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miércoles, 11 de enero de 2023

PABLO PICASSO.

 







La mirada del siglo XX



El siglo XX contempló un cambio en el ámbito de la producción artística

como no se había conocido con anterioridad. Desde la primera década de

la centuria comenzó a vivirse una mutación acelerada no sólo en el

conjunto de las expresiones artísticas, sino en el propio concepto de

arte, de actividad creadora, de relación entre el artista y su obra, y

entre ésta y el público. En aquellos años iniciales las galerías de arte

comenzaron a poblarse de pinturas y esculturas que dejaron atónitos a

sus espectadores, que vacilaban entre la incredulidad, el espanto y la

fascinación. Se trató de una auténtica revolución en la que los artistas

erigieron la libertad por encima de cualquier otro valor y en la que una

figura emergió como catalizador y símbolo de los nuevos tiempos. Se

trataba de un artista español instalado en París, de nombre Pablo

Picasso. El camino desde su Málaga natal hasta el centro del universo

artístico moderno, la capital del Sena, fue una historia mezcla de genio

y esfuerzo. Desde entonces desarrolló una vasta carrera artística en la

que demostró una potencia creadora, una independencia y una libertad que

le han convertido en el auténtico protagonista del arte contemporáneo.

Su larga vida de noventa y dos años es una de las historias que mejor

sintetizan lo que tuvo de heroico y dramático para la humanidad el

tiempo en que vivió.



París, 1900. La capital de Francia es la capital cultural del mundo. Por

supuesto no es la única urbe europea en la que se cocinaban las

principales novedades artísticas e intelectuales del momento. Ciudades

como Viena, Berlín o Londres también eran importantes focos de

influencia, pero en París convergían las corrientes más fecundas de todo

el viejo continente. Contaba con un pasado cultural glorioso al que se

venían a añadir el dinamismo que le proporcionaba el desarrollo

industrial y la llegada de conocimientos de otras civilizaciones gracias

a la expansión colonial francesa. Mientras que Londres hacía gala del

aislamiento pretendidamente autosuficiente que frente al resto de Europa

practicaban las élites anglosajonas, Viena y Berlín habían llegado tarde

—o directamente no habían llegado, como es el caso de la primera— a la

apertura cultural que supuso el reparto colonial de África y Asia en la

segunda mitad del siglo XIX. Además, París era el cruce de caminos entre

las grandes áreas europeas de civilización: a su herencia latina

mediterránea, que se enriquecía con los aportes fronterizos de Italia y

España, se sumaba el contacto secular que había practicado con la

cultura inglesa y germánica, aunque las relaciones políticas con las

potencias de ambas zonas habían ido cambiando a lo largo de los siglos.



Si algo quedaba claro en aquel fin de siècle (término con el que se

suele denominar a este particular momento cultural) era que los

principales intelectuales y artistas se sentían incómodos ante el

ambiente tradicional que presidía las instituciones políticas y

culturales. Frente al academicismo rígido y opresivo, las tendencias

artísticas surgidas en las últimas décadas habían comenzado a

experimentar con el arte. El impresionismo había renovado los conceptos

de luz y espacio, y el modernismo había supuesto una liberación formal

absoluta de la dictadura del clasicismo. Una pléyade de nuevos

protagonistas, Cézanne, Gaugin, Toulouse-Lautrec o Van Gogh, por citar

sólo algunos de ellos, estaban traspasando las fronteras de las

aportaciones que habían supuesto estos movimientos y proponían nuevas

formas de representar la realidad y expresar las emociones. Era sin

lugar a dudas el punto al que tenía que acudir cualquier artista que

quisiese conocer las aportaciones más recientes y los retos que se

planteaban en el despuntar de un siglo que parecía haber llegado cargado

de la promesa de un progreso infinito. A esa ciudad arribó en una mañana

del otoño de 1900 un grupo de tres jovencísimos artistas españoles, uno

de ellos era Pablo Ruiz Picasso.







Jugar con los pinceles



Málaga a finales del siglo XIX era un importante centro agrario y

portuario de la Andalucía oriental. Allí nació Pablo Ruiz Picasso el 25

de octubre de 1888, en los años finales del reinado de Alfonso XII. Era

hijo de José Ruiz Blasco, de cuarenta y tres años, y de María Picasso

López, de veintiséis. Su padre era pintor, profesor de dibujo en la

Escuela de Bellas Artes de San Telmo y conservador del Museo Municipal

de Málaga. Al parto asistió su hermano, Salvador Ruiz, médico y jefe del

distrito sanitario del puerto malagueño, que protagonizó una conocida

anécdota. Al nacer el niño estaba aletargado, lo que llevó a los

presentes a creer que estaba muerto. Para comprobar si el recién nacido

respiraba, Salvador espiró el humo del cigarrillo que fumaba en su cara,

lo que provocó una tos incontrolada que le sacó del aletargamiento, por

lo que es posible que sin esta intervención el bebé hubiese tenido

alguna secuela nociva. El núcleo familiar en que se crió estaba formado,

además de por sus padres, por dos hermanas menores que nacieron en 1884

(Lola) y 1887 (Concepción), una abuela, dos tías y una criada. Por tanto

se crió en un universo completamente femenino (excepción hecha de su

padre). Muchos han visto en esta circunstancia y en la supuesta actitud

consentidora de las mujeres de su familia los orígenes de las actitudes

machistas de las que haría demostración a lo largo de toda su vida.



