Francis Fukuyama, el autor de El fin de la historia y el último hombre (1992), parece ahora dudar de sus propias ideas. En un escrito reciente, se refiere a la teoría esbozada por el economista turco Daron Acemoglu en Porqué fracasan los países (2012). El núcleo central del pensamiento de Acemoglu, alude a las élites gobernantes que crearon las instituciones que determinan la organización de la actividad económica de cada país. Si estas instituciones proveen incentivos a la inversión y la innovación, y permiten que la mayoría de los ciudadanos pueda desarrollar sus talentos, se dice que son “inclusivas”, y contribuyen al crecimiento del nivel de vida de las grandes mayorías populares. Por el contrario, cuando no distribuyen el poder económico y social de manera efectiva entre un gran número de habitantes, sino que lo concentran en una minoría, se dice que se trata de instituciones de carácter “extractivo”. Fukuyama, en su libro defiende la teoría de que la historia humana como lucha entre ideologías ha concluido, tras el fin de la Guerra Fría, y dio inicio a un nuevo mundo, determinando el fin de lo que el autor denomina “utopías”. El fracaso del régimen comunista, continúa, ha dado lugar a un pensamiento único. Las ideologías ya no son necesarias y han sido sustituidas por la democracia liberal y la economía de mercado. Sin embargo, en un giro perceptible de su pensamiento, demanda ahora una mayor distribución del poder en la mayoría de las naciones de lo que solemos denominar Occidente. Un corolario obvio: la democracia liberal ya no es suficiente. Es necesario agregarle un capitalismo popular, que derrame hacia el “pueblo” los bienes y servicios que fluyen periódicamente desde los campos y las fábricas hacia los individuos y las familias. Aunque no lo mencione explícitamente, se desprende de sus dichos que una minoría extractiva ha estado actuando en las sombras, escamoteando sigilosamente los ingresos que, en una hipotética distribución paretiana (Vilfredo Pareto), le “corresponderían” a los estratos más bajos de la sociedad. Aproximadamente a partir del siglo XX, la economía de mercado ha ido convirtiéndose cada vez más aceleradamente en algo sumamente diferente al original. Algo así como un “capitalismo intervenido y reglamentado”. El peso del sector público se ha ido incrementando paulatinamente, en relación al tamaño de la economía, al mismo tiempo que la cantidad de regulaciones que reglamentan el funcionamiento del sector productivo privado ha alcanzado dimensiones inusuales. Unas pocas lecciones básicas de “Contabilidad Económica” deberían arrojar luz sobre la pérdida de bienestar que genera el incremento del peso del gasto público, en su relación con el volumen total de producción de bienes y servicios. Cuando se enumeran y contabilizan cada uno de los artículos que en un período de tiempo se ofrecen en el mercado, a fin de estimar el ingreso total de la economía, al que suele denominarse Producto Bruto Interno (PBI), se suman peras y manzanas, acero y caramelos, vacas y trigo, cortes de pelo y lecciones de economía y, por último, sueldos y salarios de los servidores públicos, incluyendo los de aquellos que no prestan ningún servicio laboral a cambio de esta remuneración (los llamados planes sociales). Sí. El gasto público cuenta como “producción”, al igual que cualquier artículo de consumo o de inversión. Esto implica que introduce en la economía, una “demanda” de bienes, sin que se produzca ninguna “oferta” de ellos. No es necesario ser economista para advertir que el ingreso promedio se maximizará cuando la cuantía de bienes y servicios producidos por el sector privado sea lo suficientemente amplia como para minimizar el peso de la “burocracia improductiva”. Una sencilla explicación gráfica: Llamamos PBI “real”, a aquel que mide el valor de los bienes y servicios que pueden ser utilizados, para su consumo, por parte del ciudadano medio. Los recursos apropiados por una minoría, por definición “extractiva”, según la terminología de Acemoglu, no integran el producto a ser “distribuido” entre los ciudadanos que no pertenecen a la elite gobernante. Sin una burocracia que preste servicios a la producción, ésta no es posible. Es por eso que, en el gráfico, con Gasto Público nulo, la producción también es nula. A partir de ese punto, aumenta el gasto público y también el PBI per cápita. En el punto máximo de la curva, la eficiencia en la producción de bienes públicos es también óptima. Ello implica que el precio que paga la sociedad, en la forma de sueldos y salarios a los servidores públicos es igual al valor de estos bienes públicos. De esta manera, nadie se queda con ningún vuelto y la eficiencia del sector público justifica su existencia. En ese punto máximo, entonces, el PBI per cápita es también máximo. Si, desde ese punto óptimo, se aumenta el gasto público improductivo, habrá relativamente más sueldos y salarios públicos en la composición del PBI y menos bienes y servicios privados. El resultado obvio, es que disminuirá el consumo popular, incrementándose el gasto público, en detrimento del privado. Los economistas denominan a este fenómeno “crowding out” o efecto