Robert Bloch
El hombre que estaba extendido en el potro de
tortura empezó a gemir. Y cuando la palanca estrechó aun más el aparato, su
gemido se convirtió en un penetrante alarido de dolor.
-¡Bueno! -exclamó el doctor Carnoti, en tono
satisfecho-. Parece que vamos a persuadirle a hablar.
Luego se inclinó sobre el infeliz y le dijo:
-Muy bien, Hassan. Creo que no necesitarás más
estímulos, ¿eh? Dime, pues, dónde se encuentra ese ídolo.
Hassan emitió entonces una serie de sonidos
guturales, y el doctor Carnoti se vio obligado a arrodillarse a su lado, para
poder entender su embarullado murmullo. Aquel conjunto de frases incoherentes
duró unos veinte minutos, y después el doctor se enderezó impresa en su
semblante una expresión complacida, para dirigirse a la única puerta del
penumbroso recinto, mas no sin dirigir antes una elocuente seña al negro que
manejaba la máquina del tormento. Seguidamente salió, en tanto que el verdugo
asentía en silencio, desenvainaba su afilado sable y lo alzaba sobre su cabeza,
empuñado con ambas manos…
Motivos sobrados tenía el doctor Carnoti para
sentirse contento. Durante varios años había sido lo que vulgarmente se
denomina «un aventurero». Sus actividades comprendían diversos «negocios»,
entre los que contaban el contrabando de objetos antiguos, e incluso la trata
de negros, nefando comercio que se vereficaba en algunos puertos del Mar Rojo.
Carnoti había llegado a Egipto muchos años atrás, como miembro de un expedición
arqueológica, de la que había sido expulsado por causas no muy bien conocidas,
aunque se rumoreaba que tenían relación con un intento de robo de valiosas
antigüedades. Después de su expulsión, nada se había sabido de él… hasta
transcurridos varios años, en que apareció en El Cairo, al frente de su
establecimiento del barrio indígena, donde había adquirido la turbia reputación
de negociante sin escrúpulos que le acompañaba por dondequiera que fuese, así
como cuantiosos beneficios financieros. Y la verdad era que Carnoti parecía
hallarse muy satisfecho con las dos cosas.
En la época en que comienza este relato, tenía
cuarenta y cinco años, y mucha experiencia en asuntos reñidos con las leyes.
Pese a lo que pudiera sugerir su apariencia vulgar, pues era de mediana
estatura y gruesa complexión, poseía considerable energía y tesón, cualidades
que le procuraban el respeto o el temor de los que con él se relacionaban y que
a veces le servían para encubrir su carácter solapado y ruin y su insaciable
codicia.
Ese ambicioso natural fue lo que le incitó a
emprender aquella nueva aventura. Por lo general, no era Carnotí demasiado
crédulo. Por eso no le impresionaban las noticias que oía acerca de pirámides
perdidas en el desierto, tesoros enterrados o momias robadas. Prefería
interesarse en cuestiones más remuneradoras, como lo eran, por ejemplo, un
alijo de alfombras, una partida de opio o un cargamento de mercancía humana,
pero sus últimos informes habían vuelto a suscitar su anterior interés por los
objetos antiguos. No en balde había aprendido a distinguir las simples fábulas
dé las noticias fidedignas. Sabía que la mayor parte de los importantes
descubrimientos realizados por los arqueólogos se habían originado de aquella
forma: por un ligero comentario, captado al azar. Y la historia narrada por el
desventurado Hassan tenía el sello inconfundible de la verosimilítud.
Ésta era la historia, referida brevemente: un
grupo de nómadas, portadores de mercancías prohibidas, iba recorriendo una ruta
secreta del desierto, apartada de las que siguen normalmente las caravanas. Al
pasar por cierto lugar, los camelleros advirtieron una roca de forma extraña,
que afloraba a medias de la arena. Detuviéronse entonces, para examinarla de
cerca, y realizaron un portentoso descubrimiento. Lo que sobresalía de la arena
era la cabeza de una antigua estatua egipcia, adornada con la triple corona de
una deidad. Ninguno de los nativos pudo reconocer aquella imagen tan bien
conservada en las zonas del sur del desierto, y situada a más de trescientos
kilómetros del más cercano poblado; ninguno había podido penetrar su insondable
misterio, pero a todos resultó evidente su incalculable valor, como lo
demostraron al señalar el sitio con dos grandes peñas, a fin de encontrarlo
fácilmente, en caso de que volvieran por allí. A continuación, reanudaron la
marcha, pues no tenían tiempo para desenterrar la estatua. Y cuando llegaron al
término de su viaje, refirieron la historia, que poco después era oída por el
doctor Carnoti, lo mismo que sucedía con todos los relatos procedentes de
viajeros.
