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viernes, 4 de marzo de 2022

Duelo o placer de la escritura





ANTONIO MUÑOZ MOLINA 08/07/1986



No todo el mundo incluiría a la escritura en un catálogo de los placeres, tú siquiera de los placeres

imaginarios. Nuestro tiempo, que exalta groseramen el trabajo y proscribe la indolencia, mal puede

tolerar el ejercicio de un arte que no sólo es difícilmente regulable por la varia especie de los

oficinistas, sino que además no sirve paranada. Por eso, igual que un libertino sorprendido en

trance pecador con una joven cándida elude: la ira de sus perseguidores mintiendo una promesa de

matrirnonio, el escritor tiende a encubrir el gozo inútil ¿le su oficio inventándole coartadas o

justificaciones misionales que lo hagan respetable. Desde Flaubert, tal vez desde Baudelaire, el

ejercicio de la literatura, que antes era un don de la pereza, busca impúdicamente los prestigios del

sufrimiento y aun de la, maldición, lo cual, si bien se mira, es una extravagancia reciente: entre: los

antiguos, que admiraron a Sófocles porque vivió 90 años y nunca dejó de ser feliz, la figura de

Eurípides, hombre huraño y desdichado y cercado por el fracaso, nunca fue emblema del artista, ¡no

misteriosa excepción.La falacia romántica del artista infeliz es lugar común e incluso artículo de fe

que no pocas veces certifica la calidad de una biografía y de una obra. Baudelaire había hablado

siempre de la voluntad como impulso único del genio, pero aún queda en él una certidumbre de lo

heroico que alza sobre el adivinado suplicio una elegancia de dandy. Balzac, en los tiempos atroces

en que debía esconderse de los acreedores, se ataba a la pata de la mesa para no rendirse al

desaliento de la escritura inacabada, pero también sabía vestirse con chalecos de seda y manifestar

su orgullo de inventor de palabras y mundos en los salones de París. En Balzac, el tormento de la

escritura sin tregua no era un sombrío don, sino una desgracia inevitable que nunca tuvo nada que

ver con la gloria y la riqueza que tan desesperadamente deseaba y merecía. La lentitud en la

escritura pasa por ser un privilegio enigmático, pero Stendhal dio fin a una de las novelas más

hermosas que se hayan escrito nunca, La Cartuja de Parma, en poco más de 50 días; a Flaubert ese

tiempo apenas le alcanzaba para terminar un solo capítulo de Madame Bovary. Tres años de asfixia

dedicó a ella, y cinco a la definitiva Educación sentimental, pero Joyce entregó ocho años a Ulises y

se le fue la vida en escribir Finnegan`s wake.

Desde Flaubert a James Joycoe se cimentó la teoría de la literatura como sufrimiento, y a la liviana

imagen de las musas sucedió para siempre la mitología de hombre uncido a su pupitre, de la estéril

desesperación, de la entrega disciplinaria a una pasión no correspondida que no sacia nunca la

voluntad de quien escribe y acaba convirtiéndose en una preciada enfermedad del espíritu. En 1605,

Cervantes decía de la historia de Don Quijote y Sancho que le costó "algún tiempo componerla", y

señalaba, con su ironía melancólica, las circunstancias propicias para el trabajo literario: "El

sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las

fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren

fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y de contento". Cervantes, con el

delicado pudor de su sabiduría, disimula el esfuerzo que sin duda le ha costado el QuYote porque

entiende que lo que de verdad importa en la literatura es el placer de quien la escribe o la lee: la

literatura, como la serenidad de los cielos o el murmurar de las fuerites, es todavía un atributo de la

felicidad..

Dos siglos después, Flaubeil. señala agriamente que su amor por la literatura se parece al del

ermitaño por el cilicio que le rasga la piel. Pues quien escribe, dicen, es un solitario mártir de sí

mismo. Conviene también que para evitar cualquier sospecha de censurable deleite sea un obrero

de la pluma, amarrado a la mesa de trabajo durante ocho horas para arrancar al papel, en durísima

greña, una sola línea memorable, una palabra justia. La prueba de que Flaubert tenía razón está en

Madame Bovary y en La educación sentimental. La prueba de que estaba equivocado son tantos

novelones de gestación dolorosa y lentísima que lo tienen todo salvo la gracia del estilo, que tal vez

no nos sea concedido si no lo acucian el trabajo y el desvelo, pero que no siempre: se ofrece a

quienes más asiduamente lo buscan.

Por eso, frente al impudor de quienes declaran en público los rigores de la literatura y el sufrimiento

que su cultivo les depara, uno prefiere siempre a esos raros escritores que, como Borges o Juan

Carlos Onetti, celebran la pereza, la casualidad feliz, la ironía ante su propio oficio, aun sabiendo

que tampoco en ellos la palabra es un regalo, sino un fruto del coraje y de la voluntad que pueden

conducirnos al placer o a la desdicha, pero nunca a la vana ostentación de las cicatrices de guerra o

de cilicio... Nadie elige sufrir, pero hay placeres que uno elige sabiendo con toda la lucidez de su

conocimiento que deberá pagar por ellos el precio exacto de su valor, la. parte de culpa o de soledad

que les ha sido asignada. Tierra de nadie, o de todos los hombres, la literatura, que nunca salvó a

nadie ni estuvo cargada de futuro, es el más riguroso de los placeres solitarios. Pero también el

único que se dilata generosamente más allá de sí mismo, pues sólo cobra su pleno sentido cuando la

voz de quien escribe es acogida en el corazón de sus lectores, de un solo lector.

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