fin su misión se había
puesto en marcha tomó otra
decisión que la marcaría por siempre:
abandonó sus vestidos de mujer,
se vistió al modo de un hombre y se
cortó su melena. Según Georges
Duby, cuando llegó a Chinon la corte de
Carlos VII contempló a una mujer
vestida con «justillo negro, calzas,
ropón corto de un gris oscuro,
cabellos negros cortados en círculo y
sombrero negro sobre la cabeza».
A comienzos del siglo XV era algo digno
de verse.
Tras once días de viaje en los
que la comitiva atravesó un amplio
territorio bajo dominio inglés
sin encontrar oposición alguna, Juana
llegó a Chinon causando tanta
sorpresa como inquietud. A través de
Baudicourt envió una misiva al
delfín en la que solicitaba que éste la
recibiese. ¿Debía creer Carlos
VII en una campesina iluminada que vestía
como un hombre y afirmaba poder
devolverle la corona de Francia? Era
necesario no poner en peligro el
precario prestigio del delfín, así que
se formó una comisión de teólogos
que durante seis semanas examinó a la
misteriosa doncella. Sus
costumbres religiosas fueron observadas con
detalle, como también lo fue su
comportamiento público y privado. Nada
parecía indicar que fuese una
impostora. Aun así Carlos VII le pidió una
señal de que había sido elegida
por Dios, a lo que Juana replicó que la
señal se mostraría ante la
sitiada ciudad de Orleans. Convencido de la
honestidad de Juana, el joven
Valois accedió a poner bajo su mando un
pequeño ejército con el que
liberar la plaza. Y la señal se produjo.
Un reino para el rey de Francia
Cuando las tropas de Juana
llegaron a Orleans su fama había comenzado a
correr por toda Francia. Ella
sabía que debía combatir para liberar la
ciudad, pese a lo cual intentó
convencer a los ingleses por la vía
diplomática de que abandonasen el
sitio. Según los documentos de su
primer proceso, Juana les envió
una carta antes de iniciar las
operaciones: «Rey de Inglaterra y
vos, duque de Bedford, que os
denomináis regente del reino de
Francia (…) entregad a la Doncella, que
ha sido enviada por Dios, rey del
cielo, las llaves de todas las
ciudades que habéis usurpado y
violado en Francia (…) si no obráis de
esta manera, soy jefe de guerra y
os aseguro que en cualquier parte de
Francia donde encuentre
partidarios vuestros, los combatiré, los
perseguiré y los haré huir de
aquí quieran o no». Las negociaciones
fracasaron y Juana de Arco, una
mujer sin formación militar, dirigió el
ataque.
El 4 de mayo de 1429, las tropas
de Juana tomaron la bastilla de
Saint-Loup, y en los días
siguientes la de los Agustinos y la de
Tourelles. El 8 de mayo los
ingleses, incapaces de reaccionar ante el
empuje de una campesina que
parecía tocada por Dios pese a estar herida,
decidieron levantar el sitio. El
triunfo militar era indiscutible y el
efecto psicológico que se originó
por la victoria no podía ser más
beneficioso para los intereses
franceses. Una mujer había derrotado a
los ingleses. No era posible un
ridículo mayor. El 18 de junio Juana
volvió a derrotarlos en Patay
cuando trataban de cortar su avance. El
prestigio inglés parecía
irrecuperable.
La señal se había producido y
Juana había sido el instrumento de la
voluntad de Dios ante los ojos de
todos, en consecuencia la consagración
de Carlos VII por fin podía
producirse. El 17 de julio de 1429, en la
catedral de Reims, como era
costumbre entre los reyes franceses, y
acompañado por Juana de Arco, el
heredero de la casa de Valois era
coronado y ungido como rey de
Francia. El Tratado de Troyes saltaba por
los aires y lo hacía de la mano
de un campesina que había devuelto la
corona a su rey. A partir de ese
momento Carlos VII y sus partidarios
depositaron en Juana el peso de
las operaciones militares contra los
ingleses. Ya antes de la
coronación Juana había ganado Troyes y en el
verano de 1429 ocuparía Laon,
Senlis y Soissons.
París seguía siendo foco de la
resistencia borgoñona y Juana había
prometido a Carlos VII sofocarlo.
A finales de agosto la heroína de
Orleans llegaba a Saint-Denis en
las afueras de París, pero a partir de
entonces la suerte de Juana
comenzó a cambiar. En la puerta de Saint
Honoré de la ciudad sufrió su
primera derrota militar. No faltaron los
agoreros que vieron en la derrota
una señal muy diferente a las
anteriores: el abandono de Dios.
El invierno se avecinaba y las arcas de
Carlos VII estaban exhaustas, por
lo que la vía de la negociación empezó
a ser vista por el monarca y
buena parte de sus partidarios como la más
adecuada para lograr sus
objetivos. El inicio de conversaciones con el
duque de Borgoña no podía ser del
agrado de Juana pues concebía su
misión en otros términos. De ahí
que ante la falta de fruto de las
negociaciones, Juana de Arco
decidiese abordar una nueva empresa:
levantar el cerco de Compiègne.
El pequeño grupo de partidarios con el
que contó para la ocasión cayó
derrotado al iniciar el ataque y ella
misma fue apresada por los
borgoñones. Su captor, Juan de Luxemburgo, no
dudó ni un segundo en ofrecer la
prisionera a los ingleses, quienes
habrían dado cualquier cosa por
hacerse con ella.
