Gustavo
Adolfo Bécquer
CARTA PRIMERA
En una ocasión me preguntaste:
-¿Qué es la poesía?
¿Te acuerdas? No sé a qué propósito había
yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.
-¿Qué es la poesía? - me dijiste.
Yo, que no soy muy fuerte en esto de las
definiciones te respondí titubeando:
-La poesía es…, es…
Sin concluir la frase, buscaba inútilmente
en mi memoria un término de comparación, que no acertaba a encontrar.
Tú habías adelantado un poco la cabeza para
escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos
que tan bien sabes dejar a su antojo sombrear tu frente, con un abandono tan
artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en
tu seno; en tus pupilas húmedas y azules como el cielo de la noche brillaba un
punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una
respiración perfumada y suave.
Mis ojos, que, a efecto sin duda de la
turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún
sitio, se volvieron entonces instintivamente hacia los tuyos, y exclamé, al
fin:
-¡La poesía…, la poesía eres tú!
¿Te acuerdas? Yo aún tengo presente el
gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura
con que me dijiste:
-¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una
vana curiosidad de mujer? Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía,
porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir con
lo que tú sientes; penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde a
veces se refugia tu alma y cuyo umbral no puede traspasar la mía.
Cuando llegaba a este punto se interrumpió
nuestro diálogo. Ya sabes por qué.
Algunos días han transcurrido. Ni tú ni yo
lo hemos vuelto a renovar, y, sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar
en él. Tú creíste, sin duda, que la frase con que contesté a tu extraña
interrogación equivalía a una evasiva galante.
¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel
momento di aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un
disparate. Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo; la poesía eres
tú. ¿Te sonríes? Tanto peor para los dos.
Tu incredulidad nos va a costar: a ti, el
trabajo de leer un libro, y a mí, el de componerlo.
¡Un libro! - exclamas, palideciendo y
dejando escapar de tus manos esta carta -.
No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro
mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez;
mas para ti, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para ti lo escribo.
Sobre la poesía no ha dicho nada casi
ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no
lo son.
El que la siente se apodera de una idea, la
envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos
se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla
entendido cuando han hecho su análisis.
La disección podrá revelar el mecanismo del
cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se
estudian en un cadáver?
No obstante, sobre la poesía se han dado
reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades,
se discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos.
No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido
la humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el
misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía
ignoro qué es lo que voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo
anticipadamente.
Sólo te diré, para tranquilizarte, que no
te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni
te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los
dos entendemos.
Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé,
nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho,
aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he
pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.
Herejías históricas, filosóficas y
literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo
enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se me declare
de texto.
Quiero hablarte un poco de literatura,
siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo, quiero decirte lo que
sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de
saber que, si nos equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de
paso, para nosotros equivale a acertar.
La poesía eres tú, te he dicho, porque la
poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.
La poesía eres tú, porque esa vaga
aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la
inteligencia en el hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto.
La poesía eres tú, porque el sentimiento,
que en nosotros es un fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se
halla tan íntimamente unido a tu organización especial que constituye una parte
de ti misma.
Ultimamente la poesía eres tú, porque tú
eres el foco de donde parten sus rayos.
El genio verdadero tiene algunos atributos
extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que, efectivamente, lo son. En
la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen a la de la
mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo
no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su
manera de sentir tiene tantos puntos de contacto… Quizá por eso… Pero dejemos
digresiones y volvamos al asunto.
Decíamos ¡Ah, sí, hablábamos de la poesía!
La poesía es en el hombre una cualidad
puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la
idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe. En la
mujer, sin embargo, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus
presentimientos, sus pasiones y Destino son poesía: vive, respira, se mueve en
una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido
luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.
Sin embargo, a la mujer se la acusa
vulgarmente de prosaísmo. No es extraño; en la mujer es poesía casi todo lo que
piensa, pero muy poco de lo que habla. La razón, yo la adivino, y tú la sabes.
Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe
maravillarte. La poesía es al saber de la Humanidad lo que el amor a las otras
pasiones. El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más
inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.
La ambición, la envidia, la avaricia, todas
las demás pasiones, tienen su explicación y aun su objeto, menos la que
fecundiza el sentimiento y lo alimenta.
Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo
por medio de una revelación intensa, confusa e inexplicable.
Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo
exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos
rumores que se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo.
CARTA SEGUNDA
En mi anterior te dije que la poesía eras
tú, porque tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero
espíritu de la poesía de otro.
A propósito de esto, la palabra amor se
deslizó en mi pluma en uno de los párrafos de mi carta.
De aquel párrafo hice el último. Nada más
natural. Voy a decirte el porqué.
