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viernes, 3 de junio de 2022

El Sueño de Hipatia 14

 




Alejandría, finales del año 392
Los alumnos seguían su explicación, embobados por sus conocimientos y
extasiados con su belleza.
-Esa fórmula trigonométrica os permitirá realizar los cálculos
necesarios para determinar el valor de las superficies de las elipses.
-Hipatia soltó la tiza con que había hecho las operaciones en la pulida
pizarra-. Copiad la fórmula y aplicadla a los ejercicios.
Hipatia, frotándose las manos para eliminar la molesta sensación del
yeso en sus dedos, se acercó a la terraza y dejó vagar la mirada; a sus
pies estaba Alejandría, la ciudad a la que había ligado su vida y cuyos
sonidos llegaban como un eco a las alturas del Serapeo. Al fondo, el
Faro era como un vigía permanente que cerraba el Gran Puerto. En el aula
el silencio era expectante. Sus alumnos sabían que buscaba un ejemplo
que permitiese asimilar con facilidad lo que acababa de explicarles.
Unos segundos después se volvió hacia ellos y comentó con voz suave:
-Todos habéis jugado con un trompo en vuestros juegos infantiles. ¿Qué
ocurría cuando lo lanzabais?
La pregunta flotó en el aire un instante.
-Giraba sobre sí mismo, a la vez que se desplazaba -exclamó una joven
que estaba sentada en un escabel.
-¡Bravo, Lidia! -palmeó Hipatia.
Unos gritos en el pasillo alertaban de algún suceso extraordinario. Los
alumnos se miraron sorprendidos: en el Serapeo la tranquilidad y la
armonía eran principios inalterables. Debía de ocurrir algo muy grave.
Algunos temieron un fuego, eran demasiados los incendios sufridos en
Alejandría a lo largo de los siglos.
Uno de los porteros del Serapeo irrumpió en el aula gritando. Lo hizo
sin pedir permiso.
-¡Un motín, ha habido un motín! ¡Los heridos llegan por docenas!
-¿Dónde? ¿Cuándo?
La veintena de alumnos se agitó, pero las preguntas dirigidas al portero
quedaron en el aire porque el hombre, después del aviso, se fue tan
rápidamente como había aparecido. Ahora, junto a los gritos, llegaba el
rumor de las carreras y los sonidos del desconcierto que, por momentos,
se apoderaba del templo dedicado a Serapis y el más prestigioso centro
cultural de la ciudad.
-La clase de hoy ha concluido.
Mientras Hipatia recogía unos pliegos con sus apuntes y sus alumnos
salían a trompicones, apareció Aristarco, el amigo de su padre.
-¿Qué ocurre? -le preguntó.
-Ignoro la causa, pero parece ser que en el Barrio Real ha habido un
motín. Los soldados han intervenido y no dejan de llegar heridos. Los
accesos al templo están taponados por la muchedumbre.
Salieron a la galería y se dirigieron hacia la puerta principal cuando
una voz les hizo volverse.
-¡Hipatia! ¡Hipatia!
Era su padre y estaba muy agitado.
-¡Menos mal que te encuentro! -exclamó Teón.
-¿Qué es lo que ocurre?
-¡Tienes que marcharte! ¡Vamos, vamos, no pierdas un instante!
El astrólogo tenía la toga manchada de sangre.
-¿Qué te ha ocurrido? ¡Estás herido!
Teón se miró, no se había dado cuenta de la sangre.
-No es mía, es de uno de los heridos. ¡Hay más de un centenar!
-Pero ¿qué es lo que ocurre? -insistió Hipatia.
Teón resopló con fuerza.
-Lo que desde hace tiempo nos temíamos.
-¿A qué te refieres?
-Esos fanáticos, siguiendo instrucciones de Teófilo, han asaltado el
templo de Baco. Con unas cuerdas han tirado la imagen de su pedestal y
el bronce, al estrellarse contra el suelo, se ha resquebrajado. En su
interior habían anidado los ratones, que han salido por centenares. Los
exaltados se han divertido a sus anchas, mofándose del dios. Diógenes se
ha enfrentado a ellos, les ha increpado y les ha reprochado su actitud.