Diez mil francos fue el precio
por el que Juana fue vendida. La compra
la gestionó en nombre de los
ingleses el obispo de Beauvais, Pierre
Cauchon —acérrimo borgoñón y
enemigo declarado de Carlos VII—, mientras
Juana estaba presa en el castillo
de Beaurevoir. Tras varios intentos de
fuga, incluido un salto desde la
torre del castillo al que sobrevivió
milagrosamente, no parecía fácil
decidir el lugar en el que podía estar
a buen recaudo. Superadas las
dudas iniciales sobre quién debía dirigir
el proceso al que someterían a la
prisionera, ésta fue conducida a Ruán,
donde el 3 de enero de 1431 el
rey de Inglaterra encargó a Cauchon la
instrucción del caso.
Juana acabó recluida en una celda
estrecha, sin alimentos ni bebida en
buen estado, vigilada por hombres
y privada de recibir los sacramentos.
Entre el 9 de enero y el 20 de
febrero tuvieron lugar diez sesiones
preliminares para preparar el
interrogatorio que comenzó el día 21. En
sus respuestas mostró
inteligencia y firmeza de convicciones y mantuvo
constantemente que escuchaba
voces enviadas por Dios. A finales del mes
de marzo los jueces procedieron a
leer los setenta artículos que
componían su acusación. Se la
acusaba de haber disuadido a Carlos VII de
conseguir la paz incitándole al
derramamiento de sangre y se la
consideraba sospechosa de varios
crímenes por cuestiones de fe
(herejía). Sus afirmaciones se
consideraron invenciones blasfemas. No se
le dejó ni un resquicio para su
defensa.
Agotada por el acoso y las
argucias inquisitoriales, también fue
amenazada con los instrumentos de
tortura. El 9 de mayo se los
mostraron, algo que el tribunal
consideró suficiente por el momento. A
finales de ese mismo mes, en el
cementerio de Saint Ouen, Cauchon
arrancó a Juana su único momento
de debilidad al lograr que firmase la
abjuración de sus errores y
aceptase vestirse de mujer. Después de eso
el obispo de Beauvais pronunció
su sentencia: «Es así como tú, Juana,
llamada vulgarmente la Doncella,
has sido convencida de varios errores
en la fe de Jesucristo, por lo
cual has sido llamada a juicio y has sido
escuchada… Por ello y para que
hagas penitencia saludable te hemos
condenado y condenamos con
sentencia definitiva a cadena perpetua, con
pan de dolor y agua de tristeza».
Pero la condena no era bastante
para los enemigos de Juana que sabían
que cualquier nueva debilidad de
la acusada podía conducirla a la
hoguera. Y la debilidad sucedió,
pues el 28 de mayo Juana volvió a
vestir ropa de hombre. Se ha
apuntado la posibilidad de que la
agredieran sexualmente y de que
adoptara las ropas masculinas como un
modo de intentar protegerse de
sus propios carceleros. Sea como fuere,
cuando los jueces interrogaron
nuevamente a Juana por los motivos que la
habían llevado a retractarse de
lo dicho en Saint Ouen ella afirmó que
lo hacía por su propia voluntad,
que consideraba más conveniente portar
hábito de hombre mientras
estuviese entre hombres y que nunca había
escuchado el juramento por el que
supuestamente había renunciado a él.
Con esas afirmaciones sus
enemigos tenían más que suficiente para poder
acusarla de reincidencia en sus
pecados.
La mañana del 30 de mayo, en la
plaza del Mercado Viejo de Ruán, Pierre
Cauchon leyó a Juana su
sentencia. Se la excomulgaba por haber «mostrado
falsamente signo de contrición y
penitencia», haber «perjurado en el
santo y divino nombre de Dios,
blasfemado condenablemente» y mostrarse
como «incorregible hereje», es
decir, se la condenaba por relapsa.
Pronunciada la sentencia, fue
entregada a la justicia secular y sin que
mediase como era habitual una
sentencia laica, el procurador de Ruán la
condujo al lugar donde debía ser
quemada. La Doncella de Orleans murió
con sólo diecinueve años.
Resulta cuando menos sorprendente
que Carlos VII, que debía su corona a
Juana, no tratase de hacer nada
para rescatar a la joven. Según parece,
tanto él como sus consejeros
consideraron una buena idea apartar del rey
a una adolescente iluminada que
había comenzado a cosechar fracasos
militares y que se mostraba
defensora a ultranza del enfrentamiento
bélico con los ingleses frente a
la negociación diplomática. Lo cierto
es que hasta 1449, fecha en que
Carlos VII entró en Ruán tras su
liberación, éste no ordenó que se
comenzase a recabar información sobre
el proceso que había tenido lugar
en 1431. Ya en 1450 se inició la
revisión del proceso para
reivindicar la memoria de Juana. Su
rehabilitación solemne sería
proclamada por el inquisidor Jean Brehal y
el arzobispo de Ruán Guillaume
d’Estouteville seis años más tarde.
El eco de la muerte de Juana de
Arco recorrió toda Europa. La figura de
la campesina guerrera guiada por
Dios había conmovido a sus
contemporáneos. El proceso
claramente sólo había sido la conversión de
una cuestión política en una
cuestión de fe. Deslegitimando a Juana y a
su misión se deslegitimaba a
Carlos VII, de ahí la importancia que para
los ingleses y sus aliados tenía
el condenarla por herejía. Muchos
siglos más tarde la Iglesia la
reconoció no como hereje sino como santa,
siendo beatificada en 1909 y
canonizada en 1920. El legado de Juana de
Arco llegó mucho más lejos de lo
que ella misma pudo imaginar jamás. La
Historia la convertiría en la
personificación del espíritu nacional
francés, de la independencia y la
dignidad de un país que aún hoy rinde
homenaje a la Doncella de
Orleans.
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