Poco tardó Carnoti en apreciar el
descubrimiento en su verdadero significado. Si se hubiera tratado de una
historia relativa a algún tesoro, la habría considerado con más cautela y
escepticismo, pero un ídolo… eso era diferente. Recordaba los vagos indicios
que habían dirigido a los primeros exploradores, a aquellos hombres que en el
fondo no eran más que rapaces buscadores de riquezas, y comprendía que detrás
de la estatua negra podía hallarse una fabulosa fortuna, mucho más valiosa para
él que todos los tesoros de Egipto. Y si aquellos exploradores se habían
enriquecido con sus descubrimientos, ¿por qué no podía enriquecerse él también?
Suponiendo que el referido ídolo fuese totalmente desconocido como deidad, como
parecía indicarlo el hecho de haber sido descubierto en tan apartadas regiones,
su exhibición ocasionaría indescriptible interés y le abriría a él las puertas
de la fama. Y además, tal vez pudiera convertirle en iniciador de un nuevo
camino para las exploraciones arqueológicas.
Dispuesto a realizar un intento, el doctor
Carnoti decidió obrar con las máximas precauciones, a fin de no suscitar
sospechas. Por eso se había abstenido de interrogar abiertamente a los
camelleros árabes que habían efectuado el descubrimiento. En su lugar, dos de
sus hombres habían secuestrado al viejo Hassan, a quien tuvo que someter a
tortura para obtener el relato completo. Hassan había estado presente en aquella
ocasión, y aunque al principio se mostró renuente a contestar, los
«persuasivos» métodos dc Carnoti habían quebrantado al fin su resistencia.
Dos días más tarde, y una vez situado en el
mapa el punto en que se encontraba la estatua, el aventurero contrató a un
reducido número de nativos y explicó a sus amistades que iba a emprender un
viaje por el sur. Luego se procuró un intérprete digno de su confianza, se
aprovisionó de víveres y agua para seis días, pues tenía intención de regresar
por vía fluvial, y a la siguiente mañana se puso en marcha, al frente de la
expedición, en la que figuraban varios camellos ligeros y un tiro de asnos que
arrastraban una enorme y vacía carreta.
La llegada al lugar indicado en el mapa se
efectuó en la mañana del cuarto día de camino. Desde lo alto del camello en que
iba montado, el doctor Carnotí avistó las dos enhiestas peñas citadas por
Hassan y ordenó que se instalara allí mismo el campamento. A continuación, sin
tener en cuenta el intenso calor ni conceder el más mínimo descanso a sus
hombres, los llevó hasta las piedras para obligarles a que las retirasen.
Segundos después, una múltiple exclamación de asombro y pavor brotó de las
gargantas de los nativos, al aparecer el remate de una negra y gigantesca
corona, cada una de cuyas puntas mostraba complicados dibujos.
Presa de creciente excitación, Carnoti se
inclinó y examinó aquellas imágenes, que representaban extraños monstruos sin
cabeza, animales vestidos con túnicas y dioses egipcios enzarzados en combate
con horribles demonios. Nada tenía de particular el hecho de que los nativos se
sintieran consternados. Habían comenzado a chacharear en tono bajo, mientras
que se apartaban de la estatua y de la inclinada figura de su jefe. Pero a éste
no le impresionaban las reacciones de sus hombres ni sus comentarios, entre los
que le pareció haber oído mencionar a «Nyarlathotep», así como algunas
alusiones al «Emisario del Diablo». Por eso, tras haber examinado las imágenes,
volvió a dirigirse a los nativos y les ordenó que dieran comienzo a la
excavación, para repetir luego la orden en tono apremiador, mas sin ningún
éxito, pues ninguno se mostró dispuesto a obedecer.
