jueves, 30 de octubre de 2025

10 CARLOMAGNO.

 



 

 

 

El emperador europeo

 

Anualmente se concede en la ciudad alemana de Aquisgrán el premio

Carlomagno a alguna persona que se haya destacado en la defensa de

Europa y su proceso de unificación. Es uno de los galardones

internacionales más prestigiosos y el nombre y el lugar elegidos para su

concesión pretenden tener un especial simbolismo. Ambos rememoran al

fundador del Imperio carolingio, el primer imperio del Occidente

medieval. Además de ser una de las figuras más relevantes de toda la

Edad Media y de las que mayor admiración despertaron desde su muerte,

Carlomagno se ha ganado el apelativo de «padre de Europa». Dicho

sobrenombre responde al hecho de que unificó bajo su mando todas las

tierras cristianas del Occidente medieval y luchó incansablemente para

defender y extender sus fronteras. Quizá la imagen que nos ha llegado

responda más a la leyenda que a la Historia y en su vida además de luces

hubo sombras que intencionadamente se han venido orillando hasta la

actualidad. Ambas componen el perfil de una de las figuras que más

definieron la Edad Media y cuyo legado más influyó en la vida de las

generaciones que le siguieron hasta nuestros días.

 

A mediados del siglo VIII Europa se hallaba profundamente fragmentada.

Atrás habían quedado los tiempos del Imperio romano en que todo el

Mediterráneo obedecía la voluntad de los Césares. La supervivencia del

Imperio romano de Oriente como Imperio bizantino se había hecho a costa

de un mayor aislamiento de Occidente y de su redefinición desde una

identidad romana latina a otra griega que cada vez lo hacía más extraño

para sus vecinos del oeste. La irrupción del islam en el siglo VII había

supuesto el último reparto no sólo del espacio mediterráneo sino también

de Europa desde el momento en que el reino visigodo de Toledo se había

incorporado a las tierras musulmanas tras su invasión por fuerzas del

norte de África en los años 711-714.

 

Un puñado de reinos germánicos se repartían lo que quedaba de la Europa

romana, cristiana y occidental: los lombardos en el norte de Italia, los

reinos de anglos y sajones en Britannia y, el mayor de todos ellos, el

reino franco, instalado en los territorios que los romanos llamaban

Galia y Germania Inferior. El resto del territorio europeo estaba

ocupado por las tribus bárbaras que se esparcían más allá de la frontera

de Europa que habían dejado trazada desde hacía siglos los romanos y que

seguía los cauces de los ríos Rin y Danubio.

 

Estos reinos habían surgido como resultado de la fusión de los pueblos

germanos que habían penetrado en el Imperio romano desde el siglo III,

que se habían fusionado con las sociedades romanas provinciales en

diferente grado y habían constituido sus propios estados tras la caída

del Imperio romano de Occidente en el año 476. Eran reinos débiles, que

respondían a la dinámica que se planteaba en cada uno de los territorios

en que se asentaban y que no tenían una visión global heredera del

Imperio romano que les permitiese trazar un futuro estable. En una vasta

área cuyas fronteras limitaban con los dos imperios más florecientes y

avanzados del momento, el bizantino y el islámico, así como con las

tribus guerreras más salvajes y violentas, la supervivencia no estaba

asegurada, y el ejemplo de Roma era demasiado reciente como para

ignorarlo. Se trataba de plantar cara a una doble amenaza, la de la

civilización y la de la barbarie, igualmente interesadas en extender su

área de influencia por Europa. Los reinos germánicos necesitaban que

alguien garantizase la supervivencia del Occidente cristiano frente a

los múltiples peligros que lo atenazaban, y ese alguien sólo podía

surgir en el más importante de ellos, el reino franco. Sin embargo el

camino para que las circunstancias permitiesen su llegada iba a ser

tortuoso.

