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lunes, 10 de enero de 2022

Los grandes personajes de la historia: JUANA DE ARCO

 JUANA DE ARCO

 

 

 

La guerrera santa

 

En 1431 una joven de apenas diecinueve años, exhausta tras un largo

proceso inquisitorial que no había conseguido su retractación, era

conducida a la hoguera en nombre de Dios. Inglaterra respiraba aliviada.

Francia, dividida en luchas políticas intestinas, contemplaba absorta

cómo aquella que había puesto en las manos del heredero de los Valois

una corona que parecía condenado a perder caía víctima de sus

enfrentamientos internos. La historia de esta campesina, adolescente,

virgen, santa y guerrera estaba llamada a convertirse en uno de los

mitos fundacionales de la identidad nacional francesa, en el símbolo de

su dignidad por antonomasia. Desde su contemporánea Christine de Pizan,

pasando por Voltaire, Mark Twain, Bernard Shaw o Carl Dreyer, la

literatura, el teatro e incluso el cine se han conmovido con su epopeya.

Ésta es la historia de Juana de Arco, la Doncella de Orleans.

 

Juana de Arco nació en el seno de una familia campesina de una pequeña

villa de la Lorena francesa, Domrémy, hacia 1412. Hija de Jacques Darc e

Ysabeau (el apellido de su madre no se ha establecido con certeza) y

hermana menor de tres varones, es poco lo que se sabe con seguridad

sobre su infancia. La reconstrucción de sus datos biográficos procede de

las actas de los procesos de condena por herejía y posterior

rehabilitación de los que fue protagonista y que han llegado a nuestros

días de forma fragmentaria y a través de copias, ya que los originales

se han perdido. Como ha indicado el medievalista Georges Duby en su obra

sobre ambos procesos, del primero de ellos sólo se conservan algunos

vestigios recopilados en 1456 por los investigadores que estuvieron a

cargo de la rehabilitación de Juana. Es principalmente de los fragmentos

de los interrogatorios que estos documentos trasladan de donde los

historiadores han podido extraer datos como la fecha y el lugar de

nacimiento de la joven heroína francesa o cómo fue su entorno familiar

de niñez y adolescencia.

 

Todo parece indicar que la infancia de la llamada «Doncella de Orleans»

fue la convencional de una niña campesina de la Europa del siglo XV. La

sociedad fuertemente patriarcal de la época establecía unos patrones

sociales y de género claramente definidos y aceptados. La sociedad en su

conjunto debía ser reflejo de un orden natural que se entendía fijado

por Dios y cuya alteración se entendía en términos de desafío y por

tanto de pecado. Dicho orden asignaba papeles diferenciados a hombres y

mujeres, pues mientras a los primeros les correspondía el ámbito de lo

activo y público, a las segundas les correspondía el de lo pasivo y

privado. Así, mientras los varones debían asegurar la manutención de la

unidad familiar mediante su trabajo fuera del hogar, las mujeres

quedaban consagradas a lo doméstico y, en consecuencia, a todo lo

relacionado con el cuidado de los miembros de la familia. Bien es cierto

que la participación de las mujeres campesinas en los trabajos

propiamente agrícolas está documentada desde la Antigüedad, y en ese

sentido no cabe duda de que Juana de Arco no fue una excepción. Juana

creció aprendiendo a combinar las labores domésticas que su madre le

enseñaba con las tareas del campo cuando su participación en éstas se

hacía necesaria.

 

Como era entonces habitual, y tal y como ella misma reconoció en los

interrogatorios, no sabía leer, de modo que sus conocimientos,

especialmente en materia religiosa y política, procedían de la

transmisión oral recibida en el marco de la vida privada. Su madre, de

la que no se sabe nada, debió de ser esencial en la formación espiritual

de Juana, como también debió de serlo la entonces frecuente presencia de

miembros de las órdenes mendicantes —especialmente la franciscana— en el

campo francés, asunto este que se revelaría determinante en su posterior

experiencia mística. Pero si todo fue normal y predecible en la

formación de Juana de Arco, ¿qué pudo motivar que una joven de dieciséis

años que decía escuchar la voz de Dios y de los santos no sólo estuviese

convencida de que tenía por misión liberar a Francia del yugo inglés,

sino que además convenciese al mismo delfín Carlos de tal misión y que,

lo que resulta aún más espectacular, la llevase a cabo?

