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martes, 2 de abril de 2024

CULTO DOMÉSTICO Pilar Adón

 


 

El joven Andreas está enfermo y yace en cama sin apenas pulso, con los labios entreabiertos y húmedos, implorando que le dejemos en paz porque no quiere saber nada de todos nosotros. Ni siquiera de mí… Ha pedido un barbero a tempranas horas de esta mañana y una Biblia que ha dejado en el suelo, junto a las sábanas que caen sobre mis pies y sobre los pies de su padre, que no ha podido evitar ver cómo su hijo deslizaba la fotografía de Gustave Salletti entre las páginas del libro, tan arrugado y sucio como sólo puede estarlo un ejemplar que ha viajado con él por el norte del continente negro donde, según afirma el mismo Andreas, los hombres no son negros sino oscurecidos, como curtidos por un sol que todavía no es lo suficientemente despiadado como para quemar la piel, y que ha otorgado a los habitantes de esa región un estatus indefinido, a medio camino entre la palidez europea y el absoluto azabache africano.

-Hijo… -murmura el señor Capdevila-. La señorita Vidal ha venido a verte. Ha hecho un larguísimo viaje desde París para venir a visitarte. Incorpórate, por favor.

Andreas no se mueve y observo el disgusto en la expresión contrariada de su padre, que balancea la cabeza en ambas direcciones.

-Está muy débil, señor -comenta un hombre desde el otro lado de la habitación. Ha estado mirando por la ventana que da al jardín y no se ha dejado advertir hasta que ha oído con preocupación la voz del señor Capdevila. Sólo entonces ha demostrado que su misión allí es la de cuidar del pobre Andreas-. Creo que, dada su frágil salud, no estamos en condiciones de pedirle grandes esfuerzos.

-¡Ese maldito Salletti tiene la culpa de lo que le ha sucedido a mi hijo! Ese hombre endemoniado y cruel…

El doctor comienza a caminar hacia la cama porque advierte la alteración en la temperatura de Andreas cada vez que su padre acusa a Gustave Salletti de haber envenenado su cuerpo y su mente en esos lugares de perdición con estúpidas historias y estúpidas vivencias. La luz entra con viveza no sólo por la ventana a la que el doctor se había aferrado, sino también por la puerta abierta del dormitorio y por una gran cristalera que da paso directamente al jardín posterior. Al parecer, Andreas debe estar continuamente rodeado de mucha luz que mantenga la ilusión en sus ojos de no haber renunciado del todo a las regiones desérticas en las que ha conocido el contento y la gloria.

-Su hijo no quiere seguir vivo y no creo que de eso tenga la culpa ningún hombre.

-¿Alguna mujer, entonces? -pregunta el señor Capdevila-. Si se trata de una mujer iremos a buscarla y se la traeremos. Consiga saber de qué se trata, doctor. Por el amor de Dios. Consígalo y hará usted de mí el hombre más feliz y más agradecido de la tierra.

El doctor sujeta la mano agotada del joven Andreas y le lanza una mirada extraña. Parece suplicar un descanso y, al mismo tiempo, parece comprender la complicada voluntad de Andreas de dejarse ir, aunque sólo sea con el delirio, al lugar donde ha sido feliz y donde permanece el sol, el aroma y el color de las tierras que ha amado.

-No quiere estar aquí, señor Capdevila. Ésa es la única causa de su enfermedad, y mientras deba permanecer en este país y en esta casa su energía irá en descenso.

-¡Buscaré otro médico si continúa usted con esa teoría! ¡Se irá usted de mi casa!

-Sólo intento curar a su hijo.

-¡Eso es lo que debe hacer! ¡Curar a mi hijo! ¿Señorita Vidal?

Mantiene el codo de su brazo derecho elevado para que pueda apoyarme en él y salir de la habitación. Andreas insiste en su desmayo y me resulta casi imposible desplazarme junto a su padre para alejarme de su cama y volver a abandonar, una vez más, aquellos ojos invadidos por el despropósito y la confusión.

-Lo intentaré, señor. -Oímos las palabras del médico, y continuamos avanzando hacia el jardín.