Por último, el intérprete dio un paso al
frente y se encaró con el «effendí», a fin de hacerle saber lo siguiente: que
ni él ni los demás le habrían acompañado si hubiera sabido lo que iba a
pedírseles que hicieran. Que ninguno de ellos tocaría la imagen de aquella
deidad, y que al mismo tiempo le aconsejaban a él que no la tocase, para no
incurrir en las iras del Viejo Dios, el Dios Secreto. Que tal vez no hubiese
oído mencionar nunca el «effendí» a Nyarlathotep, era el dios de la
resurrección, así como el Mensajero Negro de Karneter, y de acuerdo con cierta
leyenda, un día habría de devolver la vida a los muertos, pero era necesario
substraerse a su maldición, porque…
Conforme escuchaba aquella perorata, el doctor
Carnoti iba sintiéndose cada vez más irritado. De pronto, interrumpió al que
hablaba y volvió a ordenar a los nativos que empezaran el trabajo inmediatamente.
Y con objeto de dar énfasis a su orden, desenfundó sus dos revólveres, mientras
gritaba a voz en cuello que asumía la responsabilidad por aquella profanación y
que nadie tenía nada que temer de un vulgar ídolo de piedra. Ante tales
argumentos, pero más presumiblemente por influencia de la vista de las armas,
los nativos empezaron a cavar, aunque con la mirada apartada del ídolo.
Al cabo de unas cuantas horas de trabajo, toda
la estatua quedó al descubierto. Y si la visión de su corona había impresionado
tanto a los indígenas, no fue extraño que quedaran luego casi paralizados de
espanto. Imposible parecía que aquella masa de piedra esculpida hubiera
permanecido tanto tiempo enterrada. Su aspecto general infundía terror, a causa
de la sensación de misterio inescrutable que producía su presencia en tan
desolada inmensidad, así como por el increíble estado de perfecta conservación
en que se encontraba. Su forma evocaba la de una esfinge de regular tamaño, una
esfinge con alas de buitre y cuerpo de hiena. Sus miembros estaban provistos de
aguzadas garras. Y sobre su cabeza antropomorfa descollaba la triple corona
cuyos dibujos habían provocado el espanto de los nativos. No obstante, lo que
más impresionante resultaba era la carencia de rostro de aquella pavorosa
imagen. Era un dios sin cara, el alado dios Nyarlathotep, el «Emisario
Poderoso», «El que Camina entre las Estrellas», el «Señor del Desierto».
Ni que decir tiene que Carnoti no cabía en sí
de puro gozo. Con sonrisa complacida miraba aquel amplio espacio vacío,
correspondiente al lugar que debía haber ocupado el rostro del ídolo, y
abstraído como estaba con su entusiasmo, no prestó atención al constante
murmullo de voces ni a las miradas que los nativos le dirigían. No se enteró,
por tanto, de lo que sus hombres estaban diciendo. Y más le habría valido
interesarse en sus conversaciones, porque aquellos hombres sabían, como lo sabe
todo Egipto, que Nyarlathotep es también el dios del mal. Por eso siglos atrás
sus templos y sus imágenes habían sido destruidos y sus adoradores condenados a
muerte y ejecutados. Por eso se había prohibido su culto y se había borrado su
nombre del «Libro de los Muertos». Aquel dios maligno era el protector de los
hechiceros y de la magia negra. Y de acuerdo con la leyenda, había salido del
desierto, y al desierto había vuelto. Luego, los hombres habían empezado a
adorar a otras divinidades menos ominosas, para terminar adorando a los dioses
benéficos, pero los que conocían la historia de Nyarlathotep afirmaban que al
cabo de muchos años, y coincidiendo con extraños fenómenos, el terrible dios
volvería a aparecer entre los hombres, procedente del desierto, sin que sus
pasos dejaran huellas sobre la arena, como no fueran los cadáveres de los
desdichados incrédulos que se atreviesen a mirarlo.
Aquella leyenda se había difundido por Europa
en tiempos de las cruzadas, transmitida por los que regresaban de tierras
sarracenas. Y en los relatos referentes a la misma se aludía a la terrible
deidad con diversos nombres, entre los que figuraba el de «Emisario de Asmodeo»
y «Hombre Negro». También se refería a Nyarlathotep el Libro de Eibon, si bien
en forma indirecta, porque en los tiempos en que fue escrito no se permitía su
culto. Aquella leyenda había perdurado a lo largo de los siglos. Y los nativos
que acompañaban a Carnoti la conocían, aunque de modo impreciso e incompleto.
