Hans Christian Andersen
1. - Cómo
empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos
del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos
invitados. No hay más remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la
vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios
estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado
del «¿Qué vamos a hacer ahora?» de la señora de la casa. En ésas estaban, y la
tertulia seguía adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la
conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho más
interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de Justicia, defendía con
tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa se puso enseguida de
su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el
almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos y los modernos,
terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero afirmaba que el
tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento
por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leído, entrémonos
nosotros en el vestíbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones,
paraguas y chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven,
vieja la otra. Habría podido pensarse que su misión era acampanar a su señora,
una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observándolas más atentamente,
uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenían las manos
demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos - pues eran, en
efecto, personas reales -, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy
personal. Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven, aunque no era la
Felicidad en persona, sí era, en cambio, una camarera de una de sus damas de
honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La
más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida
siempre personalmente; así está segura de que se han llevado a término de la
manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de
aquel día. La mensajera de la Suerte sólo había hecho unos encargos de poca
monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un señor
honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer
algo que se salía de lo corriente.
-Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es mi cumpleaños,
y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a
los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a
quien los calce, al lugar y la época en que más le gustaría vivir. Todo deseo
que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto,
y así el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.
-Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El hombre que haga
uso de esa facultad será muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda
quitarse los chanclos.
-¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira, voy a
dejarlos en el umbral; alguien se los pondrá equivocadamente y verás lo feliz
que será.
Ésta fue la conversación.
2. - Qué tal le fue al consejero
Se había hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto
en su panegírico de la época del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de
despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la
suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mágica del
calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la
porquería y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban
empedradas.
-¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! -exclamó el
Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era
además bastante denso, por lo que todos los objetos se confundían en la
oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen
de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta
que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se
representaba a la Virgen con el Niño.
«Debe anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado
de quitar el cartel», pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de
aquella época.
«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de máscaras».
De pronto resonaron tambores y pífanos y brillaron
antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraña
comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente
sus instrumentos; seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El más
distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado,
preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel hombre.
-Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró
nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el
obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del
Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a
la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos
sentados en una barca.
-¿Desea el señor que le pasemos a la isla? -preguntaron.
-¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero, ignorante aún de
la época en que se encontraba-. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del
Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
-Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-. Es
vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que
no parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y
más incomprensibles.
-No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente, volviéndoles
la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla.
«¡Esto es una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época
más miserable que aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche»,
pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al
Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a
Christianshafen».
Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda
cuando salió la luna.
«¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al
distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo
de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual
Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con
algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras
barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el
nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho
-suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos es eso?».
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de
nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de
entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja.
«¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin embargo, sólo he
tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la
cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente;
se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre?
Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados».
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no
hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si
estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve
hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le
parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy
enfermo!».
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una
rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La
sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de
personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban
enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron
cuenta del forastero.
-Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se
adelantó a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted
proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró,
sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro
consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán.
Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la
creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se
encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a
agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró
profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.
-¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó, sólo por decir,
algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era
un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.
-Es un grabado muy antiguo -exclamó el Consejero, contento
de ver un ejemplar tan raro-. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo
documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se
afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son
efectos de la electricidad atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus
palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente
el sombrero, le dijo muy serio:
-Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.
-¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé hablar de unas
cuantas cosas que todo el mundo conoce.
-La modestia es una hermosa virtud -observó el otro- Por lo
demás, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en
suspenso mi juicio.
-¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de
hablar? -preguntó el Consejero.
-Soy bachiller en Sagradas Escrituras -respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se
correspondía con el traje. «Seguramente -pensó- se trata de algún viejo maestro
de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».
-Aunque esto no es en realidad un locus docendi - rosiguió
el hombre-, os ruego que os dignéis hablar. Indudablemente habéis leído mucho
sobre la Antigüedad.
-Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta leer escritos
antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con
excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.
-¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
-Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
-¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen
mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la
novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los
Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.
-Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-. Debe de ser
alguna edición recientísima de Heiberg.
-No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo
de Gehmen.
-Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el magistrado-. Es un
nombre antiquísimo; así se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca,
¿verdad?
-Sí, es nuestro primer impresor -asintió el hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los
buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado
algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se
trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como
sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a
colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y
el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los
vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no
discurrió tan llanamente, y en más de un momento pusieron los unos y el otro
caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las
manifestaciones más simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas.
Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado
tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor
comprendido; pero nada se sacaba en limpio.
-¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera tirando de la
manga al Consejero. Entonces éste volvió a la realidad; en el calor de la
discusión había olvidado por completo lo que antes le ocurriera.
-¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó, sintiendo que le
daba vueltas la cabeza.
-¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de
Brema -pidió uno de los presentes-, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia
bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinación. Al Consejero le
pareció que un extraño frío le recorría el espinazo.
-¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero no tuvo más
remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen señor. Estaba
completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en
duda, y se limitó a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los
otros que hablaba en moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan ruda y tan
ordinaria. «¡Es para pensar que el país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-.
Estoy pasando el momento más horrible de mi vida». De repente le vino la idea
de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. Así lo hizo,
pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propósito,
lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano…
afortunadamente para él, pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol encendido, y
detrás, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la
calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontró tendido en el suelo
con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno.
«¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado tendido en plena
calle y soñando? -dijo-. ¡Sí, ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara
y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de ponche!».
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche de punto, que
lo conducía a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias
de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra época, que, con todos sus
defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado,
el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo.
FIN
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