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lunes, 10 de enero de 2022

Los grandes personajes de la historia: RICARDO CORAZÓN DE LEÓN



El rey de las cruzadas



Tuvo una vida corta y un reinado fugaz, tan sólo de diez años. Sin

embargo, dejó un recuerdo perdurable por generaciones no sólo entre sus

vasallos sino en el conjunto de Europa, que hizo de él un ejemplo de

rey, de soldado, de cristiano y de caballero. Fue hijo del fundador de

un poderoso imperio que abarcaba desde la frontera escocesa al norte

hasta los Pirineos al sur, y continuó una historia de rivalidad con el

reino de Francia que perduraría durante siglos y que sólo finalizaría

tras un baño de sangre que afectó a generaciones enteras. No nació

heredero al trono, privilegio que le correspondía a su hermano mayor,

pero cuando llegó a ser el primero en la línea de sucesión demostró que

estaba capacitado para asumir la dura tarea que se avecinaba. La Tercera

Cruzada, su prolongado cautiverio en Centroeuropa y las luchas con el

rey de Francia en sus territorios continentales le mantuvieron demasiado

tiempo alejado de su reino, que supo sin embargo administrar sabiamente

mediante leales consejeros. Su temprana muerte no hizo sino acrecentar

la leyenda de un rey ausente pero virtuoso y amante de su pueblo. Ésta

es la historia de Ricardo I de Inglaterra, llamado Corazón de León.



El siglo XII fue el siglo del desarrollo de la caballería en Europa no

sólo como una forma de entender la guerra, sino como una cultura y una

forma de practicar las relaciones sociales por parte de la nobleza. De

un caballero no se esperaban sólo excelentes aptitudes militares, sino

también una educación esmerada, un trato exquisito hacia los demás,

especialmente hacia las mujeres y los desvalidos y a ser posible la

capacidad para cultivar las artes propias del llamado «amor cortés», la

poesía y la música. Durante la Edad Media, uno de los modelos

perdurables de caballero fue Ricardo I de Inglaterra, un rey de reinado

corto y ajetreado, alejado de su reino al ocuparse de intereses que hoy

en día podrían parecer muy lejanos a los de sus vasallos. Entonces, ¿por

qué fue un rey que penetró tan rápidamente en la imaginación popular

dejando una imagen de impecable ejemplaridad? ¿Fue realmente un buen rey

para su pueblo o dilapidó su tiempo, esfuerzo y dinero en aventuras

lejanas y poco provechosas?



Parte de las respuestas a estas preguntas dependen del complejo

escenario político internacional en el que se desarrolló su vida y su

tarea de gobierno. Los intereses de Inglaterra no se limitaban al sur de

la isla de Gran Bretaña, sino que comprendían toda la fachada atlántica

de la actual Francia. El padre de Ricardo, el rey Enrique II de

Inglaterra, por herencia de sus padres y por su matrimonio con Leonor de

Aquitania, era no sólo rey del reino insular, sino además duque de

Normandía, de Aquitania y conde de Anjou, títulos que le hacían

gobernante de un territorio en Francia más extenso que el del propio rey

de Francia. Esto complicaba sobremanera sus relaciones con el rey Luis

VII, de la dinastía de los Capeto, a quien Enrique debía fidelidad ya

que poseía sus feudos continentales como su vasallo. Además, el hecho de

que la reina de Inglaterra, Leonor de Aquitania, hubiese estado casada

en primeras nupcias con el rey francés, que entre otros motivos la había

repudiado por no darle heredero varón, no facilitaba las relaciones

entre los que eran los dos reyes más poderosos de Europa occidental.



Asimismo, Francia no sólo se dividía entre los territorios que obedecían

a Luis VII y Enrique II de Inglaterra, sino que toda la parte

meridional, ribereña con el Mediterráneo, eran feudos de los poderosos

condes de Tolosa, la tercera fuerza política que se disputaba el poder

en el país. Por tanto el escenario francés era sumamente intrincado,

dificultaba las relaciones internacionales y el mantenimiento de la paz,

y exigía de sus protagonistas el desarrollo de una gran actividad

política, diplomática y militar de forma constante si querían adquirir

ventaja sobre sus enemigos. Sin embargo, todo esto en principio no

tendría que haber afectado a la vida de Ricardo, ya que cuando nació no

era el heredero al trono de su padre, era tan sólo un segundón de los

que tantos problemas y quebraderos de cabeza daban a sus padres en la

Edad Media, sobre todo si éstos eran poderosos, como era el caso del rey

Enrique de Inglaterra.







