El rey de las cruzadas
Tuvo una vida corta y un reinado
fugaz, tan sólo de diez años. Sin
embargo, dejó un recuerdo
perdurable por generaciones no sólo entre sus
vasallos sino en el conjunto de
Europa, que hizo de él un ejemplo de
rey, de soldado, de cristiano y
de caballero. Fue hijo del fundador de
un poderoso imperio que abarcaba
desde la frontera escocesa al norte
hasta los Pirineos al sur, y
continuó una historia de rivalidad con el
reino de Francia que perduraría
durante siglos y que sólo finalizaría
tras un baño de sangre que afectó
a generaciones enteras. No nació
heredero al trono, privilegio que
le correspondía a su hermano mayor,
pero cuando llegó a ser el
primero en la línea de sucesión demostró que
estaba capacitado para asumir la
dura tarea que se avecinaba. La Tercera
Cruzada, su prolongado cautiverio
en Centroeuropa y las luchas con el
rey de Francia en sus territorios
continentales le mantuvieron demasiado
tiempo alejado de su reino, que
supo sin embargo administrar sabiamente
mediante leales consejeros. Su
temprana muerte no hizo sino acrecentar
la leyenda de un rey ausente pero
virtuoso y amante de su pueblo. Ésta
es la historia de Ricardo I de
Inglaterra, llamado Corazón de León.
El siglo XII fue el siglo del
desarrollo de la caballería en Europa no
sólo como una forma de entender
la guerra, sino como una cultura y una
forma de practicar las relaciones
sociales por parte de la nobleza. De
un caballero no se esperaban sólo
excelentes aptitudes militares, sino
también una educación esmerada,
un trato exquisito hacia los demás,
especialmente hacia las mujeres y
los desvalidos y a ser posible la
capacidad para cultivar las artes
propias del llamado «amor cortés», la
poesía y la música. Durante la
Edad Media, uno de los modelos
perdurables de caballero fue
Ricardo I de Inglaterra, un rey de reinado
corto y ajetreado, alejado de su
reino al ocuparse de intereses que hoy
en día podrían parecer muy
lejanos a los de sus vasallos. Entonces, ¿por
qué fue un rey que penetró tan
rápidamente en la imaginación popular
dejando una imagen de impecable
ejemplaridad? ¿Fue realmente un buen rey
para su pueblo o dilapidó su
tiempo, esfuerzo y dinero en aventuras
lejanas y poco provechosas?
Parte de las respuestas a estas
preguntas dependen del complejo
escenario político internacional
en el que se desarrolló su vida y su
tarea de gobierno. Los intereses
de Inglaterra no se limitaban al sur de
la isla de Gran Bretaña, sino que
comprendían toda la fachada atlántica
de la actual Francia. El padre de
Ricardo, el rey Enrique II de
Inglaterra, por herencia de sus
padres y por su matrimonio con Leonor de
Aquitania, era no sólo rey del
reino insular, sino además duque de
Normandía, de Aquitania y conde
de Anjou, títulos que le hacían
gobernante de un territorio en
Francia más extenso que el del propio rey
de Francia. Esto complicaba
sobremanera sus relaciones con el rey Luis
VII, de la dinastía de los
Capeto, a quien Enrique debía fidelidad ya
que poseía sus feudos
continentales como su vasallo. Además, el hecho de
que la reina de Inglaterra,
Leonor de Aquitania, hubiese estado casada
en primeras nupcias con el rey
francés, que entre otros motivos la había
repudiado por no darle heredero
varón, no facilitaba las relaciones
entre los que eran los dos reyes
más poderosos de Europa occidental.
Asimismo, Francia no sólo se
dividía entre los territorios que obedecían
a Luis VII y Enrique II de
Inglaterra, sino que toda la parte
meridional, ribereña con el
Mediterráneo, eran feudos de los poderosos
condes de Tolosa, la tercera
fuerza política que se disputaba el poder
en el país. Por tanto el
escenario francés era sumamente intrincado,
dificultaba las relaciones
internacionales y el mantenimiento de la paz,
y exigía de sus protagonistas el
desarrollo de una gran actividad
política, diplomática y militar
de forma constante si querían adquirir
ventaja sobre sus enemigos. Sin
embargo, todo esto en principio no
tendría que haber afectado a la
vida de Ricardo, ya que cuando nació no
era el heredero al trono de su
padre, era tan sólo un segundón de los
que tantos problemas y
quebraderos de cabeza daban a sus padres en la
Edad Media, sobre todo si éstos
eran poderosos, como era el caso del rey
Enrique de Inglaterra.
