Gustavo
Adolfo Bécquer
Cantiga provenzal
Yo fui el verdadero
Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell.
Noble o villano, señor o pechero,
tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde
de mi sepultura, cree en Dios
como yo he creído
y ruégale por mí.
I
Nobles aventureros que, puesta la lanza en
la puja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso,
recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestra
montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar
el quebrado valle de Montagut os ha sorprendido en él la tormenta y la noche y
habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aun se ve en su
fondo, oídme.
II
Pastores que seguéis con lento paso
vuestras blancas ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras;
si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y
salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en
una siesta de fuego, habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las
derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas,
oídme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios
silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del
santo patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles
y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el amor que os inspira el
sombrío monasterio que se alza entre sus peñas, habéis penetrado en su claustro
mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen
las margaritas más nobles y los jacintos más azules, oídme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor
de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en
fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío, semejantes a lágrimas:
todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la
componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo
queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa
en paz el último varón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a
referiros la peregrina historia.
* * *
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba
encinta de su primogénito, Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible.
Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más
adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente
monstruosa que arrojando agudos silbos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba,
ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose,
al fin, entre unas zarzas.
-¡Allí está, allí está! - gritaba la
condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se
había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos
al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, le señalaba
aun con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó
al as nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al
darlo a luz; su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando
como bueno contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del
primogénito de Fortcastell solo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba
se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus
pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a
los monjes, y, en sus blasfemias y juramentos, ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada
de que no maldijese.
III
Un día que salió de caza y que, como era su
costumbre, hizo a entra a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva
de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros,
caballos y con gerifaltes, en la Iglesia de una aldea de sus dominios, un
venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques
de su carácter impulsivo, le conjuró, en nombre del cielo y llevando una hostia
consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un
bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.
-¡Déjame en paz, viejo loco! - exclamó
Teobaldo al oírlo- ; déjame en paz o ya que no he encontrado una sola pieza
durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para
distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía.
El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle.
-Haz lo que quieras; pero ten presente que
hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos borrará mis
culpas del libro de su indignación para escribir tu nombre y hacerte expiar tu
crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! -
prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada- . Yo no creo en Dios, y para
darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido, porque aunque poco
rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro!
Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alali en vuestras trompas, que
vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus
altares.
V
Ya, después de dudar un instante y a una
nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que
aturdían la Iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta,
riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una
plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se
oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que
hacían señales de ojeo y gritos de: «¡Al jabalí! ¡Al jabalí! ¡Por las breñas!
¡Hacia el monte!» Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas
del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus
servidores, los caballos y los lebreles.
VI
-¿Por donde va el jabalí? - preguntó el
varón, subiendo a su corcel sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.
-Por la cañada que se extiende al pie de
esa colina - le respondieron.
Sin escuchar la última palabra, el
impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió
al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los
primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se
habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de
las ventanas, y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el
follaje de la espesura se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel,
más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca la
res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto,
se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para
herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos
matorrales tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del
alcance de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las
cañadas, el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se
perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada
res. Siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad
maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión
propicia; tendió el brazo y voló la saeta, que fue a clavarse temblando en el
lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido.
-¡Muerto está - exclama con un grito de
alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el
sangriento ijar de su caballo.- ¡Muerto está! En balde huye. El rastro de la
sangre que arroja marca su camino - y esto diciendo, comenzó a hacer en la
bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante, el corcel se detuvo,
flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos y cayó
al suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz, cubierta de espuma, un
caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando
la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo
esfuerzo más para alcanzarlo.
IX
Pintar la ira del colérico Teobaldo sería
imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas fuera
escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le
contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se
mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación.
-Lo seguiré a la carrera, aun cuando haya
de reventarme - exclamó, al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a
seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se
entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que
traía del diestro un corcel negro como la noche.
-El cielo me lo envía - dijo el cazador
lanzándose sobre sus lomos, ágil como un gamo.
El paje, que era delgado, muy delgado, y
amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarse la
brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo
estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de
diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete como
zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero aun
escape tan rápido, que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado
por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos agarrarse con ambas manos a sus
flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con
el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse.
¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él sin saber por dónde, sintiendo que las
ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus
vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos
un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos,
muy lejos de Montagut y en unos lugares para él completamente extraños. El
corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas
pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían
ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más
desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que
las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas
cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin
límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego;
vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los
gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro,
blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al
pasar: todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su
fantástica carrera, y hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de
percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.
* * *
I
Nobles caballeros, sencillos pastores,
hermosas niñas que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no
creáis que es una fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad.
De boca en boca ha llegado hasta mi esta tradición, y la leyenda del sepulcro,
que aun subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de
la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo
que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más
maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo
esqueleto de esta sencilla y terrible historia; pero nunca me apartaré un punto
de la verdad a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las
pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío no pudo reprimir un
involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los
objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación,
turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad; pero
corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era el
juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba, sin que supiese adónde, a
través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y
fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un
relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.
