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martes, 10 de octubre de 2023

UN AS EN LA MANGA

 

 


 


 

Weldon golpeó con el puño la puerta del apartamento. Luego, la llamó, impacientemente:

-¿Jeanne? ¿Me oyes? ¡Soy yo, Dave!

Nadie respondió. Y él maldijo su suerte. De acuerdo, se había retrasado una hora, llegaba tarde a la cita pero no era culpa suya que el director del periódico le hubiera encargado un trabajo a última hora, justo cuando salía del edificio del Daily Pioneer. De eso hacía poco más o menos una hora.

Aporreó la puerta en un último intento, esperó un segundo y dio la vuelta. Recorrió el pasillo enmohecido, en dirección a las escaleras, repasando mentalmente cuantos refranes misóginos recordaba.

Sin embargo, frunció el ceño, con un gesto que reservaba para expresar sorpresa o perplejidad. No conocía a Jeanne muy bien. Sólo habían salido unas cuantas veces pero ella no parecía de la clase de mujeres que montan una bronca porque su hombre llega un poco tarde, al menos sin antes darle la oportunidad de explicarse.

Por otra parte, al hablar con ella por teléfono, había insistido en verle aquella misma tarde. Le había dicho que tenía algo importante que discutir con él. Cuando llegó a las escaleras, Weldon dudó unos instantes y volvió la vista hacia el apartamento de Jeanne.

De repente oyó un ruido que provenía de las escaleras. Un hombre enjuto y bajito, el conserje del edificio, venía resoplando por el esfuerzo de llevar a rastras una enorme aspiradora. Weldon recordó que cuando había llegado al edificio, hacía unos minutos, aquél estaba barriendo el vestíbulo.

-Buenas -dijo el periodista, y se echó hacia atrás para dejarle pasar.

El otro se limpió el sudor del rostro con la manga de la camisa.

-Si alguien dice que barrer, fregar o pasar la aspiradora no es trabajo duro, que venga a mí, que yo le soltaré cuatro cosas.

-Vale -asintió Weldon-. Escuche, ¿por casualidad ha visto salir a la señorita Dennis en esta última hora? Es la chica del apartamento veinticuatro…

-Ya sé quién es -el conserje se mordió los labios-. Pues no, no la he visto, ¿por qué?

El periodista se encogió de hombros.

-Tenía una cita con ella pero no contesta.

-¡Ja!-gruñó el hombre-. Seguramente ha cambiado de opinión -miró a Weldon de arriba abajo-: La verdad es que no me extraña.

-Sí, bueno, pero estoy algo preocupado por ella. Vive sola y podría haber sufrido algún accidente… No sé, haberse resbalado en la ducha o algo así. ¿Le importaría abrir su apartamento? Sólo para asegurarme de que no ha pasado nada…

Después, se sacó del bolsillo un billete de un dólar. El hombre lo atrapó y le acompañó hasta el apartamento de Jeanne Dennis. Llamó a la puerta pero nadie salió a abrir. Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su camisa, encontró la que necesitaba y la introdujo en la cerradura…

Entonces, sin usarla, abrió la puerta con el tirador; y, después, miró a Weldon sin ninguna simpatía.

-La puerta no estaba cerrada -dijo, y la abrió con un empujoncito.

-Ni siquiera lo intenté -musitó el periodista.

Siguió al conserje y, desde el umbral, llamó:

-¿Jeanne? ¿Hay alguien aquí?

Todo estaba en silencio. No se veía a nadie en la salita cómoda y bien amueblada. Desde donde estaba, también se podía comprobar que la pequeña cocina estaba vacía. Sólo quedaba el dormitorio. Weldon cruzó la sala, ante la mirada de reprobación del conserje, dio un par de toques en la puerta y entró…

Jeanne estaba tirada en la cama. Llevaba puestos unos pantalones y una blusa veraniega. Parecía dormida…

¡En aquel preciso momento, el periodista vio el mango del cuchillo, clavado en el pecho de la mujer! Gritó. Cerró los ojos y agitó la cabeza violentamente.

Tras él, el conserje preguntó:

-¿Qué pasa?

Adelantó un paso y vio, por encima del hombro de Weldon, el cadáver de Jeanne en la cama.

-¡Dios Santo! -alcanzó a decir.

Entró en la habitación, muy despacio, la miró de cerca.

-Está muerta -musitó el periodista, desconcertado. -Sí.

El rostro arrugado del conserje había palidecido. Entrecerrando los ojos, sin apartar su atención de Weldon, salió de la habitación.

-Sí -repitió.

Se dio la vuelta con un movimiento rápido y, dando un salto, se plantó ante el teléfono que había en la sala. Lo descolgó, marcó el número de la telefonista, y dijo:

-¡Con la policía! ¡Deprisa!

El periodista salió del dormitorio. Cerró la puerta de una patada, y se quedó mirando al vacío. Luego, sus ojos se centraron en el hombre que hablaba por teléfono porque éste decía a gritos:

-Sí, ésa es la dirección. ¡En efecto, he dicho asesinato! ¡Vengan enseguida! ¡Me parece que tengo al tipo que lo hizo!

Aquellas palabras le despertaron de la postración que le tenía agarrotado. Fue hacia el conserje.

-¿Qué…? ¿Está loco, amigo?

El otro colgó, se echó mano al bolsillo de los pantalones y sacó una navaja. Apretó un botoncito y la hoja salió disparada.

-¡Ahí quieto! ¡Si mueve un solo dedo, le abro en canal!

Weldon le miró, incrédulo.

-Oiga, que yo no…

-Guárdese sus historias para la poli. -El conserje se metió la mano que tenía libre en el bolsillo de la camisa, sacó el dólar que le acababa de dar, lo arrugó y se lo tiró a los pies-. ¡Y ahí tiene su pasta!

-¡Eh; pero en el nombre del…!

