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martes, 16 de marzo de 2021

Stig Dagerman .- La Sorpresa

 La sorpresa

Hay personas que no hacen nada para ser amadas y a pesar de ello lo son y otras que

lo hacen todo para ser amadas y nunca llegan a serlo. Se puede notar que a las

personas pobres de verdad les resulta muchas veces difícil ser amadas. Cuando la

madre de Åke llevaba viuda cinco años, el abuelo paterno de Åke cumplió setenta

años. Fueron invitados a asistir en una carta de ocho líneas, breve y seca, en la que

ponía: “Si queréis podéis venir, pero la ropa de cama tenéis que traerla vosotros

porque hace frío en el cuarto y además algunos van a tener que dormir en el zaguán

porque van a venir también otras personas, hemos invitado al contable y al

comerciante Jonsson y tendrán que dormir en la sala y si tú, Elsa, puedes venir un día

antes, para ayudar en la limpieza y a poner la mesa y a hacer la comida, estaría bien.

Cordialmente, Irma. Después siempre habrá alguien que ayude a fregar y alguna otra

cosa y seguro que Åke podrá hacer un poco de leña”.

La madre leyó la carta en voz alta una noche bajo la lámpara. Estaba cansada y se

apoyaba en la mesa con ambas manos. Había estado todo el día limpiando techos en

un piso grande del barrio de Östermalm y tenía dolor de cabeza de haber estado con la

cabeza vuelta hacia el cielo tanto rato. Cuando hubo leído la carta se quedaron los dos

en silencio sin mirarse. Åke hojeaba su libro de geografía: las cascadas de Trollhättan

son muy hermosas… Los holandeses son un pueblo limpio que friega las aceras todos

los días… bajo la dirección, dura pero vigorosa, de Mussolini esas insanas tierras

pantanosas han sido drenadas… En Chile se embarca un abono llamado guano.

La madre clavó los ojos en el vacío, sus manos estaban completamente solas

arrugando despacio la carta hasta convertirla en una pelota irregular. Cuando Åke

luego miró las manos, sintieron vergüenza y alisaron la carta, pero quedó arrugada

como el rostro de una anciana. Las manos de los pobres siempre se avergüenzan de lo

que hacen. Por la noche la lámpara del escritorio estuvo mucho tiempo encendida y

Åke se durmió tarde. Primero pensó que la madre se había dormido sin apagar la luz,

pero cuando se incorporó con cuidado apoyándose en el codo y miró en su dirección

notó que tenía los ojos abiertos y que las manos que estaban sobre el edredón

arrugaban y alisaban una carta invisible.

La noche siguiente la lámpara estuvo encendida aún más tiempo. La madre,

completamente vestida, estaba sentada escribiendo en el viejo escritorio del padre.

Era una carta que parecía no terminar nunca. Antes de que Åke se durmiera, el tablero

de la mesa estaba lleno de papeles arrugados y emborronados. En mitad de la noche

se despertó. Hacía frío y la madre estaba sentada al borde de su cama y le ponía la

mano en la frente exactamente igual que si tuviera fiebre. Cuando acabó de

despertarse ella le miró a los ojos y dijo:

—No son más que las doce. ¿Cómo se escribe siglo? ¿Con C o con S?

El despertador marcaba la una y cuarto. Con S, susurró. La oyó deslizarse de vuelta

al escritorio y empezar a raspar con la pluma. Luego se durmió profundamente como

un niño hasta que se hizo de día.

Al día siguiente estaba esperándole al otro lado de la verja de la escuela. Como

todos los niños que tienen madres pobres, a él le daba vergüenza y al principio fingió

que no la conocía. Cruzó la calle, se separó de los compañeros y regresó cohibido. La

madre notó su turbación y no le cogió de la mano hasta que quedaron completamente

solos en la calle. Cogieron el tranvía para bajar a la ciudad. Iban sentados uno frente a


otro mirándose mutuamente las manos. Cuando se apearon ella volvió a cogerle de la

mano y le llevó entre la aglomeración propia de las cuatro y media por la calle de

Drottninggatan. Se detuvieron ante una tienda grande y elegante con luces

intermitentes en el letrero. La madre permaneció un rato de pie fingiendo leer en el

escaparate. Anunciaban discos ingleses, y ella leía sin comprender y cuando luego

entraron, empujó a Åke delante de ella como un escudo.

En las tiendas elegantes los dependientes son siempre enemigos. Cuando se habla

con ellos uno enrojece y tartamudea. ¿Qué desea usted? Preguntan con tanta finura

como si hablasen en una lengua extranjera, y automáticamente uno traduce: ¿Puede

usted permitírselo realmente?

La madre de Åke había dicho:

—Queremos grabar un disco. Vea usted, su abuelo cumple setenta años y el chico

ha escrito un verso para recitárselo.

