Vicente Blasco Ibáñez
Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino, en
el primero, a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con
muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con
vuelillos en la Audiencia: un hombre, en fin, que realizaba en su aspecto físico
ese ideal de la justicia serena, majestuosa e imponente.
Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos
gritos a través de la puerta: «Pillín! ¡Vida mía..., rey de los pillos! ...
¡Ven aquí, príncipe de Asturias!»
Era la familia, que se entregaba en cuerpo y alma al culto
de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus
derroches de elocuencia que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer, y
ambos reían y gritaban como unos locos en tomo de la niñera, que mantenía en
sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pillín, un granuja que
apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres
palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo
cumplir a un tiempo tantas órdenes contradictorias.
¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña,
una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre.
Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre
sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al
amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre
como del niño.
Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven
señora era el pequeñín, juguete raro, al que amaba con pasión inextinguible, y
que no se parecía a ninguno de los que formaban sus delicias cinco o seis años
antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban las cosas con facilidad,
quedaba aún, brumoso y sombrío, el recuerdo de aquellos tres días de tormento,
de espantoso potro, de susto y sorpresa más que de dolor, con la casa
alborotada por sus berridos, y el marido sudoroso, jadeante, con los lentes
inseguros, preparando medicinas y riñendo por torpes a las criadas. Pero ya
todo había pasado; no volvería más, no, señor; ella lo aseguraba con una
firmeza cándida que hacía reír; y ahora, en premio a sus tormentos, tenía al
lindo monigote, a aquel bebé de carne y hueso, a quien todos en la casa
llamaban Pillín, por bautizarle con tan extravagante nombre la rústica niñera,
una criadita cerril que, en opinión de algunos, la habían cazado con lazo en
las montañas de Chelva.
Por la mañana, cuando el señor estaba en la Audiencia salvando
a la sociedad a fuerza de oratoria indignada, la mamá se entretenía con Pillín,
dando rienda suelta a sus aficiones de colegiala traviesa, que la maternidad no
había extinguido. Madre e hijo tenían, moralmente, la misma edad. Pillín
pateaba como un gatito panza arriba sobre la alfombra del salón, mostrando sus
rosadas desnudeces, lanzando aullidos a falta de palabras, diciendo, sin duda,
en el misterioso lenguaje de la lactancia, que su mamá era una loca; y ella,
ajando sus vestidos lujosos, que se llevaban la mitad de la paga del fiscal,
moviendo grotescamente su linda cabecita despeinada, andaba a gatas en torno
del bebé, hacía el perro para asustarle, y si sus gracias arrancaban una risita
al mimado príncipe de Asturias, entonces llegaba a la demencia de su borrachera
cariñosa, se agachaba sobre él, le agarraba la cabezota enorme cubierta de
pelillos rubios, su «bola de oro», según ella decía, y cuando Pillín gimoteaba
próximo a la sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora,
con tanta unción como si adorase la Santa Faz, be suqueaba furiosa las nalgas
de rosa del muñeco, con esa fuerza de estómago que sólo tienen las madres.
¿Y él?... Estaba sublimemente ridículo en la adoración de
aquel monigote, que le llegaba a los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá y
el niño salían a recibirle en la escalera, y los vecinos veíamos cómo después
de comerse a besos a Pillín se lo echaba al hombro y se metía dentro, andando
con majestad, como un San Cristóbal, con chistera y lentes. ¡Y pensar que por
bajo del bigote aún le revoloteaba la «vindicta pública, la espada vengadora de
la ley, la acusación justa...», todas las palabrotas con que regalaba veinte
años de presidio al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!
Los periódicos se hacían lenguas de su elocuencia, de la
lógica con que formulaba sus acusaciones; pero él así hacía caso de tales
elogios como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo
único que le enorgullecía era ser padre de Pillín, y que su mujer, que antes
era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes, siempre llenos, y
la abnegación bastante rara de criar a su hijo.
Salía poco de casa. Los autos y Pillín le absorbían, y por
las mañanas tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño a la mamá
y marcharse a la Audiencia... ¡ Qué ministros los de Justicia! De seguro que no
eran padres. Porque vamos a ver: ¿qué perdería la magistratura con que él
llevase a Pillín a la Sala, sentándolo a su lado para que presenciara los
triunfos del papá?
Las noches eran terribles para don Andrés. Los pisos de
cartón y tabiques de papel que fabrica la moderna arquitectura nos permitían a
los vecinos oír sus pasos desesperados, las cancioncillas a media voz con que
intentaba aplacar a aquel granuja que llevaba en brazos sonriente de día, pero
malhumorado de noche, y con el especial gusto de que nadie durmiera en la casa.