 

 

 

La Francia de la Guerra de los Cien Años

 

El tiempo ha dejado interpretaciones de la figura de Juana de Arco para

todos los gustos, desde aquellos que la han presentado como una

iluminada o una visionaria, hasta quienes han visto en ella una loca,

una rebelde o una elegida por Dios. Lo cierto es que, ya fuese un poco

de cada cosa o nada de ninguna de ellas, de lo que no cabe duda para

cualquier historiador es de que la joven Doncella de Orleans fue

producto de la Francia de su tiempo y sólo en ese contexto de comienzos

del siglo XV, es decir, en el de la guerra de los Cien Años, puede

entenderse el surgimiento de una figura de sus características.

 

La llamada guerra de los Cien Años (1337-1453) fue en realidad un

enfrentamiento sostenido largamente en el tiempo entre las coronas

inglesa y francesa aderezado con importantísimos conflictos internos y

salpicado por etapas de relativa calma. En el momento en que nació Juana

de Arco (1412) la guerra se hallaba en la que tradicionalmente se

reconoce como su tercera etapa (1396-1422), y por tanto su infancia

transcurrió en esta fase del contencioso. Pero la guerra se había

gestado mucho antes y lo que había nacido como un conflicto dinástico de

carácter feudal era para entonces un enfrentamiento abierto por el

control de la corona de Francia que se apoyaba en las divisiones

internas de los propios franceses. Simplificar una guerra tan compleja

como la de los Cien Años a un maniqueo enfrentamiento entre Francia e

Inglaterra no sólo es históricamente falso, pues, entre otras cosas, en

el siglo XV no existía un estado-nación inglés ni uno francés, sino que

además impediría entender la historia de Juana de Arco y muy

especialmente los motivos por los que fue procesada y condenada.

 

La Inglaterra y la Francia medievales no eran un territorio único bajo

el mando de un rey. Las monarquías feudales eran en realidad

conglomerados de múltiples territorios que bajo el reconocimiento

teórico de un mismo rey tenían sus propias leyes e instituciones. Los

lazos que ligaban a unos territorios con otros eran de carácter feudal,

es decir, nacían del reconocimiento de la autoridad de unos señores

sobre otros mediante la institución del vasallaje. De este modo, un

vasallo reconocía la autoridad de un señor al que jurídicamente estaba

sometido y al que estaba obligado a prestar consejo político y auxilio

militar (consilium et auxilium). Pero las complejas redes matrimoniales

establecidas entre las grandes familias europeas complicaban aún más la

situación, ya que un rey podía recibir por matrimonio o herencia un

territorio del que era señor y al mismo tiempo ser vasallo de otro rey,

lo cual, lógicamente, podía desembocar en disputas por conflicto de

intereses.

 

Desde el siglo XI, los monarcas ingleses (primero de la casa de

Normandía y después de la dinastía Plantagenet) poseían amplios dominios

en territorio francés, de modo que hacia finales del siglo XII el rey

inglés era también duque de Normandía, Poitou y Aquitania y conde de

Anjou, Maine y Turena, y, en consecuencia, vasallo del rey francés en

todos esos territorios. Con tal panorama el conflicto estaba asegurado y

así fue hasta que en 1259, mediante la Paz de París, los dominios

ingleses en Francia quedaron reducidos a un pequeño territorio de

Aquitania llamado Guyena. Aun así, los enfrentamientos no cesaron ya que

con frecuencia los reyes ingleses trataron de obviar su condición de

vasallos de los monarcas franceses en este territorio, y éstos por su

parte emplearon su prerrogativa de señores como forma de hostigar a los

ingleses. Fruto de ello fueron las confiscaciones temporales del feudo

de Guyena llevadas a cabo por los segundos en 1294, 1323 y 1337, la

última de las cuales fue el detonante del conflicto que conocemos como

guerra de los Cien Años. Ante la ofensa que suponía la confiscación del

territorio y aprovechando la coincidencia con los problemas sucesorios

de la corona francesa (Felipe VI de Valois había sido proclamado rey de

Francia en 1328 excluyéndose, entre otros candidatos al trono, a Eduardo

III de Inglaterra, que como nieto por vía materna de Felipe IV de Valois

podría haberlo reclamado), Eduardo III proclamó la ilegitimidad del

Valois y rompiendo con París reclamó para sí la doble corona de Francia

e Inglaterra. Comenzaba una guerra que habría de durar más de un siglo y

en la que Juana de Arco jugaría un papel determinante.