Existe una preocupación bastante generalizada,
aun entre las personas que se dedican a dar formas a lo que piensan, que, a mi
modo de ver, es, sin parecerlo, una de las mayores.
Si hemos de dar crédito a los que de ella
participan, es una verdad tan innegable que se puede elevar a la categoría de
axioma el que nunca se vierte la idea con tanta vida y precisión como en el
momento en que ésta se levanta semejante a un gas desprendido y enardece la
fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las tocase alguna
chispa eléctrica.
Yo no niego que suceda así. Yo no niego
nada; pero, por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no
escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las
impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes
hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el
instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un
poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes,
que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez por mis ojos como en una
visión luminosa y magnífica.
Entonces no siento ya con los nervios que
se agitan, con el pecho que se oprime, con la parte orgánica natural que se
conmueve al rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión y los
afectos; siento, sí, pero de una manera que puede llamarse artificial; escribo
como el que copia de una página ya escrita; dibujo como el pintor que reproduce
el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde entre la bruma de los
horizontes.
Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres
les es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo
creo que éstos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son.
Efectivamente, es más grande, es más hermoso,
figurarse el genio ebrio de sensaciones y de inspiración, trazando a grandes
rasgos, temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas o
profundamente conmovidos por la piedad esas tiradas de poesía que más tarde son
la admiración del mundo; pero, ¿qué quieres?, no siempre la verdad es lo más
sublime.
¿Te acuerdas? No hace mucho que te lo dije
a propósito de una cuestión parecida.
Cuando un poeta te pinte en magníficos
versos su amor, duda. Cuando te lo dé a conocer en prosa, y mala, cree.
Hay una parte mecánica, pequeña y material
en todas las obras del hombre, que la primitiva, la verdadera inspiración
desdeña en sus ardientes momentos de arrebato.
Sin saber cómo, me he distraído del asunto.
Comoquiera que lo he hecho para darte una satisfacción, espero que tu amor
propio sabrá disculparme. ¿Qué mejor intermedio que éste para con una mujer?
No te enojes. Es uno de los muchos puntos
de contacto que tenéis con los poetas, o que éstos tienen con vosotras.
Sé, porque lo sé, aun cuando tú no me lo
has dicho, que te quejas de mí, porque al hablar del amor detuve mi pluma y
terminé mi primera carta como enojado de la tarea.
Sin duda, ¿a qué negarlo?, pensaste que
esta fecunda idea se esterilizó en mi mente por falta de sentimiento. Ya te he
demostrado tu error.
Al estamparla, un mundo de ideas confusas y
sin nombre se elevaron en tropel en mi cerebro y pasaron volteando alrededor de
mi frente, como una fantástica ronda de visiones quiméricas. Un vértigo nubló
mis ojos.
¡Escribir! ¡Oh! Si yo pudiera haber escrito
entonces, no me cambiaría por el primer poeta del mundo.
Mas… entonces lo pensé y ahora lo digo. Si
yo siento lo que siento, para hacer lo que hago, ¿qué gigante océano de luz y
de inspiración no se agitaría en la mente de esos hombres que han escrito lo
que a todos nos admira?
Si tú supieras cómo las ideas más grandes
se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro la palabra; si tú
supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que
trotan en la imaginación al envolver esas misteriosas figuras que crea y de las
que sólo acertamos a reproducir el descarnado esqueleto; si tú supieras cuán
imperceptible es el hilo de luz que ata entre sí los pensamientos más absurdos
que nadan en el caos: si tú supieras… Pero, ¿qué digo? Tú lo sabes, tú debes
saberlo.
¿No has soñado nunca? Al despertar, ¿te ha
sido alguna vez posible referir, con toda su inexplicable vaguedad y poesía, lo
que has soñado?
El espíritu tiene una manera de sentir y
comprender especial, misteriosa, porque él es un arcano; inmensa, porque él es
infinito; divina, porque su esencia es santa.
¿Cómo la palabra, cómo un idioma grosero y
mezquino, insuficiente a veces para expresar las necesidades de la materia,
podrá servir de digno intérprete entre dos almas?
Imposible.
Sin embargo, yo procuraré apuntar, como de
pasada, algunas de las mil ideas que me agitaron durante aquel sueño magnífico,
en que vi al amor, envolviendo a la Humanidad como en un fluido de fuego, pasar
de un siglo en otro, sosteniendo la incomprensible atracción de los espíritus,
atracción semejante a la de los astros, y revelándose al mundo exterior por
medio de la poesía, único idioma que acierta a balbucear algunas de las frases
de su inmenso poema.