El niño fue de una precocidad asombrosa. Sus primeros dibujos y su

primer cuadro están datados en el bienio 1889-1890. Con tan sólo ocho

años era capaz de tomar los lápices y los pinceles para pintar, en lo

que constituye posiblemente el comienzo más precoz de una carrera

artística de toda la historia. Su padre fue muy consciente del don

especial que tenía para las artes y desde muy pequeño mimó su formación

plástica. Por desgracia, la situación económica de la familia era

apurada. Ganarse la vida como pintor en la España del siglo XIX era

sumamente difícil para aquellos que no pertenecían a los círculos

oficiales, lo que obligaba en muchos casos a solicitar constantemente

puestos de trabajo y, en caso de que surgiesen oportunidades,

trasladarse con toda la familia en busca de una vida mejor. Eso fue lo

que sucedió a la familia Picasso, que en 1891 se trasladó a La Coruña,

donde el cabeza de familia había conseguido la plaza de profesor de

dibujo en la Escuela de Bellas Artes de dicha capital. Allí pasaría la

familia un total de cuatro años, cruciales en la educación del joven

Pablo. Además, su precocidad hizo que su padre, que tenía una salud muy

precaria, esperase de él que en un plazo corto pudiese contribuir con su

talento al sostenimiento de la familia, expectativas de las que fue

consciente desde muy joven y que le marcaron con un especial sentido de

la responsabilidad.



En la capital gallega Pablo siguió primero estudios de secundaria (en el

instituto Da Guarda) hasta que en el curso 1892-1893 pudo ingresar en la

Escuela de Bellas Artes en la que impartía clases su padre. Durante este

último año su hermana menor, Conchita, murió de difteria, en la que

constituyó la primera muerte que jalonaría su vida de un dolor que en

ocasiones posteriores quedaría plasmado de forma impresionante en sus

pinturas. A medida que iba creciendo y que con los estudios iba formando

sus habilidades y su sabiduría artística, su destreza comenzó a adquirir

caracteres de auténtico maestro según el criterio de su entorno; tanto,

que su padre decidió abandonar el ejercicio de la pintura en privado,

asombrado y quizá abrumado por lo que iba consiguiendo su hijo. Desde

entonces sólo pintaría en el ejercicio de la docencia artística.



En 1895 don José logró un destino más estimulante para su joven hijo. Se

trataba de un puesto de profesor de dibujo y pintura en la Escuela de

Arte de la Lonja, en Barcelona. Antes de tomar posesión de su plaza para

el comienzo del curso en otoño, la familia viajó a Málaga y

posteriormente a Madrid, donde Pablo visitó por primera vez el Museo del

Prado, al que regresaría en varias ocasiones en los años finales del

siglo y cuya colección le produjo una profundísima impresión, como

demuestran algunas copias que realizó entonces. Cuando la familia

Picasso se instaló en Barcelona ésta era la ciudad más moderna de

España, en la que la industrialización había cobrado mayor impulso y

donde la influencia europea se dejaba sentir con mayor vigor. Sin lugar

a dudas era un ambiente mucho más proclive al desarrollo de las

capacidades del joven Picasso que ningún otro lugar del país. Ingresó en

la Escuela de la Lonja en 1896, superando con mérito los exámenes de

ingreso, y en los dos años posteriores perfeccionó su arte, ejecutando

dos obras según el gusto oficial que alcanzaron un notable éxito. La

primera de ellas, La primera comunión, fue acogida en la Exposición de

Bellas Artes de Barcelona, y la segunda, Ciencia y caridad, ganó una

mención de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en

Madrid en 1897. Su autor tenía sólo dieciséis años de edad.



En el curso 1897-1898 se trasladó a Madrid, ya que se había matriculado

en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el gran centro de

enseñanza artística de la España decimonónica. Durante su estancia

madrileña Picasso volvería en reiteradas ocasiones al Prado, donde

llamarían su atención sobre todo los pintores del Siglo de Oro español,

en especial, El Greco y Velázquez. De todos modos el aprendizaje en la

Academia no debió de ser lo suficientemente atractivo ya que decidió

volver a Barcelona junto a su familia. Pasó el verano en el pueblo

tarraconense de Horta de San Juan (también conocido como Horta de Ebro)

en casa de su amigo Manuel Pallarés, donde le produjeron una gran

impresión la naturaleza y la vida campesina, pues hasta entonces siempre

había vivido en ciudades.



