Gustavo Adolfo Bécquer
“Narraciones”
I
Me
encontraba accidentalmente en un puerto de mar, durante la estación de baños.
Merced a mi antiguo conocimiento con una familia que, aunque establecida en la
corte, acostumbraba pasar dos o tres meses del verano en aquel punto, había
logrado hacerme en pocos días de algunas agradables relaciones entre las
personas más distinguidas de la población.
Después
de haber sufrido en materia de amores, no diré desengaños, sino alguna que otra
contrariedad, explotaba por aquella época el filón de las amistades femeninas.
Entre las varias mujeres con que había intimado, fiel a mi propósito de
cultivar ese género de relaciones que se mantienen en el justo medio de las
simpatías, se contaban dos hermanas, las dos bonitas, las dos discretas, a
pesar de que la una pecaba un poco de aturdida, mientras la otra tenía de
cuando en cuando sus puntas de sentimentalismo.
Esta
misma diferencia de caracteres era para mí uno de los mayores alicientes de su
trato; pues cuando me sentía con humor de reír, me dedicaba a pasar revista a
todas las ridiculeces de nuestros compañeros de temporada en unión con Luisa,
que así se llamaba la más alegre de genio, y cuando, por el contrario, sin
saber por qué ni por qué no, me asaltaban esas ideas melancólicas de las que en
vano trata uno de defenderse cuando se encuentra entre personas de diverso
carácter, daba rienda suelta a mis sensiblerías, charlando con Elena, que éste
era el nombre de la otra, de vagos presentimientos, pesares no comprendidos,
aspiraciones sin nombre, y toda esa música celeste del sentimentalismo casero.
Así, bromeando y riendo a carcajadas con ésta, cuchicheando a media voz con
aquélla o hablando indiferentemente con las dos de música, de modas, de
novelas, de amor, de viajes, comunicándonos nuestras impresiones, revelándonos
nuestros secretos, revelables entre amigos, refiriéndonos nuestras aventuras o
echando planes sobre el porvenir, pasábamos la mayor parte del tiempo juntos,
ya en su casa, donde comía algunas veces, ya en los paseos que proyectábamos a
los alrededores de la población o en el camino del baño, adonde las acompañaba
todas las tardes.
Una de
estas tardes, que fui como de costumbre en su busca para acompañarlas al baño,
encontré la casa removida, los criados revueltos, un saco de noche por aquí,
una maleta por allá, todas las señales, en fin, que indican un viaje próximo.
-¿Qué es
eso? - pregunté a Luisa, que fue la primera que salió a recibirme- . ¿Se
marchan ustedes?
No - me
contestó- ; es que acaba de llegar mi prima Julia, que viene a pasar una
temporada con nosotras.
-Siendo
así - dije, tendremos una nueva compañera de tertulias y de excursiones.
-Seguramente
- añadió Luisa tendremos una nueva compañera, aunque bastante original.
Y al
decir esto acompañó sus palabras con una sonrisa maliciosa.
-Pero….
pase usted - se apresuró a añadir, viendo que yo permanecía irresoluto y aún
con el sombrero en la mano en el dintel de la antesala- ; pase usted al
gabinete, que aun cuando no salimos esta tarde, charlaremos un rato y conocerá
usted a Julia, que está en el tocador con Elena, y pronto acabará de vestirse.
Esto
diciendo, hizo señas a un criado para que me tomase el sombrero, me condujo al
gabinete y haciéndome una graciosa reverencia me dijo con coquetería:
-Ahora va
usted a dispensarme si le dejo a solas un ratito porque yo también tengo que
arreglarme un poco.
-¡Una
compañera original! - exclamé ya maquinalmente cuando hubo desaparecido Luisa-
. ¿Qué entenderá ésta por original? ¿Será original por la figura o por el
carácter? Tengo deseos de conocerla. ¡Original! Precisamente eso es lo que no
me parece ninguna de las que conozco. ¿Será fea? ¿será tonta? Pero nada de esto
es raro, sino por desgracia harto común. ¡Señor! ¿Qué particularidad tendrá esa
mujer que tan esencialmente la diferencia de las otras mujeres?
