Todo eso
de que un criminal vuelve siempre a la escena del crimen habría que discutirlo.
Pero, de cualquier forma, las compañías de transportes continuarán encantadas
con los criminales inquietos. En nuestro relato, es obvio que el regreso a la
escena del crimen se hizo por ese espíritu de arrogancia que realmente
distingue al hombre de las otras formas de vida inferiores.
Cuando
revisó el montón de demandas de pagos de seguros que su secretaria le había
dejado sobre la mesa, se detuvo en la mayor… 100.000 dólares. Se quedó lo menos
medio minuto contemplando la cantidad, pensando que con aquel dinero alguien
sería rico. Después, sin dejar de reflexionar, miró el nombre del beneficiario
y se sobresaltó. Mrs. Mar-vin Seeley.
Fran.
Giró el
sillón y contempló su imagen en la puerta de cristales de la librería. Vio un
hombre corpulento, entrecano, de rostro carnoso, con una nariz corta y ancha y
un cuidado bigotito. No había la menor relación entre este individuo, Hugh
Bannerman, jefe de la sección de reclamaciones, y aquel contable de Banco
buscado por estafa y asesinato. Después de veinticinco años, ¿cómo podía
haberla? Sin embargo…
Volver a
verla, arriesgarse y contemplarla. ¿Se atrevería? Sintió un cosquilleo en la
espalda y su sangre corrió, excitada, en las venas.
Era un
torbellino de mujer, esbelta, joven, preciosa, con una dote que la hacía aún
más encantadora. Pero para conseguir dinero hace falta dinero, así que la
cortejó con los fondos del Banco. En su mundo secreto, de enamorados, él era
Blinky y ella Winky, y puede decirse que ya la tenía en el bote. Suponía que,
una vez casados, después de confesar lo que había hecho por su amor, ella
repondría hasta el último centavo.
El plan
era perfecto, ya que los Bancos no acusan cuando se les restituye, y él
disponía de todo un año antes de que los auditores le cazaran. Ciertamente sus
planes se hubieran cumplido, de no ser por Mike, el hermano de ella, que lo
descubrió. Mike era ayudante de cajero, y se la tenía jurada desde siempre.
Bannerman
tuvo una expresión hosca al recordar aquella noche en que Mike le acusó…,
haciendo gala de extrema honradez cuando en realidad lo que quería era guerra.
-Veinte mil dólares -dijo Mike-. He pensado
que sería mejor decírtelo aquí, delante de Fran, antes de informar al Banco,
por si tienes alguna explicación.
Bannerman
acarició el arma que llevaba en el bolsillo. En aquellos días la llevaba
siempre por si acaso y le dio valor para hacerle frente.
-¿Qué son
veinte mil dólares para ti y para Fran? Los tenéis. Podéis sacarme de esto. Por
amistad, por amor…
Fran
exclamó:
-¿Cómo te
atreves?
Y Mike
añadió, despectivo:
-¡Tramposo
de pacotilla!
Fue
entonces cuando empuñó la pistola y encañonó a Mike.
-Repite
eso -le advirtió fríamente- si tienes valor.
Fran
gritó:
-¡No…, no
lo hagas!
Trató de
agarrarle la pistola y esto le sirvió a él de excusa para disparar. ¿Qué
derecho tenía Mike a seguir viviendo, después de semejante faena?
El
contable desapareció inmediatamente después de disparar y no dejó rastro. Con
un poco de suerte, y un poco de torpeza de la Policía, un hombre listo no se
deja coger. Cirugía plástica, cambio cuidadoso de voz y de gestos, y he ahí la
nueva personalidad de Hugh Bannerman.
Sonriendo,
hizo dos montones con los papeles que tenía delante, uno a cada lado de su
mesa. Seguía todavía dubitativo al dejar la ficha de Seeley en el centro. Luego
llamó a su secretaria y señalándole los montones le dijo:
-Puede dar
éstos a Perkins, los demás son para Davis.
-¿Y ésta?
Contempló
de nuevo la demanda de Seeley y sus palabras parecieron salir de otros labios:
-Cien mil
dólares es mucho dinero. Creo que yo mismo me ocuparé de ésta.
Hizo un
gesto distraído, levantó el teléfono y la llamó. No era sino una demanda más
que había que solucionar, una visita rutinaria más, en la que persuadir al
beneficiario de que dejara su dinero en la compañía, a determinado interés.
Oyó la
llamada al otro lado del hilo telefónico y contestó su voz. La reconoció al
momento, aquella vocecita de falsete excitada, como si esperara que surgiera
algo maravilloso en cualquier instante. No, la voz de ella no había cambiado.
Pero la suya sí, con mucha práctica, claro.
Concertó
la entrevista para la mañana siguiente, a las diez, en su casa.
No sentía
ningún temor. En los últimos cinco años, desde que tenía,este empleo, se había
tropezado casualmente con antiguos amigos: No le reconocieron. Ni sospecharon
nada cuando hizo que la conversación recayera en Fran. Le dieron su nombre de
casada y comentaron la vieja historia del contable de Banco, que disparó contra
su hermano y lo mató, y habría muerto, probablemente.
El trabajo
de Bannerman también le había puesto en contacto con la Policía. Había entrado
y salido de Comisarías e incluso había estado sentado con un inspector. Así que
sabía que su identidad no corría peligro.
Todo el
día estuvo pensando en ella. Cuando la viera le diría: "Tenemos amigos
comunes. Me han hablado mucho de usted. Es como si la conociera".