 

 

 

Juego de dinastías

 

Carlomagno llegó al trono en el año 768, año en que murió su padre, el

rey Pipino el Breve. Éste no pertenecía a una estirpe real y el reino

franco tampoco era una unidad fuerte en la que la sucesión dinástica

estuviese asegurada. Tras el poderoso Clodoveo, que unificó el

territorio y se convirtió al catolicismo a comienzos del siglo VI, el

reino se había hecho y deshecho constantemente cuando los reyes lo

dividían por herencia y sus sucesores luchaban para reunificarlo. Este

hecho que hoy podría parecer insólito venía determinado por la tradición

germánica, que consideraba el reino como patrimonio particular del

monarca. De hecho la dinastía de Carlomagno, los Carolingios, no eran

los reyes tradicionales de los francos, sino unos advenedizos que

llevaban poco tiempo ciñendo la corona. Con anterioridad habían sido

«mayordomos de palacio» —el más importante cargo de la corte y de la

administración— de uno de los tres reinos en que se había dividido el

reino franco a mediados del siglo VII, Austrasia. Habían demostrado un

gran poder militar al imponerse a los otros dos reinos —Neustria y

Borgoña— y al haber comenzado a luchar por asentar la frontera oriental

frente a frisones y bávaros, dos de las tribus bárbaras que amenazaban

la estabilidad de Europa.

 

En el 714 accedió al cargo de mayordomo de Austrasia el abuelo de

Carlomagno, Carlos Martel, que si no fue el fundador de la dinastía, sí

que cimentó definitivamente su poder y su prestigio. Logró reunir en su

persona los cargos de mayordomo de los tres reinos, lo que suponía aunar

prácticamente todo el poder en su persona, pese a que teóricamente éste

seguía residiendo en el rey, que pertenecía a la dinastía tradicional,

los Merovingios. Pronto le haría falta poner en marcha toda la autoridad

acumulada, puesto que en la tercera década del siglo VIII los musulmanes

de al-Ándalus cruzaron los Pirineos y comenzaron una campaña de

conquista de la Galia. El territorio sur del reino franco, el levantisco

ducado de Aquitania, cayó ante el empuje musulmán, pero un ejército

reunido por Carlos Martel logró derrotar a los andalusíes en los

alrededores de Poitiers en el año 732. Éstos se replegaron hasta un

rincón en el sudeste de la Galia, llamado Septimania, donde se hicieron

fuertes. La derrota de los Merovingios fue la legitimación moral que

permitiría el asalto de los Carolingios al trono.

 

Fue el padre de Carlomagno quien emprendió la tarea. Pipino accedió al

trono en el año 741 y diez años más tarde tomó la iniciativa de encerrar

en un monasterio al último de los Merovingios, Childerico III, y

proclamarse rey. Pese al prestigio de su padre y el suyo propio, Pipino

sabía que necesitaba un apoyo que afianzase la legitimidad de lo que no

era sino una toma del poder por la fuerza. Para ello buscó a quien mejor

le podía proporcionar legitimidad moral y espiritual, la Iglesia.

Solicitó confirmación de la usurpación al papa Zacarías, que se la

concedió a cambio de apoyo militar contra el asedio con que los

lombardos llevaban atenazando al papado desde hacía varios años. Pipino

penetró con un ejército en Italia, derrotó al rey Astolfo de los

lombardos y conquistó un conjunto de tierras que entregó al papado, y

que serían la base de los Estados Pontificios gobernados por los papas

hasta el siglo XIX. Cerró brillantemente su reinado expulsando a los

musulmanes de Septimania e imponiendo su autoridad al ducado de

Aquitania, que se había mostrado reticente ante el cambio dinástico. A

su muerte Pipino siguió la tradición germánica de repartir el reino

entre sus dos hijos: Carlos (que con el tiempo sería conocido como

Karolus Magnus, «Carlos el Grande», de donde deriva el nombre de

Carlomagno) y Carlomán. Un reino dividido y un hermano con el que

compartir el poder constituía un modesto comienzo para quien llegaría a

ser conocido como «grande» al final de su vida, pero pronto empezaría a

dar signos de que no estaba dispuesto a conformarse con lo que había

recibido por herencia.