A su regreso a Barcelona comenzó a entrar en contacto con algunas de las

principales figuras del intenso movimiento de renovación artística que

vivía la ciudad, el modernisme. Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Joaquín

Mir, Hermenegildo Anglada Camarasa fueron tan sólo algunos de los

artistas con los que coincidió en el templo de la bohemia barcelonesa

del fin de siglo, Els Quatre Gats («Los cuatro gatos»), un local a medio

camino entre la cervecería, el hostal y la sala de exposiciones. Fue en

esta época cuando estrechó su relación con Manuel Pallarés (con quien

alquilaría su primer estudio en el número 4 de la calle de la Plata

gracias a una ayuda económica de su padre) y con Carlos Casagemas. En

febrero de 1900 se inauguró su primera exposición individual,

precisamente en Els Quatre Gats, y realizó su primer grabado, una de las

técnicas en las que se revelaría como un auténtico maestro. Pero aquél

fue el año en que un acontecimiento internacional llamó la atención del

público más que ningún otro, la Exposición Universal de París. Si la

ciudad del Sena era ya de por sí un imán para cualquier joven artista,

el evento dio a Picasso la excusa perfecta para dar el salto a un

horizonte más amplio que el que podía proporcionar España a un hombre de

su talento.







París y la formación de un genio



En el otoño de 1900 llegaron desde Barcelona a París tres jóvenes

artistas: Carlos Casagemas, Manuel Pallarés y Pablo Ruiz Picasso. Los

tres se instalaron en un estudio que poco antes había dejado vacío el

pintor barcelonés Isidro Nonell y aprovecharon su estancia para

empaparse del ambiente de la ciudad. Entre esa fecha y 1904 la vida del

joven pintor transcurriría entre Barcelona (donde vivía su familia),

París (donde fue introduciéndose en su cosmopolita ambiente artístico) y

alguna estancia breve en Madrid y Málaga. En aquel primer viaje a la

ciudad del Sena conoció además al marchante de arte Pedro Mañach, que

firmó un contrato con él por el que se comprometía a entregarle todo lo

que pintase a cambio de ciento cincuenta francos mensuales.



Para Navidades Picasso había regresado a Barcelona y, como resultado de

la experiencia parisina, comenzaba a experimentar con su producción

artística. Inició una etapa de indagación formal y búsqueda de su propia

identidad artística que abarcaría cuatro años y en la que dio muestras

de una acusada y original personalidad. Tras un comienzo desconcertante

en el que parecía estar absorbiendo todas las novedades que estudió en

París (y al que pertenece el conmovedor e impactante cuadro La muerte de

Casagemas que pintó al conocer el suicidio por desamor de su íntimo

amigo en el verano de 1901), los tonos azules se fueron apoderando de su

paleta, las figuras se alargaron (en clara remembranza del arte de El

Greco), las atmósferas se cargaron de melancolía y los temas recorrían

el mundo de los marginales y desheredados, sobre los que posaba una

mirada tierna y llena de empatía. Fue su célebre «etapa azul», que

marcaría el inicio de una búsqueda de la autenticidad artística que ya

no acabaría nunca. A ella pertenecen obras como La vida, El guitarrista

ciego o La Celestina, y aparecerían temas que ya no le abandonarían,

como el papel recurrente y totémico de la mujer o los autorretratos, que

siempre fueron uno de sus géneros favoritos. También fue la época en la

que adquirió la costumbre de firmar sus lienzos sencillamente como

Picasso y en la que realizó su primera escultura, técnica que cultivaría

con gran éxito más adelante.



Muy pronto logró ir abriéndose paso en París. En 1901 realizó un segundo

viaje y expuso junto al también español Francisco Iturrino en la galería

de uno de los más importantes marchantes de arte del momento, Ambroise

Vollard. Aunque éste inicialmente no fue muy receptivo hacia su obra, en

el futuro tendría un papel decisivo en su carrera. Para el artista

malagueño estos años fueron de tanteo del terreno para intentar

encontrar un representante que realmente apreciase el valor de su

trabajo. Las diferencias con Mañach eran ya patentes y en enero de 1902

rompieron el contrato que los vinculaba. Pese a estos vaivenes

económicos y a no haber logrado una independencia económica firme,

decidió establecerse definitivamente en París durante su cuarto viaje a

la ciudad, en abril de 1904. Allí alquiló un estudio en el artístico

barrio de Montmartre (en el que viviría con alguna interrupción hasta

1912) y que su amigo el poeta Max Jacob, al que había conocido en 1901,

bautizaría con el nombre Bateau-Lavoir por afirmar que le recordaba a

los barcos que servían de lavadero en el Sena. En esos meses conoció a

tres personas que marcarían su vida en los próximos años: los poetas

Guillaume Apollinaire y André Salmon, y la que sería su primera pareja

estable, Fernande Olivier, la mujer que le descubrió el amor.