Repentinamente, el periodista saltó hacia la cocina. Había oído algo allí dentro, un sonido apenas perceptible pero familiar, como si alguien hubiese cerrado con muchísimo cuidado la puerta con el tirador. Sin embargo, no llegó muy lejos, porque el pequeño conserje salió disparado como una flecha tras él. Le adelantó, giró sobre sí mismo y se enfrentó, con la navaja firme en su puño y las piernas abiertas.

-¡Un paso más y le meto esto en la barriga! -dijo, y su expresión indicaba que no amenazaba de broma.

Weldon se detuvo, maldiciendo inútilmente. Todavía se hallaba lanzando imprecaciones, cuando, poco después, dos policías de uniforme irrumpieron en el apartamento, seguidos de un par de hombres vestidos de paisano. Entonces, llegó un personaje al que el periodista conocía, el capitán Snyder, comandante de la escuadra de policías del distrito norte.

Libre en aquel momento de la estrecha vigilancia del conserje, Weldon se dirigió al oficial con un tono de urgencia:

-Snyder, alguien se ha metido por la puerta de servicio y se ha colado en la cocina. De eso no hace ni un par de minutos, seguramente el asesino. Elija algunos hombres…

-¡Bueno, bueno!-exclamó el capitán-. ¡Si tenemos aquí al orgullo del Daily Pioneer! ¿Qué hace en este edificio?

-¡Maldita sea! Le estoy tratando de decir que el asesino se acaba de largar por la puerta de servicio -gritó Weldon.

-¡Miente!-intervino el pequeño conserje-. Aquí no había nadie, por lo menos cuando nosotros dos llegamos hace cinco minutos.

El capitán Snyder meneó su cabeza, grande y pelona.

-Mis hombres están cubriendo todas las salidas. -Se volvió hacia uno de los agentes de paisano que rondaban por allí-. Llévese a este hombre al corredor e interróguele. Weldon, siéntese en el sofá y permanezca callado. Estaré con usted enseguida.

Los policías de paisano escoltaron al conserje fuera del apartamento. El periodista levantó los brazos en señal de disgusto, e hizo lo que se le había ordenado, mientras observaba hoscamente cómo los policías cumplían con su rutina, dirigidos por el capitán, que parecía estar en todas partes al mismo tiempo. Llegó el médico y se metió en el dormitorio con dos enfermeros de la morgue, que llevaban una camilla. Por fin, el oficial se acercó a Weldon, y se quedó mirándole unos segundos.

-Bien, vamos a ello -dijo.

-¿Seguro que tiene tiempo para escucharme?

Al capitán no le hizo gracia el comentario pero sonrió.

-Weldon, hay unos cuantos periodistas que me caen bien, pero usted, desde luego, no está entre ellos. Ahora empiece a contarme lo que sabe.

Él lo hizo. Al final, Snyder exclamó:

-¡Guau! No está mal. Al menos, su historia coincide con la de Jenson, excepto en un detalle: el conserje no cree que usted oyera irse al asesino por la puerta de servicio. Es más, opina que fue usted quien le clavó el puñal a la mujer y que luego, al cruzarse con él en las escaleras, le fue con el cuento de que había estado llamando a la puerta y no le contestaban. Y puede que tenga razón…

Antes de que Weldon pudiera responder, los dos enfermeros salieron del apartamento llevándose el cadáver, cubierto con una sábana, en la camilla. El doctor se acercó a Snyder. Se limpió las manos con un pañuelo y dijo:

-Un solo golpe. Con un cuchillo de cocina ordinario, provisto de una hoja de un decímetro de ancho. El acero penetró en el corazón, provocando un daño irreversible en…

-¡Vale, vale!-cortó Snyder-. ¿Hace cuánto tiempo?

Al doctor le molestó aquella pregunta.

-¿Cómo voy a saberlo? Se me olvidó traer la bola de cristal. Yo diría… -miró su reloj-, cálculo que habrá ocurrido hace una hora, más o menos, hacia las cuatro de la tarde. Ahora bien, se trata de una adivinanza, no de una opinión científica.

Snyder asintió.

-¿Algo más?

-Pregúnteme después de que le haga la autopsia -el doctor vaciló-. ¡Ah, sí, otro detalle! Me he dado cuenta de que el cadáver tenía las uñas muy limpias, aunque la del dedo corazón de la mano derecha estaba partida. Pudo oponer alguna resistencia y, en la pelea, arañar al asesino. Después, éste tuvo la suficiente presencia de ánimo como para limpiarle cuidadosamente todas las uñas, apartando los restos de piel que hubieran podido quedar incrustados. De todas maneras, lo comprobaré.

El doctor se fue. Snyder se volvió hacia Weldon.

-Quítese la camisa y la camiseta.

Weldon gruñó pero se desnudó de cintura para arriba. Su velludo torso no tenía ninguna marca.

-¿Contento? -preguntó con sarcasmo.

El capitán se encogió de hombros.

-No de un modo especial. ¿Sabe que me tiene mosqueado? Esa historia suya de que oyó que alguien cerraba la puerta del servicio con cuidado… Claro que podría tratarse de un error sin mala intención, pero…

El periodista se pasó las manos por el pelo.

-Todo lo que puedo decirle es lo que oí. El imbécil de Jenson me detuvo antes de que pudiese seguirle. Pero hay una puerta entre la cocina y el cuarto de baño, y otra entre el cuarto de baño y el dormitorio. A ninguno de los dos se nos ocurrió mirar en el cuarto de baño, y el asesino quizás estaba allí escondido. Así que, en cuanto tuvo la menor ocasión, salió por la cocina al pasillo, y se largó del edificio por la escalera de incendios.