 

No menos importante que el enfrentamiento entre ambas coronas en el

devenir de la guerra de los Cien Años fueron los respectivos conflictos

internos. La resistencia de Escocia a la hegemonía inglesa tenía su

contrapartida francesa con los problemas de los reyes franceses en

Artois, Flandes o Bretaña, por poner algunos ejemplos. Además, las

tensiones cortesanas de carácter político contribuían a un mayor

envenenamiento de la situación. La intensidad de estas exigencias

internas motivó la relajación de la tensión anglo-francesa en varios

períodos, si bien la cuestión de fondo permanecía sin resolver. Cuando

en 1412 nació Juana el conflicto bélico continuaba por tanto abierto,

pero ¿cuál era la situación concreta de Francia e Inglaterra entonces?

 

El brillante reinado de Carlos V (1364-1380) había concluido con una

auténtica recuperación del prestigio real francés; el control de los

conflictos internos parecía por fin una realidad y los acuerdos

alcanzados en los territorios de influencia inglesa parecían garantizar

una calma relativa. Pero a su muerte, la minoría de edad de su heredero,

Carlos VI, impuso un período de regencia en el que rápidamente se

configuraron en la corte grupos de poder enfrentados tanto por su forma

de entender la política como por sus intereses particulares. La

conclusión de la regencia en 1388 no puso fin a la situación pues las

muestras de locura evidente del rey desde 1392 sólo contribuyeron a

agravarla. En este escenario de facciones políticas, dos actores

destacaban particularmente: el duque de Borgoña, Juan sin Miedo, y el

duque Luis de Orleans. El primero simpatizaba con la línea política más

reformista defendida principalmente por la facción cortesana de los

burgueses recientemente ennoblecidos, eran los llamados «borgoñones». El

segundo era una de las cabezas visibles de la facción contraria a los

reformistas e integrada por la vieja nobleza emparentada con el rey,

eran los «armañacs». El asesinato de Luis de Orleans a manos de sicarios

de Juan sin Miedo en 1407 y la aplicación del reformismo furibundo de

los borgoñones generaron un enfrentamiento de tal calado que los

historiadores no dudan en referirse a él como guerra civil. Hacia 1412

la situación estaba completamente descontrolada. Ambas facciones

pugnaban por hacerse con los resortes del poder en Francia y para ello

no dudaron en pedir apoyo militar a Enrique IV de Inglaterra. En

palabras del profesor de Historia medieval Emilio Mitre, «después de más

de veinte años de tregua, la guerra civil y la guerra internacional iban

a prender de nuevo en una Francia a la que la locura de un rey, la

frivolidad de una reina y la desmedida ambición de la alta nobleza

dejaban reducida a la impotencia».

 

Y obviamente Inglaterra no estaba dispuesta a dejar pasar semejante

oportunidad. La casa de Lancaster había accedido al trono inglés con

Enrique IV en 1399 tras destronar al rey legítimo Ricardo II. La

necesidad de asegurar su recién adquirido poder condujo al monarca a una

política de control interno férreo que consiguió sofocar los grandes

focos tradicionales de conflicto, especialmente Gales. Con las

cuestiones domésticas bajo control, la posibilidad de intervenir en

Francia so pretexto del conflicto entre borgoñones y armañacs parecía

cuando menos tentadora. Pero sería su hijo Enrique V, que le sucedió en

1413, quien verdaderamente decidió aprovecharla y lo supo hacer tan bien

que el mismo Shakespeare inmortalizaría su hazaña.

 

En el verano de 1415, Enrique V, tras dar por fracasadas unas

negociaciones diplomáticas con los armañacs, entonces en el poder, que

no colmaban sus expectativas (se le había ofrecido Aquitania pero se le

negaba Normandía) consideró que había llegado el momento propicio para

intervenir militarmente en Francia. La división interna jugaba a su

favor y si bien contaba con la oposición de los armañacs, el apoyo de

los borgoñones parecía probable. Sin embargo, una vez desembarcado en

territorio francés y tras asediar y ocupar Harfleur, la lluvia y la

disentería pusieron en jaque su operación. El rey inglés no dudó en

replegar sus fuerzas hacia Calais pero cuando lo hacía fue interceptado

por un gran ejército reclutado por los armañacs. La batalla de Azincourt

es sin lugar a dudas una de las más conocidas de la época medieval. La

derrota de la mayor parte de la nobleza francesa a manos de un grupo de

hombres de armas y arqueros comandados por Enrique V cuando todo hacía

presagiar la derrota inglesa adquirió rápidamente el carácter de

epopeya. Cayeron quinientos ingleses pero el número de bajas del bando

francés fue diez veces superior. Cuando poco tiempo después un

triunfante Enrique V regresase a Inglaterra pocos se atreverían a poner

en duda sus posibilidades de éxito.