El cachorro de león



Ricardo nació el 8 de septiembre de 1157 en el palacio real de Oxford,

era el tercer hijo varón de los reyes Enrique y Leonor, aunque el

primero de sus retoños, Guillermo, había muerto el año anterior a la

edad de tres años. Por tanto era el segundogénito varón, que seguía a su

hermano mayor, Enrique, en la sucesión al trono de Inglaterra. Su padre

no llevaba mucho tiempo ciñendo la corona, ya que había accedido al

trono en 1154 al morir el rey Esteban de Inglaterra, primo de su madre,

y con ello había instaurado una nueva dinastía, la de los Plantagenet o

Angevinos (nombre que deriva de su condición de conde de Anjou). Cuando

nació su hijo en Oxford y durante sus primeros años de vida, estuvo

ausente ocupándose de asentar su dominio en los amplios territorios que

dominaba en Francia. Su acceso al trono había supuesto un cambio

dramático en las relaciones de poder dentro del reino galo y el período

entre 1154 y 1177 fue de guerra latente entre ambos reinos, situación

que de forma intermitente se repetiría durante el resto de la vida del rey.



La educación del joven príncipe corrió por tanto a cargo de su madre,

mujer de cultura y talento excepcionales, que no sólo le formó en las

tareas propias de la realeza o la nobleza medievales, como la caza o el

ejercicio de las armas, sino que le dotó además de una educación

literaria y artística. Según John Gillingham, profesor emérito de

Historia medieval de la London School of Economics and Political

Science, «en las leyendas Ricardo aparece como un inglés sin ningún

aprecio por los franceses, pero en vida no fue así en absoluto. Sus

padres fueron franceses, hablaba francés y provenzal (la lengua del sur

de Francia), por cultura y educación era un francés integral. Es cierto

que tuvo una educación excelente, sabemos que componía canciones y

versos en francés y provenzal, y es que sabía leer y escribir

perfectamente francés. También sabemos que leía latín ya que gastaba

bromas acerca de la gramática latina a costa de un arzobispo de

Canterbury que no era tan culto como él. De acuerdo con la educación

tradicional y leyendo sus cartas, Ricardo se encontraba entre los

príncipes más cultos de la Europa de esos días». Dentro de esta

educación el ideal caballeresco tuvo un papel importante, ya que en el

siglo XII la ideología y la cultura de la caballería estaban

completamente definidas. En compañía de su madre pudo escuchar y

disfrutar de los cantares de gesta franceses que le inculcaron un gusto

por las acciones guerreras y por el ideal de caballero, cuya aspiración

última era velar para que el ejercicio de la violencia se hiciese por

una causa justa. Su educación incluía además el ejercicio de otras

habilidades, como el juego del ajedrez, ya que, como señala el profesor

Gillingham, «en aquella época muchos pensaban que el ajedrez era un

juego entre dos pequeños reinos en el que los jugadores aprendían el

arte de gobernar mientras administraban sus recursos, por eso se

consideraba el ajedrez como un buen ejercicio para aprender a superar

las dificultades reales de la vida».



Pronto tendría que poner en marcha su aprendizaje en cuestiones de

estrategia, política y guerra pues, a medida que crecía, se iba haciendo

más evidente que entre el rey Enrique, hombre dominante y celoso, y sus

hijos las desavenencias irían en aumento. Ricardo era el segundo de

cuatro hermanos varones: Enrique era mayor que él, y Godofredo y Juan,

menores. Los cuatro pronto aspiraron a obtener en herencia alguno de los

territorios del vasto imperio paterno e incluso alguna misión o gobierno

como representantes de su padre mientras éste viviese. Pero Enrique no

se mostraba muy inclinado a confiar en sus hijos. En 1170 daría el

primer paso de un cambio progresivo de actitud, asociando al trono como

su legítimo heredero a su primogénito, Enrique el Joven. Quizá una

explicación de este cambio sea que el nacimiento de un heredero al trono

de Francia, al tener por fin el rey Luis VII el tan ansiado hijo varón,

era una señal de que el futuro podía ser complicado e inestable. En

palabras de David Bates, medievalista de la Universidad de East Anglia,

«el nacimiento de Felipe Augusto en 1165 fue un suceso muy importante en

la historia de los Capeto, pero especialmente para el futuro de Ricardo

Corazón de León. Al cabo de muchos años intentando tener un sucesor, el

rey de Francia tuvo un hijo que sería el heredero del poder y el

prestigio familiar. En la época medieval, un período muy militar, un

hijo que pudiera manejar la espada y dominar una sociedad muy masculina

era absolutamente vital».