Y
embebido en estas ideas, me puse a hojear distraídamente el álbum de Elena que
encontré sobre un velador. En aquel álbum, y entre un diluvio de muñecos
deplorables y de versos de pacotilla, vi algunas hojas en las cuales las amigas
de colegio de Elena, como para dejarle un recuerdo, habían escrito sus nombres,
éstas al pie de una mala redondilla, aquéllas debajo de tres o cuatro renglones
de mediana prosa, en que ponderaban su amistad y la hermosura de la dueña del
álbum, o aventuraban uno de esos pensamientos poéticos de que todas las niñas
románticas tienen como una especie de troquel en la cabeza. Ya iba a dejar el
álbum sobre el velador, cuando al volver una de sus hojas fijé casualmente la
vista en unos garrapatos, hechos tan a la ligera, que sólo merced a un detenido
examen pude averiguar que aquellas líneas extrañas tenían la pretensión de ser
letras y que el todo formaba el nombre de una mujer.
En
efecto, en aquella hoja, la prima de Elena, contrastando en su laconismo con el
fárrago de inocentadas de sus otras compañeras de pensión, se había limitado a
poner Julia; ni más verso, ni más prosa, ni apellido, ni rasgo de firma: Julia,
y esto así, de una vez, como quien escribe sin mirar; más con la intención que
con la mano; sin otros perfiles ni adornos que algún borrón suelto o esos
salpicones de tinta que deja la pluma cuando, llevada con descuido y velocidad,
parece como que va saltando sobre el papel. Yo he leído en alguna parte que hay
ciertas reglas sacadas de la observación para conocer el carácter de la persona
por sólo su escritura. Dificulto que esto pueda constituirse, como la
frenología o la fisionomía, en una ciencia, ni aun por sus más adictos
partidarios; pero no hay duda que, por un sentimiento vago e instintivo,
siempre que vemos un autógrafo cualquiera, se nos antoja que conocemos ya,
aunque de un modo confuso, la persona a quien pertenece. No obstante que yo
sabía que las personas que hacen las letras de tal hechura es porque son
nerviosas, y las que no porque son linfáticas, y que los melancólicos escriben
de esta manera y los alegres de la otra, toda mi pericia caligráfico- moral se
estrellaba en el análisis de aquel nombre compuesto de cinco letras, de las
cuales ésta era estrecha y tendida, la otra redonda y grande, mientras las de
más allá tenían forma apenas, o se adivinaban más por la intención que por los
rasgos.
A primera
vista, y juzgando por la impresión, cualquiera hubiese dicho que la persona que
había puesto su nombre en aquella hoja de aristol no sabía escribir. Pero
quedarse en este punto de la inducción sería quedarse en la superficie de la
cosa. Yo me engolfé en el terreno de las suposiciones y creí ver en aquellos
rasgos desiguales la señal evidente de que Julia escribía poco, y escribía, no
como por un mecanismo, sino con el mismo desorden, la lentitud o la prisa del
que habla: al escribir, entre sus manos, sus facciones y su inteligencia,
debían existir movimientos armónicos. Al ver detrás de tanta y tanta majadería
como se encontraba en el álbum de Elena aquella inmensa página en blanco con
cuatro letras borrajeadas de cualquier modo, diríase que un genio superior,
Byron o Balzac, por ejemplo, instado por una señorita impertinente, y no
pudiendo eludir el compromiso, había trazado allí con desdén su nombre.
No hay
duda - exclamé arrojando el libro sobre el velador- , si continúo media hora
más tratando de resolver este enigma, acabaré por fingirme en la imaginación
alguna locura de las que yo acostumbro…. Afortunadamente la realidad está
cerca.