-Sí -aceptó Snyder. Encendió un cigarrillo, y echó una calada prolongada-; salvo por un detalle. ¿Cómo ha podido quedarse aquí nuestro misterioso asesino durante toda una hora? ¿Para velar a la difunta? La mujer murió hacia las cuatro. Tres cuartos de hora más tarde, según su versión, usted se hallaba fuera, en el pasillo, aporreando la puerta, y ésta no se encontraba cerrada con llave. En cualquier momento usted pudo haberla abierto; y entonces…

-No sé. En mi nerviosismo ni siquiera lo intenté.

-Eso es lo que ha dicho antes. De cualquier modo, todo este tiempo el criminal ha permanecido ahí dentro, sentadito, tan tranquilo. Usted se va; y al poco rato vuelve con el conserje. Los dos entran y se ponen a jugar al perro y al gato. Y el asesino todavía permanece en el apartamento. Luego, por fin, se esfuma. -El capitán hizo una mueca irónica-. ¿Qué le parece el cuento, Weldon?

El periodista suspiró.

-Sí, supongo que cometí un error. En ese punto, quiero decir.

Uno de los policías que estaban registrando la casa entró en la sala. Llevaba un pequeño sobre de celofán en una mano y un par de camisas blancas en la otra, con sus perchas y todo.

-¿Capitán? Aquí tiene un par de regalitos. -Le alargó el sobre de celofán-. Hemos encontrado un trozo de uña, probablemente el que se le partió a la mujer en la pelea. Parece que tiene rastros de sangre. Sabremos más cuando lo llevemos al laboratorio.

-Bien. ¿Y esas camisas?

El policía se encogió de hombros.

-Estaban colgadas en el armario. Son de hombre, de la talla dieciséis y media, y con una nota de lavandería. Nosotros…

-Un momento -dijo Weldon. Se quedó mirando el remiendo que una de las camisas tenía en la manga; luego, con manos temblorosas, las examinó todas, miró las notas de la lavandería, y gritó:

-¡No!

Los otros dos hombres le miraron con curiosidad.

Weldon tragó saliva.

-Son mías.

El capitán habló primero:

-Debo entender que conocía a la dama de una manera un poco más íntima de lo que nos ha dicho.

-No. -Weldon agitó la cabeza con violencia-. Le juro que yo no he traído esas camisas aquí. La última vez que las vi, estaban colgadas en el armario de mi cuarto. Le aseguro que…

-No se moleste -le aconsejó Snyder-. Además, salga de aquí. Estoy harto de verle y de escuchar los rollos que me cuenta. Le veré más tarde.

Al abandonar la salita, el periodista pasó por delante de unos cuantos policías. Todos le miraron en silencio. A Weldon le parecieron perros hambrientos echándole el ojo a un hueso jugoso y reluciente.

Una vez abajo, atravesó el corredor en dirección a la entrada del edificio. Y en el vestíbulo vio que un policía estaba hablando con Jenson. No se dirigieron la palabra pero sí se cruzaron las miradas y en ninguna de las dos había buenos deseos.

El periodista pensó en el conserje a la vez que se metía en su viejo coche deportivo, y siguió haciéndolo mientras conducía. Era un tipo habilidoso con la navaja. Suponiendo que el enano aquel se hubiera cargado a Jeanne Dennis, por lo que fuese, al ver que llegaba Weldon intentó cargarle con el mochuelo, ¡y vaya un mochuelo! Pensó que era una posibilidad.

Pero aquello no explicaba cómo habían ido a parar al armario de Jeanne sus dos camisas. Y tampoco comprendía lo que había oído, aquella puerta cerrándose… y estaba convencido de que no había sido una ilusión, aunque al final le hubiese dado la razón al capitán, más que nada por no ponerse en una situación aún más difícil, con una historia tan inverosímil.

Entonces, Weldon se metió por una de las arterias principales de la ciudad, en dirección al centro.

«Claro que también puede ser que hayan sido dos, Jenson y algún otro -pensó el periodista-. Pero ¿para qué se entretendría tanto tiempo el segundo, hasta una hora después de que Jeanne hubiese muerto?»

Su mente se movía como el mecanismo oxidado de un reloj fuera de uso. Vio un bar, aparcó donde pudo y entró.

El primer whisky doble se lo bebió de un trago. Luego, fue al teléfono, llamó al periódico y proporcionó el esqueleto de la historia al hombre que se ocupaba de escribir los primeros borradores. Ya vestiría él aquel esqueleto más tarde, y añadiría la carne que le faltaba. El Pioneer era un diario vespertino, y la última edición de la mañana no estaría lista hasta el mediodía.

Cuando acabó, el otro le pidió que no colgara:

-Brand está aquí, y quiere hablar contigo. No te retires.

Weldon enarcó sus espesas cejas. Peter Brand, el director, no solía quedarse tanto tiempo en la sala de redacción y siempre se iba en cuanto la última edición del día se hallaba lista, a no ser que ocurriera algo gordo.

-¿Dave? ¿Dónde has estado? ¿Qué pasa? -El editor no parecía muy contento-. Nos están llegando unos rumores muy feos, que te relacionan con un crimen.

El periodista suspiró. Luego, contó al director lo que había sucedido.

Su interlocutor refunfuñó:

-¡Sí que la hemos hecho buena! ¡Cuando el Times se entere, se va a chupar los dedos! -Su voz sonaba un tanto fría-. No veo qué se puede hacer por ahora. Cena y pásate luego por aquí. Yo te esperaré por si surge algo. Y… ¿Dave?

-¿Sí?

-No abras la boca si te encuentran los muchachos del Times. Y menos aún si ves a alguien de la radio o de la televisión…

Brand colgó.

Perjurando en voz baja, Weldon también dejó el teléfono, aunque con mayor violencia. Le hizo una seña al camarero.

-Póngame una botella y un vaso. -Apoyó los codos contra la barra y miró con interés, el vaso lleno otra vez, pero en él no encontró ninguna respuesta.