Poco después el viraje de Enrique hacia sus hijos se confirmó y

encomendó a un Ricardo de tan sólo quince años el sometimiento de

algunos varones díscolos de las posesiones de Aquitania. El encargo no

era baladí, ya que la importancia de la región era capital para el

imperio angevino. En palabras del profesor Gillingham, «el ducado de

Aquitania cubría grandes extensiones de tierras ricas y prósperas,

particularmente los estratégicos puertos de Burdeos y La Rochela desde

los que se comerciaba con las más importantes mercancías de la Europa

medieval; desde ellos se exportaba vino y sal». La actuación militar del

joven Ricardo fue brillante, y comenzó a forjar su fama como gran

guerrero e inteligente estratega. Permaneció en Aquitania administrando

los territorios de su padre en su nombre y empezando a foguearse en el

terreno resbaladizo y peligroso de la política francesa. En 1179, tras

la muerte de Luis VII, acudió a la coronación de su sucesor, Felipe II,

al que con el tiempo llamarían Felipe Augusto, y que acabaría por

convertirse en el enemigo más encarnizado de Ricardo. La razón

primordial de esta rivalidad que degeneró en enfrentamiento era el deseo

del rey francés de reincorporar los terrenos de los angevinos a la

corona de Francia y para ello no dudó en inmiscuirse en las disputas

familiares de Enrique II con sus hijos. En opinión del profesor Bates,

«lo que Felipe intentaba hacer era tan sólo causar problemas, socavar la

moral de los angevinos para mantenerlos permanentemente en vilo. Ricardo

se había estado peleando con su padre desde los quince años y también

sus hermanos se habían peleado con él y con su padre. Felipe Augusto

tenía muchas oportunidades de entrometerse y, al hacerlo, debilitar el

poder de la familia Plantagenet». En una de las disputas familiares

murió Enrique el Joven, en 1183, por lo que Ricardo pasó a ser el

heredero del trono de su padre, con el que las relaciones no mejoraron

ni lo harían después. Pero entonces un hecho cambiaría su vida

radicalmente, un acontecimiento que no llegaría ni de Inglaterra ni de

Francia, sino del extremo oriental del Mediterráneo.







De joven guerrero a rey cruzado



En el año 1187 toda Europa se vio estremecida por una noticia a la vez

política y religiosa. Casi un siglo antes, la Primera Cruzada había

culminado con la toma de Jerusalén en 1099 y con el establecimiento en

Anatolia, Siria y Palestina de unos estados latinos gobernados por

aristócratas de Europa occidental, siendo el más importante de ellos el

reino de Jerusalén. Las potencias musulmanas del entorno reaccionaron

violentamente a esta agresión, que había tenido éxito entre otras

razones debido a su división interna. El surgimiento de un jefe militar

poderoso y políticamente astuto, Salah-al-Din ben Ayyûb, que los

occidentales llamaron Saladino, permitió la reorganización de la

ofensiva musulmana, que culminó en la batalla de Hattin con la derrota

definitiva de los ejércitos cristianos, la toma de Jerusalén y el

desplome de los estados que habían fundado los cruzados. Al año

siguiente, Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano

Germánico, decidió vestir la cruz y emprender una campaña de auxilio

para los cristianos latinos de Oriente. El papa Clemente III recogió su

iniciativa y pidió a todos los reyes y caballeros cristianos la

participación en la empresa. Ricardo fue uno de los primeros en

contestar al llamamiento, y en noviembre de ese mismo año se comprometió

a participar en la expedición. Las motivaciones que tenía para actuar

así eran claras; según el especialista en las Cruzadas Jonathan

Riley-Smith, catedrático emérito de la Universidad de Cambridge, «que

aquel lugar que ellos habían liberado para el cristianismo y para Jesús

se hubiese perdido fue considerado un desastre, una humillación para la

cristiandad y una ofensa contra Dios. Por supuesto, en la edad de

Ricardo se tenían esas ideas, pero había otras razones muy acuciantes

por las que debía responder tan rápidamente como él lo hizo: sus

antepasados y otros habían tomado parte en las Cruzadas desde el

principio y sus primos eran los gobernantes de Jerusalén».



Pero no fue nada sencillo prepararse para la partida. En ese momento se

hallaba inmerso en un conflicto con su padre, que se resistía a

nombrarlo heredero de la corona inglesa. El rey Enrique, envejecido y

enfermo, inició una última campaña en Francia para doblegar a Ricardo,

que se había aliado con Felipe de Francia para defender sus intereses.