Y al
decir esto, me levanté para saludar a mis amigas, cuyos elegantes trajes de
seda oía crujir en la sala, y cuyos menudos pasos sentía aproximarse en
dirección al gabinete.
II
Luisa y
Elena entraron en el gabinete acompañadas de su prima. Como era natural, me
fijé desde luego en la recién llegada, con una insistencia que acaso pecaría de
indiscreción, pero que disculpaba en parte el interés que, aun sin conocerla,
me había inspirado.
Julia era
alta, delgada, pálida y ligeramente morena. Tenía los pómulos acusados, la
nariz fina y aguileña, los labios delgados y encendidos, las cejas negras y
casi unidas, la frente un poco calzada y el cabello oscuro, crespo y abundante
Como aquella mujer he conocido muchas, pero ojos como los suyos confieso que no
había visto jamás. Eran pardos, pero tan grandes, tan desmesuradamente
abiertos, tan fijos, tan cercados de sombra misteriosa, tan llenos de reflejos
de una claridad extraña, que al mirarlos de frente experimenté como una especie
de alucinación y bajé al suelo la mirada.
Bajé la
mirada, pero aquellos dos ojos tan claros y tan grandes, desasidos del rostro a
que pertenecían, me pareció que se quedaban solos y flotando en el aire ante mi
vista, como después de mirar al sol se quedan flotando por largo tiempo unas
manchas de colores ribeteados de luz.
Repuesto
del momentáneo estupor que me habían producido aquellos ojos extraños e
inmóviles, estreché ligeramente la mano de Elena y saludé a Julia, cuyas
facciones se iluminaron, por decirlo así, con una sonrisa, al inclinar con
lentitud la cabeza para devolverme el saludo.
Mi
primera intención, después de saludarla, fue buscar la fórmula de alguna de
esas galanterías de repertorio para decir algo a propósito de la llegada de
nuestra nueva compañera; pero al fijarme por segunda vez en su rostro, la
sonrisa que lo iluminó un instante había desaparecido, y me encontré con el
mismo semblante impasible y con los mismos ojos pardos y grandes, tan grandes,
que como vulgarmente suele decirse, le cogían toda la cara.
La frase
ya hecha en la imaginación se me antojó una vulgaridad; removí los labios sin
acertar a pronunciar palabra alguna, y por segunda vez perdí el terreno. Aparté
de la suya mi vista y me puse a examinar, sin que me importase el examen
maldita la cosa, uno de los dijes de la cadena del reloj.
Me había
propuesto espiar a aquella mujer, aquilatar su inteligencia por sus palabras,
estudiarla como un fenómeno curioso, analizarla en fin, seguro de que el
análisis me daría por resultado el residuo que queda de todas; pero, por lo
visto, me había cogido la vez, se había puesto en guardia y atrincherada en su
impasibilidad y silencio, parecía aguardar a oírme para juzgarme
La idea
de que aquella mujer pudiera formar de mí una opinión desventajosa, comenzaba a
preocuparme. Lo primero que se me ocurrió fue buscar algunos recursos para
salir airoso del paso, pero al mismo tiempo me acordé que cuando se piensa de
antemano lo que se va a hacer o decir, se tiene andada la mitad del camino para
encajar una necedad o cometer una torpeza.
Afortunadamente
estaba allí Luisa. Luisa, que en poniéndose a hablar charlaba hasta por los
codos; que preguntaba y se contestaba a sí misma; que era capaz ella sola de
mantener la conversación en un duelo; que no dejaba parar un punto la atención
sobre cosa alguna; que a cada momento traía un nuevo asunto al debate; y ésta,
rompiendo el embarazoso silencio en que nos habíamos quedado, me rogó que me
sentara y tratase a su prima con la misma confianza que a ellas las había
tratado siempre.
Nos
sentamos: Luisa, junto al balcón del gabinete que se abría sobre el jardín de
la casa; Elena, próxima al piano, por encima de cuyas teclas comenzó a pasear
distraídamente sus dedos, y Julia, casi en el fondo de la habitación.