-¡Pero si Diógenes no cree en los dioses! -exclamó Hipatia.
-Pero es un hombre tolerante, enemigo de la violencia. Los parabolanos,
que ya no se dedican a cuidar de los cementerios, ni entierran a los
muertos, sino que patrullan por las calles, lo han golpeado con sus
porras; alguna gente acudió en su ayuda y la trifulca se ha convertido
en una batalla campal. Algunos han aprovechado la situación para ajustar
cuentas con esos matones.
-¿Son parabolanos los heridos que traen? -Aristarco tenía el ceño fruncido.
-No lo sé. -Teón se encogió de hombros-. A nosotros nos da igual, se
trata de heridos a los que hay que atender.
-¿Por qué tengo yo que marcharme a toda prisa? -preguntó Hipatia-. Puedo
ser de utilidad.
-El problema no es ese enfrentamiento en el templo de Baco.
-¿Entonces?
-Eso solo ha sido el inicio.
-¿El inicio de qué?
Teón resopló de nuevo.
-Teófilo, al tener noticia de que la gente se ha enfrentado a sus
monjes, ha decidido aprovechar la ocasión. Ha exigido al prefecto un
escarmiento y éste ha sacado dos cohortes a la calle.
-Con Evagrio eso no hubiera ocurrido.
-Sí, pero ya no está. Teófilo consiguió que lo relegasen del cargo.
-¿Los soldados se han enfrentado a la gente?
-Sí. Ha sido entonces cuando ha comenzado la verdadera batalla. Llegan
rumores de que calles próximas al puerto están llenas de cadáveres.
-¡No me marcharé!
-¿Cómo dices?
-¡Que no me marcharé! ¡En estos momentos, mi puesto está aquí!
-¡Te marcharás!
-¡No!
-¡No seas tozuda, Hipatia! Aquí poco puedes hacer y es necesario que
haya alguien en casa. Estos altercados nunca se saben cómo terminan.
-Puedo ayudar a los médicos. Habrá que preparar vendas, calentar agua,
lavar heridas, atender a la gente…
Un portero se acercó y susurró algo al oído de Teón.
-¿Qué me estás diciendo?
El bedel se encogió de hombros.
-Es lo que me ha dicho Pausanias. El pontífice te espera en la
biblioteca, ha convocado a todos los directores.
-¡Vamos, no perdamos un instante!
Teón, olvidándose de la disputa con su hija, echó a andar. Aristarco lo
agarró por el brazo.
-¿Qué ocurre?
-Estamos sitiados.
-¿Qué?
-Que estamos sitiados. Los soldados han cortado los accesos al templo y
han tomado posiciones. Pausanias dice que nadie puede entrar ni salir.
¡Eso es lo que se llama un asedio en toda regla!
Los tres oficiales entraron en la sala con aire marcial. Sostenían en su
mano los emplumados cascos, como señal de respeto. Al llegar donde
estaba Pausanias extendieron su brazo.
-¡Ave, pontífice de Serapis!
El anciano agradeció el saludo con un gesto apacible.
A los directores, reunidos en torno al máximo responsable de aquel
templo de la sabiduría, un monumento a la concordia, donde se habían
dado la mano mucho tiempo atrás las creencias del viejo Egipto y del
mundo helenístico, les agradó el saludo a la vieja usanza.
-Sed bienvenidos. ¿A qué debemos vuestra visita?
-Te traemos un mensaje del prefecto.
-Hacednos entrega de él.
-Es un mensaje verbal, pontífice.
Pausanias arrugó el entrecejo.
-Habla entonces.
-Desde este momento dispones de hasta una hora antes de la puesta de sol
para abandonar el Serapeo y entregarlo a la custodia de las tropas a
nuestras órdenes.
Un coro de protestas acompañó las últimas palabras del centurión y las
exclamaciones de sorpresa de los directores llenaron el lugar. ¡Aquello
era algo inaudito!
A Pausanias le costó trabajo imponer silencio.
-¿Nos pide el prefecto que abandonemos nuestra casa? -El pontífice quiso
rebajar el tono y consideró la exigencia una petición.
-Puedes llamarlo así.
