ANTONIO MUNOZ MOLINA 27/03/1992
Apenas han terminado de florecer los almendros y ya están abiertas las
heladerías. La luz de las mañanas vibra con la ofuscación hiriente de las
primeras mañanas calurosas de mayo, y la declinación de la tarde tiene una
calidad rosada en la línea que divide los aleros de los edificios y el azul quieto
del aire donde ya aletean a destiempo los murciélagos. Contra toda costumbre,
el verano de la realidad irrumpe antes que el de los escaparates de las tiendas de
modas, y ya hay mujeres que salen sin medias a la calle y cruzan los semáforos
con las piernas desnudas y todavía muy blancas, con blusas translúcidas que
llevan desabrochados los primeros botones. El desastre que anuncian los
informes de los meteorólogos, el probable apocalipsis de bosques incendiados y
de desiertos futuros que ya está sucediendo, tiene en la ciudad una apariencia
casi lírica de verano prematuro, de primavera tranquila que puebla de veladores
y de pájaros las calles que hasta hace nada ocupó el invierno. Nadie se acuerda
de cuándo fue la última vez que vio llover, porque en la ciudad, en las ciudades;
muy poca gente echa de menos la lluvia, la conciben como un fondo tedioso para
los cristales opacos, como un contratiempo que interfiere el tráfico y vuelve
difíciles los taxis. El agua, en la ciudad, sale dócilmente de los grifos, no cae del
cielo ni brota de los manantiales de la tierra.La lluvia, como en el poema de
Borges, sucede siempre en el pasado. La lluvia parece ya un atributo de la mala
literatura, de las melancolías antiguas de provincias, de las películas en blanco y
negro, donde sus hilos falsos chorreaban por los sombreros de los héroes y
bruñían las hélices de los aviones y las carrocerías de los coches en los que
escapaban los gánsteres por carreteras secundarias. Para la gente del campo, la
que todavía queda, la lluvia es otro de los dones que le han arrebatado con
inexplicable crueldad los tiempos modernos. Ven que se pierden las cosechas,
que se trastornan los ciclos de las estaciones, y mueven la cabeza con un pesado
sentimiento de estupor y despojo, acordándose de los gozosos temporales de
hace 30 o 40 años, cuando durante semanas enteras no dejaba de oírse desde el
interior de las casas el ruido olvidado de la lluvia, saltando a la calle por los
canalones de zinc, golpeando las tejas sueltas, bajando en arroyos por los
empedrados, empapando la tierra y las cortezas de los árboles, o cayendo en
silencio, con un sigilo de niebla, sobre los surcos oscuros, inundándolos de una
fertilidad poderosa que levantaba un vapor tenue sobre el verde recién brotado
en las primeras mañanas de sol.
Los días de aceituna, en invierno, si al despertarnos oíamos la lluvia, era que nos
podíamos quedar tranquilamente en la cama, y su sonido hacía más dulce el
calor de-las mantas o el de las ascuas del brasero. Hay una parte de uno mismo
que se . mantiene inalterada a través de los años, una memoria que se obstina
en los anacronismos y en las promesas de la felicidad y se rebela sordamente
contra la ausencia de la lluvia y no acepta la tiranía de esta claridad perpetua de
verano, tan excesiva como la de esos anuncios de saludables Californias que
suelen verse en la televisión. Es un desasosiego muy semejante al de los viajes
transoceánicos o al de los cambios de hora, una necesidad de que el tiempo
acomode su ritmo a las lentitudes de la vida, una nostalgia intolerable no de
ningún paraíso, sino del hecho simple y olvidado de que al salir a la calle inunde
el aire el olor de la lluvia o haya que salir corriendo para buscar el refugio de un
alero o de un toldo. Pues sólo entonces será posible otra delicia que también
pertenece ahora al pasado, la de descubrir cualquier mañana que ha dejado de
llover, que el sol deslumbra el asfalto de la ciudad y las hojas de los árboles, que
van a abrir muy pronto las heladerías y las mujeres han guardado las medias
hasta el próximo invierno y han salido con las piernas desnudas. Dice hoy el
periódico que por el noroeste se acerca la lluvia: si es cierto, cuando la vuelva a
oír y la huela en el aire tendré la sensación de recobrar los olores de un sueño.
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