En consecuencia, al advertir la corona de la estatua, se sintieron sobrecogidos
y decidieron huir, alejarse de aquel lugar maldito… ¡ y cuanto antes!
Por su parte, Carnoti no hacía ningún caso de
la excitación que dominaba a sus hombres, a los que consideraba estúpidos por
demás. No le interesaba en absoluto lo que pudiesen comentar. Lo único que le
importaba era lo que habría de hacer al día siguiente: colocar la estatua en el
carro y volver a la orilla del Nilo, para embarcarla allí. Entonces empezaría
su triunfo. Entonces reconocerían los funcionarios egipcios su indudable
perspicacia en materia de investigaciones arqueológicas. Sabía que le llamaban
charlatán, tramposo, aventurero, impostor y otras cosas por el estilo. Y se
regocijaba al pensar en el cambio que iba a operarse en los que hasta entonces
habían sido sus detractores. ¡ Buena lección para todos aquellos imbéciles! En
cuanto a la maldición inherente a la leyenda… ¡pamplinas! ¿Qué era lo que
estaba diciendo en aquel momento el idiota del intérprete, con melodramática
entonación?
-Nyartlathotep es el Negro Mensajero de
Karneter. Procede del desierto. Camina sobre las ardientes arenas y sigue a su
presa, inexorablemente, a través de todo el mundo, que es dominio suyo.
«Tonterías», pensó el doctor Carnoti. Como
todas las leyendas egipcias. Estatuas de personas con cabezas de animales…
faraones que mandaban construir pirámides para conservar momias… Sí; él conocía
bastantes historias relativas a maldiciones, a exploradores que habían muerto
misteriosamente al entrar en una tumba que acababan de profanar. No le
extrañaba, así, que aquellos pobres nativos se sintieran tan alarmados, pero a
pesar de su alarma, tendrían que obedecerle y cargar el ídolo en el carro,
aunque tuviera que disparar sobre ellos.
Poco después, en el interior de su tienda, el
aventurero se dispuso a comer con toda tranquilidad. Luego se acostaría, a fin
de levantarse muy temprano. Porque a la mañana siguiente…
Carnoti se despertó sobresaltado, con la
impresión de que sólo había dormido un par de horas. Aún era de noche. Y no se
oía ni un solo rumor en el campamento. De la lejanía llegó a oídos de Carnoti
el agorero aullido de un chacal, pero a continuación, completo silencio.
Extrañado, el aventurero se levantó y fue hasta la abertura de la tienda… e
inmediatamente empezó a desgranar una serie de airadas imprecaciones.
El campamento había desaparecido. Apagados los
fuegos, hombres, animales y carro fuera de la vista, sólo quedaba Carnoti, en
medio de aquella desierta inmensidad. Y lo peor de todo era que lo habían
dejado sin comida ni agua. Solo. Completamente abandonado, rodeado por mares de
arena y rocas, sumido en un mundo de silencio. Silencio ominoso, como el de las
tumbas, como el de los sarcófagos en que yacían las momias, condenadas a eterna
inmovilidad…
De pronto, Carnoti notó una especie de
escalofrío, al recordar las palabras de los nativos. ¡Nyarlathotep! ¡La
venganza del dios del Desierto! Pero en seguida desechó sus temores y se
preparó para obrar de modo razonable. ¿Qué podía hacer un hombre en semejante
situación? Intentar un único recurso: el de tratar de llegar a un punto habitado.
Claro que para ello debería caminar sin descanso, día y noche, quizá durante
varios días ¡sin comer ni beber! ¡Y el tórrido sol del mediodía!
Con un esfuerzo, dominó su alterada
imaginación y se aprestó a emprender inmediatamente la marcha. En dirección al
norte, como era lógico. Y al recordar lo que había dicho el intérprete, en la
tarde anterior, al indicar que la estatua miraba al norte, fue hasta la
excavación, pero sólo para recibir allí otra sorpresa. Antes de marcharse, los
nativos habían vuelto a cubrir con arena al ídolo, de modo que no podía
averiguarse hacia qué punto estaba orientado. Para colmo de desdichas, unas
nubes ocultaban por completo el firmamento, impidiendo también la orientación
por medio de las estrellas.
