Amazon Prime

Kindle

lunes, 8 de marzo de 2021

Reinaldo Arenas .- Algo sucede en el último balcón



Un pájaro, cantando sobre

los hilos del tendido eléctrico.

Si yo pudiera, también can-

taría así, hasta desgañitarme.

Ahora el hombre miraba para la calle (enjaulada por miles de hilos que cumplían

distintas funciones). Y se puso a pensar. Ningún ruido llegaba hasta el balcón donde el

hombre pensaba. De la calle subían voces, ronquidos de motores y conversaciones

inexplicables, imprecaciones y chillidos, música que no era música, sino un ruido más

en el desconcierto de los ruidos, retazos de himnos y desfiles, silbidos y jerigonzas...

Pero todo ese escándalo se iba disolviendo entre los pisos más bajos, de modo que en

el último, donde él se encontraba, solamente hubieran podido llegar los rezagos de un

ruido extraordinario que nunca se producía... El pájaro cantaba, sobre los hilos de

telégrafo, o de teléfono, o del tendido eléctrico. El pájaro estaba como pegado a los

hilos y el hombre le sacó la lengua y lo amenazó con las manos; pero el pájaro no se

fue, y siguió cantando. No importa, en seguida se hará de noche y tendrás que

largarte, dijo el hombre en voz alta. El pájaro alzó más su cantaleta, de modo que el

hombre tuvo que hacer un gran esfuerzo para poner en orden sus pensamientos de

acuerdo con el tiempo. Pero la tarde, excluyendo a ese animal estúpido, se prestaba

para pensar. De pie, junto al vacío, el hombre sentía las ideas ir y venir; y algunas veces

se quedaban por un rato jugando frente a él, que las veía acercarse como pequeñas

llamaradas. Y comenzó el recuento.

Un coro de ideas fijas rodearon al hombre y lo dejaron desnudo. Una de ellas, muy

arrugada y gruesa, se le tiró a la cabeza desde la azotea del edificio, y el hombre se

encogió, y se hizo muchacho. Se vio, desde arriba, correr por las calles pregonando

periódicos en una bicicleta destartalada, huyéndole a la madre que le perseguía con el

palo de trapear, muerto de risa y soñando que se caía... Allá arriba, las ideas aparecían

y desaparecían, cambiando de indumentarias e instrumentos, llorando o soltando

extrañas carcajadas, arrastrándose por el piso o alzando el vuelo, cantando o tocando

cornetas, moviendo las nalgas o haciendo ademanes indefinibles, de manera que todo

fue un batallar de furias insólitas que en enrevesado trajín caían incesantemente a la

calle llenando, aunque invisibles, las aceras... Era el mediodía y la madre estaba

sentada en el sofá, en el centro de la sala. Tu padre ha muerto, dijo cuando entró el

muchacho. Tu padre ha muerto, dijo. El muchacho fue a lavarse las manos en el

palanganero, pero la palangana estaba seca. Se paró en puntillas para ver si quedaba

alguna gota de agua en el fondo y entonces el palanganero se fue al suelo y la

palangana soltó el esmalte. ¿Cuál padre?, preguntó el muchacho. La madre llegó hasta

él y le pegó en la cabeza con la palangana, descascarándola aún más, de manera que el

recipiente quedó hecho una lástima; una lástima que empezó a dar gritos mientras

soltaba los pedazos. Rompiste la palangana, dijo la madre. Rompiste la palangana... Era

la hora en que no es de día, pero tampoco es de noche; la hora en que las cosas

cambian su figura, aumentando o disminuyendo su tamaño, sacándose del fondo

todas las sombras que durante el día habían permanecido agazapadas y que ahora

podían estirarse hasta unirse y formar una sola sombra. Desde su atalaya, el hombre

pudo ver el sol sumergiéndose, entre estertores y una gran humareda, en el mar.


Abajo, el muchacho se las arreglaba para cruzar la calle sin que los vehículos lo

aplastaran. Se escurrió entre dos rastras, hizo chocar a varios automóviles, atropelló a

un viejo que al llegar a la esquina murió de furia; al fin, salió ileso. Llegó a la casa,

corrió hasta el baño y comprobó con horror que se estaba volviendo un monstruo:

todo lleno de pelos donde él nunca se había imaginado que podrían salir. Con los

brazos en alto fue hasta el espejo, luego fue corriendo rumbo a la máquina de coser,

tomó las tijeras y se arrancó hasta las pestañas y las cejas. Y más tranquilo salió al

patio. Pero al otro día le sucedió lo mismo, y aunque no pudo decírselo a nadie sintió

unos deseos enormes de ponerse a dar gritos... Los gritos, que no se dieron, llegaron

hasta el hombre que batallaba con las ideas en el último balcón, ya que eran ruidos

extraordinarios. El hombre, furioso, tiró un grupo de ideas al vacío; y el muchacho

quedó transformado. Así llegaron los angustiosos días de la adolescencia, sin tener un

real para meterse en el cine, fumando a escondidas y mastur- bándose con la cara de

una muchacha pelada al rape. Tienes que trabajar, dijo la madre; con el inglés que

sabes puedes conseguir trabajo. «Joven», puso en el periódico, «con amplios

conocimientos de inglés desea trabajar»... Arriba el hombre había echado a andar.