En esta etapa su producción pictórica continuó en constante evolución.

La carga trágica de sus temas se fue rebajando, y la paleta fría

centrada en el azul fue cambiando hacia colores otoñales entre los que

predominaba el rosa. Los personajes de sus lienzos pasaron a ser los del

circo —acróbatas, saltimbanquis, forzudos, arlequines— y actores, a los

que frecuentaba en el cabaret «Le Lapin Agil» y el «Cirque Médrano»,

ambos en Montmartre. Se trata de la etapa rosa a la que pertenecen obras

como La acróbata de la bola, El muchacho de la pipa, Los dos hermanos y

algunos retratos como el de La señora Canals. En 1906 logró que Vollard

le comprase algunas de estas obras, en lo que constituyó un importante

paso para hacerse con un circuito comercial que le diese estabilidad. Su

vida en París no era precisamente cómoda, ganaba poco dinero y las

privaciones eran muchas, pero el cariz que estaba tomando el ambiente

cultural parisino compensaba con creces los sacrificios.







Revolución en las artes: las vanguardias



Por aquel entonces se estaba produciendo un gran terremoto en el terreno

artístico y París era una vez más el epicentro. En 1903 se inauguró el

primer Salón de Otoño, un evento artístico destinado a dar a conocer al

gran público las creaciones más interesantes del arte contemporáneo. El

primero se dedicó a Paul Gaugin, que había muerto poco antes. Quizá era

la señal de que la generación del postimpresionismo llegaba a su fin

(Van Gogh había muerto en 1890, Toulouse-Lautrec en 1901 y Cézanne lo

haría en 1906) y de que una nueva época se avecinaba. El acta de

nacimiento de ésta llegó dos años más tarde. En el Salón de Otoño de

1905 expusieron su obra un grupo de jóvenes artistas, entre los que

destacaban Henri Matisse y André Derain, con un conjunto de pinturas en

las que los protagonistas eran los colores puros usados en superficies

planas como clara reacción al impresionismo. Un crítico, Louis

Vauxcelles, incómodo ante lo que consideraba una agresión estética,

calificó a estos artistas de fauves («fieras»). Era el nacimiento del

fauvismo, primero de los movimientos de renovación del arte que

conocemos como vanguardias. Con este nombre se denomina a la serie de

corrientes que entre esa fecha y hasta la Segunda Guerra Mundial se

sucedieron rápidamente y que tenían como denominador común la ruptura

con la tradición artística asentada desde el Renacimiento, el uso de

nuevos materiales y soportes, y la redefinición del papel del artista y

su obra en la sociedad. Los artistas jóvenes ya no desean reproducir la

realidad, de eso ya se ocupaba la fotografía desde hacía más de

cincuenta años, e incluso el cine; lo que querían era analizarla,

reconstruirla y representarla de una forma nueva, que fuera capaz de

transmitir al espectador sentimientos y experiencias estéticas nuevas. A

largo plazo la puesta en práctica de estos principios constituyó una

auténtica revolución en el mundo del arte.



Picasso no se acercó a los fauvistas ni compartió su estética. Pero

asistió con muchísima atención a su propuesta y a lo que estaba

sucediendo. En el otoño de 1906, tras haber pasado el verano con

Fernande en el pueblo leridano de Gósol, en el que ensayaría fórmulas

artísticas que desarrollaría durante los dos años siguientes, le

presentaron a Matisse, con quien mantuvo una de las relaciones de

amistad más importantes de su vida. Ambos reconocían en el otro a un

gran amigo y al mejor artista que conocían. Desde ese momento Picasso

comenzó un nuevo proceso de indagación creativa. El maestro fauvista

había vuelto a despertar en él el interés por el arte prehistórico y

primitivo (desde la escultura africana y oceánica hasta las obras del

arte ibérico o del arcaísmo griego) y en sus personajes se fueron

introduciendo alteraciones en la proporción y deformaciones en los

rostros, tratados como si fuesen máscaras, tal y como se puede apreciar

en el retrato de Gertrud Stein, una intelectual y mecenas norteamericana

que le fue presentada ese mismo año. Al tiempo se dejó llevar por la

fascinación que le producía la obra de Cézanne, con sus volúmenes puros

y desnudos, y sus formas y espacios se fueron volviendo cada vez más

sencillos y planos. Su paleta se diversificó y ahora parecían mezclarse

el rosado con el azul.