¿Qué sabía de Jeanne Davis? En realidad, muy poco. La había conocido dos semanas antes, en una fiesta que daban en una suite de uno de los grandes hoteles de la ciudad. El anfitrión era el congresista de su distrito; y los invitados, algunos de los propietarios de los periódicos y de las emisoras de radio y televisión más importantes de la ciudad. También se encontraban allí unos cuantos políticos, y cualquiera que estuviese interesado en comer unos cuantos sandwiches y tomarse una copa o dos gratis.

Weldon fue porque Peter Brand le había insistido en que asistiera. El director y su mujer también estaban allí, ya que el congresista y él eran buenos amigos. Al cabo de un rato, la fiesta degeneró y tanto el excesivo ruido como la demasiada cantidad de alcohol aconsejaron a Weldon una retirada estratégica.

Al llegar a la puerta, una voz de mujer le dijo entre risas:

-¡Hola, señor Weldon! ¿Huyendo del caos?

El periodista miró con interés a una mujer que nunca había visto, pero que merecía a todas luces que se la contemplara con detenimiento.

-Hola… yo… ¿nos conocemos?

-Ahora sí -respondió ella-. Soy Jeanne Dennis. Uno de mis amigos de ahí dentro me ha dicho quién eres. Quería decirte que me encanta la serie de artículos que estás escribiendo en tu periódico.

Weldon tosió, algo que su timidez le obligaba a hacer cuando no sabía qué decir.

-Gracias.

Jeanne y él estuvieron conversando unos minutos, o más bien gritándose, que era el único modo de hacerse oír por encima del ruido reinante en la fiesta. Descubrió que ella había acudido allí con su hermano, el cual tenía relación con una agencia de publicidad que había trabajado para el congresista.

-Francamente -dijo Jeanne, y acompañó sus palabras con un gracioso encogimiento de hombros-, ojalá me hubiese quedado en la cama. Esto es una casa de locos.

El periodista, impulsivamente, le preguntó:

-¿Quieres largarte? Te puedo llevar a casa, o…

Ella vaciló, echó una vaga mirada a su alrededor, vio la estancia llena de humo y ruido, y aceptó:

-Bueno, vale.

Se abrieron paso a través de los distintos grupillos que abarrotaban la «suite». Al llegar a la puerta, Weldon miró hacia atrás. Peter Brand se hallaba de pie, junto a la mesa de los refrescos, mirándole. El joven levantó una mano y la agitó en señal de despedida, pero el director frunció el ceño y le dio la espalda.

En el corredor del hotel, Weldon exclamó:

-¡Guau! Me alegro de irme. ¿Y tu hermano? ¿No le esperas?

Jeanne soltó una risita:

-¡Bah! Ya se las arreglará. Estará bien.

Algo en el tono de su voz obligó al periodista a mirarla a los ojos. Pero no era asunto suyo.

Ella no tenía mucha prisa por llegar a casa, ya que se pararon en un drive-in a tomarse un sandwich y un café cada uno. De aquella conversación, Weldon averiguó que ella llevaba poco tiempo en la ciudad y que trabajaba de secretaria en uno de los edificios de oficinas del centro.

-La verdad es que esto no me va -aseguró Jeanne-. Todo es demasiado grande y hay mucho ruido. Yo soy una chica que viene de una ciudad pequeña.

Mirándola detenidamente, el periodista hubiese dudado antes de llamarla «chica». Debía tener unos treinta años pero se conservaba muy bien.

Más tarde la acompañó a su casa; ella no le pidió que entrase. Sin embargo, accedió, con evidentes muestras de placer, a cenar con él y ver alguna película en el cine la noche siguiente.

Después de aquello, habían salido un par de veces. Jeanne nunca le volvió a hablar de su vida privada. De hecho, procuraba cambiar de tema en cuanto Weldon le hacía alguna pregunta sobre el pasado. Había otra cosa que no le había preocupado mucho entonces pero que le intrigó en todo momento: de vez en cuando sorprendía en ella una expresión de aburrimiento o acaso de cansancio. Pero, si no disfrutaba, ¿por qué iba a querer salir con él? Desde luego, no porque fuese bien parecido, que no lo era, ni por el dinero, que tampoco tenía.

El periodista había estado en el apartamento de Jeanne sólo en dos ocasiones antes del día del crimen. Pero jamás habían llegado a nada, sólo unos cuantos besos y unas caricias inocentes. Y, por supuesto, él no había dejado ninguna camisa allí…

De esta forma se hallaban las cosas aquel viernes. Sorprendentemente, ella le había llamado al periódico y, por el tono de su voz, le pareció a él que estaba nerviosa cuando le pidió que se pasara aquella tarde por su apartamento a tomar una copa.

Pero, en el último momento, Peter Brand le encargó un reportaje que le había llevado casi una hora. Esto le obligó a llegar al apartamento de Jeanne a las cinco, en lugar de a las cuatro, como tenía planeado.

El periodista echó una mirada a la botella que tenía frente a él. Estaba medio vacía. Un trago más y se hallaría en condiciones de aguantar la marea en el Pioneer. Seguía en el bar.

El forense había afirmado que la muerte se había producido hacia las cuatro. Si él hubiese llegado puntual a la cita, ella todavía estaría viva.

Weldon salió del local y fue con el coche hasta el centro de la ciudad, donde se alzaba el edificio del Pioneer. Dejó el vehículo en el aparcamiento de la esquina y fue caminando hasta la entrada principal. El cielo estaba encapotado y en el aire se respiraba la tormenta. Anochecía.

Una vez en la sala de redacción, situada en el tercer piso, se dirigió al habitáculo acristalado del director.

Peter Brand se encontraba sentado ante su mesa de despacho, reclinado contra el respaldo de la butaca y mirando al techo. Era un hombre alto, ya bien entrado en los cuarenta, con una cara triste y melancólica y un cabello negro cuyas patillas empezaban a encanecer. Vio a Weldon y le dijo:

-Pasa y siéntate, Dave.