El cachorro de león
Ricardo nació el 8 de septiembre
de 1157 en el palacio real de Oxford,
era el tercer hijo varón de los
reyes Enrique y Leonor, aunque el
primero de sus retoños,
Guillermo, había muerto el año anterior a la
edad de tres años. Por tanto era
el segundogénito varón, que seguía a su
hermano mayor, Enrique, en la
sucesión al trono de Inglaterra. Su padre
no llevaba mucho tiempo ciñendo
la corona, ya que había accedido al
trono en 1154 al morir el rey
Esteban de Inglaterra, primo de su madre,
y con ello había instaurado una
nueva dinastía, la de los Plantagenet o
Angevinos (nombre que deriva de
su condición de conde de Anjou). Cuando
nació su hijo en Oxford y durante
sus primeros años de vida, estuvo
ausente ocupándose de asentar su
dominio en los amplios territorios que
dominaba en Francia. Su acceso al
trono había supuesto un cambio
dramático en las relaciones de
poder dentro del reino galo y el período
entre 1154 y 1177 fue de guerra
latente entre ambos reinos, situación
que de forma intermitente se
repetiría durante el resto de la vida del rey.
La educación del joven príncipe
corrió por tanto a cargo de su madre,
mujer de cultura y talento
excepcionales, que no sólo le formó en las
tareas propias de la realeza o la
nobleza medievales, como la caza o el
ejercicio de las armas, sino que
le dotó además de una educación
literaria y artística. Según John
Gillingham, profesor emérito de
Historia medieval de la London
School of Economics and Political
Science, «en las leyendas Ricardo
aparece como un inglés sin ningún
aprecio por los franceses, pero
en vida no fue así en absoluto. Sus
padres fueron franceses, hablaba
francés y provenzal (la lengua del sur
de Francia), por cultura y
educación era un francés integral. Es cierto
que tuvo una educación excelente,
sabemos que componía canciones y
versos en francés y provenzal, y
es que sabía leer y escribir
perfectamente francés. También
sabemos que leía latín ya que gastaba
bromas acerca de la gramática
latina a costa de un arzobispo de
Canterbury que no era tan culto
como él. De acuerdo con la educación
tradicional y leyendo sus cartas,
Ricardo se encontraba entre los
príncipes más cultos de la Europa
de esos días». Dentro de esta
educación el ideal caballeresco
tuvo un papel importante, ya que en el
siglo XII la ideología y la
cultura de la caballería estaban
completamente definidas. En
compañía de su madre pudo escuchar y
disfrutar de los cantares de
gesta franceses que le inculcaron un gusto
por las acciones guerreras y por
el ideal de caballero, cuya aspiración
última era velar para que el
ejercicio de la violencia se hiciese por
una causa justa. Su educación
incluía además el ejercicio de otras
habilidades, como el juego del
ajedrez, ya que, como señala el profesor
Gillingham, «en aquella época
muchos pensaban que el ajedrez era un
juego entre dos pequeños reinos
en el que los jugadores aprendían el
arte de gobernar mientras
administraban sus recursos, por eso se
consideraba el ajedrez como un
buen ejercicio para aprender a superar
las dificultades reales de la
vida».
Pronto tendría que poner en
marcha su aprendizaje en cuestiones de
estrategia, política y guerra
pues, a medida que crecía, se iba haciendo
más evidente que entre el rey
Enrique, hombre dominante y celoso, y sus
hijos las desavenencias irían en
aumento. Ricardo era el segundo de
cuatro hermanos varones: Enrique
era mayor que él, y Godofredo y Juan,
menores. Los cuatro pronto
aspiraron a obtener en herencia alguno de los
territorios del vasto imperio
paterno e incluso alguna misión o gobierno
como representantes de su padre
mientras éste viviese. Pero Enrique no
se mostraba muy inclinado a
confiar en sus hijos. En 1170 daría el
primer paso de un cambio
progresivo de actitud, asociando al trono como
su legítimo heredero a su
primogénito, Enrique el Joven. Quizá una
explicación de este cambio sea
que el nacimiento de un heredero al trono
de Francia, al tener por fin el
rey Luis VII el tan ansiado hijo varón,
era una señal de que el futuro
podía ser complicado e inestable. En
palabras de David Bates,
medievalista de la Universidad de East Anglia,
«el nacimiento de Felipe Augusto
en 1165 fue un suceso muy importante en
la historia de los Capeto, pero
especialmente para el futuro de Ricardo
Corazón de León. Al cabo de
muchos años intentando tener un sucesor, el
rey de Francia tuvo un hijo que
sería el heredero del poder y el
prestigio familiar. En la época
medieval, un período muy militar, un
hijo que pudiera manejar la
espada y dominar una sociedad muy masculina
era absolutamente vital».