Yo dejé,
por un movimiento instintivo, la silla donde estuve sentado hasta entonces y
busqué con la vista una butaca. No sé cómo explicarme esta nimiedad; pero por
primera vez de mi vida me ocurrió que, sentado en una silla estrecha y
empinada, se está como vendido y haciendo una figura grotesca.
Una vez
sentados, se comenzó a hablar de cosas indiferentes. Luisa, como de costumbre,
sostuvo la conversación en primera línea. Elena terció a menudo, yo aventuré
muy pocas palabras, y a Julia no logramos arrancarle sino algún que otro
rarísimo monosílabo. Confieso francamente que aquel desdeñoso silencio me
seguía preocupando lo que no es decible.
La
presencia de Julia era como un obstáculo a la expansión natural entre nosotros.
Yo me sentía con menos franqueza que de costumbre en una casa donde siempre la
había tenido de sobra; Elena parecía preocuparse de mi visible encogimiento y
Luisa, cansada de hablar sin que nadie le contestara, acabó por levantarse y
descorrer las persianas del balcón para entretenerse en enredar por entre los
hierros las guías de una enredadera que se encaramaba hasta aquella altura
desde el jardín.
El sol se
había puesto: en el jardín se escuchaba esa confusa algarabía de los pájaros
tan característica de las tardes de estío; la brisa del mar, meciendo
lentamente las copas de los árboles y empapándose en el perfume de las acacias,
entraba a bocanadas por el balcón, inundando el gabinete en olas invisibles de
fragancia y de frescura.
Las
sombras del crepúsculo comenzaban a envolver todos los objetos, confundiendo
las líneas y borrando los colores; en el fondo de la habitación y entre aquella
suave sombra, brillaban los ojos de Julia como dos faros encendidos e
inmóviles. Yo no quería mirarla; deseaba afectar su mismo desdén y, sin
embargo, mis ojos iban continuamente a buscar los suyos. Elena rompió al fin el
silencio, exclamando:
-¡Qué
hermosa tarde!
-Hermosísima
- añadí yo maquinalmente sin saber siquiera lo que decía y sólo por decir algo.
Pero
apenas pronuncié esta palabra, pensé que después de callar por tan largo
espacio, no se nos había ocurrido otra cosa mejor que hablar del tiempo. ¡Del
tiempo! Esa eterna y antigua muletilla de los que no saben de qué hablar.
Asaltarme esta idea y volverme a mirar a Julia, todo fue obra de un instante.
No lo
podré asegurar; pero a mí me pareció que sus labios se dilataban
imperceptiblemente, que se reía en fin su inteligencia de nuestras
vulgaridades, y que aquella risa mental se reflejaba de un modo extraño en su
rostro.
Desde que
creí apercibirme de su muda ironía, fue ya un verdadero suplicio para mí el
verme obligado a responder a Elena, que comenzó a hablarme del canto de los
pajaritos, de las nubecitas color de púrpura, de la poética vaguedad del
crepúsculo y otras mil majaderías de este jaez.
-¿Por qué
no toca usted algo? - exclamé, dirigiéndome a mi sensible interlocutora con el
propósito de salir, por medio de una brusca interrupción, del peligroso terreno
de la poesía hablada.
Elena
abrió un cuaderno de música, el primero que le vino a mano, con intención sin
duda de tocar cualquier cosa, la que antes se ofreciera a su vista.
«¡No nos
faltaba más sino que hiciese el diablo que tropezara con un trozo de zarzuela
para acabar de coronar la obra!», exclamé yo para mis adentros, mientras me
disponía a escuchar lo más cómodamente posible.