 

Una vez asegurado el apoyo de los borgoñones mediante un pacto con el

duque de Borgoña por el que éste se comprometía a reconocer vasallaje al

rey inglés cuando hubiese logrado hacer realidad la doble monarquía

anglo-francesa, y con un bando armañac hundido tras la derrota de

Azincourt, Enrique V volvió a desembarcar en Normandía en 1417. Desde

entonces y en sólo dos años fue engarzando una victoria tras otra

(Bayeux, Alençon, Vire, Saint-Lô, Rouen…) mientras Francia se

descomponía en luchas intestinas. El asesinato de Juan sin Miedo, cabeza

del bando borgoñón, a manos de los armañacs terminaría de precipitar la

situación: el 21 de mayo de 1420, borgoñones e ingleses firmaron el

Tratado de Troyes. Por él se reconocía al demente Carlos VI como rey de

Francia hasta su muerte, pero se pactaba el matrimonio de Enrique V con

su hija Catalina y se le reconocía como heredero de Francia, es decir,

que a la muerte de su suegro se convertiría en rey de Francia e

Inglaterra. Controlar hasta entonces como regente, y con el apoyo

borgoñón, a un rey loco resultaba mucho más sencillo que eliminarlo

cometiendo regicidio.

 

El único obstáculo era la existencia de un hijo del monarca francés, el

delfín Carlos, que entonces contaba diecisiete años, pero el tratado

también se ocupaba de él. La connivencia de la reina con el bando

borgoñón vino a facilitarlo aún más: según el Tratado de Troyes, el

delfín Carlos era «ilegítimo», lo que corroboró su madre, y «reo de

horribles crímenes y delitos», pues el asesinato de Juan sin Miedo se

había producido en su presencia, y como tal no podía acceder al trono.

Sin embargo, el «supuesto delfín del Vienesado», como se referían a él

los firmantes del tratado, se convirtió para buena parte de los nobles

franceses en el símbolo de la oposición al invasor inglés. Frente a un

acuerdo impuesto a un rey enfermo mental y la ruptura de la línea

sucesoria directa, el delfín Carlos encarnaba la independencia de la

corona francesa y la continuidad dinástica por vía directa de los

Valois. En consecuencia, de forma paralela al aparato de gobierno

organizado por ingleses y borgoñones en París, en la zona sur de Francia

se organizaba otro en torno al delfín. Y en aquellas circunstancias de

forma súbita sucedió lo que nadie podía imaginar, que una campesina de

diecisiete años fuese la encargada de restituirle la corona.

 

 

 

La voz de Dios: de Domrémy a Orléans

 

El mundo en que nació y creció Juana fue pues el de las dos Francias

tradicionalmente definidas en los libros de historia: la «Francia

inglesa», defensora de la tesis de la doble monarquía, y la «Francia

francesa», que la rechazaba. Cuando se firmó el Tratado de Troyes Juana

de Arco sólo tenía ocho años, pero tanto sus consecuencias como el

contexto de conflicto de décadas estuvieron presentes en su vida desde

el comienzo. Domrémy, el pueblo de Juana, estaba situado en la antigua

frontera carolingia entre Francia y Lorena, y por tanto en una zona que

era escenario habitual de los enfrentamientos entre los duques de

Orleans (armañacs) y los de Borgoña (borgoñones). Domrémy pertenecía a

la Francia francesa, pero Maxey, el pueblo vecino, pertenecía a los

duques de Borgoña. Las «luchas» por la corona de Francia eran, como ha

indicado Georges Duby, parte de los juegos cotidianos de los niños de

ambos pueblos. Y no sólo eso, las luchas reales entre

ingleses-borgoñones y bandas profrancesas de Lorena estuvieron asimismo

presentes en la infancia y juventud de Juana.