¡Pobre don Andrés! Recordando murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba
dando vueltas por el salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en
pantuflas, y, a pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y
los brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cruzándose la toga
sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de reírme, infundíame
respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se veía padre cuando ya
caminaba hacia la vejez, y que para aplacar al energúmeno que llevaba en brazos
pasaba la noche cantando cancioncillas con voz de falsete y recordando las
óperas oídas cuando era estudiante, mientras la señora roncaba cara a la pared.
Pero, en cambio, de día aquello era gozar. Ninguno de sus
ascensos le había producido tan profunda impresión como las monadas de su hijo.
Cuando Pillín contraía con una sonrisa su carita, marcando los adorables
hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo con sus carcajadas de
gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba uno de sus rugidos de alegría, que
parecían el grito de guerra de un apache, el respetable fiscal saltaba y
chillaba como un loco. Y luego, qué gusto aquello de sentirse en la barba las
trémulas manecitas, que tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces
estremecimientos se sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por
entre los huesos tiernos y mal unidos...
Aquello era una borrachera de cariño, una idolatría molesta
para las criadas, pues menudeaban las órdenes: «A ver, cierre usted pronto ese
balcón, no se constipe el niño.» «Cuidado, muchacha, que puede caerse el
señorito.»
En aquella casa no se vivía más que para ser esclavo del
dichoso señorito, Antes, una mota de polvo, en la mesa del despacho ponía
furioso a don Andrés, y ahora los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban
con algún zapatito tamaño como cáscara de nuez, y hacían muecas ante ciertas manchas
sospechosas en los respetable folios.
Porque, eso sí, el monigote, alentado por la servidumbre de
sus mayores, era un terrible anarquista, un demoledor de lo existente, que reía
como un bandido cuando lograba ofender con el más atroz de los insultos a la
justicia humana. No lo entraban en el despacho y lo ponían en la mesa, sin que
hiciera de las suyas, y mientras el padre, embobado y con la pluma en alto, le
hablaba cual si pudiera entenderle, él sonreía hipócritamente, y, mientras
tanto, ¡ zas!, lanzaba por bajo una ruidosa protesta que inutilizaba algún
escrito de conclusiones en que el papá amontonaba párrafos de estilo elevado,
pidiendo garrote vil para cualquier enemigo de la sociedad. Y no había medio de
enfadarse de veras. Ponía el grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable
que arrojaba indeleble mancha sobre el Ministerio fiscal, echaba del despacho a
la madre y al hijo, acusándola a ella del atentado, pero a los pocos minutos ya
estaba allí la señora, riendo como siempre, con el Pillín grotescamente
disfrazado. Aquella cabeza de chorlito adoraba la boquita de viejo de su nene;
decía que al reír tenía cierto aire de payaso, y encontraba diversión
enharinándole la carita con los polvos de su tocador y encasquetándole en la
cabeza un cucurucho de papel, una caperuza de mágico prodigioso. No caía en sus
manos pliego de papel de oficio que no lo convirtiese en caperuza para Pillín,
y era de ver el coro de carcajadas que estallaba en el despacho ante el
puntiagudo cucurucho. Reía la madre su invención, tantas veces repetida:
acompañábala el fiscal con sus carcajadas ruidosas, y hasta Pillín lanzaba
chillidos muy satisfechos de su fachita grotesca.
Pero no eran todo alegrías para don Andrés. Felicitábanle
muchas veces por sus triunfos de orador, por aquellos elogios de la Prensa.
-¡Ah! Sí..., los periódicos -contestaba con distracción-.
Hombre, a propósito. Esta mañana hablaban de la difteria. ¿Sabe usted los
estragos que hace esa pícara? ¡Oh!, cosa tan terrible para los niños...
Lo decía de un modo que no daba lugar a dudas. ¡Ah! Si la
tal difteria se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y
la tuviera él en el banquillo de los acusados..., no tendría frío con lo que la
tiraría encima.
Y la terrible enfermedad debió de ofenderse por los malos
pensamientos de don Andrés y un día, ¡ cataplum!, metióse por las puertas del
principal, y su primer anuncio fué a apretarle la garganta a Pillín.
¡Gran Dios! Aquello fué una catástrofe, que lo revolvió todo
instantáneamente; algo semejante a la explosión de una bomba, al incendio de un
buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin saber qué hacer.
Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis
una cadena en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras
de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre austero
como la Ley, inquebrantable como el castigo, indignado como la venganza, pálido
ahora, nervioso, pasando las noches inclinado sobre una cuna, estremeciéndose
ante una respiración ronca, asfixiada, ocultándose en los rincones para
quitarse los lentes y pasarse las manos por los ojos gritando con acento
desesperado: <qPillín..., hijo mío, no te mueras! »
Pero, por malos que seáis, no hubierais gozado con la caída
del hombre inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma
cuna cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida
frente de Pillín, helada con ese frío especial que sube por el brazo hasta el
corazón, y mirando de cuando en cuando al cielo con expresión desesperada, como
si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el que preparaba la más
terrible de las acusaciones.
¡Pobre Pillín! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te
burla-rás de la Ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu
eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una bombonera,
que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya no tendrás quien te
acaricie la fina piel, quien te besuquee la redonda faz con que escupías a la Justicia:
tu esclava está ahora mirando la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos
como platos, con el asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus
manos el más lindo juguete.
Bien emprendes tu viaje. Tu padre te coloca sobre el
almohadillado de esa blanca barquilla que va a conducirte a lo desconocido; y
partes indiferente, sin que te hagan estremecer las lágrimas que, resbalando
tras unos lentes, caen sobre tu piel, ni te conmueven los alaridos de alguien
que allá dentro da de cabeza contra las paredes.
En la calle suenan los cánticos de la parroquia; los señores
del margen, escuadrón grave, estirado, de negra ropa y brillante sombrero, te
ven pasar con la indiferencia del que está acostumbrado a sucesos más graves, y
emprendes la marcha sobre los hombros de cuatro chicos reclutados en las
porterías de la vecindad, que expresan su dolor hurgándose las narices con la
mano que les queda libre.
Ya está lejos tu casa, los estados donde imperabas como
reyecillo absoluto; ahora sólo te quedan la compasión oficial, los lamentos de
buena educación, ese cortejo imponente y negro que te abandona en las afueras,
satisfecho de haber cumplido con el compañero, charlando un rato de sus
asuntos, mientras seguía tu blanco nido, y nosotros, los de última fila, los
que veíamos un instante tu carita al subir la escalera y pensamos ahora con
tristeza que no nos desvelará más tu nocturno lloriqueo.
¡Adiós, Pillín! Desapareces en un hueco de esa tétrica
anaquelería, donde quedan almacenados y con rótulo los infinitos productos de
la muerte. ¡Dí adiós a todo! Al caliente salón donde te revolcabas panza
arriba, a la mamá loca en sus expansiones; al padre, que habrías hecho bailar
de cabeza a tener tú gusto en ver de tal modo a un representante de la más
cruel y respetable de las profesiones. Viniste para mostrar lo frágil de la
comedia humana, para hacer ver que dentro de un acusador terrible hay siempre
un hombre, y ahora, diablillo encantador, te vas satisfecho de tu triunfo. La
noche que se acerca será tu madre. ¡Adiós, tibias caricias! Tu piel de raso,
tan adorada, ya no tendrá más besos que los del viento y la lluvia...
Por la noche entré en casa de mi vecino. La señora estaba
adentro, en el salón, rodeada de sus amigas, ahogando con sus gemidos furiosos
las frases hechas y los consuelos de encargo con que la abrumaban.
Él estaba en el despacho, con la cabeza entre los puños,
mirando fijamente con sus ojos de miope, enrojecidos y amoratados, un cucurucho
de papel arrugado, la última caperuza de Pillín, arrojada casualmente sobre la
mesa. El hueco del embudo era siniestro. Tenía la misma expresión de fúnebre
vacío que se notaba en la casa, libre de aquel monigote que lo llenaba todo con
sus gritos; hacía recordar la abultada cabeza peliblanca, la bola de oro, que la
muerte se había tragado.
Me escuchó distraído; no tengo la seguridad de que llegara a
enterarse de mis palabras. De pronto le vi extender su mano automáticamente y
encasquetarse la caperuza en el cogote, como si sintiera honor al vacío que
mostraba el cucurucho.
¡ Qué grotesco era aquello! Las barbazas del apóstol, la
mirada vaga y extraviada y la puntiaguda caperuza por remate. Verdaderamente,
era ridículo..., tan ridículo, que yo sentía un nudo en la garganta, y varias
veces me froté los ojos para impedir que brotara algo.
FIN
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