El periodista se acomodó frente al director, con la enorme mesa de despacho entre ambos. Encendió un cigarrillo. El whisky se le había subido a la cabeza y se dio cuenta de que no había probado bocado desde la mañana. Miró a Brand en silencio, esperando.

-¿La has matado tú?

-¡No, claro que no!-respondió Weldon-, Salí con ella unas cuantas veces. Eso es todo. Nada serio. En realidad, apenas la conocía.

-Ya veo -susurró Brand-. Bien, tengo ahí fuera a un hombre y a un fotógrafo trabajando en este asunto. El capitán Snyder no suelta prenda. Ha dicho que «cabe esperar un arresto en las próximas horas pero que, de momento, no hay declaraciones». Ya sabes.

El joven periodista se agitó en la silla. Estaba incómodo. Se preguntó lo que Brand estaría pensando en aquel momento. Seguro que nada bueno.

-Pete, lamento todo este lío -se disculpó Weldon-, pero es una de esas cosas que le pasan a uno sin enterarse…

El director soltó una carcajada.

-Sí, claro, algo casual. Seguro que con eso tranquilizo a mi mujer.

Su interlocutor refunfuñó en silencio. El Daily Pioneer pertenecía a la esposa de Brand, Iris, que lo había heredado de su padre, junto con una buena suma de dinero. En la práctica, no obstante, Brand era el jefe.

Pero aquello no significaba que Iris careciese de voz y voto en los asuntos del periódico. Todavía no había soltado las riendas del negocio y cualquier asunto que pudiera enturbiar su brillante posición social la enojaba, y mucho.

Weldon preguntó en voz baja:

-¿Prefieres que dimita voluntariamente o espero a que me eches?

Brand se miró las palmas de las manos.

-De momento, vamos a dejar las cosas como están. -Se arremangó la mano izquierda para ver la hora-. Tengo que irme. Esta noche tenemos invitados.

-De acuerdo. -Weldon se puso en pie lentamente-. Yo…

En aquel momento, Brand explotó:

-¿No se te ocurre nada sobre el caso? Algo que la mujer te haya podido decir; una referencia pasajera a un novio anterior; una razón que explicara su miedo… No sé, un motivo lógico…

-No, Pete. Nada de lo que desearías.

El director echó hacia atrás la silla y se levantó. Sus ojos oscuros incomodaban a Weldon.

-Ojalá pudiera confiar en ti plenamente, sentirme seguro de que no tienes absolutamente nada que ver con todo este lío.

-Te estoy diciendo que no fui yo. ¿De qué me iba a servir hacer una cosa así? Te juro que sé tanto de esto como tú.

Abandonaron juntos la oficina, bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo. Afuera, las nubes habían crecido y cubrían el cielo, amenazando lluvia. Cayeron unas gotas mientras doblaban por la esquina en dirección al aparcamiento.

Brand se detuvo al lado de su automóvil, que era de los grandes y lo cuidaba como a un hijo.

-¿Adónde vas ahora -preguntó, abriendo la portezuela.

-Supongo que a casa. A esperar que Snyder venga con las esposas preparadas.

-Muy divertido -se quejó el director. Meneó la cabeza, se metió en el coche y salió del aparcamiento.

Weldon fue hasta su viejo deportivo. En aquel instante, arreció la lluvia. Hacía juego a la perfección con lo que él sentía. Estuvo un rato conduciendo por la ciudad al tuntún. Luego, fue a casa. Su «hogar» consistía en dos habitaciones y un baño en un apartamento que no había conocido la escoba, la fregona o el estropajo en todos los días de su vida; estaba situado al final del distrito de los negocios.

Entró allí, encendió las luces y miró a su alrededor. Fue a su habitación y abrió el armario. De un vistazo se dio cuenta de que faltaban dos camisas, las que habían estado colgadas en un extremo. No tenía ni idea de cuándo se las habían robado.

Al darse la vuelta, observó la ventana que daba a la escalera de incendios; jamás se preocupaba de cerrarla. Cualquiera que quisiera entrar o salir por allí podía hacerlo fácilmente: la ventana abierta equivalía a una tarjeta de invitación o a un cartel de bienvenida.

Pero ¿para qué? ¿Acaso con la intención de que diese la impresión de que Weldon y Jeanne eran algo más que amigos? Porque uno no va dejándose camisas en casa de los conocidos… Y así, en el caso de que la policía aceptara la idea de que la muerta y él fueran amantes, la tesis que le inculpaba del asesinato resultaba mucho más probable; ya fuesen celos, odio o cualquiera de las otras aberraciones que nacen de los líos amorosos ocultos.

Lo único que estaba claro era que el asesino le conocía; o por lo menos sabía cosas suyas, como dónde vivía y que Jeanne y él habían salido juntos unas cuantas veces. Por algún motivo, a aquél le interesaba demostrar que Weldon mantenía una relación muy estrecha con ella, y pretendía colocarle el muerto.

Weldon se puso a registrar minuciosamente su apartamento, para ver si se le había «perdido» alguna otra cosa. Pero, a primera vista, todo se encontraba en orden. De todos modos, él no era lo que se dice un buen «amo» de su casa. Aunque una docena de personas se hubieran metido allí a celebrar una fiesta, él sería incapaz de notar ninguna diferencia.

Se acordó de la única vez que Jeanne había subido allí. Quería ver dónde vivía. Una breve mirada le bastó para comentar:

-¿Es que ha pasado por aquí un tornado?

En todo caso fue un comentario formulado con buen humor. No obstante, el periodista musitó una vaga excusa y se la llevó de la casa tan pronto como pudo…

Los efectos beneficiosos del whisky que se había tomado antes ya se le habían pasado. Sentía náuseas, y le empezaba a doler la cabeza. Destapó un quinto de bourbon, se sirvió un vaso, cuando de pronto sonó el teléfono. Pasó a la sala con desgana y descolgó el auricular.