 

Cuando cumplió diez años la situación política dio un nuevo vuelco, pues

en 1422 murieron Enrique V y el demente Carlos VI de forma prácticamente

simultánea, con apenas dos meses de diferencia. El heredero del rey

inglés era un niño de meses, Enrique VI, por lo que el control de

Francia quedó en manos de los duques de Borgoña y de Bedford que

actuaron, sobre todo el segundo, como regentes. Por su parte, los

partidarios del delfín Carlos procedieron a reconocerle como rey aunque

no hubiese sido proclamado de modo ortodoxo. Carlos VII aparecía así

como un rey no consagrado (tradicionalmente los reyes franceses eran

coronados y ungidos con los santos óleos en una ceremonia de

consagración), débil y lleno de dudas sobre la legitimidad de su propio

origen. Frente a él el duque de Bedford estaba dispuesto a manejar con

mano dura el gobierno y a continuar asegurando el dominio inglés en

Francia. Como muestra de ello, en 1428 el regente decidió proceder a la

toma de una ciudad clave para hacerse con el control del valle del

Loira: Orleans.

 

El ejército inglés y un pequeño contingente de borgoñones iniciaron el

asedio de Orleans tratando de aislarla del exterior. Para ello

construyeron un red de bastillas (fortificaciones) a su alrededor que

impedía tanto la comunicación como la llegada de suministros. El hambre,

la enfermedad y la desesperación se encargarían de hacer el resto. En la

primavera de 1429 los habitantes de Orleans plantearon seriamente la

capitulación. Y justo entonces apareció a sus puertas una tropa de

partidarios de Carlos VII cuyo estandarte lo portaba una joven

desafiante vestida de hombre que cambió el curso de los acontecimientos.

 

Pero antes Juana de Arco había tenido que convencer a Carlos VII de que

precisamente ella era la llamada a liberar Orleans y a devolverle la

corona de Francia. ¿De dónde procedía su propio convencimiento? La misma

Juana lo aclaró a cuantos quisieron preguntarle y a quienes la juzgaron

para después condenarla: de la voz de Dios. Con sólo trece años Juana

comenzó a escuchar una voz que, según declaró, oyó por primera vez en el

jardín de su padre un mediodía de verano. Varias veces por semana la voz

le decía que debía abandonar su casa pues tenía por misión salvar a

Francia y hacer de Carlos VII su rey. La fuerte religiosidad de Juana y

el convencimiento de haber sido elegida como instrumento para establecer

la voluntad de Dios condujeron a la entonces adolescente a tomar un

voto, el de mantenerse virgen por el resto de su vida. La castidad de

Juana suponía una decisión consciente de desarrollar una vida al margen

de lo que la sociedad de su tiempo consideraba como ideal para toda

muchacha que no hubiese ingresado en un convento, el matrimonio. Para

ello no sólo era necesario una firme voluntad sino también un carácter

enérgico dispuesto a asumir las consecuencias de escoger una vía propia

frente a un modelo imperante. Aunque las fuentes no permiten

establecerlo con certeza, parece que cuando el padre de Juana consideró

que había llegado el momento de empeñar su palabra en el matrimonio de

su hija, que contaba dieciséis años, tuvo que aceptar que ésta no

respondiese por ella. Juana de Arco no había sido escogida para una vida

ordinaria.

 

La voz, o las voces, ya que Juana llegaría a declarar que lo que había

oído en el jardín de su casa eran las voces del arcángel san Miguel y

varios ángeles que le llevaban la voz de Dios, la acompañaron hasta el

final de sus días. ¿Santidad o locura? Desde la opinión, todo puede

argumentarse; desde el punto de vista histórico, la única respuesta

posible es sin duda alguna el misticismo. Desde el siglo XII, en el

contexto de florecimiento de nuevas formas de religiosidad que trajo

consigo la difusión de múltiples corrientes consideradas heréticas,

muchas mujeres habían adoptado formas de vida religiosa que no pasaban

por su ingreso en un monasterio. La adhesión a una herejía era la

actitud más extrema, pero sin llegar a ese punto existían otras vías

para las mujeres que no sentían que la vida cotidiana y la expresión

religiosa que en ella cabía fuesen suficientes. La profesora Adeline

Rucquoi en sus trabajos sobre la mujer medieval apunta cómo el

misticismo fue una de las máximas expresiones de esta libertad interior.