Poco después el viraje de Enrique
hacia sus hijos se confirmó y
encomendó a un Ricardo de tan
sólo quince años el sometimiento de
algunos varones díscolos de las
posesiones de Aquitania. El encargo no
era baladí, ya que la importancia
de la región era capital para el
imperio angevino. En palabras del
profesor Gillingham, «el ducado de
Aquitania cubría grandes
extensiones de tierras ricas y prósperas,
particularmente los estratégicos
puertos de Burdeos y La Rochela desde
los que se comerciaba con las más
importantes mercancías de la Europa
medieval; desde ellos se
exportaba vino y sal». La actuación militar del
joven Ricardo fue brillante, y
comenzó a forjar su fama como gran
guerrero e inteligente estratega.
Permaneció en Aquitania administrando
los territorios de su padre en su
nombre y empezando a foguearse en el
terreno resbaladizo y peligroso
de la política francesa. En 1179, tras
la muerte de Luis VII, acudió a
la coronación de su sucesor, Felipe II,
al que con el tiempo llamarían
Felipe Augusto, y que acabaría por
convertirse en el enemigo más
encarnizado de Ricardo. La razón
primordial de esta rivalidad que
degeneró en enfrentamiento era el deseo
del rey francés de reincorporar
los terrenos de los angevinos a la
corona de Francia y para ello no
dudó en inmiscuirse en las disputas
familiares de Enrique II con sus
hijos. En opinión del profesor Bates,
«lo que Felipe intentaba hacer
era tan sólo causar problemas, socavar la
moral de los angevinos para
mantenerlos permanentemente en vilo. Ricardo
se había estado peleando con su
padre desde los quince años y también
sus hermanos se habían peleado
con él y con su padre. Felipe Augusto
tenía muchas oportunidades de
entrometerse y, al hacerlo, debilitar el
poder de la familia Plantagenet».
En una de las disputas familiares
murió Enrique el Joven, en 1183,
por lo que Ricardo pasó a ser el
heredero del trono de su padre,
con el que las relaciones no mejoraron
ni lo harían después. Pero
entonces un hecho cambiaría su vida
radicalmente, un acontecimiento
que no llegaría ni de Inglaterra ni de
Francia, sino del extremo
oriental del Mediterráneo.
De joven guerrero a rey cruzado
En el año 1187 toda Europa se vio
estremecida por una noticia a la vez
política y religiosa. Casi un
siglo antes, la Primera Cruzada había
culminado con la toma de
Jerusalén en 1099 y con el establecimiento en
Anatolia, Siria y Palestina de
unos estados latinos gobernados por
aristócratas de Europa
occidental, siendo el más importante de ellos el
reino de Jerusalén. Las potencias
musulmanas del entorno reaccionaron
violentamente a esta agresión,
que había tenido éxito entre otras
razones debido a su división
interna. El surgimiento de un jefe militar
poderoso y políticamente astuto,
Salah-al-Din ben Ayyûb, que los
occidentales llamaron Saladino,
permitió la reorganización de la
ofensiva musulmana, que culminó
en la batalla de Hattin con la derrota
definitiva de los ejércitos
cristianos, la toma de Jerusalén y el
desplome de los estados que
habían fundado los cruzados. Al año
siguiente, Federico I Barbarroja,
emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, decidió vestir la cruz
y emprender una campaña de auxilio
para los cristianos latinos de
Oriente. El papa Clemente III recogió su
iniciativa y pidió a todos los
reyes y caballeros cristianos la
participación en la empresa.
Ricardo fue uno de los primeros en
contestar al llamamiento, y en
noviembre de ese mismo año se comprometió
a participar en la expedición.
Las motivaciones que tenía para actuar
así eran claras; según el
especialista en las Cruzadas Jonathan
Riley-Smith, catedrático emérito
de la Universidad de Cambridge, «que
aquel lugar que ellos habían
liberado para el cristianismo y para Jesús
se hubiese perdido fue
considerado un desastre, una humillación para la
cristiandad y una ofensa contra
Dios. Por supuesto, en la edad de
Ricardo se tenían esas ideas,
pero había otras razones muy acuciantes
por las que debía responder tan
rápidamente como él lo hizo: sus
antepasados y otros habían tomado
parte en las Cruzadas desde el
principio y sus primos eran los
gobernantes de Jerusalén».
Pero no fue nada sencillo
prepararse para la partida. En ese momento se
hallaba inmerso en un conflicto
con su padre, que se resistía a
nombrarlo heredero de la corona
inglesa. El rey Enrique, envejecido y
enfermo, inició una última
campaña en Francia para doblegar a Ricardo,
que se había aliado con Felipe de
Francia para defender sus intereses.