Pero, ¿lo ves? Ya quizá ni tú me entiendes
ni yo sé lo que me digo. Hablemos como se habla. Procedamos con orden. ¡El
orden! ¡Lo detesto, y, sin embargo, es tan preciso para todo!…
La poesía es el sentimiento; pero el
sentimiento no es más que un efecto, y todos los efectos proceden de una causa
más o menos conocida. ¿Cuál lo será? ¿Cuál podrá serlo de este divino arranque
de entusiasmo, de esta vaga y melancólica aspiración del alma, que se traduce
al lenguaje de los hombres por medio de sus más suaves armonías sino el amor?
Sí; el amor es el manantial perenne de toda
poesía, el origen fecundo de todo lo grande, el principio eterno de todo lo
bello; y digo el amor porque la religión, nuestra religión sobre todo, es un
amor también, es el amor más puro, más hermoso, el único infinito que se conoce,
y sólo a estos dos astros de la inteligencia puede volverse el hombre cuando
desea luz que alumbre en su camino, inspiración que fecundice su vena estéril y
fatigada.
El amor es la causa del sentimiento; pero…
¿qué es el amor? Ya lo ves: el espacio me falta, el asunto es grande, y… ¿te
sonríes?… ¿Crees que voy a darte una excusa fútil para interrumpir mi carta en
este sitio?
No; ya no recurriré a los fenómenos del mío
para disculparme de no hablar del amor. Te lo confesaré ingenuamente: tengo
miedo.
Algunos días, sólo algunos, y te lo juro,
te hablaré del amor, a riesgo de escribir un millón de disparates.
-¿Por qué tiemblas? - dirás sin duda -. ¿No
hablan de él a cada paso gentes que ni aún lo conocen? ¿Por qué no has de
hablar tú, tú que dices que lo sientes?
¡Ay! Acaso por lo mismo que ignoran lo que
es, se atreven a definirlo.
¿Vuelves a sonreírte?… Créeme: la vida está
llena de estos absurdos.
CARTA TERCERA
¿Qué es el amor?
A pesar del tiempo transcurrido creo que
debes acordarte de lo que te voy a referir. La fecha en que aconteció, aunque
no la consigne la Historia, será siempre una fecha memorable para nosotros.
Nuestro conocimiento sólo databa de algunos
meses; era verano y nos hallábamos en Cádiz. El rigor de la estación no nos
permitía pasear sino al amanecer o durante la noche. Un día…, digo mal, no día
aún: la dudosa claridad del crepúsculo de la mañana teñía de un vago azul el
cielo, la luna se desvanecía en el ocaso, envuelta en una bruma violada, y
lejos, muy lejos, en la distante lontananza del mar, las nubes se coloraban de
amarillo y rojo, cuando la brisa, precursora de la luz, levantándose del
Océano, fresca e impregnada en el marino perfume de las olas, acarició, al
pasar, nuestras frentes.
La Naturaleza comenzaba entonces a salir de
su letargo con un sordo murmullo. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso y
como aguardando una señal misteriosa para prorrumpir en el gigante himno de
alegría de la creación que despierta.
Nosotros, desde lo alto de la fortísima
muralla que ciñe y defiende la ciudad, y a cuyos pies se rompen las olas con un
gemido, contemplábamos con avidez el solemne espectáculo que se ofrecía a
nuestros ojos. Los dos guardábamos un silencio profundo, y, no obstante, los
dos pensábamos una misma cosa.
Tú formulaste mi pensamiento al decirme:
¿Qué es el sol?
En aquel momento, el astro, cuyo disco
comenzaba a chispear en el límite del horizonte, rompió el seno de los mares.
Sus rayos se tendieron rapidísimos sobre su inmensa llanura; el cielo, las
aguas y la tierra se inundaron de claridad, y todo resplandeció como si un
océano de luz se hubiese volcado sobre el mundo.
En las crestas de las olas, en los ribetes
de las nubes, en los muros de la ciudad, en el vapor de la mañana, sobre
nuestras cabezas, a nuestros pies, en todas partes, ardía la pura lumbre del
astro y flotaba una atmósfera luminosa y transparente, en la que nadaban
encendidos los átomos del aire.
Tus palabras resonaban aún en mi oído.-
¿Qué es el sol? me habías preguntado.
-Eso - respondí, señalándote su disco, que
volteaba oscuro y franjado de fuego en mitad de aquella diáfana atmósfera de
oro; y tu pupila y tu alma se llenaron de luz, y en la indescriptible expresión
de tu rostro conocí que lo habías comprendido.
Yo ignoraba la definición científica con
que pude responder a tu pregunta; pero, de todos modos, en aquel instante
solemne estoy seguro de que no te hubiera satisfecho.