-¿Sí? -preguntó fatigadamente.

-¿Weldon? ¿Es usted? Aquí Snyder.

-Ideal -comentó Weldon con amargura.

-Vamos, tómeselo con calma. ¿Qué grupo de sangre es el suyo?

-El cero. ¿Por qué?

-Un muchacho con suerte. Lo comprobaremos y, si no es cierto, se la cargará. Pero…

El periodista le interrumpió.

-¿Le importaría decirme de qué está hablando?

-Ese pequeño trozo de uña que los chicos encontraron en el apartamento de Jeanne… en la alfombra del dormitorio… Bueno, pues la uña pertenece a la mujer. Tenía rastros de sangre y algún fragmento microscópico de piel. Sangre del tipo AB. No corresponde con el de la chica. Así que…

-¿Se le ha ocurrido por casualidad analizar la sangre del idiota del conserje, ese tal Jenson?

El capitán soltó una risita sarcástica.

-Pues sí. Primero, no le hizo ninguna gracia tener que quitarse la camisa. No presentaba ninguna señal… al menos reciente. Y cuando le pinchamos el dedo para lo de la sangre, casi le da algo. Pero es del mismo tipo que el suyo, le guste o no, Weldon. ¡Del cero!

-¡Qué pena, hombre!-exclamó el periodista-. ¿Y ahora qué? ¿Ha encontrado al hermano de Jeanne? Ya le hablé de él.

-No, no lo hemos localizado. En realidad, me parece que ni siquiera existe. Acabamos de comprobar que no trabaja en la agencia de publicidad relacionada con nuestro congresista; tampoco en ninguna otra agencia de las que hemos investigado.

Weldon consideró aquello un momento.

-Estoy empezando a pensar que Jeanne Dennis tampoco existía.

-Es curioso pero, en eso, estamos de acuerdo. No había nada en su apartamento o en su bolso… ningún documento que nos sirviese para identificarla. Ni un carnet de conducir, ni una carta, ni una factura; nada en absoluto, excepto una pequeña maleta que encontramos en el armario con unas iniciales grabadas. Pero éstas son «L. N.», no «J. D.». Y había algo más en la maleta… ¡mil cuatrocientos dólares y pico, en metálico!

-¡Mil cuatrocientos pavos!

-Todavía no está usted libre de sospecha, Weldon; le aconsejo que no piense en hacer planes para abandonar la ciudad precipitadamente. -La voz del capitán se endureció-. Pero supongo que puede sentarse ante la máquina de escribir, para redactar uno de sus bellos artículos sobre las torturas a que la policía somete a los ciudadanos; y sobre la estupidez generalizada de nuestros agentes. Lo último que escribió sobre el departamento me encantó. De verdad.

El capitán colgó. Weldon se quedó mirando al teléfono, que aún sostenía en la mano. Con una sonrisa forzada, lo colgó a la vez que echaba mano de la botella de bourbon. Se iba sintiendo mejor, en más de un sentido. De repente, le entró un hambre de lobo.

Se dio una ducha rápida, se afeitó, se vistió y, cuando estaba cerrando la puerta del apartamento, oyó el teléfono.

-¿Y ahora qué?

Descolgó y oyó una voz que decía asustada:

-¿Dave Weldon? Oiga, Weldon, tengo que verle. Enseguida.

-¿Quién es?

-Al Jenson… Ya sabe, nos hemos visto esta tarde. Siento lo que ha pasado, pero tiene que ayudarme. Usted es el único que puede. No debo ir a la policía, ya no. Pero…

-Bueno, cálmese, ¿quiere?

-Sé quién fue el que mató a esa mujer. Antes no estaba seguro; sin embargo, ahora sí. -Su voz emitió una mezcla de carcajada y sollozo de angustia-. He visto a ese tipo un par de veces, visitando a la chica siempre de noche. Y esta tarde le he vuelto a ver. Entró por la puerta de atrás, y subió por la escalera de incendios. Hacia las cuatro. Lógicamente, él no sabía que le había visto…

-¿A quién, Jenson? ¡Dígame su nombre! -gritó Weldon, apremiándole.

Jenson siguió balbuceando, como si no le hubiera oído.

-Sabía cómo se llamaba. Hace unos días me molesté en averiguarlo. Supuse que alguna vez podría serme útil. Y luego, esta tarde, cuando usted y yo encontramos muerta a esa mujer, bueno, pensé que me había llegado una buena oportunidad para un chantaje. Por eso actué de aquel modo. Le impedí a usted que persiguiera al tipo cuando se escabullía por la puerta de la cocina. Más tarde, en el momento en que la poli se largó, le telefoneé para decirle que le convenía venir a mantener una charla conmigo. Llegó hace una hora, más o menos. No intentó disimular. Fue al grano, y me preguntó cuánto quería. Y me hizo una oferta…

Entonces, Jenson se calló, jadeante. Weldon no dijo nada. Temía que al hombre le entrara el pánico y colgase. Se cambió el teléfono de oído, y se secó el sudor de la palma de la mano contra la camisa.

Jenson tragó saliva y siguió:

-Lo que quería… es que le ayudase a echarle a usted toda la culpa. Yo no sé lo que es; pero usted tiene algo que él necesita como el pan de cada día. Le tiene miedo, ¿sabe? ¡Ah, pero yo no iba a meterme en eso…! A mí nadie me pringa en un crimen, ¡eso jamás! Se lo dije, y me sacó una pistola. Me tiró a dar pero yo salí del edificio de un salto y eché a correr, con él pisándome los talones. Creí que volvería a disparar en cualquier momento, pero no lo hizo, aunque todavía me venía persiguiendo. Al final, le di esquinazo… Al menos eso creo… Weldon, ayúdeme.

-¿Dónde está?