Tuvieron que sentarse a esperar un rato hasta que la cabina de grabación quedó

libre. Las sillas eran de tubo y se sentaron desconfiadamente en el borde susurrando.

La madre le dio un papel. Era la poesía que había escrito la noche anterior. Él la leyó

pero no entendió nada. Todo el tiempo le parecía que los dependientes, enfundados

en sus elegantes batas blancas, estaban tras el mostrador mirándole fijamente y

enrojeció de vergüenza y nerviosismo. La madre miró a su alrededor.

—No olvides las rimas —susurró—, y lee en voz alta.

Él clavó los ojos en el papel hasta que se le llenaron de lágrimas. Estudió las rimas

hasta que resonaron en su fuero interno:

Setenta años

primavera de la vida, buena y dichosa

el fluir de la vida, vida laboriosa

no pasatiempo, has sembrado tu grano

los árboles de la hacienda, caballo y arado

tu profundo bosque, fiel esposa

compañera de fatigas, en este día

¡recibe este homenaje!

Cuando estaban dentro del estrecho y recalentado locutorio que olía al perfume de

una cantante, se le cerró la garganta. Abría la boca pero no conseguía sacar ningún

sonido. La madre estaba detrás muy pegada a él y le cogía los hombros y a él le pareció

que era como si quisiera estrangularle. El sudor le corría por la espalda en grandes

gotas calientes. Pero cuando todo estuvo a punto y el aparato empezó a raspar sí que

fue capaz, las palabras se soltaron y le llenaron la boca, grandes y solemnes, y las

primeras líneas las leyó como un sacerdote. Cuando terminó quedaba un trozo de

disco y la madre se inclinó sobre él desde atrás y entonó la canción tradicional de

felicitación con su dulce voz de santa Lucía.

Toda la tarde se la pasó diciendo lo bien que él se había portado y qué sorpresa le

iban a dar al abuelo y a todos los campesinos del pueblo, a los parientes de Upsala y

Gävle, al contable y al comerciante cuando ella le diera cuerda al gramófono y pusiera

el disco. Le miraba, le brillaban los ojos, cruzaba las manos bajo la lámpara y se

quedaba callada un rato antes de empezar de nuevo.

La tarde siguiente desapareció sonriendo misteriosamente y volvió de la casa

vecina con un gramófono portátil. Lo puso en mitad de la mesa, colocó el disco con

cuidado como si no tolerase el roce, lo hizo girar y dejó caer la aguja con suma

delicadeza. Empezó con un agudo raspado y los ojos de la madre se volvieron


temerosos y preocupados. Luego se oyó un jadeo y Åke se puso colorado porque notó

que era suyo. La voz no la reconoció. Pensó decir que la tienda les había engañado,

pero cuando levantó la vista la madre le estaba mirando con tanto arrobo que

comprendió que tenía que ser su voz. Cuando llegó la canción ella intentó mirar para

otro lado, pero él le sonrió por encima del gramófono y acabó devolviéndole la sonrisa.

Un rato después, cuando ya habían apagado el aparato, dijo ella:

—No pasará nada si lo oímos otra vez, ¿verdad? Seguro que el disco lo aguanta.

Lo escucharon otra vez. Cuando se desnudaron por la noche ella puso en marcha el

gramófono como sin darse cuenta. En mitad de la noche él se despertó de un sueño

confuso. El cuarto estaba vacío pero desde la cocina le llegó su propia voz desconocida

y volvió a dormirse con la canción en los oídos. La noche siguiente oyeron el disco

cuatro veces y cada vez como sin proponérselo.

Un viernes de marzo a las cuatro se apearon del tren en el pueblo. Olía a humo y a

nieve derretida. Nadie salió a esperarles, pero la madre dijo que era lo más natural con

lo mucho que tendrían que hacer ahora con el cumpleaños. El camino estaba

resbaladizo y era largo y Åke quería llevar la maleta, pero la madre no le dejó.

Finalmente a la madre le dieron palpitaciones y no pudo más y le dio permiso para

cargarla, pero con mucho cuidado. En el fondo estaba el gramófono envuelto en

muchos periódicos como el único huevo de un pobre.

No había nadie en las escaleras de la entrada. En tiempos del padre siempre había

alguien. Entraron directamente a la cocina. El abuelo estaba sentado a la mesa con un

periódico abierto delante de él. La tía estaba junto al fogón removiendo una olla. El

abuelo alzó la vista del periódico, la tía soltó el cucharón.

—Vaya, aquí está la viuda —dijo el abuelo—, ¿qué tenéis en esa maleta? ¿No será

un regalo?