Finalmente los dos derrotaron al viejo rey, que tras ceder a las

exigencias de su hijo murió solo en el castillo de Chinon. Debido a que

era el mes de julio y el calor no permitía el traslado del cuerpo a

Grandmont, donde deseaba ser enterrado, recibió sepultura en la abadía

de Fontevraud, muy cercana a Chinon. Allí se le unirían con

posterioridad para su descanso eterno su esposa Leonor y el propio

Ricardo, y todavía hoy se pueden contemplar in situ las bellas efigies

escultóricas que adornan sus tumbas. Así, con treinta y un años, Ricardo

Plantagenet se dispuso a hacerse cargo de su herencia. El 20 de julio de

1189, en Ruán, se le invistió duque de Normandía en una ceremonia en la

que el arzobispo le ciñó la espada ducal y le otorgó el estandarte del

ducado. Sin perder tiempo cruzó el canal de la Mancha y fue coronado rey

de Inglaterra en la abadía de Westminster con el nombre de Ricardo I el

3 de septiembre. Su primera tarea fue la de poner paz tras los

conflictos familiares que habían dividido al reino, perdonando a los

partidarios de su padre, y preparar la expedición a Tierra Santa. Para

entonces se había unido a la iniciativa Felipe de Francia, aunque parece

que por motivos muy distintos. En opinión del profesor Bates, «Ricardo

fue a las Cruzadas por sentido del deber; Felipe Augusto probablemente

no tenía tanto entusiasmo sino que era una cuestión de prestigio: si uno

iba el otro tenía que ir». Por tanto se estaba preparando una magnífica

operación militar en la que participarían los tres monarcas más

influyentes del Occidente medieval, los de Alemania, Inglaterra y

Francia. Aunque la gran iniciativa estaba ya en marcha, para que se

lograse el gran objetivo de reconquistar Jerusalén había todavía mucho

por hacer.







Un rey contra los infieles



Para llevar a cabo la marcha hasta el Levante, Ricardo optó por una vía

distinta que la de sus compañeros. Si éstos se pusieron en marcha por

tierra (Federico Barbarroja hacia la península Balcánica y Felipe de

Francia hacia el sur de Italia), Ricardo optó por reunir una gran flota

con la que desplazarse directamente con su tropa, caballos, armas y

provisiones hacia el Mediterráneo, bordeando la costa de la fachada

atlántica francesa y a continuación la península Ibérica. En la

organización de la expedición demostró una capacidad excepcional para la

planificación y la organización. Como afirma el profesor Gillingham, «el

ajedrez es una cuestión de administrar los recursos militares y

económicos, mover los alfiles y las torres para conseguir los objetivos.

Ricardo fue famoso, particularmente en las leyendas, por ser un valiente

jinete a caballo penetrando entre las filas moras, pero yo considero que

su mayor capacidad fue una suprema capacidad de organización».



Sin embargo, antes de emprender el viaje tenía que asegurar la

integridad de sus territorios durante su ausencia. El gran punto débil

era una vez más las posesiones francesas del imperio angevino. Ricardo

logró llegar a un acuerdo con Felipe de Francia: mientras que los dos

estuviesen en Tierra Santa se respetarían mutuamente en sus posesiones y

el botín que obtuviesen de la guerra lo repartirían entre ambos. Pero

Ricardo todavía tenía que asegurarse de que el conde Raimundo V de

Tolosa no intentase aprovechar su ausencia, ya que había decidido no ir

a Palestina. Para solventar este problema optó por una vía diplomática,

concertando una alianza con el reino vecino de sus posesiones

continentales por su frontera meridional, Navarra. Acordó con el rey

Sancho VI el matrimonio con su hija Berenguela y partió hacia Sicilia,

donde debía reunirse con Felipe II. El profesor Gillingham valora así la

operación: «Era algo predecible que mientras Ricardo iba de Cruzada, el

conde de Tolosa atacase el ducado de Aquitania, por eso quería estar

seguro de que mientras estaba fuera hubiese un aliado que le guardara

las fronteras de Aquitania. ¿Con quién podría casarse? Con Berenguela de

Navarra. Era un matrimonio diplomático inteligentemente calculado para

suprimir la amenaza del conde que se quedaba en casa». No obstante, a

quien no gustó nada la concertación de la boda real fue a su entonces

aliado Felipe de Francia, que esperaba que el joven rey inglés se casase

con su hermana. En opinión del profesor Bates, «el matrimonio de Ricardo

con Berenguela echó por tierra un acuerdo de hacía más de veinte años.

Eso significaba que Ricardo ponía fin a cualquier esperanza de amistad

futura con los Capeto».