-¿Por qué razón?
-La ignoro, pontífice, nosotros cumplimos órdenes.
-Pero esas órdenes tendrán una causa -insistió Pausanias.
El militar intercambió una mirada con sus compañeros.
-Las órdenes que hemos recibido son muy escuetas. Aunque supongo que la
razón que me pides está relacionada con el cobijo a los malhechores que
se han enfrentado a los soldados imperiales.
Otro coro de protestas inundó la sala; el pontífice necesitó de toda su
autoridad para imponer un precario silencio.
-Es cierto que mucha gente ha llegado hasta nosotros en busca de
auxilio. Muchos solicitan remedio para sus heridas y algunos otra clase
de atención porque están atemorizados. Pero quienes acuden a nosotros en
demanda de auxilio no son malhechores, sino honrados ciudadanos de
Alejandría que han sido vejados en sus creencias.
-Yo cumplo órdenes, pontífice.
-No lo dudo, pero has de saber que ésta es una casa abierta a todos los
que tienen ansia de saber o buscan consuelo para sus males. Nuestros
maestros enseñan en sus aulas geometría, física, astrología,
trigonometría, astronomía, música y filosofía. Nuestra biblioteca está
abierta a los lectores y nuestros médicos atienden a los enfermos.
Rendimos culto a nuestro dios Serapis y damos respuesta, cuando la
tenemos, a las cuestiones que se nos plantean. ¿Qué mal hay en ello?
-Soy un soldado y cumplo órdenes. El plazo expira una hora antes de la
puesta de sol.
A petición del pontífice, los directores reunieron en sus despachos a
los miembros de sus secciones. Pausanias, antes de tomar una decisión,
quería conocer la opinión de todos los miembros del Serapeo; una hora
después tenía una respuesta y se sintió lleno de orgullo, aunque era
consciente de que con orgullo no se resolvía aquella situación. La
negativa a abandonar aquel templo del saber y símbolo de la tolerancia
religiosa era prácticamente unánime. Eran conscientes de que aquella
decisión era poco menos que un suicidio, porque no tenían esperanzas de
que un ejército en marcha acudiese a socorrerlos; tampoco se esperaba
una orden imperial que salvase la situación. Pausanias y los suyos se
aferraban a un sueño: su resistencia era un símbolo que podía espolear a
los alejandrinos y provocar una insurrección general que pusiese en un
aprieto a las tropas del nuevo prefecto imperial, que había relevado a
Evagrio. Era una remota posibilidad.
Ordenó hacer inventario de los alimentos que había en los almacenes y
bodegas, y evaluó con los directores las posibilidades de soportar un
asedio. A media tarde tenía todos los datos en su poder. El número de
personas que se hallaban encerradas superaba las mil ochocientas, pero
la amplitud de las dependencias les permitiría cierto acomodo. Las
despensas estaban generosamente abastecidas, tenían alimentos que,
convenientemente racionados, les permitirían resistir más de cuatro
meses y el manantial que había en el interior del templo los dotaba de
agua. El punto débil era la falta de soldados; los vigilantes no
llegaban a las tres docenas y con los criados no alcanzaban el centenar.
Su única ventaja estaba en los gruesos y altos muros del edificio, pero
un ataque de los legionarios romanos tenía pocas posibilidades de ser
rechazado con éxito. Tal vez podrían contener la primera o la segunda de
las arremetidas, pero un asalto en toda regla se convertiría en un
desastre para los encerrados. Pausanias se mostró partidario de buscar
una solución negociada. Muchos protestaron, pero al final se impuso la
cordura.
Poco antes de que expirase el plazo dos de los directores, Harmodio y
Filotas, bajaron, con ramas de olivo en sus manos, a parlamentar con el
prefecto. El representante imperial estaba en una improvisada tienda de
campaña; lo acompañaban el patriarca Teófilo y el joven Cirilo, que se
encargaba de la secretaría del patriarcado.
Los dos enviados supieron que la presencia del patriarca no anunciaba
nada bueno. Después de los protocolarios saludos, expusieron su oferta.
Deseaban una solución pacífica para aquella situación.
-No tenéis otra opción -les exigió el prefecto.
