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viernes, 3 de junio de 2022

El Sueño de Hipatia 15

 



Alejandría, año 393
Aquel día de finales de verano habían llegado las primeras lluvias; sin
embargo la alegría que acompañaba al agua, después del caluroso verano,
estaba empañada por la tristeza que había supuesto la muerte de
Anaxágoras que a lo largo de aquellos meses, casi un año, no se había
repuesto del sufrimiento que le produjo el asalto al Serapeo y el
incendio de su biblioteca.
El anciano filósofo no se recuperó de una caída que lo postró en la cama
durante sus últimas semanas de vida. Aunque Hermógenes explicaba su
óbito a causa de la caída, el difunto decía que para él todo había
concluido con la destrucción del Serapeo. Aquel día, repetía Anaxágoras,
su vida quedó fulminada por el rayo de la muerte. La caída fue un mero
accidente que no modificaba la esencia de las cosas.
Por deseo del filósofo se había prescindido de las plañideras.
Anaxágoras había dicho siempre que le parecía un espectáculo lamentable
y tan falso como las lágrimas que derramaban. Dejó señalada, sin
embargo, una cantidad para que les fuese entregada como dádiva. Su
entierro fue sencillo y emotivo. Antes de que se cerrase la tumba,
Hipatia, con la voz embargada por la emoción, leyó dos poemas de Homero
y, a continuación, Hermógenes hizo el elogio fúnebre. El médico concluyó
con un hermoso epitafio, que sería labrado sobre la piedra del sepulcro:
-Que los dioses te sean propicios porque siempre buscaste el bien y
nunca hiciste daño a tus semejantes.
Al término de la ceremonia el centenar de asistentes tenían las togas
empapadas por la fina lluvia; las habían vestido como homenaje al viejo
filósofo y como desafío a las nuevas normas en las que se rechazaban
como perniciosas «todas las manifestaciones de las disolutas formas de
vida propias de los paganos». Sabían que era un gesto simbólico que
podía acarrearles problemas, pero era una forma de decir que no habían
perdido la esperanza.
Las noticias que llegaban de Roma eran alentadoras: el emperador Flavio
Eugenio había restablecido el culto a las antiguas deidades y ordenado
reconstruir el Ara Pacis; fiestas como las saturnales recuperaron
pasados esplendores. Las noticias que llegaban a Alejandría y hablaban
de los sacrificios en honor de Saturno en su templo al pie de la colina
Capitolina habían levantado gran expectación y los banquetes públicos
habían estado muy concurridos. Teófilo, muy enfadado con tales nuevas,
ordenó a sus clérigos atacar lo que denominaba «orgías desenfrenadas
cuyo fin era ofender a Dios nuestro señor».
Sin importarles el agua que les caía, la comitiva recorrió lentamente el
camino de regreso, una senda flanqueada por cipreses que serpenteaba
suavemente por la ladera de la colina hasta el lago Mareotis. Se
encaminaban a casa de Pausanias, donde celebrarían el banquete fúnebre:
una frugal comida en honor del difunto a la que concurrían los
familiares más próximos y su círculo de amigos más íntimos.
Una vez en casa del antiguo pontífice del Serapeo los asistentes, una
veintena de personas, se desprendieron de sus empapadas togas, se
secaron lo mejor posible y se enfrascaron en una animada conversación
que al principio giró en torno al legado que dejaba Anaxágoras, quien
había contribuido a mantener vivo el pensamiento de Platón en Alejandría
y a combatir a los detestables sofistas que, por dinero, sostenían tanto
una proposición como su contraria, envolviéndolas en ropajes de
raciocinio. Pero muy pronto la charla derivó hacia los asuntos que les
inquietaban.
-Lo que se ha confirmado es uno de los rumores que circuló por todas
partes hace algunos días -comentaba Teón.
-¿Cuál? -preguntó Harmodio.
-El que señalaba que Teodosio se ha mostrado muy vacilante antes de
decidirse a presentar combate a las tropas de Eugenio. La noticia indica
que estaba tan preocupado que, antes de arriesgarse a la batalla, envió
a uno de sus hombres de confianza, un eunuco llamado Eutropio, hasta un
cenobio de las afueras de Licópolis.