Como punto culminante de esta experimentación Picasso trasladó a un

lienzo una serie de estudios que había hecho en papel sobre el tema

Marinero y mujeres en un burdel. El resultado fue una obra maestra que

causó un impacto sensacional entre sus contemporáneos, Les Demoiselles

d’Avignon («Las señoritas de Aviñón», como la bautizó Apollinaire al

recordar una incursión del grupo de amigos en la ciudad provenzal,

aunque parece que Picasso aceptó el nombre porque le recordaba a un

burdel que había frecuentado en el carrer Avinyó —«calle Aviñón»— de

Barcelona). Se trata de una obra que desconcierta al espectador. En ella

se representa a las cinco prostitutas en un espacio completamente

deshecho en planos superpuestos. Las dos figuras centrales parecen estar

posando o tumbadas, mientras que las que están de pie en los extremos

dan la impresión de correr cortinajes inexistentes para entrar en la

escena. Por último, otra figura femenina está sentada en la esquina

inferior derecha (de espaldas y volviendo la cabeza para contemplarnos,

como si interrumpiésemos la escena) detrás de una mesa sobre la que

descansa un bodegón de fruta. La sensación de interpelación al

espectador se ve acentuada por las miradas de las dos mujeres centrales,

que se diría que también nos miran. La paleta combina de nuevo el azul

con el rosa, el gris y el blanco y los rostros aparecen deformados en

máscaras ibéricas o africanas. La fisonomía parece haber sido

descompuesta y reensamblada en un ejercicio de representación de la

realidad que no se limita a imitarla. El cuadro no se exhibió en público

hasta 1916, pero todo el círculo cercano a Picasso pudo contemplarlo

desde que fue terminado en 1907, y su efecto fue inmediato. Su

reputación entre artistas y marchantes de arte se incrementó rápidamente

y marcaría un punto de inflexión en su carrera.



La obra sirvió de punto de partida para un proceso de maduración que le

llevaría a crear la vanguardia con la que más se le ha identificado, el

cubismo, al que poco después se sumaría Georges Braque (se habían

conocido en 1906) y otros artistas como el madrileño Juan Gris o el

holandés Piet Mondrian, que desde este estilo dio el salto al arte

abstracto. En los meses siguientes la paleta se fue apagando hacia los

grises y ocres y los objetos comenzaron a caracterizarse por una

geometrización cada vez más acentuada. El artista descomponía el objeto

a representar en sus diferentes facetas y formas, y aspiraba a

representarlas todas sobre el lienzo, no sólo las que eran visibles por

el ojo. Esta etapa del cubismo —llamado «analítico»— desembocó en

cuadros de extrema complejidad, en el que los planos geométricos

parecían quedar reducidos a miles de pequeños cristales de colores cada

vez más oscuros que recomponían la figura (de ahí su nombre de cubismo

«cristal») para llegar a un último momento de síntesis en el que el

artista superó el afán totalizador seleccionando subjetivamente las

formas geométricas que componían la figura (cubismo «sintético»). Este

recorrido, que ocuparía la obra de Picasso por lo menos desde 1908 hasta

1916, tuvo como resultado decenas de paisajes, bodegones y retratos en

los que quedaba recogida su genial forma de entender la realidad y

dejarla plasmada en una pintura. Momentos brillantes de esta etapa de su

carrera fueron el verano que pasó en Horta de Ebro en 1909 (cuyo fruto

fueron unos paisajes cubistas de solemnidad contemplativa y serenidad

clásica), los retratos que realizó en 1910 a los marchantes Ambroise

Vollard y Daniel-Henri Kahnweiler (en los que los representados quedan

reducidos a efigies facetadas e intrincadas) y muchísimos bodegones en

los que hizo su aparición en 1911 la técnica del collage (se pegaban al

lienzo pedazos de periódico, letras impresas, cartulinas de colores o

linóleo como una forma de insertar en la obra fragmentos de realidad).



La situación del pintor malagueño mejoró sustancialmente durante esta

etapa. Los cubistas encontraron un apasionado defensor desde 1908 en el

marchante Kahnweiler, que fue buscando cauces para que el movimiento

encontrase espacios para exponer y coleccionistas interesados en sus

obras. En 1911 Picasso firmaría un contrato por el que Kahnweiler se

convirtió en su representante, al tiempo que comenzaba una serie de

importantes exposiciones internacionales que dieron a conocer el cubismo

en Berlín, Ámsterdam o Nueva York. En el plano personal fue además el

año de su primera gran ruptura sentimental. El pintor finalizó su

relación con Fernande, deteriorada desde hacía tiempo, a la que

sustituyó al poco tiempo por Eva Gouel. Sería la primera separación que

iniciaría la larga serie de mujeres que ocuparían su vida, tan

esenciales para él pero a las que hacía padecer todos los sinsabores y

desvelos de su genio artístico. Picasso no podía vivir sin su amor, pero

a veces les imponía auténticos tormentos. Según su propio nieto, Olivier

Widmaier Picasso, «mi abuelo era un rey sol, un astro dominante. Las

mujeres eran los planetas satélites, girando satisfechas sobre sí

mismas, acercándose a la estrella, a veces alejándose, si es que él no

decidía enviarlas al otro extremo de la galaxia, donde se extinguían».