-No es cierto. No lo intentará. Ese hombre miente y yo lo sé y, aun así, sigo teniendo su inexperta e insensata ciencia bajo mi techo… Pero era amigo de mi hijo, el único amigo que le queda en este lugar. -El señor Capdevila se detiene un momento y me observa fijamente-. ¿Por qué, señorita Vidal? ¿Por qué? ¿Entiende usted algo? ¿Entiende usted por qué mi hijo, un joven fuerte, lleno de vitalidad y con un futuro tan extraordinario, ha tenido que fracasar de esta manera tan estrepitosa? Hábleme, señorita Vidal. Dígame usted algo. Lo que sea.

No se divisan los límites del jardín. Los árboles, las flores, el césped y el canto de algún pájaro aíslan la casa hasta el punto de haber aislado también el discernimiento del señor Capdevila, que no comprende o no acepta que Andreas nunca fue vigoroso ni fuerte. Paseamos por el suelo de grava y la súplica permanece en mis oídos retumbando como un tambor en la oscuridad.

-Han pasado demasiados años, señor Capdevila. Andreas ha vivido mucho en todo este tiempo y se podría decir que yo ya no sé cómo piensa.

-Bobadas, señorita Vidal. Por Dios. ¡Qué bobadas! Usted creció junto a mi hijo, usted fue a despedir su tren cuando salió hacia Tánger y me consta que ha recibido cartas suyas. ¿Por qué todo el mundo se empeña en ocultarme la verdad?

Un banco de piedra gris se acerca con nuestro ritmo lento, en ocasiones interrumpido por las desesperadas frases de mi acompañante. Sí. Es cierto. He recibido cartas apasionadas y melancólicas de Andreas, he sido testigo de sus viajes por el desierto y por poblachos anclados en la arena, he descubierto su fiebre por la personalidad salvaje y casi inhumana de Gustave y, sobre todo, he tenido que olvidarme de él para no sufrir una violenta herida carta tras carta… Y ahora su padre me pide que recuerde de nuevo para aliviar su sufrimiento a base de incrementar el mío. Me pide que regrese al tiempo que he desterrado de mí gracias a largas horas de esfuerzo y de exilio en París; que vuelva a los verdes jardines de la mirada de Andreas cuando todos pensábamos que sería un gran inventor, un gran músico, un gran científico, y que me tendría a mí a su lado.

-Quizá porque nadie conoce la verdad.

-Sólo ese Salletti.

-Quizá ni siquiera él.

-¡Señorita Vidal! ¡Ese hombre ha pervertido a mi único hijo varón! ¡Ese hombre debería estar en presidio y usted lo sabe! Ese hombre es un demonio.

Las fotografías que me llegaban con la sonrisa inabarcable de Andreas junto a Gustave demostraban ciertamente un aire maligno de felicidad intacta. Nunca había visto sonreír de esa manera a mi adorado Andreas, y nunca había recibido de él palabras tan emocionadas y hermosas como las que utilizaba para referirse al carácter abierto y noble de aquella gente que había pasado a ser su familia, su gran apoyo. Rodeado de pequeños rostros de ojos oscuros y casi deslumbrantes que parecían despedir la misma luz del sol que caía sobre ellos a diario, la complacencia confiada de Andreas se manifestaba entre mis manos y las quemaba con una impresión similar a la envidia, con un cierto efecto de abandono y soledad. Porque Andreas, que iba a ser mío, era ahora de un hombre rubio y alto, pálido como la destrucción y siempre vestido con un inmaculado traje blanco que lograba acentuar una delgadez por sí misma considerable. Pertenecía a un hombre que había conseguido su dicha a base de agrietar sus aspiraciones hasta dejarlas reducidas a la simple contemplación del acontecer diario, y que me había excluido por completo del paisaje futuro de Andreas.

-Posiblemente tenga usted razón. Posiblemente Gustave sea el culpable de la situación tan lamentable de Andreas, tumbado en esa cama, sin hablar, sin querer mirarnos, sin ansiar la vida. Pero ¿y usted, señor Capdevila? ¿Cómo se atrevió a forzar su regreso? ¿Cómo tuvo el valor de obligar a su hijo a hacer lo único que no deseaba hacer?