-Ese recinto tiene sus propietarios y administradores.
-Ya no -respondió con sequedad el prefecto.
-¿Cómo que no?
-¿No conocéis los nuevos decretos imperiales?
-¿A qué decretos te refieres? -preguntó sorprendido Filotas.
-A los que prohíben los sacrificios a los dioses paganos y la asistencia
a sus templos.
-¡Esos decretos solo son de aplicación en lugares muy concretos!
-protestó Filotas.
-El emperador los ha extendido a todo el imperio, desde el pasado mes de
junio también están vigor en la provincia de Egipto.
Los dos hombres enmudecieron.
Teófilo guardaba silencio, pero disfrutaba del momento.
Filotas, el más joven de los directores -tenía a su cargo la sección
musical del Serapeo-, fue el primero en reaccionar, aunque su voz sonó
vacilante:
-Desconocíamos ese edicto imperial.
-¡Pues ya lo conocéis! -exclamó Teófilo, hinchado como la cola
desplegada de un pavo real.
-¿Qué ocurrirá con el Serapeo?
-¡Queda bajo mi autoridad! -exclamó el patriarca.
-¿Qué pasará con quienes están allí?
-Se permitirá la salida a todos los que allí se encuentran -respondió el
prefecto.
-¿A todos?
-A todos.
-¿Sin excepciones?
-Ninguna.
-¿Nos disculpas un momento? -Filotas se dirigió al prefecto, dejando de
lado al patriarca-. Necesitamos hablar.
Los dos hombres salieron de la tienda, apesadumbrados por una noticia
tan dolorosa. Con un decreto imperial, la situación había cambiado por
completo. La resistencia en el Serapeo podía ser considerada como
desobediencia al emperador y eso era rebeldía. Un delito que se pagaba
con la vida. Después de un breve intercambio de opiniones regresaron a
la tienda.
-Solicitamos de tu benevolencia una prórroga del plazo que se nos ha
otorgado.
A pesar de que se habían dirigido al prefecto, Teófilo, que empuñaba un
corvo bastón, se levantó airado:
-¡Una prórroga para dar cumplimiento a los decretos del emperador!
-Te lo suplicamos, prefecto, en el templo hay numerosas mujeres y niños.
También muchos ancianos y varios centenares de heridos. Lo que
solicitamos no supone ningún desacato por parte de quienes ignoran en
este momento la voluntad del emperador. Nos acogemos a tu benevolencia.
El prefecto los miró en silencio. Se levantó y fue hasta la puerta de la
tienda. El sol declinaba rápidamente, al día no le quedarían más de un
par de horas de luz.
-Está bien, tendréis lo que pedís. Pero si mañana, una hora después del
amanecer, no tengo una respuesta, mis soldados iniciarán el ataque.
Seréis responsables de lo que pueda ocurrir.
Teófilo inició una protesta que detuvo un enérgico gesto del prefecto.
Harmodio y Filotas agradecieron la prórroga y se retiraron a toda prisa.
Mientras ascendían por el empinado camino que conducía al Serapeo les
embargó la tristeza; podía ser la última vez que subiesen aquellas cuestas.
Fue una noche larga, llena de tensiones, tanto dentro de los muros del
recinto como en sus alrededores. En el interior se discutía
apasionadamente sobre la mejor de las decisiones posibles.
-Podemos acogernos al amparo imperial. Según una vieja ley, cualquiera
puede someter su caso al dictamen del emperador.
-Olvidas, mi buen Hiparco, que el emperador se llama Teodosio -señaló un
anciano magister de pronunciada calvicie-. Acabas de conocer la noticia
que nos han traído Harmodio y Filotas.
-Nos permitirá ganar tiempo. Constantinopla está a dos jornadas,
dispondríamos al menos de una semana para elaborar algún plan -insistió
Hiparco.
-Solo serviría para prolongar nuestra agonía -indicó Teón-. Aislados del
exterior, sería un martirio. ¿Has pensado en toda la gente que ha
buscado la protección de estos muros? ¡Tiene hogar, familia, negocios
que atender, obligaciones…!
-¿El prefecto ha garantizado la vida de todos los que estamos aquí?