 

 

 

Fronteras seguras, poder consolidado

 

No conocemos con seguridad la fecha ni el lugar de nacimiento de

Carlomagno. Se ha propuesto como fecha más segura el año 742, aunque

algunos historiadores la retrasan hasta el 748. En cualquier caso era un

adulto cuando llegó al poder y recibió una educación militar al lado de

su padre en sus luchas en el exterior contra los lombardos y en el

interior contra los aquitanos. Siguiendo estas enseñanzas, sus primeros

pasos se encaminaron a asegurar la tarea de su padre y fortalecer la

estabilidad militar del reino. Pero los enfrentamientos con su hermano

no facilitarían los primeros pasos. Parece que en estos momentos jugó un

importante papel de mediadora la madre de ambos, Bertrada, quien impidió

que su rivalidad llegase a conflicto abierto. En cualquier caso no

duraría mucho, ya que Carlomán falleció en el año 771 por causas

desconocidas. Carlomagno ignoró entonces los derechos de sucesión de sus

sobrinos y se hizo con la totalidad del reino, emprendiendo su tarea de

lucha en las fronteras.

 

El primer objetivo sería el frente que habían abierto sus antecesores en

el nordeste, la dominación total de Frisia (en los actuales Países

Bajos). La situación en aquella frontera era complicada. Las incursiones

de saqueo de las tribus frisonas seguían siendo frecuentes pese a las

victorias francas, y la relación que mantenían con las tribus sajonas

asentadas más al este les permitía un apoyo táctico y logístico que

dificultaba en gran medida el control de la zona. En el año 772

Carlomagno comenzó la conquista de Sajonia, ya que consideraba que sólo

sometiéndola podría establecer la paz. Le costó treinta años tener

dominado el territorio, a lo largo de los cuales se sucedieron victorias

francas y sublevaciones de la población tribal sajona. El resultado de

las primeras campañas fue de éxito. Los sajones eran un grupo tribal

heterogéneo, así que se optó por golpearles en el punto que los mantenía

unidos, la religión. Practicaban una religión animista y adoraban a las

fuerzas de la naturaleza y lugares sagrados como bosques, cuevas y

lagos. Una de las primeras acciones de Carlomagno consistió en tomar el

santuario del árbol sagrado (Irminsul) situado en Eresburg, ordenar que

fuese talado y tomar su tesoro como botín de guerra. El golpe tuvo el

efecto deseado y en poco tiempo comenzó a organizar administrativamente

y a evangelizar a Sajonia para incorporarla al reino franco. Pero un

aristócrata sajón, Widukind, se refugió entre los daneses, una tribu

vikinga que habitaba la península de Jutlandia, y preparó una rebelión

que estalló con crudeza en el año 779. Durante seis años Carlomagno tuvo

que organizar campañas anuales de castigo y conquista sistemática en las

que abundaron los episodios de crueldad. En el 782 los francos

exterminaron alrededor de cuatro mil quinientos rebeldes sajones en

Verden an der Aller, lo que supuso la matanza más famosa de una larga

serie de represalias que incluyeron también las deportaciones

colectivas. La revuelta no terminaría hasta el 785, fecha en la que

Widukind reconoció su derrota y aceptó el bautismo. A pesar de ello los

levantamientos de los sajones se repetirían periódicamente hasta que en

el año 804 la promulgación de un código de leyes que reconocía la

validez legal de las tradiciones sajonas permitió la pacificación del

territorio.

 

Otros dos éxitos vinieron a consolidar la victoria de Carlomagno en el

frente oriental. El primero fue la incorporación del ducado de Baviera a

su reino. El duque Tassilón, católico y vasallo del rey franco, intentó

sustraerse a la dependencia de éste acercándose a los lombardos. La

reacción de Carlomagno fue fulminante. En el 788 convocó una dieta

(reunión de aristócratas) en Ingelheim y ordenó la deposición del duque,

integrando el territorio en el reino franco. El otro éxito fue el ataque

y destrucción del reino de los ávaros. Éstos eran una tribu asiática

esteparia que se había instalado en la llanura del Danubio (Panonia) en

el siglo VI. Desde el momento en que se incorporó Baviera habían pasado

a ser vecinos de los francos, que no estaban muy dispuestos a consentir

sus correrías y razias por el imperio. En el año 791 Carlomagno lanzó el

primer ataque, que culminaría cinco años más tarde con la captura del

tesoro de los ávaros y la destrucción de su reino.