Harmodio arrugó la frente; no había escuchado el menor comentario al
respecto.
-¿Ha viajado desde Constantinopla hasta ese perdido lugar a orillas del
Nilo?
-Por lo que yo sé, así ha sido.
-¿Para qué ha hecho un viaje tan largo?
-Al parecer, uno de los monjes de ese cenobio es una especie de
visionario que predice acontecimientos.
-¿Un astrólogo?
-¡No! -gritó Teón ofendido.
Hipatia no pudo evitar una sonrisa, a pesar de que estaba muy afectada
por la muerte de quien le había ayudado a dar sus primeros pasos por el
apasionante mundo de la filosofía.
-Entonces, ¿qué practica ese monje? -preguntó Harmodio.
-¡Es un visionario, una especie de profeta que afirma tener un don
concedido por su dios! -exclamó despectivamente Teón.
-Tanto la astrología como las artes adivinatorias son rechazadas por los
cristianos. Las consideran algo detestable, cosas propias de brujos y
gentes relacionadas con ciencias demoníacas. ¿Cómo es que Teodosio acude
a esos procedimientos?
Teón se encogió de hombros.
-Ésa es una de sus muchas contradicciones.
Tres días más tarde, mientras Teón departía con Hermógenes y Filotas en
su villa de Eleusis, donde él e Hipatia se habían retirado a pasar unos
días, antes que el invierno hiciese acto de presencia, un esclavo le
anunció la presencia de un centurión.
-¿Un centurión?
-Sí, mi amo.
-¿Te ha dicho qué quiere?
-Ha preguntado por ti.
-¿Nada más?
-Solo ha preguntado por ti, aunque te trae un mensaje.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo lleva en la mano.
-Disculpadme un momento, enseguida vuelvo.
El polvo que cubría la indumentaria del militar señalaba lo penoso del
viaje. Charlaba en el vestíbulo con Cayo.
-¡Que tu presencia en mi casa sea grata a los dioses! -lo saludó Teón-.
¿No le has ofrecido un poco de vino? -preguntó a Cayo que lo atendía en
su condición de mayordomo.
-Lo he hecho, mi amo, pero el centurión tiene prisa.
-Sería un placer, pero otras obligaciones reclaman mi presencia -se
excusó el soldado.
El esclavo tenía razón, en su mano portaba un mensaje.
-Quinto Cecilio Graco te envía su saludo y este mensaje. -Dando a su
gesto un aire marcial le entregó un pequeño cilindro de cuero.
El mensaje llegaba de Roma y también el mensajero venía de la capital de
Occidente. No lo dejaría marcharse tan fácilmente: las noticias de la
vieja Urbs eran muy valoradas en Alejandría.
-¡El viejo Graco, siempre tan pendiente de sus amigos! ¡Siendo su
emisario, no puedo consentir que te marches sin un pequeño agasajo, los
dioses reprocharían mi desconsideración y falta de hospitalidad! ¡Ordena
que dispongan un refrigerio!
-Pero es que…
-No lo consentiré.
Lo tomó del brazo, como si se conocieran de toda la vida, y casi lo
arrastró hasta una estancia amueblada con elegancia y sobriedad.
-¿Qué nuevas hay por Roma?
-Todo el mundo habla de la batalla que ha enfrentado a los ejércitos de
Teodosio y Eugenio.
Teón contuvo la respiración, llevaban semanas aguardando aquella
noticia. La víspera, le llegó noticia de los rumores que circulaban por
Alejandría; eran confusos, incluso contradictorios. Todos indicaban que
la batalla entre las tropas de Teodosio y las de Eugenio ya se había
librado, pero mientras unas voces señalaban que el triunfo había sido
para Eugenio, otras apuntaban a una victoria de Teodosio.
Las tensiones entre los dos emperadores habían sido una constante desde
que Flavio Eugenio fue investido con la púrpura imperial. Para Teodosio
era una marioneta en manos de Arbogastes, a quien consideraba un
asesino, culpable de la muerte de Valentiniano. El paso del tiempo no
había hecho sino encrespar cada vez más los ánimos y todos eran
conscientes de que las diferencias se dirimirían en el campo de batalla.