Por
fortuna el libro era de música escogida, y Elena comenzó a tocar un vals de
Beethoven; un vals de concierto, de una melodía vaga, de una cadencia indecisa,
extraño en el pensamiento más extraño aún en sus giros y sus inesperadas
combinaciones armónicas. Cuando Elena hubo concluido de tocar y la última nota
se apagó en el aire, Luisa, que aún permanecía en el balcón arreglando las
guías de las enredaderas, exclamó dirigiéndose a su hermana:
-Tú dirás
lo que se te antoje, me tratarás de zarzuelera y de ignorante, pero yo te digo
con toda verdad que no sé qué mérito tienen esas algarabías alemanas que dicen
que es un vals y que yo, por más que hago, no encuentro el modo de que pueda
bailarse.
Al oír a
Luisa, no pude por menos de sonreírme y antes de que Elena comenzase a
explicarnos cómo entendía ella las bellezas de aquel género de música
especialísimo, me volví hacia Julia para preguntarle a quemarropa.
-¿Y a
usted, le gusta este vals?
Ya no era
posible eludir una contestación categórica, ya era necesario que hablase, que
diese su opinión sobre una materia delicada. «Un punto de apoyo y levanto el
mundo», decía Arquímedes. «Un dato sobre el carácter de esa mujer y adivinaré
el resto», exclamaba yo en mi interior, felicitándome por el expediente que
había encontrado para hacerla hablar.
Julia se
sonrió una vez más con aquella sonrisa imperceptible que tanto me había
preocupado hacía un momento, y se limitó a contestarme:
-Entiendo
muy poco de música.
III
El poco
resultado de mi estratagema me puso de tan mal humor que so pretexto de que la
recién llegada necesitaría descansar de las fatigas del camino, abrevié la
visita y me marché a la calle.
Necesitaba
respirar un poco el aire libre, coordinar mis ideas, darme cuenta a mí mismo de
lo que me estaba pasando. Luisa, al despedirme de ella, me había encargado
mucho que no dejase de buscarlas a la mañana siguiente para dar un paseo por la
orilla del mar. Aunque no me dijo nada de si asistiría o no Julia a este paseo,
yo supuse que, fatigada del viaje, no se encontraría de humor para madrugar
tanto, y esta idea me animó a acudir a la cita.
A decir
verdad, tenía como miedo de volver a encontrarme frente a frente con aquella
mujer sin que me diesen primero algunos pormenores sobre su carácter y su
historia, y esto nadie podría hacerlo mejor que Luisa, que ya la había
calificado de original al anunciármela.
Aquella
noche la pasé en claro revolviendo en la fantasía tanto disparate, que apenas
comenzó a azulear en las vidrieras de mi balcón la primera luz del día, salté
de la cama, me vestí apresuradamente y salí por las calles a esperar la hora
señalada, paseándome al fresco y tratando de desechar las ideas absurdas que
hervían en mi cabeza.
No sé
cuánto tiempo anduve vagando de un lado a otro como un sonámbulo, hablando a
solas y tropezando con todo el mundo; lo que puedo decir es que cuando llegué a
casa de mis compañeros de temporada, ya estaban vestidos y esperándome, según
me dijeron, hacía cerca de una hora.
-Y la
primita, ¿descansa aún? - pregunté a Elena.
No tal -
me contestó- ; viendo que se retardaba la hora de salir, se ha decidido a
levantarse para acompañarnos.
En aquel
momento llegó Julia; parecía otra mujer; nada más ligero y elegante que su
sencillo traje color de rosa; nada más fresco y gracioso que su sombrero de
paja de Italia, cuyas anchas cintas de gro blanco se anudaban debajo de su
barba con un gran lazo de puntas sueltas y flotantes. Estaba descolorida como
el día anterior; pero sus facciones eran tan delicadas que la luz parecía
transparentarse a través de ella. Sus inmensos ojos, cuyas pupilas se dilataban
desmesuradamente en la misteriosa sombra del crepúsculo, estaban entonces
entornados, como defendiéndose de la deslumbradora claridad del día. En sus
labios delgados y encendidos, en los cuales creí observar en mi primera
entrevista una expresión irónica, brillaba una sonrisa tan ingenua e inocente
como la de los niños cuando se ríen durmiendo, porque según sus madres ven
pasar a los ángeles sobre su cabeza.