Eran los años en los que comenzaba su fama internacional y en los que su

obra llamaba la atención de artistas de todo el mundo. Sin embargo,

todos tenían muy claro desde entonces que Picasso era un artista

solitario. Quitando a Braque, con el que realmente colaboró durante los

meses en los que maduró el cubismo, la creación era para él fruto de la

soledad. Como sostiene el historiador del arte Juan J. Luna, «no tenía

discípulos, pero sí legiones de imitadores, ingenuos en cierto modo;

cuando comenzaban a seguir una senda nueva por él abierta, encontraban

que el polifacético e imprevisible genio ya la había recorrido

íntegramente hasta sus últimas consecuencias y, agotadas sus

posibilidades, la abandonaba para iniciar otro camino estético».

Efectivamente, Picasso no se quedó estancado en el cubismo. Aunque en su

producción la estética cubista siguió presente de forma continuada hasta

1923, desde mediados de la segunda década del siglo XX comenzó a

explorar nuevas vías de expresión que le llevaron por derroteros muy

diferentes. Pero esa trayectoria se hizo en un contexto muy distinto, no

ya en el París luminoso del final de la Belle Époque, sino en la Europa

inmersa en el horror de la Primera Guerra Mundial.







De una guerra mundial a otra



La Primera Guerra Mundial fue un momento duro en la vida de Picasso, no

sólo por el terrible sufrimiento que la contienda supuso en la vida de

la población europea, sino también por su propia trayectoria en esos

años. El preludio lo había puesto la muerte de su padre, fallecido en

1913 en Barcelona, ciudad a la que volvería en ocasiones durante la

contienda, que pasó fundamentalmente en París. Allí protagonizó en 1915

un hecho sorprendente para el medio artístico. En ese año pintó y dio a

conocer al público dos retratos, uno de Ambroise Vollard y otro de Max

Jacob, absolutamente realistas, con un dibujo inspirado en el pintor

neoclásico Ingres y alejado del estilo conceptual del cubismo. Sus

amigos y seguidores se mostraron absolutamente sorprendidos. La crítica

habló de crisis, retorno a los orígenes, llamada al orden frente al caos

en que había degenerado la evolución de los estilos artísticos… Todavía

hoy los historiadores del arte se preguntan por qué Picasso decidió

desarrollar desde entonces y durante diez años una línea figurativa

convencional, aunque siempre influida por su genial concepción de la

realidad artística y sin que eso supusiese el abandono del lenguaje

contemporáneo. En esa etapa Picasso fue dos pintores en uno, ya que

siguió desarrollando el cubismo sintético.



Ese mismo año también murió tras una larga enfermedad Eva Gouel, lo que

le sumió en una soledad emocional absoluta en un momento en el que la

subsistencia en París era difícil. Pero un encuentro le fue planteando

nuevos horizontes que le permitirían superar la crisis. Le presentaron

al escritor y artista francés Jean Cocteau, que le puso en contacto con

el empresario ruso Sergei Diaghilev, director de la que había sido desde

principios de siglo la más prestigiosa e innovadora compañía de ballet

en Francia, Les ballets russes. Desde entonces comenzó a colaborar con

el empresario para el diseño de decorados, telones y figurines de nuevas

producciones. Durante cinco años colaboraría con la compañía en los

montajes de los ballets Parade (1917, con música de Erik Satie), El

sombrero de tres picos (1919, con música de Manuel de Falla) y

Pulcinella (1920, con música de Igor Stravinsky). Pero la aportación más

importante de los ballets rusos para Picasso fue el de una nueva

estabilidad emocional. En febrero de 1917 viajó con Cocteau a Roma para

continuar el trabajo en Parade, donde conoció a la bailarina Olga

Koklova, con la que se casaría al año siguiente y que sería la madre de

su primer hijo, Paulo, nacido en 1921. Todavía tendría que superar antes

del fin de la guerra la muerte de su gran amigo Apollinaire en 1918.