 

El segundo frente exterior en el que actuó Carlomagno fue Italia. Allí

la expansión del reino lombardo seguía amenazando a los papas y sus

recién adquiridos territorios, por lo que Adriano I volvió a pedir ayuda

al rey de los francos. Perpetuando la alianza forjada por su padre, en

el año 773 comenzó la invasión del reino lombardo, cuyo titular, el rey

Desiderio, era por entonces su suegro. La resistencia militar de éste no

tuvo éxito y al año siguiente Carlomagno tomó la capital del reino,

Pavía, y se hizo coronar rey con la corona de hierro de los lombardos.

Desde entonces dicho reino pasaba a ser parte integrante del franco.

Carlomagno viajó entonces a Roma y confirmó la donación de territorios

que había hecho su padre al papado. A cambio recibió del pontífice el

título de «patricio de los romanos».

 

En el año 777, en uno de los escasos momentos de paz de estos primeros

años, cuando se encontraba en su palacio de Paderborn desarrollando sus

planes para administrar y evangelizar Sajonia, le llegó una extraña

embajada. Una legación enviada por los valíes (gobernadores musulmanes)

Al-Husayn de Zaragoza y Sulayman de Barcelona acudió a pedirle ayuda, ya

que desde hacía un tiempo se habían rebelado contra la autoridad del

emir (rey) de Córdoba, Abdal-Rahmán I. Las motivaciones por las que

Carlomagno aceptó la petición de ayuda han sido discutidas, pero en

opinión del catedrático de Historia medieval José Luis Martín «le

ofrecieron la entrega de Zaragoza y con ella el control de la vertiente

sur de los Pirineos, es decir, de las tierras que habrían de servir de

protección a los dominios francos de Septimania». Fueron por tanto

motivaciones estratégicas, y no religiosas o de cruzada, las que

animaron al monarca a organizar una expedición armada para el año

siguiente. La empresa se llevó a cabo finalmente y logró la toma de

Huesca y Pamplona, pero no de Zaragoza, que contra todo pronóstico no se

entregó al ejército franco. Ante la decepción se decidió el regreso a la

Galia por el Pirineo occidental. Es éste el momento en que un grupo de

vascones tendió una emboscada en Roncesvalles a la retaguardia del

ejército y le infligió una aplastante derrota. Además de suponer un

pésimo punto final a la primera intervención de los francos en Hispania,

la escaramuza acabó convirtiéndose en el tema del primer cantar de gesta

de la literatura francesa, el Cantar de Roldán; en él se narra la

derrota del caballero Roland aunque alterando bastante la realidad

histórica ya que en el poema la iniciativa de enviar un ejército se

atribuye a Carlomagno en vez de a los rebeldes andalusíes y los

vencedores de Roldán pasan a ser musulmanes en vez de vascones. Si duda

alguna, Roncesvalles fue lo más cerca que estuvo Carlomagno de un

desastre militar.

 

Pese a todo hay historiadores que consideran que el resultado no fue tan

negativo, como Josep Maria Salrach, catedrático de Historia medieval,

quien considera que «la expedición, aunque fracasada, debió de servir

para avivar las disidencias de la zona y facilitar posteriores

tentativas carolingias». Efectivamente, en el año 785 la ciudad de

Gerona se entregó a los francos y diez años más tarde éstos avanzaban

conquistando territorios en Cataluña central (Vic, Caserras y Cardona).

La culminación llegaría en el año 801, cuando un ejército carolingio

dirigido por el hijo de Carlomagno, Luis, y en el que participaba un

grupo de godos al mando de Berda, tomaba Barcelona. Por fin se cumplía

uno de los objetivos francos en la península Ibérica y se hacía en un

momento de apoteosis para el monarca, ya que aquellos años del cambio de

siglo fueron los que marcaron su cenit, que le llevaría a dejar de ser

rey para convertirse en emperador y, por tanto, sucesor de los Césares

de Roma.