Presa de intenso furor, Carnoti maldijo entre
dientes a aquellos nativos y empezó a caminar sin rumbo, impresa en su mente
una sola idea: la de no cejar en su empeño. Debía aprovechar las horas de la
noche para recorrer la mayor distancia posible de incierto camino; para alejarse
cada vez más de su solitaria tienda, que allí quedaba como mudo testigo de la
empresa, pero a pesar de que trató de olvidarse del dios perseguidor, no lo
consiguió. No podía negar que había violado un lugar sagrado, y de acuerdo con
la leyenda, la maldición de Nyarlathotep habría de alcanzarle, aunque fuera a
refugiarse en el otro extremo del planeta.
Horas después, las arenas del desierto
adquirieron un matiz morado, que poco a poco fue transformándose en violeta, y
luego en rosado, como anuncio del amanecer, pero Carnoti no se dio cuenta de
tan bello fenómeno, porque estaba profundamente dormido. Sus fuerzas le habían
abandonado mucho antes de lo que había previsto, y allí se encontraba en aquel
momento, junto al comienzo de una pequeña ondulación del terreno.
Se despertó al notar en su rostro la caricia
de los primeros rayos solares. Y en su extraviada mirada se traslucía el horror
de la pesadilla que acababa de conturbar su sueño… El dios sin cara avanzaba
detrás suyo, sin apresurarse, como si estuviera seguro de que tarde o temprano
le alcanzaría… Y él corría y corría, hasta que sus pies se negaban a soportarle…
mientras la espantosa deidad se le aproximaba…
Carnoti se puso de rodillas y exhaló un
suspiro, antes de levantarse y mirar en todas direcciones. Luego reanudó la
marcha, trabajosamente, hundiendo los pies en la arena, inclinada, la cabeza
hacia abajo… A su pesar, volvían a torturarle las imágenes de su pasado sueño.
Veía otra vez al monstruoso ídolo negro, con su majestuoso porte, con su cabeza
desprovista de rostro, siguiéndole sin descanso. Y ni el intenso calor del sol
africano lograba distraerle de sus negros pensamientos. A eso del mediodía se
decidió a volverse a medias, para mirar hacia atrás… y se quedó aterrado, al
ver allí, en la cumbre de una colina, la amenazadora figura del ídolo… ¡pero
esta vez con rostro, en el que lucían como brasas dos ojos que le miraban!
Aquello fue lo último que vio Carnoti, antes
de caer sin sentido. Cuando se despertó el sol brillaba con todo su esplendor,
como si quisiera incendiar la bóveda celeste. Empapado en sudor, el aventurero
abrió los ojos, al par que se sentía aliviado, al hallarse aún con vida. Luego
se puso en pie y dio unos pasos vacilantes, mientras volvía a desazonarle el
tormento de la sed. Y como le cegaba el resplandor solar, como los demonios de
la locura empezaban a danzar en su aturdida mente, empezó a caminar de modo
maquinal, apretados los párpados, sin más interés que el de seguir alejándose
del último lugar en que había estado. Tal vez le sonriera la suerte, después de
todo. Tal vez coincidiese en su camino con alguna caravana, a pesar de que se
encontraba en una zona no frecuentada por los viajeros del desierto.
Horas después, una chispa de lucidez le obligó
a pararse en seco. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado? ¡ El sol! Aquel
sol radiante que estaba achicharrándole podía haberle indicado la ruta hacia el
norte. Si no hubiera estado tan extenuado, en la tarde anterior… Pero esta vez
no ocurriría lo mismo, esta vez, cuando llegara el momento del ocaso, el sol le
indicaría dónde se encontraba el oeste. Y entonces, bien orientado, continuaría
caminando hacia el norte, sin riesgo de extravío.
Aquel día no parecía que fuera a tener fin.
Horas y horas de calor abrasador; horas y más horas de constante caminar sobre
ardientes arenas, frente a un horizonte que nunca cambiaba, y sin la
distracción que podría proporcionarle un espejismo, pese a su engañosa
apariencia de vergel. Porque ni una sola sombra se veía en muchos kilómetros a
la redonda, ni una sola sombra que alterase la montonía de aquella inmensa
extensión arenosa. ¿Ni una sola sombra? Entonces, ¿qué era aquello que estaba
allá, en la cima de una pequeña ondulación? «Aquello» que se movía sobre la
sinuosa línea que habían dejado sus pies… ¿Alguna alucinación?