¡Definiciones! Sobre nada se han dado
tantas como sobre las cosas indefinibles. La razón es muy sencilla: ninguna de
ellas satisface, ninguna es exacta, por lo cual cada cual se cree con derecho
para formular la suya.
¿Qué es el amor? Con esa frase concluí mi
carta de ayer, y con ella he comenzado la de hoy. Nada me sería más fácil que
resolver, con el apoyo de una autoridad esta cuestión que yo mismo me propuse
al decirte que es la fuente del sentimiento. Llenos están los libros de
definiciones sobre este punto. Las hay en griego y en árabe, en chino y en
latín, en copto y en ruso… ¿qué sé yo?, en todas las lenguas, muertas o vivas,
sabias o ignorantes, que se conocen. Yo he leído algunas y me he hecho traducir
otras. Después de conocerlas casi todas, he puesto la mano sobre mi corazón, he
consultado mis sentimientos y no he podido menos de repetir con Hamlet:
¡Palabras, palabras, palabras!
Por eso he creído más oportuno recordarte
una escena pasada que tiene alguna analogía con nuestra situación presente, y
decirte ahora como entonces:
-¿Quieres saber lo que es el amor? Recógete
dentro de ti misma, y si es verdad lo que abrigas en tu alma, siéntelo y lo
comprenderás, pero no me lo preguntes.
Yo sólo te podré decir que él es la suprema
ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el
átomo inanimado hasta la criatura racional; que de él parte y a él convergen, como
a un centro de irresistible atracción, todas nuestras ideas y acciones; que
está, aunque oculto, en el fondo de toda cosa y efecto de una primera causa:
Dios es, a su vez, origen de esos mil pensamientos desconocidos, que todos
ellos son poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular, pero que
siente y comprende mejor que nosotros.
Sí. Que poesía es, y no otra cosa, esa
aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una
perfección imposible.
Poesía, esas lágrimas involuntarias que
tiemblan un instante en tus párpados, se desprenden en silencio, ruedan y se
evaporan como un perfume.
Poesía, el gozo improviso que ilumina tus
facciones con una sonrisa suave, y cuya oculta causa ignoras dónde está.
Poesía son, por último, todos esos
fenómenos inexplicables que modifican el alma de la mujer cuando despierta al
sentimiento y la pasión.
¡Dulces palabras que brotáis del corazón,
asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras que el rubor enciende las
mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que imitáis los pasos del amante que
se espera! ¡Gemidos del viento, que fingís una voz querida que nos llama entre
las sombras! ¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una canción sin ritmo ni
palabras, que sólo percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles exaltaciones de la
pasión, que dais colores y formas a las ideas más abstractas! ¡Presentimientos
incomprensibles, que ilumináis como un relámpago nuestro porvenir! ¡Espacios
sin límites, que os abrís ante los ojos del alma, ávida de inmensidad, y la
arrastráis a vuestro seno, y la saciáis de infinito! ¡Sonrisas, lágrimas,
suspiros y deseos, que formáis el misterioso cortejo del amor! ¡Vosotros sois
la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una
sensación o despertar una idea!
Y todo este tesoro inagotable de
sentimiento, todo este animado poema de esperanzas y de abnegaciones, de sueños
y de tristezas, de alegrías y lágrimas, donde cada sensación es una estrofa, y
cada pasión, un canto, todo está contenido en vuestro corazón de mujer.
Un escritor francés ha dicho, juzgando a un
músico ya célebre, el autor de Tannhauser: Es un hombre de talento, que hace
todo lo posible por disimularlo, pero que a veces no lo puede conseguir y, a su
pesar, lo demuestra.
Respecto a la poesía de vuestras almas,
puede decirse lo mismo.
Pero, ¡qué!, ¿frunces el ceño y arrojas la
carta?… ¡Bah! No te incomodes… Sabes de una vez y para siempre que, tal como os
manifestáis, yo creo, y conmigo lo creen todos, que las mujeres son la poesía del
mundo.
CARTA CUARTA
El amor es poesía; la religión es amor. Dos
cosas semejantes a una tercera son iguales entre sí.
He aquí un axioma que debía ahorrarme el
trabajo de escribir una nueva carta. Sin embargo, yo mismo conozco que esta
conclusión matemática, que en efecto lo parece, así puede ser una verdad como
un sofisma.
La lógica sabe fraguar razonamientos
inatacables que, a pesar de todo, no convencen. ¡Con tanta facilidad se sacan
deducciones precisas de una base falsa!
En cambio, la convicción íntima suele
persuadir, aunque en el método del raciocinio reine el mayor desorden. ¡Tan
irresistible es el acento de la fe!