Finalmente los dos derrotaron al
viejo rey, que tras ceder a las
exigencias de su hijo murió solo
en el castillo de Chinon. Debido a que
era el mes de julio y el calor no
permitía el traslado del cuerpo a
Grandmont, donde deseaba ser
enterrado, recibió sepultura en la abadía
de Fontevraud, muy cercana a
Chinon. Allí se le unirían con
posterioridad para su descanso
eterno su esposa Leonor y el propio
Ricardo, y todavía hoy se pueden
contemplar in situ las bellas efigies
escultóricas que adornan sus
tumbas. Así, con treinta y un años, Ricardo
Plantagenet se dispuso a hacerse
cargo de su herencia. El 20 de julio de
1189, en Ruán, se le invistió
duque de Normandía en una ceremonia en la
que el arzobispo le ciñó la
espada ducal y le otorgó el estandarte del
ducado. Sin perder tiempo cruzó
el canal de la Mancha y fue coronado rey
de Inglaterra en la abadía de
Westminster con el nombre de Ricardo I el
3 de septiembre. Su primera tarea
fue la de poner paz tras los
conflictos familiares que habían
dividido al reino, perdonando a los
partidarios de su padre, y
preparar la expedición a Tierra Santa. Para
entonces se había unido a la
iniciativa Felipe de Francia, aunque parece
que por motivos muy distintos. En
opinión del profesor Bates, «Ricardo
fue a las Cruzadas por sentido
del deber; Felipe Augusto probablemente
no tenía tanto entusiasmo sino
que era una cuestión de prestigio: si uno
iba el otro tenía que ir». Por
tanto se estaba preparando una magnífica
operación militar en la que
participarían los tres monarcas más
influyentes del Occidente
medieval, los de Alemania, Inglaterra y
Francia. Aunque la gran
iniciativa estaba ya en marcha, para que se
lograse el gran objetivo de
reconquistar Jerusalén había todavía mucho
por hacer.
Un rey contra los infieles
Para llevar a cabo la marcha
hasta el Levante, Ricardo optó por una vía
distinta que la de sus
compañeros. Si éstos se pusieron en marcha por
tierra (Federico Barbarroja hacia
la península Balcánica y Felipe de
Francia hacia el sur de Italia),
Ricardo optó por reunir una gran flota
con la que desplazarse
directamente con su tropa, caballos, armas y
provisiones hacia el
Mediterráneo, bordeando la costa de la fachada
atlántica francesa y a
continuación la península Ibérica. En la
organización de la expedición
demostró una capacidad excepcional para la
planificación y la organización.
Como afirma el profesor Gillingham, «el
ajedrez es una cuestión de
administrar los recursos militares y
económicos, mover los alfiles y
las torres para conseguir los objetivos.
Ricardo fue famoso,
particularmente en las leyendas, por ser un valiente
jinete a caballo penetrando entre
las filas moras, pero yo considero que
su mayor capacidad fue una
suprema capacidad de organización».
Sin embargo, antes de emprender
el viaje tenía que asegurar la
integridad de sus territorios
durante su ausencia. El gran punto débil
era una vez más las posesiones
francesas del imperio angevino. Ricardo
logró llegar a un acuerdo con
Felipe de Francia: mientras que los dos
estuviesen en Tierra Santa se
respetarían mutuamente en sus posesiones y
el botín que obtuviesen de la
guerra lo repartirían entre ambos. Pero
Ricardo todavía tenía que
asegurarse de que el conde Raimundo V de
Tolosa no intentase aprovechar su
ausencia, ya que había decidido no ir
a Palestina. Para solventar este
problema optó por una vía diplomática,
concertando una alianza con el
reino vecino de sus posesiones
continentales por su frontera
meridional, Navarra. Acordó con el rey
Sancho VI el matrimonio con su
hija Berenguela y partió hacia Sicilia,
donde debía reunirse con Felipe
II. El profesor Gillingham valora así la
operación: «Era algo predecible
que mientras Ricardo iba de Cruzada, el
conde de Tolosa atacase el ducado
de Aquitania, por eso quería estar
seguro de que mientras estaba
fuera hubiese un aliado que le guardara
las fronteras de Aquitania. ¿Con
quién podría casarse? Con Berenguela de
Navarra. Era un matrimonio
diplomático inteligentemente calculado para
suprimir la amenaza del conde que
se quedaba en casa». No obstante, a
quien no gustó nada la
concertación de la boda real fue a su entonces
aliado Felipe de Francia, que
esperaba que el joven rey inglés se casase
con su hermana. En opinión del
profesor Bates, «el matrimonio de Ricardo
con Berenguela echó por tierra un
acuerdo de hacía más de veinte años.
Eso significaba que Ricardo ponía
fin a cualquier esperanza de amistad
futura con los Capeto».
Sin esperar a celebrar el enlace
Ricardo partió, acordando que su futura
esposa se le uniese en el camino.