Sin esperar a celebrar el enlace Ricardo partió, acordando que su futura

esposa se le uniese en el camino. Corría el mes de julio de 1190. El rey

inglés efectuó una primera escala del viaje en Sicilia, donde se reunió

con Felipe de Francia, que sin embargo partió antes hacia Tierra Santa,

mientras que Ricardo permanecía en la isla italiana aguardando la

llegada de su futura esposa. Una segunda escala se efectuó en Chipre,

isla que conquistó en quince días con el objeto de utilizarla como base

en la retaguardia para las campañas de los cruzados. Allí se casaría con

Berenguela el 12 mayo de 1191 en la capilla del castillo de Limasol, y

poco después sería coronada reina de Inglaterra por el obispo de Evreux.



Para cuando por fin llegó a Palestina se encontró con que el ejército de

Felipe estaba ocupado en mantener el sitio de la ciudad de Acre,

sufriendo al tiempo la ofensiva del ejército de Saladino por la

retaguardia. La situación que se planteó no fue fácil puesto que la

tensión entre los dos reyes no había hecho sino aumentar durante el

viaje, y ya en tierra un nuevo motivo vendría a añadir más leña al

fuego. En este caso era la existencia de varios pretendientes al trono

de Jerusalén, lo que enfrentaba a ambos monarcas: Guido de Lusignan

contaba con el apoyo de Ricardo y Conrado de Montferrat era el candidato

de Felipe de Francia. Pese a la dureza de la adaptación al nuevo medio,

al hostigamiento del enemigo y a que el rey Ricardo padeció escorbuto

durante el asedio, éste culminó felizmente en julio de 1191, cuando la

guarnición musulmana de Acre terminó por rendirse. Fue una gran victoria

de los reyes inglés y francés, aunque hubo quien quiso aprovecharse de

los éxitos ajenos. Como recuerda el profesor Riley-Smith, «Ricardo y

Felipe estaban de acuerdo en repartir sus conquistas entre ellos. Como

vencedores del sitio de Acre deberían compartirlas, pero ¿qué es lo que

ocurrió? Que el duque de Austria desplegó de repente su estandarte sobre

las almenas reclamando una parte de Acre por derecho de conquista.

Algunos soldados ingleses arriaron, con razón, el estandarte del duque

de Austria Leopoldo». El altercado con el duque de Austria no tendría

consecuencias para Ricardo, por el momento.



Tras el esfuerzo de Acre, Felipe Augusto decidió dar por concluida la

aventura cruzada, por la que no sentía mucho entusiasmo, y se preparó

para regresar a Francia bajo promesa a Ricardo de no intentar

arrebatarle sus territorios mientras permaneciese en Palestina. Ricardo

optó por no volver e intentar conquistar Jerusalén, pero antes tenía que

solventar el problema que le planteaban los prisioneros de la guarnición

de Acre. Entre las condiciones de la rendición figuraba que Saladino

debería pagar un fuerte rescate por los cautivos, pero la fecha de plazo

para el pago había expirado y no había noticia del sultán. La tesitura

en que le dejaba no era nada cómoda para el rey, tal y como apunta el

profesor Gillingham: «La gente comenzó a sospechar que lo que Saladino

quería era que Ricardo se quedase en Acre, pero éste quería continuar la

campaña y dirigirse a Jerusalén. ¿Cómo podía hacerlo dejando a dos o

tres mil prisioneros en Acre a los que había que alimentar y

custodiar?». Con una crueldad inusitada, Ricardo ordenó la ejecución de

los prisioneros. Dos mil setecientos fueron ajusticiados para que las

mesnadas de Dios pudiesen avanzar en su piadosa campaña de recuperación

de los lugares sagrados de la cristiandad.



Cuando se aprestó con su ejército a salir para Jerusalén, Ricardo ya era

el jefe indiscutible de los cruzados y se había ganado fama de guerrero

de valor indiscutible, que le valió su sobrenombre de Corazón de León, y

talento militar frente a los infieles. Se decidió a seguir la marcha

hacia el sur antes de intentar adentrarse en Palestina con el objeto de

contar con el aprovisionamiento por mar de la flota inglesa. La marcha,

en unas condiciones climáticas adversas y con el hostigamiento continuo

del enemigo, fue durísima. Como señala el profesor Gillingham, «sólo

pudieron continuar porque la flota los seguía y los apoyaba desde la

costa, eso significaba que los heridos y los afectados por insolación

podían ser llevados a bordo de los barcos y otros hombres de refresco

tomaban el relevo en esta marcha increíble». En medio de esta odisea,

Saladino optó por cortarle el paso e intentar destruir sus fuerzas para

acabar de una vez por todas con los cruzados en Palestina. El choque de

los dos ejércitos se produjo en Arsuf, en el mes de septiembre. La

victoria fue para Ricardo, que supo utilizar con habilidad en el campo

de batalla el arma de choque de los cruzados, la caballería, que fue

lanzada en el momento justo para desbaratar las tropas enemigas.