Siguió leyendo, como si hubiera olvidado enseguida que habían llegado. La tía les

saludó con la cabeza y volvió a coger el cucharón. Estaban de pie, abandonados en

medio de la cocina, y Åke vio vagar la mirada de la madre por entre los recipientes de

cobre y las plantas de las macetas. Era el quinto año que iba de viuda, vestida de

negro, delgada y sola. Súbitamente bajó la vista para mirarle con una secreta alegría en

los ojos.

—Es una sorpresa —dijo. Pero sólo la oyó Åke.

—Coge y friega el suelo de la sala —dijo la tía—, y Åke puede ir a la leñera.

A última hora de la tarde ella fue a verle a la leñera, puso la mano en el hacha, se

sentó en el tajo y le acarició el pelo. No dijo nada. Ella iba vestida de fregona y le

sacudió el serrín. Por la noche durmieron en el mismo sofá en la alcoba. Cuando se

quedaron solos ya tarde por la noche, ella deshizo la maleta y estuvo un rato bajo la

lámpara con el disco de gramófono tiernamente cogido entre las manos.

Por la mañana temprano se levantaron y colgaron guirlandas en la sala. El sacristán

y unos labradores llegaron para entregar un bastón de paseo con puño de plata. Se

sentaron en la sala y tomaron café y coñac y a las diez, cuando se fueron, se ayudaron

entre todos a llevar al abuelo al sofá.

—¿Y vuestra sorpresa? —preguntó la tía cortante.

—Pues nosotros esperamos a esta tarde —dijo la madre, y le hizo un guiño a Åke.

Por la tarde llegaron en coche parientes de Upsala y Gävle. Los campesinos que

acudían de lejos lo hacían en carruajes amarillos de muelles. Llegó el contable, llegó el

comerciante y la casa se llenó de risas, charlas y olor a comida. Åke estaba en la cocina


pelando patatas y secando vasos. La madre corría entre la sala y la cocina con comida y

vajilla. El comerciante pronunció un discurso que les sacó de la cocina. Se quedaron en

el vano de la puerta escuchando y mirando. El comerciante ya estaba un poco

borracho y la voz se le atascaba en la garganta. Con cierta dificultad sacó un reloj de

oro del bolsillo y se lo entregó al cumpleañero. El abuelo lloró con disimulo y algunas

lagrimitas rodaron hasta el vaso de aguardiente. El arrendatario habló, y el contable, y

los parientes de Upsala y Gävle. La madre pellizcó a Åke en el costado y le miró con

intención: no tardaría en llegar su momento.

El comerciante había llevado un gramófono. Estaba junto a la radio sobre una

cómoda y, sin que nadie se diera cuenta, Åke había llevado el disco hasta allí. Cuando

se encontraron en el oscuro zaguán vacío, la madre le susurró:

—Espera hasta después del café. Yo te haré una seña.

Se tomó café con coñac y el ambiente era animado. Cuando la madre hubo

levantado los manteles y Åke iba de un lado a otro de la sala ofreciendo cigarros puros

y cigarrillos, ella se colocó en la puerta. Él observó su mirada y se acercó con cuidado a

la cómoda. Mientras tanto, la tía abrió la mesa de juegos. El contable, el comerciante,

el sacristán y el abuelo arrastraron sus sillas y se colocaron alrededor de la mesa verde.

Åke empezó a darle cuerda al gramófono. El contable repartió cartas. La madre le hizo

un gesto desde la puerta. Los cuatro jugadores cogieron sus cartas. Sus rostros ardían

de alcohol y de excitación. Åke puso en marcha el gramófono. El abuelo tenía pareja de

picas y era mano. Estaba tan fuera de sí por la emoción que se le cayó el puro al suelo.

Oyó que allá en la cómoda la radio empezaba a funcionar, un sonido alto y molesto.

Parecía una conferencia. De repente se volvió hacia Åke y gritó:

—¿No puedes cerrar esa maldita caja parlante? ¡Dos picas!

Entonces Åke apagó. Seguro que se hizo una mella en el disco, pero eso daba igual.

Frío como una anguila le iba atravesando el dolor. Los ojos se le empañaron y las caras

ebrias y enrojecidas a su alrededor se volvieron brillantes como hojalata. Alguien de

Upsala o de Gävle se echó a reír y esa risa le hizo salir de la sala, cruzar el zaguán y

entrar en la oscuridad de la alcoba. Se quedó de pie con el disco en las manos y

finalmente se le hizo tan pesado como su propia vida. Se oyó el chasquido de la puerta

y en la estría de luz se le acercó callada la madre. Él se deslizó en sus brazos con su

dolor y los cálidos y húmedos susurros de la madre acariciaron sus mejillas.

—No llores, mi niño —susurró—, tú no llores.

Pero ella lloraba tanto que se estremecía.

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