-preguntó Pausanias una vez más.
-Así es -ratificó Filotas-. Pero me temo que, si abandonamos el Serapeo,
los parabolanos del patriarca lo arrasarán hasta sus cimientos.
Se alzó un murmullo de voces manifestando voluntad de resistencia.
-Es inútil. -Un abatido Pausanias negaba con ligeros movimientos de cabeza.
-¿Qué es inútil? -preguntó Aristarco.
-La resistencia que proponéis muchos de vosotros. No somos soldados;
somos físicos, matemáticos, astrónomos, somos hombres de ciencia y bajo
nuestra responsabilidad hay centenares de personas, muchas de ellas
heridas, otras contusionadas; todas han buscado nuestro amparo. No
podemos conducirlas a un sacrificio inútil por sostener nuestros
principios. Fuera hay soldados y gentes que han convertido la violencia
en su oficio. Resistir sería un desastre porque la ley está en contra de
nosotros. Ese edicto imperial, que ahora conocemos, modifica
sustancialmente nuestra posición.
-Si esas gentes han venido hasta aquí, es porque confían en Serapis y
han buscado su cobijo. Les dará ánimos su amor a las tradiciones de
nuestros mayores. ¡Es mucha el ansia de libertad! -Aristarco era el más
ferviente defensor de la resistencia.
-¿Cuánto les durará? -farfulló un abatido Pausanias.
En el exterior la tensión también era palpable, aunque por motivos
diferentes. En improvisadas tiendas de campaña y alrededor de las
hogueras, los soldados pensaban en el botín que les aguardaba. Por
Alejandría circulaban numerosas historias acerca de las fabulosas
riquezas que atesoraba el templo.
Entre los cristianos sus pensamientos derivaban por otros vericuetos. Su
sueño era acabar con aquel símbolo del paganismo. El Serapeo era un
desafío a sus creencias. Allí se enseñaban ciencias peligrosas y sus
maestros proclamaban que cada cual podía buscar la verdad siguiendo su
propio camino. ¿Cómo podía afirmarse semejante barbaridad cuando solo
había una verdad? Habían escuchado decir que sus filósofos difundían
peligrosas ideas acerca de la fe y la razón, incluso afirmaban que la
primera adormecía la segunda y lanzaban al hombre por el camino de la
pereza, al no tener que realizar ningún esfuerzo. El mayor de sus deseos
era asaltar el Serapeo y acabar con el veneno que difundían desde aquel
nido de víboras.
Con la llegada del primer albor, mucho antes de que los primeros rayos
de sol se proyectaran desde la zona de Eleusis y del Hipódromo, la
actividad crecía en el campamento. Por el contrario, el silencio más
profundo envolvía el Serapeo. Sus grandes puertas estaban cerradas y sus
amplias terrazas aparecían desiertas. Daba la sensación de que el templo
estaba vacío, que todos se habían marchado.
Cuando el prefecto, que se había retirado durante la noche a la
comodidad de su palacio, llegó al campamento, se encontró con que el
patriarca y su inseparable Cirilo ya estaban allí.
-El tiempo que les concediste ha concluido, prefecto. -Teófilo dirigió
una significativa mirada hacia los muros del templo-. No veo que esos
paganos tengan la intención de cumplir las órdenes del emperador.
Como si fuese una respuesta a las palabras del patriarca, un ruido se
escuchó por encima de sus cabezas, era el quejido de los goznes de las
grandes puertas de bronce del templo que se abrían hasta quedar de par
en par. Durante unos segundos no ocurrió nada, luego, en medio de un
silencio expectante, apareció la figura del pontífice, revestido con
todos los atributos de su dignidad. Pausanias encabezaba una abigarrada
procesión formada por los directores de las diferentes secciones; le
seguían sacerdotes, maestros, auxiliares, escribas, alumnos, sirvientes,
devotos, heridos capaces de andar y los que no, en sillas y parihuelas,
y la legión de gentes que la víspera había buscado refugio tras aquellos
muros imponentes. Descendían lentamente por la empinada cuesta,
entonando cánticos en honor a Serapis.