Los años siguientes son de optimismo, un estado de ánimo que queda

reflejado en su obra. A sus obras figurativas, como los retratos de Olga

sentada en un sillón (1917) o Paulo vestido de Arlequín (1923), y las

pertenecientes al cubismo sintético tardío, cuyo punto de llegada sería

la obra maestra Los tres músicos (1921), se vinieron a sumar un tercer

grupo de inspiración grecorromana. El viaje a Italia de la primavera de

1917, además de a Roma, le llevó a Nápoles, Pompeya y Herculano, donde

redescubrió la tradición clásica antigua que despertó en él un renovado

entusiasmo por pintar obras de ambiente mediterráneo, gran

monumentalidad en las formas e inspiración antigua; a este grupo

pertenecen obras como Tres mujeres en una fuente (1921), o La flauta de

Pan (1923). El conjunto de estos cuadros compone un momento de serenidad

y contemplación en la obra de Picasso, como si el torrente incesante de

su discurrir artístico hubiese encontrado un remanso momentáneo. Pero el

remanso duró poco. A mediados de la década comenzó a distanciarse de

Olga, de la que se separaría definitivamente en 1935. Al mismo tiempo,

el ambiente artístico de posguerra se había visto sacudido por una nueva

corriente creativa, el surrealismo, que postulaba la ruptura con la

conciencia (introduciendo en las expresiones artísticas el mundo del

subconsciente y los sueños) y la subversión de las convenciones

sociales. El movimiento surgió en torno al escritor André Breton y

estuvo compuesto por un grupo muy compacto en el que Picasso no entró,

pero por el que sintió una gran simpatía. Algunas de sus obras fueron

expuestas en la primera exposición de los surrealistas en 1925 y en su

producción de los años siguientes existen obras que denotan la

influencia del grupo, como la Bañista sentada (1930). Asimismo

aparecieron rasgos de un fuerte simbolismo, como la presencia reiterada

del minotauro, ser mitológico al que atribuye un significado telúrico y

sexual de gran potencia simbólica y que algunos autores han visto como

un reflejo del propio Picasso en su obra (el ejemplo más acabado del uso

del minotauro figura en la serie de grabados Suite Vollard, de 1931).



Los años treinta estuvieron marcados por la convivencia entre la

angustia y la serenidad. La angustia se expresó en algunas obras que,

arrancando de su inspiración surrealista de la década anterior, fueron

adquiriendo tintes más tensos y crispados. El contrapunto a estas

creaciones lo traería de nuevo una relación amorosa. En 1927 Picasso

había conocido a Marie-Thérèse Walter, una joven de dieciocho años con

la que empezó una relación adúltera de la que nacería su hija Maya, en

1935, y que le inspiró una serie de coloridos retratos en los que

predominan las líneas curvas y los colores vivos, y que transmiten

gracia, placidez y sensualidad (como El sueño o Mujer ante el espejo,

ambos de 1932). La escultura cobraría nuevo protagonismo (gracias a su

colaboración desde 1928 con el escultor barcelonés Julio González, que

le enseñó a soldar el hierro dando como fruto numerosas esculturas

metálicas) y temas que no cultivaba desde sus años de aprendizaje

reaparecerían gracias al viaje a España que realizó en 1934, como las

corridas de toros. Pero la tendencia general de estos años fue de una

creciente angustia vital, sin duda inducida por el contexto crítico de

la situación política del momento, que tendría un primer estallido con

el comienzo de la Guerra Civil española en julio de 1936.







Una obra culmunante: el Guernica



El 20 de noviembre de ese año, el gobierno de la República, en un gesto

que quería atraer la atención de la opinión pública internacional,

nombró director del Museo del Prado a Picasso, siguiendo así la

tradición decimonónica de nombrar artistas al frente de dicha

institución. El malagueño, que se comprometió desde el principio con la

causa del gobierno legítimo, no tomó posesión del cargo ni se trasladó a

la Península, pero sí aceptó el encargo que le realizaron las

autoridades culturales republicanas. En 1937 habría de celebrarse en

París una nueva Exposición Universal y la República en guerra quería

mostrar al mundo que era capaz de montar un pabellón en el que

participasen los mejores artistas españoles y extranjeros comprometidos

con la causa republicana. El edificio fue diseñado por el arquitecto

racionalista José Luis Sert; para su interior realizaron obras artistas

de la talla de Joan Miró, Julio González o Alexander Calder. A Picasso

se le encargó la confección de un gran lienzo que hiciese de mural para

una de las paredes del interior del pabellón. Picasso había conocido

para entonces a una nueva musa, la pintora y fotógrafa de veintinueve

años Dora Maar, con la que había iniciado una apasionada relación.