Era algo más que un pulso entre dos emperadores, era la lucha del viejo
mundo, el de los valores tradicionales, y los partidarios del nuevo
orden propugnado por los obispos y patriarcas cristianos.
-¿Qué ha sucedido?
-La batalla ha sido muy cruenta, los muertos se cuentan por miles…
-Pero ¿quién ha ganado?
-¿No estás enterado?
-¡No!
-El triunfo ha sido para Teodosio, creí que ya lo sabías. -Teón detectó
cierto pesar en las palabras del soldado-. Creo que Graco te cuenta
algunos pormenores en el mensaje. El barco en que he llegado a
Alejandría partió de Ostia al día siguiente de que se conociese la noticia.
-¿Cómo ha sentado en Roma?
El soldado hizo un gesto ambiguo.
-La plebe está con los cristianos. Se echaron a la calle para festejarlo
y sus sacerdotes han celebrado liturgias para dar gracias a su dios.
Varios senadores partidarios de Eugenio se han suicidado y otros, nada
más tener noticia de lo ocurrido, se marcharon con sus familias aquel
mismo día. Se han retirado a sus villas campestres. También escuché
rumores acerca de que habían sido asaltados algunos de los templos
restaurados en los últimos tiempos, como el de Venus, y que el Ara Pacis
había sido destruida.
-¿Se sabe algo de Eugenio?
-Fue capturado y llevado a presencia de Teodosio, quien ordenó que lo
decapitasen. Sobre el magister militum Arbogastes las noticias son
confusas, aunque circula el rumor de que se ha suicidado.
Unos esclavos entraron con bandejas de comida y bebida, pero la noticia
no estimulaba el apetito.
-Come y bebe lo que quieras -le ofreció Teón con tono apesadumbrado.
-Será mejor que me marche, tengo casi dos horas de camino hasta Alejandría.
-¿Una copa de vino, al menos?
-Si la compartes conmigo…
Teón escanció vino en dos copas y ofreció una al centurión.
-Supongo que Quinto Cecilio Graco te dará detalles precisos de lo
acaecido en la batalla y también del efecto que ha tenido la victoria de
Teodosio en Roma.
-¿Dónde tuvo lugar la batalla?
-A orillas del río Frígido, cerca de Aquileia. Parece ser que los
visigodos de Estilicón y Alarico fueron decisivos en su resultado final.
El soldado bebió su vino de un trago, dejó la copa sobre la bandeja y se
despidió.
-Gracias por tu hospitalidad, pero ahora debo partir.
Una vez solo, Teón sacó el pergamino que le enviaba Graco.
Efectivamente, le daba la que denominaba «triste noticia de la derrota
de Flavio Eugenio» y señalaba los pormenores del combate. Como ya le
había adelantado el centurión, la batalla había tenido lugar a orillas
del Frígido, cerca de Aquileia, en la zona montañosa de Panonia. Había
durado dos días, el 5 y 6 de septiembre, y durante muchas horas estuvo
indecisa. Graco afirmaba que durante la primera de dichas jornadas las
tropas de Eugenio tuvieron la victoria al alcance de su mano…
fue entonces cuando comenzó a soplar, inesperadamente, un viento que se
convirtió en una tempestad que levantó nubes de polvo y cegó a las
tropas de Arbogastes. Se rompieron las líneas de la infantería y los
soldados de Teodosio, animados por el extraño fenómeno, se reagruparon y
convirtieron en victoria lo que era una derrota segura.
En Roma los cristianos lo han considerado como un milagro de su dios,
que ha castigado las iniciativas de Flavio Eugenio para revitalizar el
culto de las viejas deidades. Un reputado geógrafo me ha dicho que se
trata de un fenómeno atmosférico que se produce con relativa frecuencia
en los valles de los Alpes Julianos, que es el nombre que tiene la
cordillera que se extiende por la zona donde se ha librado la batalla.
Pero ya sabes cómo interpretan los cristianos las cosas más naturales.
No encuentro palabras para narraros a Hipatia y a ti su alegría en las
calles. Las turbas abarrotan las iglesias, en las que no cesan las
ceremonias en acción de gracias a su dios, a quien, como te he dicho,
consideran como artífice de la victoria alcanzada por los ejércitos de
Oriente.