El prefecto impartió una serie de órdenes a sus oficiales; los soldados
abrirían un pasillo para permitir el paso franco a la muchedumbre que
descendía del Serapeo. No se sentía cómodo con la presencia de Cirilo,
el intransigente secretario y sobrino del patriarca con quien formaba
una pareja que le producía un rechazo instintivo. No eran ellos quienes
tenían que dar cumplimiento a los edictos imperiales, por muy
interesados que estuviesen en que así fuese. Las intromisiones en los
asuntos de gobierno de aquellos clérigos, que se consideraban poseedores
de una verdad excluyente, eran cada vez más frecuentes. Sus exigencias
aumentaban de día en día y actuaban con una altivez que rayaba en la
soberbia. Sus actos contradecían la humildad que predicaban.
En el rostro del pontífice se adivinaba la dureza de la noche vivida,
reflejaba un cansancio infinito. Pausanias, cuyo venerable aspecto
causaba impresión, avanzaba con paso lento, pero firme, flanqueado por
dos jóvenes sacerdotes. Detrás, formando una apretada fila, marchaban
todos los directores, vestidos con las togas propias de su dignidad.
Poco antes de llegar a la altura del prefecto, el joven Filotas se
adelantó con paso vivo, saludó al representante del emperador y le
entregó un rollo de papiro. Antes de despedirse el director de la
sección musical le comentó:
-Únicamente el cumplimiento de las órdenes imperiales nos ha llevado a
abandonar el Serapeo. Considera que en su biblioteca se atesora parte
importante del saber de muchos siglos y la experiencia de algunos de los
hombres más sabios que han existido. Todo ello queda bajo tu custodia y
responsabilidad.
Cirilo, que se había acercado sigilosamente, fue testigo de aquellas
palabras. El secretario del patriarca no se molestó en disimular una
burlona sonrisa.
Durante más de una hora el cortejo desfiló entre las largas hileras de
soldados que llegaban hasta cerca del final del barrio de Racotis.
Muchos trataban de ocultar el miedo que les atenazaba y otros trataban
de contener el llanto que asomaba a sus ojos. Los menos miraban
desafiantes a los parabolanos que, situados al otro lado del cordón
militar, disfrutaban del momento; algunos golpeaban la palma de la mano
con el extremo de la porra en un gesto cargado de agresividad. Tras
ellos se agolpaba una muchedumbre expectante.
El saqueo fue terrible.
Cuando los soldados se retiraron -los oficiales reprimieron duramente
las protestas de algunos de sus hombres que se quejaban por la pérdida
de un botín fácil-, una turbamulta asaltó el último de los grandes
templos de Alejandría. El símbolo de la confraternización del helenismo
y las viejas creencias del Egipto faraónico fue arrasado. Mientras unos
robaban todo lo que se había depositado allí de valor a lo largo de
varios siglos, otros derribaban de sus pedestales las estatuas de
Serapis y con grandes martillos las golpearon hasta dejarlas reducidas a
polvo.
La barbarie de los asaltantes destruyó instrumentos de peso y medida de
alta precisión. Mapas murales del mundo conocido y representaciones del
firmamento en los momentos de los equinoccios y los solsticios,
recreados con exactitud matemática, desaparecieron para siempre. La
misma suerte corrió el valioso instrumental quirúrgico de que se servían
sus médicos y las maquetas de ingeniosas máquinas. Todo fue pasto de la
devastación y del fanatismo de quienes consideraban aquel lugar como la
antesala del infierno.
Por orden de Cirilo se protegió la biblioteca. Un nutrido grupo de
parabolanos cerró el paso de las turbas a las salas donde se guardaban
los papiros y pergaminos que constituían uno de los mayores tesoros del
templo. Los monjes se mantuvieron firmes durante los tres días con sus
correspondientes noches que duró el pillaje hasta que se acabó con todo.
Luego quedó una guardia permanente.
Unos días más tarde, los alejandrinos se vieron sorprendidos con el
anuncio que unos pregoneros voceaban en plazas y esquinas: la
celebración de un gran espectáculo en el Estadio, sin especificar de qué
se trataba. El lugar llevaba cerrado muchos años, sumido en la incuria y
el abandono.