Esta
inesperada transformación echó por tierra todos los castillos en el aire que
había formado hasta allí, tomando por base su desdeñoso ademán, su altivo
silencio y la fantástica y extraña expresión de su rostro. Yo esperaba
encontrar a la misma mujer impasible y misteriosa de la tarde anterior, y al
ver a la Julia de leyenda, súbitamente convertida en una muchacha risueña, de
fisonomía simpática y maneras aniñadas y graciosas, más bien que sereno y
animado, me sentí nuevamente sobrecogido y temeroso.
Decididamente,
aquella mujer se había atravesado en mi camino para confundirme y desesperarme.
Emprendimos
nuestro paseo en dirección a la playa. Durante el camino hablamos de cosas
indiferentes. Mi idea era hacer que Julia tomase parte en la conversación de un
modo indirecto. Para esto hice todo lo posible por no dirigirle la palabra a
fin de que no trasluciera mi deseo de oírla hablar; pero este ardid no me valió
tampoco. Casual o deliberadamente, Julia no despegó sus labios, a pesar de que
en varias ocasiones vi que los movía con intención de pronunciar algunas
palabras arrepintiéndose antes de decirlas.
Muchas
veces, hallándome con personas que bien por diferencias de carácter, de
educación o de aspiraciones, estaba seguro que al decirles ciertas cosas que
asaltaban mi imaginación, no habían de comprenderlas, me había sucedido
detenerme de pronto antes de hablar, y guardando a mi vez un silencio que acaso
parecería desdeñoso. ¿Será que esa mujer cree que su inteligencia está por cima
de la esfera vulgar en que nos agitamos, que no hay entre nosotros quien la
pueda apreciar en lo que vale? Esta pregunta, que no pude menos de dirigirme al
ver frustrados todos mis planes, hirió mi amor propio y, sin saber por qué, me
sentía confuso y humillado. «No hay duda - dije- , yo estoy combatiendo con
armas desiguales; Julia me oye hablar de bagatelas y majaderías con sus primas
que, después de todo, no son más que unas mujeres tan vulgares como todas y
desde lo alto de su superioridad me juzga o tan materialmente prosaico como
Luisa, o tan ridículamente sensible como Elena. ¡Oh, si pudiera hablarla a
solas, si pudiera hacerla comprender que yo tengo aquí dentro del corazón y la
cabeza algo que no sé si es grande, pero de seguro no es vulgar!
En esto
llegamos al término de nuestro paseo, que era un pequeño caserío blanco como la
nieve y situado en una altura donde se dominaba parte de la costa y del mar,
que se dilataba inmenso a nuestros ojos hasta tocar y confundirse con el cielo.
-Mire
usted - me dijo Luisa apenas hubimos llegado, señalándome con el dedo el
horizonte- . ¡Mire usted qué cosas tan preciosas hace el sol en el agua! Si
parece que todo el mar está lleno de pedacitos de oro que van saltando.
-¡Qué
hermoso es el mar! - exclamó a su vez Elena- . Yo le digo a usted francamente
que pasaría gustosa toda mi vida en este caserío escuchando el murmullo del
oleaje y respirando este viento que parece que acaricia cuando pasa.
En
efecto, el espectáculo que ofrecía a nuestros ojos era magnífico.
Yo tendí
la mirada por aquel mar sin límites y, sintiéndome lleno de su inmensa poesía,
estuve a punto de prorrumpir en un himno. Por fortuna, en aquel instante me
asaltó a la imaginación el recuerdo de Julia y me pareció verla aún sonreírse
con aquella sonrisa irónica que tanto me había herido en una ocasión semejante,
y me contuve y fijé en ella la mirada para sorprender sus impresiones en la
expresión de su rostro.