Los ojos de mi acompañante se abren lo suficiente como para descubrir ante él la pregunta que ha estado atormentando sus últimas semanas pero que nadie ha formulado en voz alta, quizá para evitar la terrible visión de aquellos ojos maduros tan abiertos e incapaces de responder. El banco de piedra queda detrás de nosotros y ya no nos sentaremos en él porque ya no soy lo que el señor Capdevila esperaba encontrar.

-Yo, señorita Vidal, sólo actué como lo habría hecho cualquier otro padre y porque tenía todo el derecho a hacerlo. Andreas vivía en un universo de perversión y de irresponsabilidad gracias al dinero que yo enviaba todos los meses y, simplemente, renuncié a ser estafado, no por mi hijo, sino por esa sanguijuela que embaucó, sedujo y convirtió en un vagabundo a un ser excepcional. Comprenderá usted que no podía tolerar semejante ofensa tratándose de mi hijo.

-Y, sin embargo, sí puede tolerar ver cómo se está consumiendo en su propia desdicha.

-Querida, tampoco yo soy muy feliz… En fin, estará agotada del viaje. Creo que lo mejor será que regresemos para que pueda descansar y relajarse.

-No se preocupe por mí. Sabe lo paciente y lo firme que puedo llegar a ser. Sólo quiero solicitar un favor. Durante el tiempo que deba continuar aquí, desearía permanecer junto a Andreas.

El señor Capdevila gira la cabeza y me mira con un amplio gesto irónico en los labios.

-Señorita Vidal, mi hijo ha conocido ya la peor influencia de este mundo. No creo que sea usted capaz de perjudicar más su pobre estado mental.

Así que regresamos sin intercambiar más palabras que las estrictamente necesarias para no caer en un incómodo silencio. El viaje ha sido largo, efectivamente, pero no demasiado pesado, gracias.

Una vez en el interior de la casa nos separamos porque él ya conoce con demasiado detalle cómo evoluciona el estado de su hijo y va a permitirse una copa de oporto, por lo que avanzo sola hacia la habitación de Andreas y, desde la puerta, contemplo su dejadez infinita. Su apatía. Sus labios inflamados por la fatalidad de haber conocido el edén teniendo que salir de él por culpa de una ceguera inclemente… El doctor ha regresado al examen del jardín desde el lugar privilegiado que le ofrece la ventana en la que parece encontrar todo el consuelo que necesita y, sin saber muy bien por qué, me acerco a él y pongo una mano suave sobre su espalda, esperando con avidez que Andreas esté observándonos.

-Es usted su único amigo aquí, ¿no es cierto? Usted tiene que saber que sólo una visita de Gustave lograría despertar sus deseos de levantarse y comenzar de nuevo a vivir.

Él no hace nada. Simplemente me mira y parece analizar lo que quiero decir.

-Eso es imposible.

-Nada es imposible. -Me acerco más y desvío la mirada hacia las plantas del jardín mientras mis dedos comienzan a ascender por su espalda, hacia los hombros, e intento dulcificar la voz-. Usted, como médico, lo sabe mejor que yo. No hay nada imposible. Gustave podría llegar hasta aquí si nosotros quisiéramos.

-Usted le quiere mucho, ¿verdad?

Dejo de mirar las plantas del jardín y me aparto de él bajando las manos y sabiendo que mi comportamiento ha sido, seguramente, lamentable.

-¿Usted no?

-No sé si sería capaz de hacer por él algo tan osado como lo que usted se propone.

-¿Le he parecido insolente?

-Creo haber utilizado la palabra osadía para calificar su acción.

Me alejo más del doctor y descubro que Andreas me está mirando con algo parecido a una muestra de atención en el rostro.