Corría el mes de julio de 1190. El rey
inglés efectuó una primera escala
del viaje en Sicilia, donde se reunió
con Felipe de Francia, que sin
embargo partió antes hacia Tierra Santa,
mientras que Ricardo permanecía
en la isla italiana aguardando la
llegada de su futura esposa. Una
segunda escala se efectuó en Chipre,
isla que conquistó en quince días
con el objeto de utilizarla como base
en la retaguardia para las
campañas de los cruzados. Allí se casaría con
Berenguela el 12 mayo de 1191 en
la capilla del castillo de Limasol, y
poco después sería coronada reina
de Inglaterra por el obispo de Evreux.
Para cuando por fin llegó a
Palestina se encontró con que el ejército de
Felipe estaba ocupado en mantener
el sitio de la ciudad de Acre,
sufriendo al tiempo la ofensiva
del ejército de Saladino por la
retaguardia. La situación que se
planteó no fue fácil puesto que la
tensión entre los dos reyes no
había hecho sino aumentar durante el
viaje, y ya en tierra un nuevo
motivo vendría a añadir más leña al
fuego. En este caso era la
existencia de varios pretendientes al trono
de Jerusalén, lo que enfrentaba a
ambos monarcas: Guido de Lusignan
contaba con el apoyo de Ricardo y
Conrado de Montferrat era el candidato
de Felipe de Francia. Pese a la
dureza de la adaptación al nuevo medio,
al hostigamiento del enemigo y a
que el rey Ricardo padeció escorbuto
durante el asedio, éste culminó
felizmente en julio de 1191, cuando la
guarnición musulmana de Acre
terminó por rendirse. Fue una gran victoria
de los reyes inglés y francés,
aunque hubo quien quiso aprovecharse de
los éxitos ajenos. Como recuerda
el profesor Riley-Smith, «Ricardo y
Felipe estaban de acuerdo en
repartir sus conquistas entre ellos. Como
vencedores del sitio de Acre
deberían compartirlas, pero ¿qué es lo que
ocurrió? Que el duque de Austria
desplegó de repente su estandarte sobre
las almenas reclamando una parte
de Acre por derecho de conquista.
Algunos soldados ingleses
arriaron, con razón, el estandarte del duque
de Austria Leopoldo». El
altercado con el duque de Austria no tendría
consecuencias para Ricardo, por
el momento.
Tras el esfuerzo de Acre, Felipe
Augusto decidió dar por concluida la
aventura cruzada, por la que no
sentía mucho entusiasmo, y se preparó
para regresar a Francia bajo
promesa a Ricardo de no intentar
arrebatarle sus territorios
mientras permaneciese en Palestina. Ricardo
optó por no volver e intentar
conquistar Jerusalén, pero antes tenía que
solventar el problema que le
planteaban los prisioneros de la guarnición
de Acre. Entre las condiciones de
la rendición figuraba que Saladino
debería pagar un fuerte rescate
por los cautivos, pero la fecha de plazo
para el pago había expirado y no
había noticia del sultán. La tesitura
en que le dejaba no era nada
cómoda para el rey, tal y como apunta el
profesor Gillingham: «La gente
comenzó a sospechar que lo que Saladino
quería era que Ricardo se quedase
en Acre, pero éste quería continuar la
campaña y dirigirse a Jerusalén.
¿Cómo podía hacerlo dejando a dos o
tres mil prisioneros en Acre a
los que había que alimentar y
custodiar?». Con una crueldad
inusitada, Ricardo ordenó la ejecución de
los prisioneros. Dos mil
setecientos fueron ajusticiados para que las
mesnadas de Dios pudiesen avanzar
en su piadosa campaña de recuperación
de los lugares sagrados de la
cristiandad.
Cuando se aprestó con su ejército
a salir para Jerusalén, Ricardo ya era
el jefe indiscutible de los
cruzados y se había ganado fama de guerrero
de valor indiscutible, que le
valió su sobrenombre de Corazón de León, y
talento militar frente a los
infieles. Se decidió a seguir la marcha
hacia el sur antes de intentar
adentrarse en Palestina con el objeto de
contar con el aprovisionamiento
por mar de la flota inglesa. La marcha,
en unas condiciones climáticas
adversas y con el hostigamiento continuo
del enemigo, fue durísima. Como
señala el profesor Gillingham, «sólo
pudieron continuar porque la
flota los seguía y los apoyaba desde la
costa, eso significaba que los
heridos y los afectados por insolación
podían ser llevados a bordo de
los barcos y otros hombres de refresco
tomaban el relevo en esta marcha
increíble». En medio de esta odisea,
Saladino optó por cortarle el
paso e intentar destruir sus fuerzas para
acabar de una vez por todas con
los cruzados en Palestina. El choque de
los dos ejércitos se produjo en
Arsuf, en el mes de septiembre. La
victoria fue para Ricardo, que
supo utilizar con habilidad en el campo
de batalla el arma de choque de
los cruzados, la caballería, que fue
lanzada en el momento justo para
desbaratar las tropas enemigas.