Se
mostraría afable, le diría: "Es usted una mujer valiente, Mrs. Seeley, ha
sabido rehacer su vida después de la tragedia". A continuación sonreiría y
añadiría pensativo: "Porque debe de estarse preguntando a cada paso si su
hermano seguiría con vida, de no haber cometido la tontería de agarrar la
pistola".
Sería un
toque delicado volver a plantear la duda en su conciencia, hacerla sentirse
culpable. Y para él sería una protección adicional. Empezó a esperar la
entrevista. Era el destino; era la aventura. Contaba sólo cuarenta y siete años
y le quedaban muchos por delante. Podía ocurrir cualquier cosa.
Aquella
noche durmió muy bien. No soñó y despertó en perfecta forma. Se desayunó como
siempre en el drugstore, luego fue a la oficina y guardó el coche en el
aparcamiento de la compañía. Revisó su correo, lo seleccionó y dictó unas
:artas rutinarias. Luego bajó y se dirigió en coche hasta las afueras para su
primera entrevista: Con Mrs. Marvin Seeley.
Calculó
que la casa valdría unos cincuenta mil dólares. Reflejaba buen gusto, como
tenía que ser tratándose de Fran. {las puertas del garaje, un garaje para tres
coches, estaban abiertas y dentro había un descapotable. "Rica -se dijo-,
pero sin alardes. Probablemente una persona de servicio y una doncella por
horas."
A lo mejor
la propia Fran abriría la puerta. También se abía preparado para ello.
Vería a
una viuda llenita, de edad intermedia, y ella vería un desconocido, Hugh
Bannerman, de la compañía de seguros.
Tiró de la
campanilla y esperó, excitado. Oyó unos pasos r(pidos y ligeros, y la puerta se
abrió. Como en un sueño, la vio joven, preciosa, sin acusar cambio alguno. Sus
ojos azules seguían fascinando ante las maravillas del mundo; su pelo rubio
brillaba destellante y su cuerpo seguía igual joven y esbelto. Por un momento
se quedó asombrado, incapaz de creer en el milagro de su juventud. -¡Winky!
-exclamó.
La joven
le miró estupefacta. Luego, burlona, disfrutando con el juego, volvió la cabeza
y dijo con aquella voz tan familiar:
Mamá,
preguntan por Winky. ¿Quién puede ser? -nervioso, dio un paso atrás, su pie no
encontró el peldaño, se torció el tobillo. Sintió una punzada de dolor, dobló
el cuerpo y se cayó de bruces, quedó unos segundos inconsciente, pero mantuvo
los ojos cerrados, tratando de pensar, diciéndose que su metedura de pata no
era fatal, que podría arreglarse de algún modo. Oyó pasos procedentes del
interior y alguien se incorporó a su lado, pero aún no miró a Fran Seeley. En
un momento de inspiración decidió que pretendería que la muchacha no le había
comprendido. Después se marcharía y dejaría que Perkins fuera mañana y
arreglara lo del seguro.
Winky…,
Seeley…, dos nombres parecidos. Y naturalmente, trataría con un par de mujeres
que estarían trastornadas por el accidente. Ya le había ocurrido lo mismo
varias veces en el curso de su trabajo.
Confiado,
orgulloso de su agilidad mental y soberanamente seguro de sí mismo, abrió los
ojos.
Fran había
envejecido. Estaba algo más gruesa, su rostro todavía bello y sereno en su
madurez, reflejaba compasión como si hubiera sufrido mucho. Sus ojos reflejaban
ternura y simpatía y lo único que evidentemente la preocupaba era su
sufrimiento…, que, en cuanto a él, era beneficioso, tropiezo obraba en su
favor.
-Me temo
que me he torcido el tobillo -comentó con voz temblorosa.
-¡Cuánto
lo siento! ¿Cree que podrá tenerse en pie? se apoya en nosotras, entre Ethel y
yo le ayudaremos a entrar -Lo intentaré.
Se
incorporó torpemente y descansó su peso en los hombros de las dos mujeres.
Jadeando por el esfuerzo, entró en la casa a la pata coja hasta dejarse caer
pesadamente sobre los almohadones de un sofá cercano a la chimenea. Su tobillo
le dio otra punzada, y la estancia cálida y suntuosa giró ante sus ojos.
-Lamento
molestarla -murmuró-, pero si llamara al médico, me vendaría el tobillo y
podría valerme por mi mismo.
-Lo que
necesita ahora -dijo Fran con energía- es un trago de whisky. Está blanco como
una sábana. -Se volvió y mostró su claro y perfecto perfil-. ¿Quieres traer la
botella, Ethel? Y un vaso de la cocina.
-Claro,
mamá.
La
muchacha se fue y Fran se inclinó hacia delante. Parecía sostener una lucha
interna, mientras le estudiaba con extasiada concentración.
Se apartó
bruscamente, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que alguien
tenía un motivo para observarle de cerca. Nunca, hasta aquel momento, se había
puesto a prueba su disfraz.
-Confío
-observó simulando estar divertido- que su hija no se equivocará en la bebida
como lo hizo con el nombre.
Fran no
replicó.
Si
solamente pudiera levantarse, echar a correr, apartarla de un empujón y huir…,
cualquier cosa, excepto seguir sentado, esperando, expuesto a su intenso
escrutinio.
Levantó
las manos hasta la cara, para cubrirla. Se frotó las mejillas vivamente y dejó
caer las manos, abrumado.
No debía
haber hecho aquello. No con su viejo gesto, que para ella resultaba tan
familiar.
-¡Esa
bebida! -exclamó, cada vez más asustado-. La necesito. ¿Por qué tarda tanto?
Entonces,
finalmente, ella dijo:
-¡Blinky!
Y lo
pronunció lentamente, como con asco.
FIN
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