La religión es amor y, porque es amor, es
poesía.
He aquí el tema que me he propuesto
desenvolver hoy.
Al tratar un asunto tan grande en tan corto
espacio y con tan escasa ciencia como la de que yo dispongo, sólo me anima una
esperanza. Si para persuadir basta creer, yo siento lo que escribo.
Hace ya mucho tiempo - yo no te conocía y
con esto excuso el decir que aún no había amado -, sentí en mi interior un
fenómeno inexplicable. Sentí, no diré un vacío, porque sobre ser vulgar, no es
ésta la frase propia; sentí en mi alma y en todo mi ser como una plenitud de
vida, como un desbordamiento de actividad moral que, no encontrando objeto en qué
emplearse, se elevaba en forma de ensueños y fantasías, ensueños y fantasías en
los cuales buscaba en vano la expansión, estando como estaban dentro de mí
mismo.
Tapa y coloca al fuego un vaso con un
líquido cualquiera. El vapor, con un ronco hervidero, se desprende del fondo, y
sube, y pugna por salir, y vuelve a caer deshecho en menudas gotas, y torna a
elevarse, y torna a deshacerse, hasta que al cabo estalla comprimido y quiebra
la cárcel que lo detiene. Éste es el secreto de la muerte prematura y misteriosa
de algunas mujeres y de algunos poetas, arpas que se rompen sin que nadie haya
arrancado una melodía de sus cuerdas de oro. Ésta es la verdad de la situación
de mi espíritu, cuando aconteció lo que voy a referirte.
Estaba en Toledo, la ciudad sombría y
melancólica por excelencia. Allí cada lugar recuerda una historia, cada piedra
un siglo, cada monumento una civilización; historias, siglos y civilizaciones
que han pasado y cuyos actores tal vez son ahora el polvo oscuro que arrastra
el viento en remolinos, al silbar en sus estrechas y tortuosas calles. Sin
embargo, por un contraste maravilloso, allí donde todo parece muerto, donde no
se ven más que ruinas, donde sólo se tropieza con rotas columnas y destrozados
capiteles, mudos sarcasmos de la loca aspiración del hombre a perpetuarse,
diríase que el alma, sobrecogida de terror y sedienta de inmortalidad, busca
algo eterno en donde refugiarse, y como el náufrago que se ase de una tabla, se
tranquiliza al recordar su origen.
Un día entré en el antiguo convento de San
Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me
puse a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas
hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones
caprichosos; anchas ojivas caladas, como los encajes de un rostrillo; ricos
doseletes de granito con caireles de yedra que suben por entre las labores,
como afrentando a las naturales; ligeras creaciones del cincel que parecen han
de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan,
como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipogrifos, dragones y reptiles
sin número que ya asoman por cima de un capitel, ya corren por las cornisas, se
enroscan en las columnas, o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de
trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus
ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste
con las tristes ruinas y las calladas naves, y por último, el cielo, un pedazo
de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra de los miradores a
través de los calados de un rosetón.
En tu álbum tienes mi dibujo; una
reproducción pálida, imperfecta, ligerísima, de aquel lugar, pero que no
obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues,
describírtela con palabras, inútiles tantas veces.
Sentado, como te dije, en una de las rotas
piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde, y
permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces,
dejando a un lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las
solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos.
El sol había desaparecido. Sólo turbaban el
alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de la fuente, el
trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros, y el temeroso y
confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz
baja.
Mis deseos comenzaron a hervir y a
levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a
quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad
que había leído en no sé qué autor: «La soledad es muy hermosa… cuando se tiene
junto a alguien a quien decírselo».
No había aún concluido de repetir esta
frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las
sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente
de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura
que, arrancada de su pedestal y arrimada al muro en que me había recostado,
yacía allí, cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la
rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. Más allá, a lo lejos y
veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se
distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus
nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus
cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de
granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la
huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables.
He aquí, exclamé, un mundo de piedra:
fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las
épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros
cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres;
que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus
pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su
sepulcro. Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a
examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí
diciendo: «¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas,
ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor que, como un aroma, se
desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que
abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios sin límites se abrieron
a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al
sentimiento…?» La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del
crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada
un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con
un rayo plateado los pilares de la desierta galería.
Entonces reparé que todas aquellas figuras,
cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas
flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una
expresión de indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz,
vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se
perdían en el infinito buscando a Dios.
A Dios, foco eterno y ardiente de
hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el
sentimiento de la tierra.
FIN
El Contemporáneo
23 de abril, 1861
No hay comentarios:
Publicar un comentario