Carnoti tornó a estremecerse, enfrentado con
la horrenda realidad. Una sombra que avanzaba sobre sus huellas, que le
perseguiría hasta el fin… Todos se lo habían advertido; los nativos, el
intérprete… y el desventurado Hassan, antes de morir en la sala de tortura. Y
la leyenda le atormentaba en aquel momento; la leyenda de Nyarlathotep, el
Señor del Desierto, cuya aterradora figura aparecía sobre aquella loma.
Maldiciendo su destino, Carnoti echó a correr.
¿Por qué habría tocado aquella estatua? ¿Por qué se habría mofado ante los
nativos de modo tan irreverente? Propúsose entonces no volver nunca más al
lugar en que se hallaba el ídolo, renunciar a sus dueños de riqueza y… y seguir
corriendo, aunque sus pies estuvieran llagados, aunque fuese cortándosele el
resuello. A pesar de que sus ojos iban quedándose sin vista, porque no podía
explicarse de otra forma el extraño fenómeno que estaba sucediendo. Aquellas
estatuas, aquellas imágenes que de pronto habían surgido ante él, cual si
trataran de cortarle el paso, ¿serían efecto de su turbulenta fantasía? Algunas
estaban de pie, mirándole con aire impasible. Otras aparecían en diversas
actitudes, amenazadoras, como si se dispusieran a arrojarse sobre él para
despedazarle. Y todas carecían de rostro, todas mostraban un hueco vacío donde
debían haber tenido la cara.
Fueron pasando así las horas de aquella tarde,
y llegó la puesta del sol, y se encendieron en el cielo las estrellas, sin que
Carnoti tuviera noción del tiempo que transcurría ni de su propio cansancio. La
sombra de Nyarlathotep continuaba a su zaga, dirigiéndole, al parecer, en una
determinada dirección. Hasta que de modo imprevisto, se detuvo bruscamente y
exhaló un gemido. Había llegado a la cumbre de una loma, y allí, frente a él,
podía ver la tienda y los restos del campamento, tal como los había dejado en
la noche anterior… o en la anterior a ésta… ¿qué importancia teñían
veinticuatro horas, comparadas con la eternidad? Entonces no dudó más de lo que
su sino le reservaba. Resignado, en medio de su locura, empezó a correr en
dirección a las dos peñas que marcaban el sitio en que estaba el ídolo.
Y entonces, también, sucedió lo que había
estado temiendo: el espantoso acto final de su tragedia. Con una especie de
trueno, las arenas que rodeaban a las peñas empezaron a a deslizarse hacia él,
al tiempo que la enterrada estatua ascendía sobre un alto pedestal, iluminado
por la claridad de la luna; para quedar elevada, para que los brillantes ojos
que lucían a través de la abertura de su rostro se clavasen en la figura del
extenuado caminante. No le importaba ya a éste el final de su aventura; antes
al contrario, deseaba que se cumpliese el castigo, para dejar de sufrir. Alzó
entonces la vista hacia la espantosa estatua, que desplegó sus alas… antes de
volver a hundirse en las arenas con horrísono fragor.
Nada quedó sobre la superficie de aquel lugar
del desierto, a excepción de una cabeza humana que se movía débilmente,
mientras el cuerpo unido a la misma pugnaba por librarse de la movediza arena
que lo aprisionaba. Brotaban de sus labios airadas impreciones, que a poco se
convirtieron en angustiosos lamentos, para acabar con una sola palabra,
musitada en tono trémulo:
-Nyarlathotep…
Cuando llegó la mañana, Carnoti seguía con
vida. Luego, los rayos del sol fueron calentándole el cerebro, cada vez más
intensamente, acentuándole el horror de su agonía… pero no por mucho tiempo,
porque poco después del mediodía, y como atraídos por una fuerza sobrenatural,
los buitres que habían estado volando en círculo alrededor de aquel lugar
empezaron a descender lentamente, para rematar la venganza de Nyarlathotep, el
dios sin cara, Señor del Desierto.
FIN
T.O.: The Faceless God
Primera publicación: Weird Tales, mayo de 1936
Digitalizado por A.B.M.
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