El abuelo Raimundo fue siempre un hombre de gustos refinados. Nosotras no conocimos bien muchos aspectos de su personalidad, pero Mamá es quien siempre está repitiendo que era "un gourmet en la mesa, un académico en las tertulias y un verdadero dandy en el vestir".
Lo que sí recordamos bien, son los felices momentos que pasábamos con él y por cierto que nunca olvidaremos aquel tragicómico episodio que muy pocos conocen y que quizás tuvo en su vida mayor importancia de la que pudiera atribuírsele.
Durante los veranos, venía el abuelo Raimundo a buscarnos, todos los domingos, a mi hermana menor y a mí. Elegante, de la cabeza a los pies, con un impecable traje blanco de Palm Beach (cuyos pantalones parecían tener rayas indelebles), unos zapatos de brillo espejeado y un sombrero de Jipijapa.
Este sombrero era su orgullo. "Es un legítimo Montecristi", nos decía y, una vez nos contó que se lo habían mandado desde el Ecuador, arrollado dentro de una cajita de madera de balsa. "Es una joya", decía y levantaba el tafilete para que se pudieran ver mejor los círculos del tejido y el sello que confirmaban su origen y autenticidad.
El abuelo nos llevaba a la plaza principal, se ubicaba en un banco y mientras nosotros correteábamos, él leía el suplemento literario de su periódico. Cuando daban las once, controlaba su reloj de bolsillo con el del campanario y entrábamos a la Catedral.
Con sumo cuidado, el abuelo colocaba su sombrero de paja a su lado y desplegaba un pañuelo sobre el reclinatorio para el momento de la Elevación. Luego sacaba tres billetes nuevecitos, sin ninguna arruga, que ya traía preparados para nuestras limosnas.
Cuando salíamos de misa, saludábamos a todo el mundo. Le gustaba presentarnos como "sus diablillas" a quien aún pudiera no conocernos, puesto que esa ceremonia se repetía todos los domingos.
Después íbamos a una confitería. Él tomaba con deleite un Campari y nosotras devorábamos unos gigantescos helados, que jamás confesábamos haber comido cuando Mamá rezongaba por nuestra falta de apetito.
El abuelo había enviudado hacía muchos años, nosotras no recordábamos claramente a la abuela, pero él nos contaba que había sido una mujer maravillosa y que por eso, él no se había vuelto a casar, porque "no habrá ninguna igual, no habrá ninguna", decía con vehemencia.
Sin embargo, a punto estuvo de volver a hacerlo. Nosotras, "las diablillas", fuimos las primeras en notar cómo el abuelo saludaba con mayor deferencia a doña Felicitas. Cuando la veía venir, se sacaba el sombrero con un ademán mosqueteril, retenía un momento su mano, luego de amagar un beso caballeresco en ella como saludo y le decía siempre algún cumplido.
Pronto, la salida de misa y el posterior paseo fue como un pas-de-quatre, ya que doña Felicitas, casualmente, iba en la misma dirección. Al comienzo, nosotras caminábamos detrás. Íbamos riendo y haciendo morisquetas, porque notoriamente doña Felicitas últimamente usaba un apretado corsé que le afinaba el talle, pero que hacía surgir unas protuberancias poco estéticas que daban mayor volumen a su ya abundante busto y a sus enormes asentaderas.
Pero el abuelo no lo notaba, o fingía no verlo, porque a cada nuevo encuentro aumentaba sus requiebros. Tampoco se daba cuenta, que de un tiempo a esa parte -y creo que fue justo después de que el abuelo le dijera a doña Felicitas que tenía un cutis de porcelana- ésta había aumentado su dosis de polvo de albayalde.
Un día que nuestras risitas fueron más atrevidas, el abuelo muy severamente, nos mandó caminar adelante y esperarlos en cada esquina, para cruzar la calle.
Pero nuestras burlas seguían; jugábamos a ser la pareja e inventábamos ridículos diálogos amorosos de cursi tenor, que siempre terminaban en pedido y aceptación de matrimonio.
Así las cosas siguieron por algunas semanas. Un domingo, en vez de la consabida parada en la confitería, doña Felicitas sugirió que fuéramos hasta su casa, pues ella misma había preparado un licorcito de cáscaras de naranjas para el abuelo y una tarta de frutilla que, estaba segura, nos gustaría.
Y allá fuimos. Entramos en una sala que, se nos antojó, se parecía tremendamente a su dueña: atiborrada de adornos y con aroma rancio. Se destacaban un piano, con un mantón de Manila y un búcaro con unas flores sospechosamente tiesas.
Varios almohadones, puestos como al descuido, nos impedían el paso. Doña Felicitas los levantaba, los esponjaba y ponía sobre los sillones en medio de grititos y risitas.
A la invitación de ponernos cómodos, rápidas nos posesionamos del sofá de dos plazas. El abuelo miró alrededor, depositó su sombrero sobre un almohadón de cuatro borlas y se sentó en una mecedora de esterilla que inexplicablemente, había escapado a la invasión de los cojines.
"No toquen nada", dijo el abuelo por lo bajo, mientras Doña Felicitas, en el comedor contiguo, parloteaba y servía las porciones de torta. Mi hermana y yo conteníamos apenas nuestros deseos de reír, de reír sin saber bien por qué, mientras el abuelo parecía preocupado y trataba de adoptar una postura natural.
Doña Felicitas entró con una bandeja. Estaba eufórica, ponderaba lo educaditas que éramos. Nos sirvió, dejó la bandeja sobre una mesita y hablando sin cesar se movía de aquí para allá con pasitos que casi parecían una danza. De pronto, con un giro que ella habría pensado lleno de graciosidad, se sentó, depositando toda su humanidad sobre el sombrero de paja del abuelo.
Lo que siguió, fue un confuso intercambio de atropelladas disculpas, de mal simuladas dispensas y un torneo caballeresco en el que los contendores se disputaban la responsabilidad de lo ocurrido.
Cuando por fin nos fuimos, el abuelo estaba rojo de ira. Ya en la calle le oímos mascullar algo así como "¡flores artificiales!, ¡almohadones con borlas!". Luego muy callados, caminamos hasta casa. El abuelo no podía ocultar su humillación cuando se cruzaba con algún conocido, a quien habrá extrañado, sin duda, que aquel día de sol, el elegante señor llevara en la mano su sombrero, inocultablemente todo deformado.
No se quedó a almorzar con nosotras; el abuelo no hubiera podido soportarlo.
Mi hermana y yo pasamos una semana muy tristes. Pensábamos que el abuelo Raimundo ya nunca más vendría a buscarnos. Y nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos.
Pero el domingo siguiente, a la hora de siempre, sonó el timbre. Corrimos al zaguán y allí estaba el abuelo, elegante e impecable como siempre y con su hermoso jipijapa totalmente restaurado.
Tras nuestro alborozado recibimiento de estrujantes abrazos, echamos a andar como si nunca hubiera pasado nada. De pronto, tal si fuera una ocurrencia repentina, el abuelo nos preguntó:
-¿Qué les parece si hoy vamos a otra plaza y a otra iglesia?
-¡Sí!, ¡sí! -gritamos locas de alegría.
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