-En una cabina, junto a una gasolinera, a dos manzanas del edificio. En la esquina de la calle 3 y Harvey. Venga…

-Pero ¿quién era, Jenson? ¡Dígamelo!

El conserje gritó de nuevo, al otro extremo del hilo. El periodista titubeó un segundo, mordiéndose el labio inferior. Luego, colgó y salió corriendo del apartamento.

«Primero, Jenson. Luego, ponte en contacto con el capitán Snyder. ¡Pero el más importante es Jenson!» -pensó.

Weldon llegó a la esquina de las calles 3 y Harvey en cinco minutos. Pero habría dado lo mismo que hubiese aparecido allí al cabo de cinco años, por lo que se refiere al conserje.

El periodista aparcó y se acercó caminando a la multitud agolpada en la esquina de enfrente de la gasolinera, que estaba cerrada. Un coche de policía también acudió haciendo sonar su alarma. Weldon se abrió paso a través del gentío, hasta que vio la cabina. Los cristales de la puerta estaban esparcidos por el suelo y el cuerpo tendido, la mitad dentro y la otra mitad fuera de la cabina. Un policía de uniforme permanecía inclinado sobre el cadáver.

Un hombre estaba diciendo muy alterado:

-En mi vida he visto cosa igual. Lo mismo que en el cine o en la tele. Yo estaba ahí enfrente, en el porche de mi casa, y vi al coche ese que se acercaba despacito; se paró en la curva, y «pam, pam, pam». Como le digo. Y, luego, se metió por aquella calle con las ruedas chirriando. Y el pobre hombre salió de la cabina dando tumbos…

Weldon no esperó a oír más. Volvió a su coche y, al sentarse, cerró el puño y lo descargó contra el volante. Después, se alejó.

El sargento de guardia de la comisaría del distrito norte le dijo que el capitán Snyder ya se había ido a casa. El periodista le dio las gracias, salió del viejo edificio y regresó al coche. Quizá pillara a Snyder.

Arrancó el motor y se dio cuenta de que no sabía la dirección del capitán. Como su apartamento estaba a menos de una manzana de donde se encontraba en aquel momento, se dirigió hasta allí. Subió las escaleras hasta el segundo piso, y entró en su hogar. Tomó la guía de teléfonos y buscó la letra «S».

Jenson había dicho que Weldon tenía algo que el asesino quería; algo tan precioso por lo que valía la pena matar. Aquél había soltado un montón de cosas pero sin pronunciar el nombre del asesino; y, sin este dato, lo demás no servía de nada.

¿O sí? Ese algo… una cosa… el objetivo que el criminal deseaba obtener desesperadamente… Tenía que ser algo que Jeanne le había dado. Era lo único que tendría sentido, si no fuera porque ella nunca le había entregado nada.

Weldon echó una mirada en torno suyo. Sí, Jeanne Dennis había estado allí una vez; pero él había permanecido a su lado todo el rato. Tampoco pudo haber escondido ninguna cosa por la casa. Aunque, de pronto, recordó un detalle…

Ella le dijo que tenía que ir al cuarto de baño; y en este lugar sí que estuvo sola.

El periodista entró al cuarto de baño, pasando por el dormitorio contiguo. Echó a un lado la ropa sucia que había amontonada en un rincón. No encontró nada; ni en la bañera de hierro, ni detrás de ésta; ni en el botiquín, excepto hojas de afeitar, cepillos de dientes y objetos por el estilo… Aquello era todo lo que había. Sin embargo, la idea había sido buena, le daba un cierto consuelo.

Cuando fue a abrir la puerta, se fijó en el retrete. Sintiéndose un poco estúpido, fue hacia él, levantó la tapa del tanque de agua y hurgó con la mano. Y allí estaba, sumergido en las aguas oscuras, un paquetito envuelto en plástico.

Lo sacó, lo abrió de un tirón y vio que dentro del paquete impermeable había otro y dentro de este halló un papel cuidadosamente doblado, y algo más… un anillo de oro, que parecía de boda. Weldon lo examinó, bastante confundido. Desenvolvió el papel muy despacio. Era una licencia de matrimonio, fechada hacía diez años en alguna ciudad de Maryland, muy lejos de allí.

El periodista leyó los nombres que había anotados en el certificado. Uno era el de Lola Norris. Recordó que se había encontrado una maleta con las iniciales «L. N.» en el apartamento de Jeanne Dennis.

Y después, el otro nombre, el que correspondía al novio, le saltó a Weldon a la cara. Tuvo que sentarse en la taza del retrete, mientras lo releía sin poder creerlo.

Las letras estaban bien claras.

-Peter John Brand -pronunció en voz alta.

-Ese soy yo -dijo una voz en la puerta-. No, quédate quieto, Dave. ¡Procura obedecerme en todo!

Weldon descubrió al director del Pioneer, contempló la pistola que tenía en la mano y, luego, le miró a los ojos. Brand agitó el arma ligeramente.

-¿Tú? ¿Pe-Pete..? -tartamudeó Weldon-. No lo entiendo…

El cañón de la pistola apuntó al pecho del periodista.

-Dame ese maldito papel. ¡Y el anillo!

Weldon se los entregó, tras una rápida mirada de reconocimiento y Brand se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Aquél agitó la cabeza, aturdido.

-Pero ¿qué…?

-Es un cuento muy sencillo. Corto y sórdido. Hace mucho tiempo, me casé en Maryland con una muchacha llamada Lola Norris. Al cabo de unos seis meses, me harté de ella.

Y me largué, sin más. Ni siquiera me molesté en solicitar el divorcio. Como sabes, acabé aquí. Pasó el tiempo. Si alguna vez pensé en ella, fue sólo elucubrando si habría conseguido el divorcio.

»No tardé en conseguir prestigio en el Pioneer. Y antes de que pasara mucho tiempo, ya me había enrollado con la hija del jefe…

Weldon se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Por su rostro corrían gotas de sudor.

-Y entonces, ¿qué?