Vencidos los infieles, siguió
avanzando hacia el sur hasta conquistar el
puerto de Jaffa, que fue la base
de operaciones desde la que intentó
alcanzar en varias ocasiones la
Ciudad Santa. No pudo conquistarla
debido a la debilidad de sus
líneas de suministros en un medio
claramente hostil.
Sin embargo, en mayo de 1192
comenzaron a llegar noticias inquietantes
desde Inglaterra. Pese a que
había dejado a consejeros leales al cargo
del gobierno, los rumores y
noticias que llegaban sobre un intento de
usurpación del poder por su
hermano menor Juan, que conspiraba en este
sentido con Felipe Augusto,
resultaron sumamente alarmantes. En opinión
del profesor Gillingham, «si la
conspiración tenía éxito Ricardo era
consciente de que toda
Inglaterra, toda Normandía y quizá Anjou se
perderían en su ausencia. Tenía
que volver».
Un rey extraviado
Ante la posibilidad de una
amenaza a su poder en su propia familia,
Ricardo se apresuró a entablar
negociaciones con Saladino. En septiembre
acordó una tregua por la que los
musulmanes se comprometían a respetar
el control cristiano de la costa
desde Tiro hasta Jaffa y a respetar a
los peregrinos que quisiesen
llegar a Jerusalén. Aunque en comparación
con los objetivos iniciales de la
campaña estos logros puedan parecer un
fracaso en toda regla, no es ésa
la opinión del profesor Riley-Smith:
«Lo que consiguió Ricardo fue
algo inmenso; por supuesto que estaba muy
enojado por no haber podido tomar
Jerusalén, pero su principal éxito fue
recuperar la costa. Además, la
flota egipcia de galeras fue confinada a
un puerto desde donde podría
hacer muy poco daño». Por tanto, la
supervivencia de los estados
latinos de Oriente quedaba por el momento
garantizada y el hecho de que
controlasen los puertos mediterráneos les
permitiría mantener el contacto
con Europa occidental, para lo que
contaban además con la base de
Chipre, conseguida gracias al esfuerzo
personal de Ricardo.
Pero antes de partir un hecho
siniestro empañaría su labor en Tierra
Santa. Por una coalición de
fuerzas de los cristianos de Oriente se
había visto obligado a aceptar en
el último momento a Conrado de
Montferrat como rey de Jerusalén,
decisión que le contrarió
profundamente. En palabras de
Riley-Smith, «se encontraba ante el hecho
de que uno de sus adversarios iba
a ser puesto al frente de Palestina y
de las conquistas que a él tanto
le habían costado. El que un oponente
político y dinástico del rey de
Inglaterra estuviera al cargo de
Palestina era demasiado para él;
aunque estuviera a miles de kilómetros
de los territorios de Ricardo,
Palestina significaba mucho para la gente
de aquellos tiempos. Hubiese sido
una gran humillación para el trono de
Inglaterra y para los esfuerzos
diplomáticos ingleses». La noche del 28
de abril de 1192, Conrado,
guerrero respetado y oponente de Ricardo
dentro del bando cristiano de la
Tercera Cruzada, murió asesinado.
Aunque no se pudo hallar a los
culpables de la atrocidad, inmediatamente
se sospechó de Ricardo por lo
oportuno del crimen y por su enemistad
personal con el pretendiente
protegido de Francia.
Bajo la sombra de la sospecha
zarpó Ricardo I de Inglaterra de la ciudad
de Acre el 9 de octubre de 1192
rumbo a su reino, pero no llegaría hasta
el 13 de marzo de 1194. Tan gran
retraso en el regreso se debe a una
sucesión de desgracias en el
viaje del rey. Por razones que no están
claras, su barco se separó de la
flota inglesa y naufragó en el norte
del mar Adriático. Ricardo se vio
entonces en la necesidad de seguir una
vía terrestre que atravesase
Europa desde el Adriático hasta el mar del
Norte para embarcar de nuevo y
llegar a Inglaterra. Para emprender el
viaje decidió mantener su
identidad oculta, disfrazándose con unos pocos
acompañantes de mercaderes. Para
algunos historiadores, como el profesor
Riley-Smith, la decisión no fue
muy acertada: «¿Por qué decidió cuando
llegó a tierra viajar disfrazado?
No tiene sentido. Quizá porque sabía
que viajaba por una Europa que
estaba molesta con el asesinato de
Conrado». Las prevenciones del
rey estaban justificadas. Cerca de Viena
fue detenido por soldados del
duque Leopoldo de Austria. Como recuerda
Riley-Smith, «Conrado era primo
de Leopoldo de Austria, primo del
emperador Enrique VI de Alemania
y primo de Felipe de Francia. Los
Montferrat eran una familia muy
inteligente…», por lo que su captor
tenía motivos para no sentir
misericordia por el extraviado rey inglés.