En sus palabras, las grandes místicas de la Edad Media como Hildegarda

de Bingen o Catalina de Siena «toman la palabra ante los grandes de este

mundo como mensajeras de Dios». Y eso mismo hizo Juana de Arco, cuya

libertad de espíritu la llevaría a mantenerse en sus principios aun

cuando fuese a costa de su vida, y cuya fortísima religiosidad quedaría

patente en los interrogatorios del proceso judicial que la llevó a la

hoguera. En ellos Juana declaró haber aprendido todo lo que sabía en

materia de fe de su madre, si bien es igualmente cierto que, como indica

el profesor Duby, en su formación espiritual la presencia entonces

frecuente de miembros de órdenes mendicantes que predicaban en el campo

debió de jugar un papel notable. Probablemente fue de ellos de donde

Juana extrajo sus conocimientos sobre la vida de los santos.

 

Curiosamente, entre los santos más populares de la época se encontraban

san Miguel, santa Catalina de Alejandría y santa Margarita, y Juana

afirmaría haber escuchado las voces de los tres. Además, santa Catalina

había decidido permanecer virgen y santa Margarita había abandonado su

casa con hábitos de hombre y el pelo cortado. Parece evidente que en la

imagen de los santos, y más concretamente en la de las santas místicas,

Juana encontró un modelo con el que se identificaba. Cuando con

dieciséis años expuso a su padre las razones por las que debía abandonar

Domrémy su fe en ellas era absoluta y nada pudo hacer para detenerla.

 

Según Juana, san Miguel le había dicho que debía dirigirse a la vecina

localidad de Vaucouleurs y allí solicitar ayuda a su capitán Robert de

Baudicourt —conocido armañac— para que pudiese ser conducida a presencia

de Carlos VII. En 1428, con auxilio de uno de sus tíos Juana consiguió

llegar a Vaucouleurs, aunque una vez allí Baudicourt se negó a recibirla

en varias ocasiones. Pese a ello no desistió y quizá por eso o quizá

porque en torno a Juana había empezado a formarse un grupo de seguidores

que comenzaban a creer que una joven campesina virgen había llegado para

salvar a Francia después de que se perdiese por los pecados de una

reina, Baudicourt terminó accediendo a prestar unos hombres armados que

junto con él la acompañarían al encuentro de Carlos VII en su castillo

de Chinon. Cuando Juana estuvo segura de que por fin su misión se había

puesto en marcha tomó otra decisión que la marcaría por siempre:

abandonó sus vestidos de mujer, se vistió al modo de un hombre y se

cortó su melena. Según Georges Duby, cuando llegó a Chinon la corte de

Carlos VII contempló a una mujer vestida con «justillo negro, calzas,

ropón corto de un gris oscuro, cabellos negros cortados en círculo y

sombrero negro sobre la cabeza». A comienzos del siglo XV era algo digno

de verse.

 

Tras once días de viaje en los que la comitiva atravesó un amplio

territorio bajo dominio inglés sin encontrar oposición alguna, Juana

llegó a Chinon causando tanta sorpresa como inquietud. A través de

Baudicourt envió una misiva al delfín en la que solicitaba que éste la

recibiese. ¿Debía creer Carlos VII en una campesina iluminada que vestía

como un hombre y afirmaba poder devolverle la corona de Francia? Era

necesario no poner en peligro el precario prestigio del delfín, así que

se formó una comisión de teólogos que durante seis semanas examinó a la

misteriosa doncella. Sus costumbres religiosas fueron observadas con

detalle, como también lo fue su comportamiento público y privado. Nada

parecía indicar que fuese una impostora. Aun así Carlos VII le pidió una

señal de que había sido elegida por Dios, a lo que Juana replicó que la

señal se mostraría ante la sitiada ciudad de Orleans. Convencido de la

honestidad de Juana, el joven Valois accedió a poner bajo su mando un

pequeño ejército con el que liberar la plaza. Y la señal se produjo.

 

 

 

Un reino para el rey de Francia

 

Cuando las tropas de Juana llegaron a Orleans su fama había comenzado a

correr por toda Francia. Ella sabía que debía combatir para liberar la

ciudad, pese a lo cual intentó convencer a los ingleses por la vía

diplomática de que abandonasen el sitio. Según los documentos de su

primer proceso, Juana les envió una carta antes de iniciar las

operaciones: «Rey de Inglaterra y vos, duque de Bedford, que os

denomináis regente del reino de Francia (…) entregad a la Doncella, que

ha sido enviada por Dios, rey del cielo, las llaves de todas las

ciudades que habéis usurpado y violado en Francia (…) si no obráis de

esta manera, soy jefe de guerra y os aseguro que en cualquier parte de

Francia donde encuentre partidarios vuestros, los combatiré, los

perseguiré y los haré huir de aquí quieran o no». Las negociaciones

fracasaron y Juana de Arco, una mujer sin formación militar, dirigió el

ataque.