desplazamiento. El gasto público desplaza al privado, reemplazándolo, en un juego de suma cero. En un extremo, si el gasto público improductivo fuera del 100% del PBI no existirían bienes privados a consumir, y el PBI real per cápita sería nulo. En este ejemplo, la burocracia percibiría la totalidad de los ingresos, no habría bienes domésticos a consumir y todo debería importarse. Si el resto del mundo aceptara ilimitadamente como forma de pago la moneda de este país imaginario o estuviera dispuesto a aceptar pagarés futuros, a cambio de bienes y servicios, todo podría funcionar perfectamente, y los burócratas podrían gozar de un nivel de vida envidiable, sin producir otra cosa que papeles, dictámenes, leyes y reglamentos. Este escenario se asemeja significativamente a la era aristocrática de siglos anteriores. La nobleza sólo ansiaba gastar y disfrutar de los lujos de una vida de boato y distinción. El comercio, la industria y cualquier otro tipo de actividad productiva eran vistos como degradantes e impropios de gente de sangre azul. La aparición de la burguesía comercial, financiera e industrial modificó esta realidad, incrementando la frontera de posibilidades de producción. Surgieron novedosas técnicas de organización y elaboración de mercancías, que permitieron sacar de la pobreza extrema a centenares de millones de habitantes en todo el mundo. La nobleza era, por definición, improductiva y, sin la necesaria contribución de brazos y mentes aportadas por las clases plebeyas, ésta hubiera perecido por inanición cuando se acabara su dinero y su crédito. La nueva realidad fue generando, con el transcurso del tiempo, la aparición de instituciones económicas, muchas veces plasmadas en leyes y otras en los usos y costumbres, que modificaron completamente las relaciones entre los distintos participantes de la vida productiva. Los dueños de la fuerza laboral y del ahorro acumulado, en forma de capital, fueron ganando cada vez mayor preponderancia, a expensas de la nobleza. En el modelo de Daron Acemoglu, las instituciones originarias son deterministas. Sin embargo, luego de la explicación anterior, puede observarse que es posible que la acción humana las modifique completamente, con el transcurso del tiempo, hasta cambiar notablemente las reglas de juego. La Inglaterra medieval es un ejemplo claro de estos vientos de cambio. Se pasó de una situación en la que unos pocos miles de nobles se apropiaban del producto de la tierra, dejando a millones en la pobreza extrema, a una nueva realidad en la que los ingresos de la burguesía y el proletariado fueron alcanzando una participación cada vez mayor, mejorando sensiblemente los indicadores de bienestar de las clases populares. Con millones de individuos incorporándose al sector económicamente activo, mientras se mantiene fija la improductiva y perezosa nobleza, la producción y el consumo deben incrementarse notablemente. En el límite, si, hipotéticamente, en una sociedad, todos fueran nobles, perecerían sin alimento ni cobijo. Si todos fueran obreros, artesanos, comerciantes, agricultores o industriales, la riqueza sería creciente y las posibilidades de consumir serían las máximas que se podrían obtener con los stocks de fuerzas productivas (capital y trabajo) disponibles. Pero la historia no finaliza ahí. Una nueva vuelta de tuerca, con el devenir de los tiempos, hizo que dentro de las nuevas clases dominantes, algunos se consideraran “más iguales” que los otros y se apropiaran de un nuevo concepto: el Estado. Una nueva nobleza parasitaria pobló la comarca con oficinas, departamentos, Ministerios y otras reparticiones, en las cuales conchabar a todos los invitados a una nueva y lujuriosa fiesta de exceso, lujo y ostentación, en la que el gran ausente es el ciudadano común. En este mundo de fantasía, se podría contar un poco simpático cuentito en el que Papá Noel sale a distribuir “igualitariamente” la producción anual a cada uno de los habitantes de la región, según la ideología progresista dominante. A mitad de camino, su bolsa está vacía. Solo quedan papeles, trámites y regulaciones. Nada que se pueda consumir o disfrutar. La mitad del contenido del saco es humo, aire, burocracia. Nada tangible o distribuible. ¿Cómo es posible? ¿Alguien se ha apropiado de la mitad de lo que el país produjo, antes de que comenzara el reparto? De otra manera, no se comprende que no alcanzara para todos. Luego de cavilar juiciosamente, aparece la solución al gravísimo dilema. Eureka !!! Es necesario reducir vigorosamente el gasto improductivo, incentivando de esta manera a aquellos que proveen bienes y servicios útiles a la sociedad, para satisfacer a toda la población y no sólo a la mitad. Instituciones inclusivas vs. extractivas, Acemoglu dixit. Aunque suene políticamente incorrecto para el credo que se predica en la actualidad: achicar el gasto público agranda la demanda de consumo e inversión. Defender el gasto estatal como impulsor de la demanda y de la producción ya no es creíble. Quizás haya llegado la hora de una revolución pacífica y silenciosa que, mediante el voto popular, ponga las cosas en su lugar.
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