Julia se
había quitado el sombrero; parte de su cabello oscuro, descuidadamente
recogido, flotaba a merced del aire. Su rostro había sufrido una nueva
transformación, sus desmesurados ojos habían vuelto a abrirse de par en par,
sus luminosas pupilas se habían dilatado otra vez y su mirada flotaba, sin
fijarse en un punto, entre el vapor de fuego que cortaba el horizonte como una
línea de oro.
¡Un himno
al mar!, necio de mí; yo haber creído un momento que podía hacerse, que había
palabras bastantes; pero no. El verdadero himno, el verbo de la poesía hecho
carne, era aquella mujer inmóvil y silenciosa cuya mirada no se detenía en
ningún accidente, cuyos pensamientos no debían caber dentro de ninguna forma,
cuya pupila abarcaba el horizonte entero y absorbía toda la luz y volvía a
reflejarla. Hasta que no las vi unas enfrente de otras, no se me revelaron en
toda su majestad aquellas tres inmensidades: el mar, el cielo y las pupilas sin
fondo de Julia. Imágenes tan gigantescas sólo podían copiarlas aquellos ojos.
«¡Oh! - pensaba yo mirándola- , ¡quién fuera un dios para poder sentir bajo su
frente las vibraciones de la inteligencia embriagada de inmensidad, de luz y de
armonía! »
Julia se
mantenía aún inmóvil y en silencio; yo la contemplaba absorto, cuando Elena se
le acerca y, sacándola de su éxtasis, le dijo con cierto énfasis:
-Ya ti,
¿te gusta el mar?
Yo creí
que no contestaría. La pregunta aquella, dirigida a una mujer de sus
condiciones, no merecía verdaderamente más contestación que el silencio. Julia,
en efecto, pareció dudar un instante; pero después, tornando a sonreírse con
aquella sonrisa extraña que le era peculiar, se limitó a responder:
-Sí; me
parece bonito.
¡Bonito
el mar! ¡Qué inmensa ironía no revelaba esta frase! Al oírla, comprendí cuán
pequeño me habría considerado al decirme la tarde anterior: «Yo entiendo poco
de música».
IV
Después
que volvimos del paseo, busqué una ocasión de hallarme solo con Luisa. Yo no sé
si estaba enamorado de Julia; pero la verdad es que su memoria me preocupaba
tan hondamente que ya era necesario a toda costa que yo la conociese, que
supiese algo de ella; un día más en la incertidumbre en que me encontraba
hubiera concluido por volverme loco.
Cuando vi
a Luisa un instante separada de Elena, le dije francamente lo que me sucedía;
le expuse mis dudas, le pedí por Dios que me sacase de aquel laberinto de
confusiones en que me encontraba.
Luisa me
escuchó con atención y, cuando hube concluido de referirle la historia de mis
locas imaginaciones, me dijo con cierto aire malicioso:
-No se
enamore usted de esa mujer, no se enamore usted, porque….
-¿Por
qué? - la interrumpí yo.
Porque
será usted muy infeliz. ¿No le dije a usted que era una mujer original….?
-Y bien -
añadí- , que no tiene nada de vulgar ya se ve; pero lo que deseo que usted me
explique es por qué parece como que nos desdeña, por qué guarda ese silencio
misterioso.
-Por una
razón muy sencilla: porque su mamá, que es una señora de gran talento, le tiene
encargado mucho que no hable delante de gente.
-Su mamá
- exclamé estupefacto, y sin comprender una sola palabra de aquella algarabía
de Luisa- , su mamá. ¿Y por qué razón se lo ha prohibido?
Luisa se
detuvo un momento como dudando al contestarme; después, echando una mirada de
reojo hacia el grupo que formaban Elena y Julia para cerciorarse de que no
podían oírla, me dijo, bajando la voz:
-Porque
es tonta.
FIN
El
Contemporáneo
28, 29 y
30 de mayo, 1863
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