Vencidos los infieles, siguió avanzando hacia el sur hasta conquistar el

puerto de Jaffa, que fue la base de operaciones desde la que intentó

alcanzar en varias ocasiones la Ciudad Santa. No pudo conquistarla

debido a la debilidad de sus líneas de suministros en un medio

claramente hostil.



Sin embargo, en mayo de 1192 comenzaron a llegar noticias inquietantes

desde Inglaterra. Pese a que había dejado a consejeros leales al cargo

del gobierno, los rumores y noticias que llegaban sobre un intento de

usurpación del poder por su hermano menor Juan, que conspiraba en este

sentido con Felipe Augusto, resultaron sumamente alarmantes. En opinión

del profesor Gillingham, «si la conspiración tenía éxito Ricardo era

consciente de que toda Inglaterra, toda Normandía y quizá Anjou se

perderían en su ausencia. Tenía que volver».







Un rey extraviado



Ante la posibilidad de una amenaza a su poder en su propia familia,

Ricardo se apresuró a entablar negociaciones con Saladino. En septiembre

acordó una tregua por la que los musulmanes se comprometían a respetar

el control cristiano de la costa desde Tiro hasta Jaffa y a respetar a

los peregrinos que quisiesen llegar a Jerusalén. Aunque en comparación

con los objetivos iniciales de la campaña estos logros puedan parecer un

fracaso en toda regla, no es ésa la opinión del profesor Riley-Smith:

«Lo que consiguió Ricardo fue algo inmenso; por supuesto que estaba muy

enojado por no haber podido tomar Jerusalén, pero su principal éxito fue

recuperar la costa. Además, la flota egipcia de galeras fue confinada a

un puerto desde donde podría hacer muy poco daño». Por tanto, la

supervivencia de los estados latinos de Oriente quedaba por el momento

garantizada y el hecho de que controlasen los puertos mediterráneos les

permitiría mantener el contacto con Europa occidental, para lo que

contaban además con la base de Chipre, conseguida gracias al esfuerzo

personal de Ricardo.



Pero antes de partir un hecho siniestro empañaría su labor en Tierra

Santa. Por una coalición de fuerzas de los cristianos de Oriente se

había visto obligado a aceptar en el último momento a Conrado de

Montferrat como rey de Jerusalén, decisión que le contrarió

profundamente. En palabras de Riley-Smith, «se encontraba ante el hecho

de que uno de sus adversarios iba a ser puesto al frente de Palestina y

de las conquistas que a él tanto le habían costado. El que un oponente

político y dinástico del rey de Inglaterra estuviera al cargo de

Palestina era demasiado para él; aunque estuviera a miles de kilómetros

de los territorios de Ricardo, Palestina significaba mucho para la gente

de aquellos tiempos. Hubiese sido una gran humillación para el trono de

Inglaterra y para los esfuerzos diplomáticos ingleses». La noche del 28

de abril de 1192, Conrado, guerrero respetado y oponente de Ricardo

dentro del bando cristiano de la Tercera Cruzada, murió asesinado.

Aunque no se pudo hallar a los culpables de la atrocidad, inmediatamente

se sospechó de Ricardo por lo oportuno del crimen y por su enemistad

personal con el pretendiente protegido de Francia.



Bajo la sombra de la sospecha zarpó Ricardo I de Inglaterra de la ciudad

de Acre el 9 de octubre de 1192 rumbo a su reino, pero no llegaría hasta

el 13 de marzo de 1194. Tan gran retraso en el regreso se debe a una

sucesión de desgracias en el viaje del rey. Por razones que no están

claras, su barco se separó de la flota inglesa y naufragó en el norte

del mar Adriático. Ricardo se vio entonces en la necesidad de seguir una

vía terrestre que atravesase Europa desde el Adriático hasta el mar del

Norte para embarcar de nuevo y llegar a Inglaterra. Para emprender el

viaje decidió mantener su identidad oculta, disfrazándose con unos pocos

acompañantes de mercaderes. Para algunos historiadores, como el profesor

Riley-Smith, la decisión no fue muy acertada: «¿Por qué decidió cuando

llegó a tierra viajar disfrazado? No tiene sentido. Quizá porque sabía

que viajaba por una Europa que estaba molesta con el asesinato de

Conrado». Las prevenciones del rey estaban justificadas. Cerca de Viena

fue detenido por soldados del duque Leopoldo de Austria. Como recuerda

Riley-Smith, «Conrado era primo de Leopoldo de Austria, primo del

emperador Enrique VI de Alemania y primo de Felipe de Francia. Los

Montferrat eran una familia muy inteligente…», por lo que su captor

tenía motivos para no sentir misericordia por el extraviado rey inglés.