 

El 4 de mayo de 1429, las tropas de Juana tomaron la bastilla de

Saint-Loup, y en los días siguientes la de los Agustinos y la de

Tourelles. El 8 de mayo los ingleses, incapaces de reaccionar ante el

empuje de una campesina que parecía tocada por Dios pese a estar herida,

decidieron levantar el sitio. El triunfo militar era indiscutible y el

efecto psicológico que se originó por la victoria no podía ser más

beneficioso para los intereses franceses. Una mujer había derrotado a

los ingleses. No era posible un ridículo mayor. El 18 de junio Juana

volvió a derrotarlos en Patay cuando trataban de cortar su avance. El

prestigio inglés parecía irrecuperable.

 

La señal se había producido y Juana había sido el instrumento de la

voluntad de Dios ante los ojos de todos, en consecuencia la consagración

de Carlos VII por fin podía producirse. El 17 de julio de 1429, en la

catedral de Reims, como era costumbre entre los reyes franceses, y

acompañado por Juana de Arco, el heredero de la casa de Valois era

coronado y ungido como rey de Francia. El Tratado de Troyes saltaba por

los aires y lo hacía de la mano de un campesina que había devuelto la

corona a su rey. A partir de ese momento Carlos VII y sus partidarios

depositaron en Juana el peso de las operaciones militares contra los

ingleses. Ya antes de la coronación Juana había ganado Troyes y en el

verano de 1429 ocuparía Laon, Senlis y Soissons.

 

París seguía siendo foco de la resistencia borgoñona y Juana había

prometido a Carlos VII sofocarlo. A finales de agosto la heroína de

Orleans llegaba a Saint-Denis en las afueras de París, pero a partir de

entonces la suerte de Juana comenzó a cambiar. En la puerta de Saint

Honoré de la ciudad sufrió su primera derrota militar. No faltaron los

agoreros que vieron en la derrota una señal muy diferente a las

anteriores: el abandono de Dios. El invierno se avecinaba y las arcas de

Carlos VII estaban exhaustas, por lo que la vía de la negociación empezó

a ser vista por el monarca y buena parte de sus partidarios como la más

adecuada para lograr sus objetivos. El inicio de conversaciones con el

duque de Borgoña no podía ser del agrado de Juana pues concebía su

misión en otros términos. De ahí que ante la falta de fruto de las

negociaciones, Juana de Arco decidiese abordar una nueva empresa:

levantar el cerco de Compiègne. El pequeño grupo de partidarios con el

que contó para la ocasión cayó derrotado al iniciar el ataque y ella

misma fue apresada por los borgoñones. Su captor, Juan de Luxemburgo, no

dudó ni un segundo en ofrecer la prisionera a los ingleses, quienes

habrían dado cualquier cosa por hacerse con ella.

 

Diez mil francos fue el precio por el que Juana fue vendida. La compra

la gestionó en nombre de los ingleses el obispo de Beauvais, Pierre

Cauchon —acérrimo borgoñón y enemigo declarado de Carlos VII—, mientras

Juana estaba presa en el castillo de Beaurevoir. Tras varios intentos de

fuga, incluido un salto desde la torre del castillo al que sobrevivió

milagrosamente, no parecía fácil decidir el lugar en el que podía estar

a buen recaudo. Superadas las dudas iniciales sobre quién debía dirigir

el proceso al que someterían a la prisionera, ésta fue conducida a Ruán,

donde el 3 de enero de 1431 el rey de Inglaterra encargó a Cauchon la

instrucción del caso.

 

Juana acabó recluida en una celda estrecha, sin alimentos ni bebida en

buen estado, vigilada por hombres y privada de recibir los sacramentos.

Entre el 9 de enero y el 20 de febrero tuvieron lugar diez sesiones

preliminares para preparar el interrogatorio que comenzó el día 21. En

sus respuestas mostró inteligencia y firmeza de convicciones y mantuvo

constantemente que escuchaba voces enviadas por Dios. A finales del mes

de marzo los jueces procedieron a leer los setenta artículos que

componían su acusación. Se la acusaba de haber disuadido a Carlos VII de

conseguir la paz incitándole al derramamiento de sangre y se la

consideraba sospechosa de varios crímenes por cuestiones de fe

(herejía). Sus afirmaciones se consideraron invenciones blasfemas. No se

le dejó ni un resquicio para su defensa.