Además, ahora tenía una
oportunidad de oro para cobrarse el agravio que
le habían infligido los ingleses
en la toma de Acre unos años antes.
El duque Leopoldo decidió que se
encerrase a Ricardo en el castillo de
Dürnstein, a orillas del Danubio,
donde comenzó un largo cautiverio. En
ese momento, privado de las armas
y de la posibilidad de ejercitarse
físicamente, dedicó buena parte
de su tiempo al cultivo de la poesía y
la música que había aprendido de
niño junto a su madre y que serían unas
grandes aliadas para sobrellevar
la que sin duda fue una de las
situaciones más dramáticas de su
existencia. Christopher Page, profesor
de Música y Literatura medieval
en la Universidad de Cambridge, señala
que «existe un manuscrito francés
de finales del siglo XIII, quizá
compuesto dos o tres generaciones
después de la muerte de Ricardo. Tiene
el rótulo “rey Ricardo” escrito
sobre el primer verso de un poema con
música, de modo que nadie duda de
que es de Ricardo Corazón de León. Son
suyas tanto la letra como la
música ya que se refiere a su cautiverio.
Comienza: “Nadie puede cantar
estando cautivo, a menos que esté muy
dolorido”, y continúa diciendo
que maldecirá a sus amigos si le dejan
allí por dos inviernos más…». La
noticia del cautiverio de Ricardo no
llegó hasta principios de 1193 y
en torno a ella existe la leyenda, de
época medieval, de que fue
gracias al trovador Blondel que se pudo
averiguar su paradero. Extrañado
como otros muchos por la tardanza del
rey y sospechando que podía haber
sido hecho prisionero por alguno de
sus numerosos enemigos, el juglar
recorrió la ruta que debería de haber
seguido Ricardo en su regreso por
tierra cantando junto a los fuertes y
prisiones una canción inglesa
reconocible por su soberano. En Dürnstein
la habría reconocido
efectivamente Ricardo, que le habría hecho llegar
algún tipo de mensaje explicando
su situación y que Blondel habría
trasladado hasta Inglaterra.
Sin embargo el cautiverio se
alargaría un año más. La liberación se
dificultó cuando Leopoldo, que
había exigido un rescate a cambio de la
libertad del rey, decidió vender
a su prisionero al emperador Enrique VI
del Sacro Imperio Romano
Germánico, que elevó la suma del rescate a
ciento cincuenta mil marcos de
plata. Como explica el profesor de
Historia en la Universidad de
Newcastle Simon Lloyd, «la demanda del
emperador Enrique VI fue de
ciento cincuenta mil marcos por el rescate
de Ricardo, una cifra exorbitante
para la época. Al final la
administración inglesa pagó sólo
cien mil marcos (…) más de tres veces
el presupuesto anual real de
entonces. El esfuerzo de la economía
inglesa fue terrible, lo mismo
que el de los contribuyentes ingleses; no
hay duda de los estragos que
produjo en la economía». La operación se
vio sumamente dificultada por el
hecho de que Felipe Augusto hizo todo
lo posible por prolongar el
cautiverio de Ricardo, entre otras cosas
para apoyar la insurrección que
desde los territorios angevinos de
Francia había comenzado Juan
Plantagenet con objeto de hacerse con la
corona de su hermano. Ricardo
tuvo noticia de ello en prisión, y no
permaneció impasible ante el
curso de los acontecimientos. Como recuerda
el profesor Gillingham, «de
alguna forma tenía que seguir jugando al
ajedrez de la política europea
mientras estaba en prisión. Juan y Felipe
Augusto estaban interesados en
que siguiese allí. Como parece que no
tenían mucho interés en pagar una
gran suma por él, a Ricardo no le
quedaba más remedio que intentar
influir en el emperador. Intentó
conseguir el favor de varios
príncipes alemanes para que intercedieran
por él, pero para el emperador la
única intercesión era que llegara el
rescate». De hecho hizo pasar a
Ricardo por un juicio por la muerte de
Conrado y no fue hasta que
recibió cien mil marcos a comienzos de 1194
cuando decidió por fin devolver
la libertad al monarca inglés. Sin más
dilaciones Ricardo emprendió el
regreso a su reino. Por fin, tras casi
cuatro años de ausencia, volvía a
pisar suelo inglés.
Una muerte inesperada
La noticia de la libertad de
Ricardo y de su regreso a Inglaterra
produjo pánico entre los
seguidores de Juan, que temían una inminente y
cruenta venganza del rey. Sin
embargo, dando muestras de un espíritu de
reconciliación similar al que
mostró con los partidarios de su padre
tras acceder al trono, perdonó a
su hermano menor y a sus seguidores.