Brand siguió:

-Me casé con la dama. Por suerte, el viejo murió pronto, así que yo tenía resuelto el porvenir. Pero había subido demasiado. En todos los periódicos se hablaba del nuevo director del Pioneer, y Lola se enteró. Luego, se las arregló para que algún imbécil le prestara dinero, y se vino para acá. Se hacía llamar Jeanne Dennis; pero se trataba de mi adorada Lola. No se había divorciado, lo cual me convertía en bígamo. ¿Te imaginas la cara de mi mujer si se hubiera enterado? Le di un montón de pasta a Lola para que se estuviera calladita, pero no le duró ni dos meses y, si no se le acabó, quiso más. El resto te lo puedes imaginar. Su ambición no tenía límite; exigía más y más…

Entonces, Brand trató de sonreír; pero le salió forzada la mueca.

-Bueno, pues tenía que largarse. Pero, al final de la fiesta del hotel, me dijo que guardaba un as en la manga. La vi contigo aquella noche. Terminé por creerla cuando me dijo que te había dado un sobre cerrado, con instrucciones para abrirlo en caso de que algo le pasara, que incluía nuestra licencia de matrimonio y el anillo de boda…

Weldon le interrumpió:

-Ella nunca mencionó ese asunto…

El director asesino suspiró.

-Sí, eso lo sé ahora, pero demasiado tarde. Échale la culpa a Lola… o a Jeanne, como prefieras llamarla.

Brand hizo un gesto de ir a apretar el gatillo.

-¡Espera!-gritó el periodista-. Deja que me fume un cigarrillo.

Brand frunció el ceño. Bajó el revólver un poco.

-Vale. Será el último de tu vida.

Weldon sacó un paquete del bolsillo y se metió un pitillo entre los labios. Lo encendió como pudo, con manos temblorosas. El corazón le daba unos saltos que parecía que se le iba a salir del pecho. Si sólo por un instante Brand bajase la guardia…

Mientras, el director estaba diciendo en tono informal:

-Por teléfono mantuve una breve conversación con Lola esta mañana; y me dijo que había quedado contigo para tomar una copa en su apartamento. Supuse que iba a irse de la lengua. Seguramente te contaría lo del paquete en el tanque de agua del retrete.

El director asesino se rió.

-¡Mira que meterlo ahí! Anoche revolví toda la basura que tienes en esta ratonera; fue cuando vine a por las camisas. Y se ve que hurgué por todos lados menos donde se encontraba.

-¿Y para qué querías las camisas? -preguntó Weldon.

-¡Ah, eso! Pues nada, un pequeño montaje teatral. Me las llevé al apartamento de Lola en cuanto te encargué el reportaje. A ella le clavé el cuchillo nada más abrirme la puerta; aún le dio tiempo para clavarme las uñas en el brazo.

Se arremangó el izquierdo. Tenía cuatro arañazos paralelos en el antebrazo. Weldon hizo un ligero movimiento, y Brand volvió a apuntarle con la pistola.

-¿Listo? Entonces, siéntate. Cuando subí a su apartamento, yo llevaba una camisa de manga corta. Tuve que ir a casa a cambiarme. Ya ves, tuve que matarla; la acosté en la cama, y te esperé, Dave. Hasta dejé la puerta abierta, para que pudieras entrar sin problemas. Te iba a meter una bala en la sien; luego, te pondría la pistola en la mano, y te colocaría junto a Lola. Una pelea de amantes, seguida de asesinato y suicidio. Pero a ti se te ocurrió traer a esa rata contigo. Así que no tuve más remedio que salir de allí por la puerta de atrás… Y esperar.

-No habrá sido fácil -resaltó el periodista con un hilo de voz.

-Y entonces ese Jenson me llamó a la oficina. Pero supongo que quien mal empieza, peor acaba, ¿eh, Dave?

Weldon trató de humedecerse los labios resecos.

-Así que fuiste a ver a Jenson, y le seguiste cuando te dio esquinazo. Luego, le sorprendiste hablando conmigo por teléfono.

-Algo así. Bueno, Dave, odio tener que hacer esto, pero ya va siendo hora de que regrese a casa. Iris podría empezar a preocuparse. Y nosotros no queremos que eso suceda, ¿verdad?

La boca del cañón de la pistola le amenazaba. Ya no había tiempo. Weldon tensó los músculos, pensando en realizar algún último y desesperado esfuerzo. Pero, de repente, algo empujó a Brand por detrás. Y éste dio un grito, al mismo tiempo que la bala daba en el techo, haciendo saltar trozos de cal.

Weldon cerró los ojos. Lo siguiente que vio fue al asesino, boca abajo en el suelo, y al capitán Snyder arrodillado sobre él para ponerle las esposas.

El oficial de la policía obsequió al periodista con una rápida sonrisa.

-Fui a la comisaría, y el sargento me dijo que me andaba buscando. Como había oído que se habían cargado ajen- son, pensé que podría haber alguna conexión. Entonces, decidí hacerle una visita. He llegado hace unos cinco minutos… -señaló a Brand con el dedo-. A éste le gusta charlar, ¿eh?

Weldon intentó decir algo pero no pudo. Se limitó a agitar la cabeza. Al final, consiguió hablar:

-¿Me dice usted que ha estado aquí todo este tiempo sin mover un dedo? ¿Y por qué no…? - Weldon aspiró profundamente; luego, soltó el aire muy despacio-: Ha sido un detalle encantador, capitán.

-Ya ve -bromeó el policía-. Quería escuchar lo que Brand le contaba. Y, además, me pareció que a usted no le haría daño sudar un poquito.

-Maravilloso. -Weldon dio un suspiro; y enseguida sonrió-. ¿Qué opina de un buen filete y un trago de bourbon? -Como el policía asintiera, el periodista dijo-: Pues vamos. Yo le invito. Conozco un sitio…

 

FIN

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