Además, ahora tenía una oportunidad de oro para cobrarse el agravio que

le habían infligido los ingleses en la toma de Acre unos años antes.



El duque Leopoldo decidió que se encerrase a Ricardo en el castillo de

Dürnstein, a orillas del Danubio, donde comenzó un largo cautiverio. En

ese momento, privado de las armas y de la posibilidad de ejercitarse

físicamente, dedicó buena parte de su tiempo al cultivo de la poesía y

la música que había aprendido de niño junto a su madre y que serían unas

grandes aliadas para sobrellevar la que sin duda fue una de las

situaciones más dramáticas de su existencia. Christopher Page, profesor

de Música y Literatura medieval en la Universidad de Cambridge, señala

que «existe un manuscrito francés de finales del siglo XIII, quizá

compuesto dos o tres generaciones después de la muerte de Ricardo. Tiene

el rótulo “rey Ricardo” escrito sobre el primer verso de un poema con

música, de modo que nadie duda de que es de Ricardo Corazón de León. Son

suyas tanto la letra como la música ya que se refiere a su cautiverio.

Comienza: “Nadie puede cantar estando cautivo, a menos que esté muy

dolorido”, y continúa diciendo que maldecirá a sus amigos si le dejan

allí por dos inviernos más…». La noticia del cautiverio de Ricardo no

llegó hasta principios de 1193 y en torno a ella existe la leyenda, de

época medieval, de que fue gracias al trovador Blondel que se pudo

averiguar su paradero. Extrañado como otros muchos por la tardanza del

rey y sospechando que podía haber sido hecho prisionero por alguno de

sus numerosos enemigos, el juglar recorrió la ruta que debería de haber

seguido Ricardo en su regreso por tierra cantando junto a los fuertes y

prisiones una canción inglesa reconocible por su soberano. En Dürnstein

la habría reconocido efectivamente Ricardo, que le habría hecho llegar

algún tipo de mensaje explicando su situación y que Blondel habría

trasladado hasta Inglaterra.



Sin embargo el cautiverio se alargaría un año más. La liberación se

dificultó cuando Leopoldo, que había exigido un rescate a cambio de la

libertad del rey, decidió vender a su prisionero al emperador Enrique VI

del Sacro Imperio Romano Germánico, que elevó la suma del rescate a

ciento cincuenta mil marcos de plata. Como explica el profesor de

Historia en la Universidad de Newcastle Simon Lloyd, «la demanda del

emperador Enrique VI fue de ciento cincuenta mil marcos por el rescate

de Ricardo, una cifra exorbitante para la época. Al final la

administración inglesa pagó sólo cien mil marcos (…) más de tres veces

el presupuesto anual real de entonces. El esfuerzo de la economía

inglesa fue terrible, lo mismo que el de los contribuyentes ingleses; no

hay duda de los estragos que produjo en la economía». La operación se

vio sumamente dificultada por el hecho de que Felipe Augusto hizo todo

lo posible por prolongar el cautiverio de Ricardo, entre otras cosas

para apoyar la insurrección que desde los territorios angevinos de

Francia había comenzado Juan Plantagenet con objeto de hacerse con la

corona de su hermano. Ricardo tuvo noticia de ello en prisión, y no

permaneció impasible ante el curso de los acontecimientos. Como recuerda

el profesor Gillingham, «de alguna forma tenía que seguir jugando al

ajedrez de la política europea mientras estaba en prisión. Juan y Felipe

Augusto estaban interesados en que siguiese allí. Como parece que no

tenían mucho interés en pagar una gran suma por él, a Ricardo no le

quedaba más remedio que intentar influir en el emperador. Intentó

conseguir el favor de varios príncipes alemanes para que intercedieran

por él, pero para el emperador la única intercesión era que llegara el

rescate». De hecho hizo pasar a Ricardo por un juicio por la muerte de

Conrado y no fue hasta que recibió cien mil marcos a comienzos de 1194

cuando decidió por fin devolver la libertad al monarca inglés. Sin más

dilaciones Ricardo emprendió el regreso a su reino. Por fin, tras casi

cuatro años de ausencia, volvía a pisar suelo inglés.







Una muerte inesperada



La noticia de la libertad de Ricardo y de su regreso a Inglaterra

produjo pánico entre los seguidores de Juan, que temían una inminente y

cruenta venganza del rey. Sin embargo, dando muestras de un espíritu de

reconciliación similar al que mostró con los partidarios de su padre

tras acceder al trono, perdonó a su hermano menor y a sus seguidores.