 

 

 

Un guerrero que favoreció los saberes y las artes

 

Las conquistas de sus primeras décadas de reinado y la alianza con el

papado le llevaron a una situación inédita desde la caída de Roma. Por

primera vez uno de los reinos germánicos reunía bajo su poder todas las

tierras cristianas del Occidente europeo y llevaba a cabo un esfuerzo

continuo por extender la fe de los apóstoles más allá de sus fronteras.

Carlomagno era muy consciente de esta situación y pretendió reforzar las

facetas cultural y religiosa de su mandato como un medio de reforzar su

autoridad.

 

En cuanto a la primera de estas facetas, Carlomagno fue un monarca

especialmente atento con la promoción de las letras, la educación y las

artes, que en su concepción tenían que estar subordinadas al poder.

Según el historiador Eginardo, del que nos ha llegado una biografía

contemporánea del rey, Carlomagno no era un hombre especialmente

cultivado. Hablaba con fluidez latín, entendía griego y pese a sus

reiterados intentos, nunca aprendió a escribir, más allá de su célebre

firma monogramática. Sin embargo, después de que en el 794 comenzase a

asentar la residencia de la corte en Aquisgrán (la antigua Aquis Granum

romana, así llamada por las fuentes de agua termal que en ella brotaban,

empezó a reunir un nutrido grupo de intelectuales formados en la

tradición romana de muy diversa procedencia. El anglo Alcuino de York,

el lombardo Paulo Diácono o el visigodo Teodulfo fueron tan sólo algunos

de los más importantes. La voluntad de Carlomagno a este respecto fue

clara desde el principio: deseó que en su corte se realizase un esfuerzo

para elaborar un cuerpo de textos en los que se recogiese la cultura

clásica y cristiana y que sirviese para la formación no sólo de clérigos

sino del mayor número de personas. A ello se debe una de sus medidas más

conocidas, la de que en todas las diócesis y monasterios de sus

territorios se abriese una escuela en la que pudiesen aprender los

conocimientos elementales todos los niños, cuya asistencia era

obligatoria. Pese a que el cumplimiento de la medida fue muy limitado,

se trataba del intento más importante de mejorar la formación del

conjunto de la población en varios siglos.

 

En todo este esfuerzo de promoción de la cultura había un claro

propósito de conectar con el mundo romano. A ello se debía que todos los

sabios que reunió en Aquisgrán fuesen clérigos, puesto que la Iglesia

había sido el principal depositario de la cultura grecolatina desde la

caída del Imperio de Occidente. Otra muestra de ello fue la acuñación de

monedas en cuyo anverso figuraba el perfil de Carlomagno ataviado con

vestimenta romana, corona de laureles al estilo de los Césares y con la

leyenda Karolus Imp[erator] Aug[ustus] («Carlos Emperador, Augusto»). Se

trataba de salvar y rehabilitar la cultura de la antigua Roma poniéndola

a disposición de la población de finales del siglo VIII. Debido a la

magnitud de este proceso cultural y artístico se ha hablado de un

Renacimiento carolingio que, más allá de sus logros, supuso el

desplazamiento de los núcleos culturales desde el Mediterráneo hasta

Europa central y septentrional.

 