Estando con ella recibió la noticia de que el 28 de abril la aviación

alemana había arrasado la pequeña localidad vizcaína de Guernica

provocando una matanza entre la población de la comarca que había

acudido a ella por ser día de mercado. La impresión que produjo en el

artista fue inmensa. El 1 de mayo comenzó a realizar los primeros

bosquejos y en junio la obra estaba acabada (Dora Maar dejó un

testimonio gráfico de gran valor al fotografiar las diferentes fases en

la evolución de la obra). El resultado fue un gran lienzo, de tres

metros y medio de alto por casi ocho de largo, en el que se presenta una

escena articulada en torno a la figura central de un caballo herido del

que ha caído el guerrero que lo montaba. A la derecha del grupo central,

dos mujeres se asoman para contemplar la escena mientras dan la espalda

a una figura que en el extremo grita en un edificio en llamas. A la

izquierda del grupo central, la enigmática figura de un toro parece

proteger a una madre que sostiene en brazos a su hijo muerto. La escena

transcurre en un trasfondo oscuro, aunque la imagen de la bombilla

cenital parece evocar el disco solar (el bombardeo se produjo de día).

Juan J. Luna describe el Guernica como un «formidable grito de denuncia

de todas las guerras del pasado y del futuro. Por su siempre demostrada

habilidad para la síntesis y la tremenda fuerza simbólica del cuadro,

Picasso, al originar esta vibrante creación, la convirtió, sin

proponérselo, en bandera universal del pacifismo y en una crítica

descarnada de la prepotencia destructiva que los fuertes desalmados

ejercen sobre los débiles inermes; asimismo supuso la constatación del

triunfo de la injusticia y el terror en un mundo que se dirigía

irremisiblemente hacia el infierno…». Ese infierno de la Segunda Guerra

Mundial seguiría inspirándole obras llenas de angustia y dolor hasta el

fin de la contienda, que pasó encerrado en su estudio parisino bajo la

atenta vigilancia de las autoridades invasoras alemanas. Sin embargo, el

calvario de la guerra no iba a durar siempre.



Los años posteriores a 1945 estuvieron marcados por una nueva fase

creadora caracterizada por el abandono del tono tenebroso y la adopción

de temas y colores alegres, que dejan patente la ilusión del artista por

un contexto de libertad. Como en ocasiones anteriores, este nuevo

estallido creativo se vio acompañado de una nueva relación amorosa. En

1943 conoció a la pintora Françoise Gilot con la que iniciaría una

relación de la que nacerían sus hijos Claude (1947) y Paloma (1949)

antes de su separación en 1953. En este tiempo abordó una producción

febril en pintura, escultura, grabado y una nueva expresión, la

cerámica, que empezó a cultivar en 1947 y de la que dejaría más de tres

mil quinientas piezas antes de su muerte. Desde los años cincuenta sus

pinturas empezaron a ser una suerte de reflexión sobre la historia del

arte y el papel de los artistas en el proceso creador. Comenzó a

realizar series de lienzos en los que hacía variaciones de grandes obras

de maestros antiguos y modernos, como Las mujeres de Argel de Delacroix

(1955), Las meninas de Velázquez (1957) o El rapto de las Sabinas de

David (1963).



Todavía Picasso tuvo tiempo de conocer al último amor de su vida.

Después de que Françoise lo abandonase con sus dos hijos, en 1954

conoció a Jacqueline Roque, de veintisiete años, con la que contraería

segundas nupcias en 1961. Los años finales del maestro fueron de

producción frenética, como si fuese consciente de que su tiempo se

acababa y quisiese exprimir el que le quedaba para dejar expresado todo

su mundo interior. Fueron años en que pasó la mayor parte del tiempo en

varias localidades del sur de Francia, en el ambiente mediterráneo que

tan familiar le resultaba y que le recordaba a su España natal. La

muerte le sorprendió en Mougins el 8 de abril de 1973, y fue enterrado

en su propiedad de Vauvenargues dos días más tarde. Tenía noventa y dos

años y llevaba ochenta y cuatro pintando.



Picasso es el gran nombre del arte del siglo XX. A lo largo de su

dilatada carrera abrió con paso magistral las sendas por las que

caminarían varias generaciones posteriores de creadores hasta llegar a

nuestros días. Su inagotable capacidad creadora fue un ejemplo de

independencia y autenticidad en el ejercicio de su profesión a la que se

entregó con toda la pasión que nació de su genio. Fue ante todo y por

encima de todo un artista, con las luces y las sombras que tal condición

conllevó para quienes le rodearon. La amplitud de su legado es

inabarcable pues con él se marca un antes y un después en la historia de

las expresiones artísticas. En palabras del Premio Nobel de Literatura

Octavio Paz, «la vida y la obra de Picasso se confunden con la historia

del arte del siglo XX. Es imposible comprender la pintura moderna sin

Picasso, pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No

sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su pintura,

en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro

tiempo».


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