Ordenó medidas que reafirmasen su
poder, como la celebración de una
segunda coronación, esta vez en
la catedral de Winchester, y se preparó
para encarar el principal peligro
que amenazaba a su reino. El apoyo de
Felipe Augusto a Juan en su
rebelión había tenido un precio, la
ocupación de varios de los
territorios franceses de Ricardo. Como éste
no estaba dispuesto a admitir
ninguna situación diferente a la de su
partida, en el mes de mayo de
1194, apenas dos meses después de haber
regresado a Inglaterra, embarcó
para combatir a los franceses en el
continente. Comenzó entonces una
guerra con Francia que se prolongó por
cinco años y que tendría como
escenario fundamental Normandía. Como
señala el profesor Gillingham,
«lo que más molestaba a Felipe Augusto es
que el río Sena que une París con
el mar pasaba por Normandía. Lo que
quería realmente era apoderarse
del valle del Sena y apoderarse de
Normandía, quería la ciudad de
Ruán». Para cortar el avance de Felipe
hacia el canal de la Mancha,
Ricardo ordenó construir la gran fortaleza
Château Gaillard, que cumplió su
cometido a la perfección.
Pudo negociar con Felipe un
armisticio de un año que aprovecharía para
marchar hacia Aquitania. Las
razones de este viaje han sido discutidas.
Según el profesor Gillingham, «de
acuerdo con una versión Ricardo fue
hacia el sur porque había tenido
noticia de un tesoro que había sido
descubierto en tierras de un
caballero de Limousin. De acuerdo con otra
versión tuvo que viajar al sur
porque debía hacer frente a una revuelta
del vizconde de Limoges y el
conde de Angulema. No sería extraño que ésa
fuese la razón auténtica,
precisamente contra ellos habían tenido que
luchar los duques de Aquitania en
el pasado para retener el control del
gobierno. Felipe Augusto, como
enemigo suyo que era, había conspirado
contra la casa de los Angevinos,
tratando de que el vizconde de Limoges
y el conde de Angulema
quebrantasen su obediencia hacia el duque de
Aquitania y se pasaran a su
lado». Allí encontraría inesperadamente la
muerte. Al llegar a Aquitania, en
marzo de 1199, puso sitio al castillo
de Châlus. Inspeccionando las
defensas de la fortaleza se expuso al
campo de tiro de un ballestero
que no desaprovechó la oportunidad y le
hirió en un hombro. Los médicos
sólo pudieron sacarle la flecha a costa
de gangrenar la herida. El 6 de
abril moría y su cuerpo era trasladado a
Fontevraud para reunirse con su
padre en su última morada.
Ricardo no dejó descendencia
legítima, por lo que la corona pasó a su
hermano Juan, que reinaría hasta
1216 con el nombre de Juan I de
Inglaterra. En opinión del
profesor Gillingham, «como Ricardo no había
tenido ningún heredero le sucedió
el traidor de su hermano, lo cual iba
a costarle muy caro al reino. El
magnífico edificio que Ricardo había
tratado de construir, esa gran
estructura política en la que había
trabajado tanto se derrumbó
enseguida en manos de Juan, en quien nadie
confiaba». En sus primeros cinco
años de reinado perdió frente a Felipe
Augusto buena parte de los
territorios continentales de los Plantagenet.
Algunos autores señalan este
hecho como el origen de su sobrenombre:
Juan «sin Tierra». En ese mismo
período de tiempo, según el mismo
Gillingham, su hermano «se
convirtió muy pronto en un personaje de
leyenda, aunque se puede decir
que casi lo fue en vida, pero desde luego
entró en ella después de su
muerte. Se le consideró modelo de reyes,
sabio, prudente, generoso, todo
lo que se podía esperar de un rey y
desde luego de un heroico
guerrero».
Considerando su trayectoria,
tanto desde su nacimiento como la que se
ciñe a sus años de reinado, la
figura de Ricardo Corazón de León emerge
como la de un hombre que atendió
a los intereses dinásticos de su
familia, manteniendo su imperio
territorial; siguió su sentido del
deber, acudiendo a una Cruzada de
la que fue el alma y el brazo
ejecutor, y encaró la adversidad
intentando sacar lo mejor de sí mismo,
como cuando componía versos
durante su cautiverio, una imagen que es al
tiempo la más triste y la más
emocionante de alguien que también fue
capaz de cometer grandes
crueldades en la guerra. Esto unido a su
increíble peripecia por gran
parte del mundo conocido en la Europa
medieval, explica por qué desde
el momento de su muerte alimentó la
imaginación popular y el mundo
literario culto de la caballería. Capaz
de concitar la admiración tanto
del campesino como del poeta, del
guerrero y del clérigo, reunió la
esencia de todo lo que se consideraba
deseable, noble y virtuoso en un
hombre de su época. Ricardo Corazón de
León fue, más que ningún otro, el
rey caballero.
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