Desde los primeros momentos de su reinado la política religiosa jugó un

papel trascendental en el quehacer de Carlomagno. Así, toda su actividad

conquistadora en las fronteras orientales se vio acompañada de una

evangelización sistemática —y forzada— de los vencidos; era una forma

más de reforzar su sujeción a la autoridad conquistadora. Pero además

desarrolló una política de elevación de la monarquía atribuyéndole una

función sacerdotal, de intermediario entre Dios y los hombres. Una

plasmación sublime de esta concepción nos la legaría en el ámbito de la

arquitectura, ya que la capilla palatina de Aquisgrán (prácticamente el

único ejemplo de arquitectura carolingia que nos ha llegado en buen

estado de conservación) se concibió para plasmar esta concepción de la

religión al servicio del poder. La capilla se construyó entre los años

792 y 798 y se debe al arquitecto Eudes de Metz, aunque se ha discutido

mucho sobre la intervención del propio Carlomagno en su diseño. Se trata

de la capilla del antiguo palacio imperial —hoy desaparecido— construida

con una planta octogonal y cubierta con una cúpula al modo de las

iglesias de los últimos años del Imperio romano (sobre todo las

edificadas en Rávena, última capital del imperio) y las construidas por

los emperadores bizantinos en Constantinopla. En ella el espacio

reservado al trono del monarca se ubicaba en el piso superior, con

visión directa sobre el altar situado en la planta inferior, que estaba

reservada al sacerdote y el público, y la cúpula superior, en la que un

mosaico representaba una imagen apocalíptica de Cristo. El mensaje que

transmitía no admite dudas. Según la profesora de Arqueología Gisela

Ripoll, «reflejaba la prepotente posición del soberano como vicarius Dei

[vicario de Dios], es decir, ocupaba un lugar más cercano a Cristo,

puesto que los fieles tenían su lugar en la planta baja». La capilla,

dedicada al Salvador y a la Virgen, fue consagrada por el papa León III

en el año 805, muestra de que el pontífice no pudo o no tuvo mucho

inconveniente en transigir con esta concepción de la figura de un

monarca sacerdote. Era lógico que no lo tuviese, pues él mismo se había

encargado de otorgársela cinco años antes en la forma de una corona

imperial.

 

 

 

La renovación del Imperio Romano

 

Lo cierto es que las relaciones entre el rey carolingio y el papado se

habían ido estrechando con anterioridad. En la última década del siglo,

los intelectuales del círculo palatino habían desarrollado la idea de

que Carlomagno, como único monarca que regía el Occidente cristiano

(exclusión hecha de las islas Británicas y el reino de Asturias en la

península Ibérica), merecía ejercer una supremacía sobre el resto de

monarcas del momento, que tenía su adecuada plasmación en la renovación

del Imperio romano en su persona. El papa León III, que se había visto

forzado a pedir ayuda a Carlomagno debido a que veía peligrar su

posición por una revuelta del patriciado romano, aceptó la idea pero

trató de volverla en su favor. El emperador acudió a Roma con una fuerza

armada para reinstalar al Papa y, en la misa del gallo en la basílica de

San Pedro del Vaticano del año 800, fue coronado emperador. Las fuentes

de la época nos han transmitido el relato inverosímil de un Carlomagno

coronado por sorpresa por una iniciativa espontánea del pontífice. Hoy

sabemos que lo que sucedió es que tras una negociación entre el círculo

papal y el del rey franco se decidió emplear el ritual de coronación

bizantino pero invirtiendo el orden de éste: primero se coronó emperador

a Carlomagno y después se invitó a la asamblea del pueblo a aclamarle.

Con ello el soberano franco mantenía la legitimidad religiosa de su

nueva dignidad imperial pero el Papa conseguía que se diese la imagen de

que él era la fuente del poder imperial y que sólo los obispos de Roma

tenían la potestad de coronar emperadores. Muy posiblemente Carlomagno

no percibió el gesto como un menoscabo de su posición puesto que él era

más poderoso y el papado estaba debilitado y dependía de él política y

militarmente. Pero los papas habían asentado un mecanismo del que

sacarían mucho provecho en el futuro. De hecho los pensadores de la

política de los siglos posteriores dedicarían buena parte de su esfuerzo

a dilucidar quién estaba por encima dentro del pueblo cristiano. La

lucha entre el supremo poder eclesiástico y el civil estaba servida.

 

Carlomagno no dudó desde su nueva posición imperial en tomar decisiones

de política religiosa e incluso de carácter doctrinal. En opinión del

catedrático de Historia medieval Emilio Mitre, «Carlomagno nunca se

planteó dejar al Papa un importante papel ni político, ni tan siquiera

teológico dentro del regnum christianum [reino cristiano]». El monarca

que tenía a Europa bajo su mando ejercía ahora una función sagrada de

mediación con Dios y sus disposiciones en cuestiones incluso de

organización eclesiástica fueron aceptadas por el Papa. De hecho,

Carlomagno ya había convocado sínodos de obispos para solventar

problemas doctrinales y de carácter administrativo con anterioridad. Un

ejemplo evidente fueron los que convocó para luchar contra la herejía.