Ordenó medidas que reafirmasen su poder, como la celebración de una

segunda coronación, esta vez en la catedral de Winchester, y se preparó

para encarar el principal peligro que amenazaba a su reino. El apoyo de

Felipe Augusto a Juan en su rebelión había tenido un precio, la

ocupación de varios de los territorios franceses de Ricardo. Como éste

no estaba dispuesto a admitir ninguna situación diferente a la de su

partida, en el mes de mayo de 1194, apenas dos meses después de haber

regresado a Inglaterra, embarcó para combatir a los franceses en el

continente. Comenzó entonces una guerra con Francia que se prolongó por

cinco años y que tendría como escenario fundamental Normandía. Como

señala el profesor Gillingham, «lo que más molestaba a Felipe Augusto es

que el río Sena que une París con el mar pasaba por Normandía. Lo que

quería realmente era apoderarse del valle del Sena y apoderarse de

Normandía, quería la ciudad de Ruán». Para cortar el avance de Felipe

hacia el canal de la Mancha, Ricardo ordenó construir la gran fortaleza

Château Gaillard, que cumplió su cometido a la perfección.



Pudo negociar con Felipe un armisticio de un año que aprovecharía para

marchar hacia Aquitania. Las razones de este viaje han sido discutidas.

Según el profesor Gillingham, «de acuerdo con una versión Ricardo fue

hacia el sur porque había tenido noticia de un tesoro que había sido

descubierto en tierras de un caballero de Limousin. De acuerdo con otra

versión tuvo que viajar al sur porque debía hacer frente a una revuelta

del vizconde de Limoges y el conde de Angulema. No sería extraño que ésa

fuese la razón auténtica, precisamente contra ellos habían tenido que

luchar los duques de Aquitania en el pasado para retener el control del

gobierno. Felipe Augusto, como enemigo suyo que era, había conspirado

contra la casa de los Angevinos, tratando de que el vizconde de Limoges

y el conde de Angulema quebrantasen su obediencia hacia el duque de

Aquitania y se pasaran a su lado». Allí encontraría inesperadamente la

muerte. Al llegar a Aquitania, en marzo de 1199, puso sitio al castillo

de Châlus. Inspeccionando las defensas de la fortaleza se expuso al

campo de tiro de un ballestero que no desaprovechó la oportunidad y le

hirió en un hombro. Los médicos sólo pudieron sacarle la flecha a costa

de gangrenar la herida. El 6 de abril moría y su cuerpo era trasladado a

Fontevraud para reunirse con su padre en su última morada.



Ricardo no dejó descendencia legítima, por lo que la corona pasó a su

hermano Juan, que reinaría hasta 1216 con el nombre de Juan I de

Inglaterra. En opinión del profesor Gillingham, «como Ricardo no había

tenido ningún heredero le sucedió el traidor de su hermano, lo cual iba

a costarle muy caro al reino. El magnífico edificio que Ricardo había

tratado de construir, esa gran estructura política en la que había

trabajado tanto se derrumbó enseguida en manos de Juan, en quien nadie

confiaba». En sus primeros cinco años de reinado perdió frente a Felipe

Augusto buena parte de los territorios continentales de los Plantagenet.

Algunos autores señalan este hecho como el origen de su sobrenombre:

Juan «sin Tierra». En ese mismo período de tiempo, según el mismo

Gillingham, su hermano «se convirtió muy pronto en un personaje de

leyenda, aunque se puede decir que casi lo fue en vida, pero desde luego

entró en ella después de su muerte. Se le consideró modelo de reyes,

sabio, prudente, generoso, todo lo que se podía esperar de un rey y

desde luego de un heroico guerrero».



Considerando su trayectoria, tanto desde su nacimiento como la que se

ciñe a sus años de reinado, la figura de Ricardo Corazón de León emerge

como la de un hombre que atendió a los intereses dinásticos de su

familia, manteniendo su imperio territorial; siguió su sentido del

deber, acudiendo a una Cruzada de la que fue el alma y el brazo

ejecutor, y encaró la adversidad intentando sacar lo mejor de sí mismo,

como cuando componía versos durante su cautiverio, una imagen que es al

tiempo la más triste y la más emocionante de alguien que también fue

capaz de cometer grandes crueldades en la guerra. Esto unido a su

increíble peripecia por gran parte del mundo conocido en la Europa

medieval, explica por qué desde el momento de su muerte alimentó la

imaginación popular y el mundo literario culto de la caballería. Capaz

de concitar la admiración tanto del campesino como del poeta, del

guerrero y del clérigo, reunió la esencia de todo lo que se consideraba

deseable, noble y virtuoso en un hombre de su época. Ricardo Corazón de

León fue, más que ningún otro, el rey caballero.

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