Flavio Eugenio, que se entregó a la clemencia de los vencedores, fue
decapitado sin ningún miramiento a su dignidad, en el mismo campo de
batalla. Teodosio ha explicado esta ignominia afirmando que nunca lo
había reconocido como emperador. Se rumorea con insistencia que Teodosio
queda como único emperador y que ha llegado a Mediolanum.
Espero que estas tristes noticias estimulen, más allá del sofoco, la
resignación ante lo que el destino nos depara. Besa a Hipatia con
nuestro mayor afecto y para ti mi fraternal abrazo al que se une el de
Paulina, cuyo dolor no parece tener fin.
QUINTO CECILIO GRACO
La última noticia que he recibido, antes de cerrar el pliego, es que
Arbogastes logró huir a un paraje montañoso acompañado de algunos
soldados. Las tropas de Teodosio lo persiguieron sin descanso y decidió
poner fin a su vida, antes de caer prisionero en manos de sus enemigos,
que no han tenido piedad.
Teón estaba rígido. Releía una y otra vez el delicado pergamino que
sostenía en sus manos, como si con la lectura pudiese modificar su
contenido. Regresó a la terraza, donde Hipatia acompañaba a Hermógenes y
Filotas. Nada más verlo aparecer supieron que era portador de pésimas
noticias. Entregó a su hija el mensaje para que lo leyese en voz alta. A
él le faltaban las fuerzas. Cuando concluyó Hipatia, Hermógenes le preguntó:
-¿Ese soldado te ha contado algo más?
-Poco más de lo que se explica en la carta. Al parecer, algunos
senadores se han marchado a sus villas en el campo.
Hipatia recordó la conversación a la que había asistido de forma
clandestina.
La noticia los había dejado abatidos. Eugenio, el emperador de
Occidente, era otra oportunidad perdida para recobrar las antiguas
tradiciones y el culto a los viejos dioses.
-¿Eso significa que Teodosio queda como único emperador? -preguntó Filotas.
-Graco, aunque no lo afirma de forma explícita, da a entender que a
partir de ahora el poder de Teodosio se extenderá tanto sobre
Constantinopla como sobre Roma. Además, cuenta con el apoyo de los
visigodos; los principales jefes de esa tribu lucharon a su lado en la
batalla y según ese centurión fueron una baza definitiva para el triunfo
final de su ejército.
»Las consecuencias de esta batalla serán funestas. Ya habéis oído lo que
dice Quinto Cecilio Graco -Teón agitó la carta que ahora sostenía en su
mano-, algunos senadores se han suicidado y otros muchos han abandonado
Roma con sus familias y buscado refugio en sus villas campestres
temerosos de las represalias. Su crimen ha sido contribuir a la
restauración de templos dedicados a algún miembro del panteón de los
antiguos dioses.
-¡Eso no lo dice Graco en su carta!
-¿No?
-No.
Teón estaba tan abrumado que no distinguía entre lo que le había dicho
el centurión y las noticias que su amigo le proporcionaba.
-Entonces me lo ha dicho ese centurión, que también me ha informado del
ataque de la plebe a algunos templos.
-Tengo noticias de que el Ara Pacis había recuperado su antiguo
esplendor -indicó Filotas.
-Está destruida y, al parecer, no es el único lugar contra el que se ha
desatado el furor de esos fanáticos -señaló Teón con tristeza-. Todo
apunta a que Teodosio rematará ahora la tarea que había iniciado en los
años anteriores, sin que ninguna fuerza se oponga a sus designios.
-Será peor -murmuró Hermógenes-. Constantino ejerció su poder por encima
de los clérigos. No ingresó en la religión de los cristianos hasta el
final de su vida, durante la mayor parte de su mandato se limitó a
aceptarla como una nueva creencia que formaba parte del panteón. Lo que
Teodosio está haciendo es demoler las viejas creencias y las antiguas
tradiciones, en beneficio de los sectores más intolerantes del cristianismo.
Un silencio triste se apoderó de la terraza cuando Hermógenes sentenció
con amargura:
-Si es cierto todo lo que tu amigo Graco afirma en ese mensaje, esa
batalla es mucho más que un acontecimiento militar de consecuencias
políticas. A orillas de ese río se ha decidido la suerte de nuestro mundo.

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