-Sí, es cierto. Todos lo saben. El señor Capdevila lo sabe y por eso me ha traído a esta casa, y creo que también Andreas lo sabe o, al menos, solía saberlo. -Me acerco a su cama y comienzo a hablar sólo para él-. En sus primeras cartas me pedía casi como un niño, con vehemencia e irreflexivamente, que me reuniera con ellos en África. Me gustaría África, decía, me entusiasmaría África tanto como a él y tanto como a Gustave, porque era imposible que no me dejara hechizar por el aroma de la arena cálida, por la cadencia tranquila y pacífica de una población que parecía vivir en una definitiva armonía con su dios, por el sonido de sus voces y, sobre todo, por el color de la tierra, el perpetuo fulgor que desprendía y el sosiego que provocaba en todos los que se paraban un momento a contemplar el horizonte desde cualquier altura. Y, ¿sabe? Estuve a punto de hacerle caso. No puedo enumerar la cantidad de veces que fui a la estación con el único propósito de comprar un billete de tren que me acercara a su venerado paraíso de África…

-¿Por qué no lo hizo? -El doctor también se ha acercado a la cama de Andreas-. ¿Por qué no se fue con él?

No puedo evitar echarme a reír. ¿Por qué?

-¿Por qué? Porque significaría la rendición absoluta ante un hombre que se había ido de Europa con otro hombre. Difícil de asumir pero, incluso así, incluso sabiendo que yo haría el papel de hermana y no el de esposa, incluso comprendiendo que el único amigo querido de aquel trío imposible sería Gustave y que yo cumpliría la labor de un discípulo bienintencionado, afectuoso e incondicional, pretendía perseguir sus pasos hasta aquel lugar, del que sería muy complicado escapar. ¿Cree usted que eso demuestra suficientemente todo lo que quiero a este ser que se deja ir en una cama de hastío y de cobardía?

Andreas se revuelve entre las sábanas por primera vez desde que estoy aquí, y susurra el nombre de Gustave.

-Nunca debiste obedecer a tu padre, querido. No debiste salir nunca de África. ¿El dinero? El dinero se obtiene de cualquier manera.

-Me temo, señorita Vidal, que si mi hijo se hubiera puesto a trabajar en aquella tierra, todo el color africano, todo el aroma y todo el placer se habrían esfumado de golpe, de una vez y para siempre. -El señor Capdevila ha entrado en el dormitorio y se apoya en el marco de la puerta con una copa de oporto en la mano-. No creerá en serio que Andreas es tan necio como para resignarse a la idea de perder una herencia más que considerable por permanecer indigente y rodeado de polvo y de moscas. Como tampoco creerá que es tan necio su estimado Gustave… Puedo asegurar, casi con absoluta certeza, que fue él quien le hizo a mi hijo la sugerencia de que regresara al hogar familiar, donde podría vivir cómodamente unos años esperando a que el anciano padre muriera.

-Siempre has sido tan injusto, padre. Tan cruel.

Andreas tiene el rostro desencajado por el esfuerzo de elevar la voz al mismo tiempo que el cuerpo para dirigirse al señor Capdevila y rechazar la ayuda del doctor. La luz del exterior sigue derramándose serenamente sobre la palidez de su cara, que parece estar desvaneciéndose poco a poco entre el color apagado de las almohadas y del resto de la ropa de cama.

-Andreas, por favor… -insiste el doctor inútilmente.

-El odio. El odio es el único sentimiento que he reconocido en ti desde niño. Rencor y desprecio son las palabras que encuentro más acertadas para definir las motivaciones de tus actos. Gustave no es el problema, no lo fue nunca… El problema soy yo y tu íntima aversión hacia mí. Porque tú no me quieres, padre. No me quieres… Jamás has querido a nadie. Eres incapaz de amar y te maldigo por ello. Aunque, al mismo tiempo, te compadezco, padre. Te compadezco profundamente.

El señor Capdevila deja la copa sobre una de las mesas que se encuentran repartidas por el dormitorio y avanza hacia nosotros.

-Tú… Fuiste engendrado para otra cosa. Y nunca has sido capaz de comprenderlo. Egoísta como un crío malcriado y vanidoso, has llegado a pensar que tu vida te pertenece y eso no es cierto. Simplemente no es cierto. No te pertenece ni para disfrutar de ella ni para intentar eliminarla como estás pretendiendo hacer ahora… Demasiado generoso estoy siendo contigo consintiéndote estos excesos más propios de un loco que de un individuo al que sólo se le pide una conducta normal y un disfrute de su libertad dentro de la moderación. ¿Es que no puedes comportarte con sensatez? Con discreción.