El corcel corría, o, mejor dicho, nadaba en
aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo
comenzaron a desplegarse, unas tras otras, ante los espantados ojos de su
jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de
luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y
blandiendo sus espadas, que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz,
vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable
ejército sobre las alas de la tempestad.
Y subió más alto y creyó divisar a lo lejos
las tormentosas nubes, semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el turno a sus
pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el
atónito peregrino.
IV
Y vio al arcángel, blanco como la nieve,
que, sentado sobre un inmenso globo de cristal, los dirige por el espacio en
las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre sus
ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos
espíritus que habitan incólumes entre las llamas y desde su ardiente seno,
entonan al Creador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que
atan los hombres a las estrellas y vio el arco iris, echado como un puente
colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las
almas a la tierra; vio bajar muchas y subir pocas. cada una de aquellas almas
inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo, que la cubría con las sombras
de sus alas. Los que tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los
ojos; los que no , subían cantando como suben las alondras en las mañanas de
abril.
Después, las nieblas rosadas y azules, que
flotaban en le espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el
día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares, y el paraíso
de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que
habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras
catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus
sueños el pintor en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines
con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las
tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz,
rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación,
Nuestra Señora de Montserrat, la Madre de Dios, la Reina de los arcángeles, el
amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá del paraíso de los justos; más
allá del trono donde se asienta la Virgen María, el ánimo de Teobaldo se
sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad,
el eterno silencio, viven en aquellas regiones que conducen al misterioso
santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire,
frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba
hasta la médula de los huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los
profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde
creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un
enjambre de abejas cuando, en las tardes de otoño, revolotean en derredor de
las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van
todos los acentos de la Tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las
palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que
nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las
plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los
piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los
limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los
que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces,
que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre, que pedía a
Dios por él; pero no oyó la suya.
IX
Más allá hirieron sus oídos, con un
estrépito discordante, mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos
de venganza, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la
desesperación, amenazas de la impotencia y juramentos sacrílegos de la
impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la
rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su
voz, que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces
en medio de aquel concierto infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -
decía aún su acento, agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo
comenzaba a creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó
otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni
yo acierto a concebir, y llegó, al cabo, al último círculo de la espiral de los
cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples
alas y prosternados a sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar
de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y arrancado
del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se
sintió bajar y bajar, sin caer nunca; ciego, abrasado y ensordecido, como
caería el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un
soplo de sus labios.
* * *
I
La noche había cerrado y el viento gemía
agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondas se deslizaba un
suave rayo de luna, cuando Teobaldo incorporándose sobre el codo y
restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió
alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí,
donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que
le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba a su
alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos,
el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de
cuando en cuando traía el viento en sus ráfagas.
-Habré soñado - dijo el barón, y emprendió
su camino a través del bosque, y salió, al fin, a la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de
Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado
y transparente del cielo de la noche.
-Mi castillo está lejos y estoy cansado -
murmuró- ; esperaré el día en un lugar cercano - y se dirigió al lugar. Llamó a
una puerta.
-¿Quién sois? - le preguntaron.
-El barón de Fortcastell - respondió, y se
le rieron en sus barbas. Llamó a otra.
-¿Quién sois y que queréis? - tornaron a
preguntarle.
-Vuestro señor - insistió el caballero,
sorprendido de que no le conociesen- ; Teobaldo de Montagut.
-¡Teobaldo de Montagut! - dijo colérica su
interlocutora, que lo era una vieja
-. ¡Teobaldo de Montagut, el del cuento!…
¡Bah!… Seguid vuestro camino y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes
honradas para decirles chanzonetas ínsulas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la
aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el
día. El foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente
levadizo, inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro,
cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía
lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza, y sobre un
pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo
soldado, y confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo
lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.
-¡Y este es mi castillo, no hay duda! -
decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a
comprender lo que le pasaba- . ¡Aquel es mi escudo grabado aún sobre la clave
del arco! ¡Este es el valle de Montagut! ¡Estas tierras que domina el señorío
de Fortcastell!…
En aquel instante, las pesadas hojas de la
puerta giraron sobre los goznes y apareció en su dintel un religioso.
IV
-¿Quién sois y qué hacéis aquí? - le
preguntó Teobaldo al monje.
-Yo soy - le contesto éste- un humilde
servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.
-Pero… - interrumpió el barón- Montagut ¿no
es un señorío?
-Lo fue… - prosiguió el monje- hace mucho
tiempo… A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo, y como no tenóa
a nadie que lo sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de
estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá
cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?
-Yo… - balbuceó el señor de Fortcastell,
después de un largo rato de silencio- , yo soy… un miserable pecador que,
arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad y a pedirle que
lo admita en el seno de su religión.
FIN
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