La víspera de la fecha señalada comenzó a circular una noticia increíble.
-¡Las carretas bajan del Serapeo!
-¡Se cuentan por docenas!
En la Vía Canópica y en los más apartados barrios las conversaciones
giraban en torno a lo mismo: la larga hilera de carretas que bajaba del
arrasado templo.
No se trataba de uno de los frecuentes bulos que circulaban por la
ciudad; era cierto. Desde el amanecer docenas de carretas tiradas por
bueyes subían hasta las ruinas del templo, allí eran cargadas con los
fondos de la biblioteca, sin el menor cuidado. Muchos rollos,
envejecidos por el paso del tiempo, crujían al romperse, aplastados por
el peso. Para los porteadores lo más importante era apretar la carga
para hacer los menos viajes posibles. Los transportaban hasta el Estadio
donde eran amontonados de cualquier manera, hasta que formaron con ellos
una verdadera montaña en el centro de la pista de carreras.
A la caída de la tarde las gradas del Estadio estaban abarrotadas.
Grandes antorchas iluminaron el escenario cuando, con la llegada del
crepúsculo, un cortejo de clérigos presididos por el patriarca anunció
que estaba próximo el comienzo del espectáculo. Unos individuos rociaron
con una mezcla de pez y aceite de oliva la base de la descomunal
pirámide que se alzaba en el centro del recinto, alcanzando más de
quince codos de altura. Después, docenas de parabolanos se acercaron
portando antorchas encendidas. A una orden de Cirilo, que actuaba como
maestro de ceremonias, prendieron la pira. En pocos minutos, lenguas de
fuego que ascendían hacia el cielo alumbraron con resplandores
siniestros la oscura noche que caía sobre Alejandría.
Entre la muchedumbre eran muchos los que lanzaban gritos de aliento a
los incendiarios y los aplaudían con devoción. Para ellos el que las
llamas se elevasen era signo inequívoco de que estaban llevando a cabo
una acción grata a los ojos de Dios. Otros, por el contrario, asistían
atónitos al triste espectáculo que se ofrecía ante sus ojos y guardaban
silencio, sin acabar de dar crédito a lo que veían. En aquella
gigantesca pira se estaba consumiendo a toda velocidad la constancia, el
tesón y el sacrificio de miles de personas que con su trabajo habían
procurado arrancarle sus secretos a la naturaleza, hacer más llevadero
el esfuerzo de la humanidad o proporcionar alivio y consuelo a los
enfermos y afligidos; de la mayor parte de las obras que estaban
ardiendo ni siquiera se guardaría memoria de su título.
Desde la terraza de su casa Hipatia y Teón asistían consternados a aquel
holocausto de la sabiduría, cuyo resplandor llegaba desde el otro lado
de las murallas. Un dolor insoportable afligía su pecho, conscientes de
que un mundo estaba agonizando. La hija de Teón renovó aquella triste
noche su compromiso de no rendirse sin presentar batalla.
-Quienes queman libros pueden quemar cualquier cosa, incluso a las
personas. Les ocurrió a ellos cuando los quemaron por ser fieles a sus
ideas. No hemos aprendido mucho en estos trescientos años. Ellos están
haciendo lo mismo -comentó Hipatia con las lágrimas arrasando sus ojos.
-Han elevado sus creencias a la categoría de única verdad y destruyen
todo lo que no coincide con ella. -Teón puso un brazo sobre el hombro de
su hija-. Ni siquiera permiten el debate entre ellos mismos. Recuerda lo
que tuvo que hacer Papías para poner a salvo algunos escritos porque en
ellos laten otros pensamientos, otras creencias, quizá algunas verdades.
Hipatia recordó aquellos textos que leyó a toda prisa en pocos días,
hacía ya cuatro años. Conservaba los códices en un nicho de la biblioteca.
-Cuando pasen los siglos no quedará recuerdo de esas obras que el fuego
está devorando.
-¡Están reduciendo a cenizas los esfuerzos de docenas de generaciones!
-exclamó Hipatia con lágrimas en los ojos y la vista fija en el
resplandor que teñía de rojo la noche de Alejandría.
Dejó escapar un suspiro y abandonó la terraza.

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