Cuando los obispos de la península Ibérica se reunieron en un concilio

en Sevilla en el año 784 por el que adoptaron oficialmente la teoría del

adopcionismo (que afirmaba que en cuanto a su naturaleza humana Cristo

era hijo adoptivo de Dios), Carlomagno convocó una serie de concilios

—el primero de ellos en Ratisbona en el 792— en los que declaró herética

esta doctrina y obligó a retractarse a uno de sus promotores, el obispo

Félix de Urgel, que era una de las diócesis reinstauradas por Carlomagno

en Cataluña.

 

Por tanto la imagen del monarca piadoso al servicio de la Iglesia que en

ocasiones se ha querido presentar de Carlomagno no encaja bien con la

evidencia histórica. De nuevo en opinión del catedrático de Historia

medieval Emilio Mitre, «Carlomagno fue presentado por su biógrafo

Eginardo (…) como un cristiano ejemplar. Sin embargo, sus

comportamientos religiosos estaban plagados de sombras: la actitud

despótica con la que trató frecuentemente al papado; sus reiteradas

interferencias en nombramientos y asuntos eclesiásticos; su brutalidad

en el sometimiento y evangelización de los sajones; su vida familiar un

tanto irregular…». No fue la santidad la que le permitió reconstruir un

imperio en Occidente, y en los años siguientes tampoco sería la que

mantendría y acrecentaría su poder.

 

 

 

Final de un reinado… ¿y final de un sueño?

 

Los años que siguieron a la coronación imperial en Roma fueron años de

consolidación de un poder que no tenía contestación posible en todo

Occidente. La refundación de un imperio en Europa occidental que se

declaraba heredero del romano no cayó nada bien en Constantinopla.

Aunque el poder de los emperadores bizantinos en Occidente se reducía

desde hacía años al sur de Italia, éstos no estaban muy dispuestos a

renunciar a la universalidad del título de emperador de Roma que seguían

ostentando. La tensión no tardó en convertirse en enfrentamientos

armados reiterados que tuvieron por escenario los territorios

fronterizos entre los dos imperios: Venecia, la península de Istria y la

costa dálmata. Pese a un primer tratado de paz firmado con el emperador

Nicéforo en el 803, dos años más tarde volvieron a estallar las

hostilidades y no fue hasta el 812 cuando Miguel I reconoció el título

imperial de Carlomagno a cambio de la soberanía bizantina sobre Venecia,

Istria y Dalmacia. Pasarían más de trescientos años hasta que volvieran

a coexistir dos imperios romanos en Europa.

 

En el resto de territorios del imperio, los años iniciales del siglo IX

fueron de nueva expansión militar y tuvieron por resultado el

acrecentamiento de los territorios bajo soberanía carolingia. Esta

ofensiva permitió a Carlomagno incorporar en el año 804 todos los

territorios germanos hasta el río Elba, lo que suponía lograr extender

la frontera de la civilización europea más allá del Rin, donde los

romanos la habían dejado setecientos años atrás. Al año siguiente, su

hijo Carlos continuó las campañas en el este de Europa y comenzó a

luchar con los checos, el primer pueblo de origen eslavo que había

llegado a las fronteras del imperio. En el 808 su hijo Luis continuó las

conquistas en Hispania, apoderándose de la plaza andalusí de Tarragona y

llegando casi hasta el Ebro. En el 810 Carlomagno concertó la paz con

los daneses, el pueblo vikingo más cercano al imperio, ya que pocos años

antes habían comenzado las oleadas de pillaje de algunos de estos

pueblos en las islas Británicas. A comienzos de la segunda década del

siglo, Carlomagno tenía un imperio seguro que dejar a sus sucesores.

 

Parte importante de esa seguridad partía además de la administración y

el estilo de gobierno que había implantado, cuya base estaba en la

aceptación de las limitaciones que imponía un territorio tan vasto y

heterogéneo. Por ello aceptó la diversidad de los territorios que

gobernaba y de sus leyes y tradiciones, pero se reservó para sí el

ejercicio de algunas competencias con el objeto de dar unidad y

coherencia al imperio, como las fiscales, económicas y eclesiásticas.

