La leyenda del sauce.
Abajo del sauce verde, donde corre el agua fría, ahí te tengo retratada, pedazo del alma mía.
Así canta el gaucho del sauce, árbol con ramas cortas y hojas brillantes unidas entre sí, y que parecen una manotada de pelo cortado. Cuando se da la oportunidad, también se cuenta la leyenda del origen de este árbol.
En la orilla del majestuoso río Paraná, hace mucho tiempo, hubo un pueblito indígena. Los guaraníes aún no habían perdido su fe en el gran Tupá, aunque cada vez llegaban más blancos en sus naves que se metían por todas partes.
Y en ese pueblito había una niña muy hermosa. Lucía un cabello negro, largo, brillante, completamente liso. Y como toda la tribu admiraba ese cabello, ella lo cuidaba mucho. Se bañaba en las aguas del Paraná y después se sentaba y lo dejaba secar a los rayos del sol. El viento jugaba con su pelo y ella se sentía feliz.
Una tarde, cuando estaba peinándose, vio a un muchacho extraño que bajaba en su barca por el río. Él se detuvo. No siguió remando. Quedó hechizado con la hermosura de aquel cabello. La niña no respondió el saludo, porque sabía que los indígenas no debían hablar con los de piel blanca. Eran enemigos. Pero unos días más tarde, el muchacho volvió a pasar: “¡Qué bella eres, exclamó!” “¡Quiero tocar tu pelo! Nunca he visto algo tan brillante, tan negro y tan largo”.
La niña que entendía algo de español, le gustó lo que el joven decía. El muchacho hablaba de una manera cariñosa. Los hombres de su tribu eran de pocas palabras y nunca la elogiaban así.
Pasaron algunos días, y el joven finalmente se detuvo y pasó un rato con la niña indígena. “Ven conmigo”, le dijo. “Te amo y me falta una mujercita como tú”.
Las otras niñas de la tribu se dieron cuenta de que Mañaí -así se llamaba la niña- se demoraba mucho tiempo bañándose en el río. “¿Qué la detendrá allá?”, preguntaron. Decidieron averiguar qué pasaba; naturalmente, también las movía la curiosidad. Encontraron a la pareja de enamorados. El muchacho español estaba sentado al lado de Mañaí jugando con su abundante cabellera y susurrando a su oído palabras de amor. Aunque no se escuchaba bien, se dieron cuenta que se trataba de un amorío; eso sí lo supieron de una vez. Corrieron a ver al cacique para contarle lo que habían visto. Él se enfureció: “Ustedes saben que nosotros no queremos que se vayan con el enemigo”.
Cuando Mañaí llegó al atardecer, la tribu estaba esperándola. “Yo me voy a ir con este muchacho”, exclamó. “Me llevará a su vivienda y me quedaré con él para siempre”. “No lo vamos a permitir”, dijo el cacique. “Ven para acá”.
La niña tuvo que arrodillarse y el cacique le cortó el cabello. Había perdido lo más bello que poseía. Se escondió y no se dejó ver más. Cuando amaneció se metió en el río y se dejó llevar por la corriente. “Tupá, no quiero vivir más”. El mismo día vino el muchacho y cuando no encontró a Mañaí en la orilla fue al pueblo a reclamarla como su novia. “Me voy a casar con ella”. “La muchacha ya no está aquí”, le dijeron los indígenas.
El joven se sentó a la orilla del río Paraná donde vio por primera vez a la niña de los cabellos hermosos. De repente, descubrió a su lado una pequeña planta que nunca había visto. Mañaí le hablaba del gran Tupá que daba vida eterna a los que se lo suplicaban. Sacó la plantita con las raíces y se la llevó. La sembró en una vasija para llevarla a su patria como un recuerdo. Las hojas de aquella le hacían recordar el brillo del pelo de su amada. El muchacho llevó su recuerdo, pero las orillas del río se poblaron con sauces que recordaban el cabello abundante y brillante de Mañaí.
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