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lunes, 22 de marzo de 2021

Pedro Lemebel .- La historia de Margarito

 

Tendría que arremangarme los años para recordar a Margarito, tan frágil como una

golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía,

«nuestro norte luz y guía», voceaba el himno de la mañana escolar, ya borroso por los

tierrales secos en la zona sur de Santiago, en esas nubes de polvo donde los niños

machos pichangueaban el recreo; los hombrecitos proletarios, jugando juegos de

hombres, brusquedades de hombres, palmetazos de hombres. Tan diminutos y ya

ejercían las ventajas del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose de él

porque no participaba del violento rito de la infancia obrera. Porque se mantenía

distante mirando de lejos al cabrerío revoltoso revolcándose en el suelo, mancornados

a puñetazos en la competencia matona de esa enana virilidad.

Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba profundamente la prepotencia de sus

compañeros, esa única forma bruta de comunicarse que practican los hombres. Por

eso se aislaba de los grupos en la soledad mocosa de anidarse un rincón lejos del patio.

Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era

feliz, como todos los niños a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul.

Margarito tenía los ojos grandes, siempre anegados a punto de llorar, al borde

lagrimero de su penita; por cualquier cosa, por el chiste más insignificante soltaba la

muda catarata de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la

tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego

preferido de los cabros grandes que le gritaban «Margarito maricón puso un huevo en

el cajón». No lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba hasta

hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban con el amargo suero que

hería sus mejillas.

Margarito era así, un pétalo fino y lluvioso en medio de la borrasca pioja del piñén

estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido

juego torturando al más débil, al más diferente del colegio, que escapaba al modelo

masculino impuesto por padres y profesores. Y ese era el caso de Margarito,

nombrado así, burlado así, por los pailones del curso que, groseros, imitaban su

caminar de pichón amanerado, sus pasitos coligües cuando tenía que salir a la pizarra

transpirando, como pisando huevos en su extraño desplazamiento de cigüeña cachorra

rumbo a la patriarcal educación.

Lo recuerdo tan solo, en ese tristísimo exilio de princesita traspapelada en un cuento

equivocado. Lo veo así, al borde de la crisis esa mañana del sesenta cuando Caritas-

Chile regaló un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía. Eran

fardos gigantes de pantalones, poleras, zapatos, camisas y casacas que los curas

habían seleccionado para los niños varones. Tiras usadas que el imperio repartía a

Sudamérica para tranquilizar su conciencia. Trapos multicolores, que los chiquillos se

probaban entre risas y tirones. Y en medio de esa alegre selección, apareció un

vestido, un largo y floreado camisón que los cabros sacaron calladamente del bulto. Lo

extrajeron mirándose con maldadosa complicidad. Margarito, como siempre, flotaba

más allá del bullicio en la balsa expatriada de su lejano navegar. Por eso no se percató

cuando lo rodearon sujetándolo entre todos, y a la fuerza le metieron el vestido por la


cabeza, vistiéndolo bruscamente con esa prenda de mujer. Creo que nunca olvidaré

esa escena de Margarito con los ojos empañados, envuelto en la percala floral de su

triste primavera. Lo veo a pesar de los años, interrogando al mundo que se cerraba

para él en una ronda de carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, como una palomita

llorona mirando las bocas burlescas de los niños, desfiguradas por el océano

inconsolable de su amargo lagrimal.

Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás se me forró ese cuadro,

como tampoco la chispa agradecida que brilló en sus pupilas cuando, compartiendo las

burlas, me acerqué para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito

desde ese final de curso, tampoco supe que pasó con él desde esa violenta infancia

que compartimos los niños raros, como una preparatoria frente al mundo para asumir

la adolescencia y luego la adultez en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron

coronados de crueldad. Es posible que su pasar de alondra empapada haya naufragado

en esa travesía de intolerancia, donde el trote brusco del más fuerte estampó en sus

suelas el celofán estropeado de un ala colibrí.

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