Reformó las medidas, las unidades de cuenta y el sistema monetario, que

se basó en el denario de plata. Dividió el territorio en unidades

territoriales uniformes llamadas condados, de los que hubo más de

doscientos, al frente de los cuales situó a un conde que disponía en su

territorio de las mismas prerrogativas y dictaba justicia en su nombre.

En las fronteras creó unos departamentos especiales, llamados marcas, a

cuya cabeza puso a unos gobernadores con el nombre de «marqueses», cuyos

poderes eran mayores que los de los condes para poder hacer frente a las

situaciones de peligro inherentes a los territorios fronterizos. Creó un

cuerpo de delegados imperiales que recorrían el imperio inspeccionando

el cumplimiento de sus órdenes, llamados missi dominici («enviados del

emperador»). Mantuvo unido el ejército otorgando a sus subordinados

tierras en usufructo, lo que constituiría el origen del régimen feudal

en Europa. En definitiva, adaptó los instrumentos del poder de los

reinos germánicos a la nueva realidad imperial y en la medida de las

posibilidades creó un aparato de gobierno eficiente para todo el

territorio que gobernó.

 

En este aspecto se ayudó de sus hijos. Carlomagno en su vida privada

siguió el concepto germánico de matrimonio, carente de cualquier valor

sagrado y en el que se admitían como legales las uniones de carácter

privado, en contra del criterio de la Iglesia, que las rechazaba. En

este sentido, el matrimonio se entendía como un medio de asegurar la

descendencia y trazar alianzas familiares. De hecho, la primera unión

del emperador —con Himiltrude, madre de su primer hijo, Pipino— fue una

de estas uniones privadas. El hecho de que al niño se le pusiese el

nombre de su abuelo y que fuese considerado su heredero da una muestra

de hasta qué punto se consideraban estas uniones como algo válido entre

los francos. Un segundo matrimonio lo unió con la hija del rey lombardo

Desiderio, cuyo nombre real es desconocido aunque tradicionalmente se le

hayan otorgado los de Desiderata o Ermengarda. Esta esposa fue repudiada

—otra costumbre condenada por la Iglesia— cuando la política carolingia

hacia los lombardos cambió en el año 771. El tercer matrimonio de

Carlomagno fue con Hildegard, madre de varios de sus hijos varones

candidatos a sucederle. Carlomagno llegó a tener dos esposas más y

varias concubinas, cuyos vástagos fueron considerados ilegítimos.

 

De entre sus hijos varones destacaron Pipino, Carlos y Luis. El primero

estuvo al frente de la administración de los territorios italianos y el

segundo de Aquitania, colaborando con su padre en la tarea de gobernar

el imperio. El proyecto del emperador fue repartir su territorio entre

los tres, pero las muertes de Pipino en el 810 y la de Carlos en el 811

dejaron como único sucesor a Luis. Ante la perspectiva de una muerte

próxima, el propio Carlomagno lo coronó emperador en Aquisgrán en el

813. El 28 de enero de 814 fallecía en la ciudad alemana el que había

sido el último rey de los francos y primer emperador de Occidente desde

la caída de Roma. Su hijo Luis, llamado el Piadoso, continuaría su obra

pero durante su reinado las tendencias disgregadoras se hicieron más

fuertes. En el año 843, por el Tratado de Verdún, los nietos de

Carlomagno se repartieron su imperio. Con ello se ponía fin a una

iniciativa política que había llevado a la unidad del Occidente

cristiano europeo bajo un solo gobernante. Militar de aliento

inagotable, de talento político y con visión de futuro, su mayor

aportación, en opinión del profesor Salrach, fue que «contribuyó en gran

medida a forjar las bases de una cierta personalidad europea, occidental

y cristiana». La mejor prueba de ello es que el sueño de recrear el

Imperio romano de Occidente tardó poco en retoñar en las tierras que

precisamente Carlomagno había contribuido a incorporar a esa

cristiandad. Fue Otón I quien en el año 962 sería coronado emperador,

fundando el Sacro Imperio Romano Germánico, que duraría mil años y que

siempre consideraría como su inspirador a Carlomagno.

 

 1998 por Paya Frank

No hay comentarios:

Publicar un comentario