 

Agotada por el acoso y las argucias inquisitoriales, también fue

amenazada con los instrumentos de tortura. El 9 de mayo se los

mostraron, algo que el tribunal consideró suficiente por el momento. A

finales de ese mismo mes, en el cementerio de Saint Ouen, Cauchon

arrancó a Juana su único momento de debilidad al lograr que firmase la

abjuración de sus errores y aceptase vestirse de mujer. Después de eso

el obispo de Beauvais pronunció su sentencia: «Es así como tú, Juana,

llamada vulgarmente la Doncella, has sido convencida de varios errores

en la fe de Jesucristo, por lo cual has sido llamada a juicio y has sido

escuchada… Por ello y para que hagas penitencia saludable te hemos

condenado y condenamos con sentencia definitiva a cadena perpetua, con

pan de dolor y agua de tristeza».

 

Pero la condena no era bastante para los enemigos de Juana que sabían

que cualquier nueva debilidad de la acusada podía conducirla a la

hoguera. Y la debilidad sucedió, pues el 28 de mayo Juana volvió a

vestir ropa de hombre. Se ha apuntado la posibilidad de que la

agredieran sexualmente y de que adoptara las ropas masculinas como un

modo de intentar protegerse de sus propios carceleros. Sea como fuere,

cuando los jueces interrogaron nuevamente a Juana por los motivos que la

habían llevado a retractarse de lo dicho en Saint Ouen ella afirmó que

lo hacía por su propia voluntad, que consideraba más conveniente portar

hábito de hombre mientras estuviese entre hombres y que nunca había

escuchado el juramento por el que supuestamente había renunciado a él.

Con esas afirmaciones sus enemigos tenían más que suficiente para poder

acusarla de reincidencia en sus pecados.

 

La mañana del 30 de mayo, en la plaza del Mercado Viejo de Ruán, Pierre

Cauchon leyó a Juana su sentencia. Se la excomulgaba por haber «mostrado

falsamente signo de contrición y penitencia», haber «perjurado en el

santo y divino nombre de Dios, blasfemado condenablemente» y mostrarse

como «incorregible hereje», es decir, se la condenaba por relapsa.

Pronunciada la sentencia, fue entregada a la justicia secular y sin que

mediase como era habitual una sentencia laica, el procurador de Ruán la

condujo al lugar donde debía ser quemada. La Doncella de Orleans murió

con sólo diecinueve años.

 

Resulta cuando menos sorprendente que Carlos VII, que debía su corona a

Juana, no tratase de hacer nada para rescatar a la joven. Según parece,

tanto él como sus consejeros consideraron una buena idea apartar del rey

a una adolescente iluminada que había comenzado a cosechar fracasos

militares y que se mostraba defensora a ultranza del enfrentamiento

bélico con los ingleses frente a la negociación diplomática. Lo cierto

es que hasta 1449, fecha en que Carlos VII entró en Ruán tras su

liberación, éste no ordenó que se comenzase a recabar información sobre

el proceso que había tenido lugar en 1431. Ya en 1450 se inició la

revisión del proceso para reivindicar la memoria de Juana. Su

rehabilitación solemne sería proclamada por el inquisidor Jean Brehal y

el arzobispo de Ruán Guillaume d’Estouteville seis años más tarde.

 

El eco de la muerte de Juana de Arco recorrió toda Europa. La figura de

la campesina guerrera guiada por Dios había conmovido a sus

contemporáneos. El proceso claramente sólo había sido la conversión de

una cuestión política en una cuestión de fe. Deslegitimando a Juana y a

su misión se deslegitimaba a Carlos VII, de ahí la importancia que para

los ingleses y sus aliados tenía el condenarla por herejía. Muchos

siglos más tarde la Iglesia la reconoció no como hereje sino como santa,

siendo beatificada en 1909 y canonizada en 1920. El legado de Juana de

Arco llegó mucho más lejos de lo que ella misma pudo imaginar jamás. La

Historia la convertiría en la personificación del espíritu nacional

francés, de la independencia y la dignidad de un país que aún hoy rinde

homenaje a la Doncella de Orleans.

 

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