-¿Discreción, padre? ¿Qué es para ti la discreción?

El señor Capdevila nos mira y, después de unos segundos, baja la cabeza hacia su copa de oporto dispuesto a salir de la habitación.

-Hijo, a estas alturas y si sientes algo de aprecio por mí, aunque sea mínimo, no deberías hacerme preguntas como ésa.

Observo el paso regular del señor Capdevila hacia el exterior y luego intento concentrarme, una vez más, en la horrible audacia de Andreas, que intenta una nueva evocación de sus paisajes blancos, de los recintos cercados por altos arcos verdes que dejan al otro lado la tranquilidad de un mar azul que va a entregarse a las costas europeas, de las columnas y las torres bañadas por el sol del atardecer, de los interminables laberintos que constituyen el corazón de las ciudades y por los que quiere volver a desorientarse hasta el extravío, de la misma manera en que su padre desearía perderse entre las frondosas plantas de su húmedo jardín. Observo los párpados cerrados de mi febril Andreas y, tomando sus manos entre las mías, casi puedo sentir lo lejos que se encuentra de todos nosotros.

-Andreas, querido -digo en un susurro-. Vamos a devolverte allí. Esta noche. Sin falta. No te preocupes y deja de sufrir porque vas a viajar a África. ¿De acuerdo, Andreas? ¿Me oyes, querido?

La estrechez de las calles y la amplitud del primer desierto, las rocas de la costa y la suave arena de la orilla volverían a tener los calmados pasos de Andreas siempre cerca de Gustave.

-Lo que está usted diciendo no es muy prudente.

-Lo que necesita Andreas no es prudencia, precisamente.

El doctor me mira y dice:

-¿No se ha planteado usted que quizá su situación sea tan desesperada porque tiene miedo de que las terribles palabras de su padre sean ciertas? ¿No cree que es posible que su regreso se deba a que, en algún momento, tuvo unas dudas enloquecedoras respecto a Gustave y llegó a creer que los razonamientos del señor Capdevila podían tener alguna base?

Las manos de Andreas siguen entre mis dedos y, de repente, creo entrever cómo las distintas representaciones de la desconfianza, de la sospecha, podrían desfilar a su antojo sobre un ánimo tan impresionable, como si se tratara de un campo de batalla tomado por el adversario.

-Pero… Eso sería espantoso.

-Eso eliminaría cualquier solución como la que usted pretende.

-Y, ¿entonces? ¿Qué se puede hacer?

El doctor ensaya una sonrisa cansada y, sin responder, vuelve a dirigir su interés hacia la ventana que da al jardín. No muy lejos, el señor Capdevila pasea despacio y yo, apoyando la cabeza sobre las cálidas sábanas de la cama y todavía soñando con esa huida al norte de África junto a mi adorado Andreas, creo pensar que lo único que realmente deberíamos buscar sin reposo es la página del delgado e indispensable libro que nos enseñe a cómo perpetuar la felicidad.

 

Desde el interior de la población colonial,

a lo largo de las fronteras del barrio judío,

sembrando huellas de futuros sultanes, o reyes,

las paredes de piedra

descienden hacia los rebaños de animales.

 

Las discretas conversaciones de las mujeres

y aquella tendencia a abrir las tiendas,

los puestos callejeros, las puertas que dan paso

 

a las ruinas,

 

hasta altas horas de la tarde.

Con un poco de café entre las manos

y el fresco temblor de las sedas

que flotan, ultrajadas, pretendiendo evitar la aspereza

de las caras curtidas por el sol.

 

Joyas de plata auténtica.

Hombres junto a la iglesia

despertando el misterio del edificio.

Años de vida

tejidos en las oraciones al Señor.

 

Modernas habitaciones.

Frecuentes senderos hacia el Sur.

 

Y, ahora, extinguidos han quedado

los sonidos somnolientos

que los queridos niños

nos ofrecían a diario desde el mirador.

 

El viento…

El poderoso, cálido

y destructivo viento.

 

FIN

 

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