Caminaba rápido de una a otra esquina del balcón; a veces se asomaba por la baranda.

Las luces comenzaban a aparecer... Al otro día llegó el aviso de que se presentara en

una fábrica de aguardiente. Fue, y aunque se dijo no me da la gana de que me suden,

cabronas, cuando llegó a la fábrica ya tenía las manos empapadas. Con ellas

chorreando caminó por entre columnas de botellas que le desviaban el rumbo,

dejando a su paso pequeños charcos. Pero el empleo no dio resultados. Sí, era cierto

que dominaba el inglés, pero ahí no estaba la cuestión. El idioma estaba bien, pero

hubiera bastado con saberlo chapurrear; es más: no convenía que lo supiera hablar tan

bien, y mucho menos en ese tono shakesperia- no. ¿Cómo iba a convenir ese tono

trágico e isabelino en la garganta de un muchacho cuyo trabajo consistía en ir hasta los

barcos de turistas y convencerlos («como fuera») para que lo acompañaran hasta la

fábrica de aguardiente y, una vez allí, se emborracharan? En eso consiste tu trabajo.

Convencerlos, ganártelos, arrastrarlos hasta aquí para que se beban nuestro ron. Son

veinte pesos al mes... El balcón se nubló por un momento con millares de ideas de

todos los tamaños que con sus alas membranosas rozaban al hombre, lo cargaban y lo

zarandeaban, elevándolo hasta el techo y depositándolo otra vez en el piso. Entonces,

el hombre se recobraba y seguía andando, abriéndose paso con las manos, resoplando

y encendiendo cigarros... El primer día logró arrastrar a un americano viejo y abstemio,

quien pensó que el muchacho lo llevaba a visitar un museo; al otro día cargó con dos

jóvenes que no bebían y que lo que ansiaban era entrar en un prostíbulo; al tercer día

llevó a dos mujeres flacas y altísimas que sí se emborracharon, no pagaron y quisieron

acostarse con él. Al cuarto día lo botaron, aunque, eso sí, le dieron el importe por sus

tres días de trabajo. No sirve para esta clase de empleo, oyó que decían mientras él se

agazapaba tras un montón de botellas. Es un muchacho sin sangre; nos hace falta

alguien más vivo que traiga a la gente como sea y que no tenga pena de nada. Y que no

tenga pena de nada. Y que no tenga... Ahora todo no fiie más que un desandar

vertiginoso hasta llegar al mismo punto donde había empezado el recuento, mejor

dicho, donde lo terminaría... Se vio entrando y saliendo de restaurante en restaurante,

de farmacia en farmacia, de cafetería en cafetería. En fin, un desfile de trabajos inútiles

e implacables que le atrofiaban las hermosas imágenes del porvenir formadas en otro

tiempo. En todo el recorrido, el momento de mayor sosiego fue el de la muerte de su


madre. En cuanto lo supo se fiie para el patio (lugar donde se desahogaba de los

grandes acontecimientos). Ha muerto, dijo. Se murió, dijo. Entró en el cuarto y la vio

con un rostro tranquilo, como nunca, mientras vivía, se lo pudo ver. Él mismo cargó

con la caja y pagó el entierro. Todas las tías estaban posadas sobre el panteón,

cerradas de negro. Vio el cuadro e imaginó a un aurero devorando a un animal

podrido. Ven acá, muchacho, le dijeron llorando las auras. Y él salió huyendo por entre

las cruces, y se perdió entre los últimos barullos del día. Algo le decía que se había

salvado. Alguien le gritaba por dentro que se había liberado, que ya no sería un

hombre oscuro que se muerde los labios y a cada rato recibe una llamada donde se le

informa que todo está bien. Y corría por entre la gente. Y quería empezar a gritar: al fin

ha muerto mamá. Y lo gritó. Y era como si le hubiesen quitado de encima un carapacho

enorme que lo había estado aplastando desde el mismo momento en que nació... Se

casó, cambió de trabajo, tuvo hijos, se fue del país. Continuó trasladándose de lugares,

huyéndole a un hambre infatigable, eliminando la posibilidad de un descanso, de hacer

algo verdadero. Siempre amarrado a la condenada rutina de las horas, pero

esperando... Y la vejez fue instalándose hasta en los rincones más mínimos de su

cuerpo. Por los periódicos llegaron noticias excitantes sobre los últimos

acontecimientos de su tierra. Una revolución, qué sería eso... Regresó con toda la

parentela. Allá arriba, la batalla con los seres membranosos casi concluía; la mayoría

había huido; otros se daban por derrotados y desaparecían en el aire. Sólo los más

enormes quedaban, implacables, amenazando con sus picos. Se oyó el alboroto de los

niños en la sala y a la madre que cerraba la puerta del pasillo. Han llegado, dijo el

hombre. Y con un gesto hizo desaparecer a todas las alimañas. Pero las más poderosas

se treparon enseguida por las paredes, por los caños de desagüe y, decididas a

permanecer, se interpusieron entre el hombre y la puerta. El escándalo de los niños

dejó de oírse. Ahora sólo hablaba la mujer, pero él tampoco la oía. Estoy seguro, decía.

Estoy bien, decía. Estoy tranquilo. Y palmoteaba contra las ideas que, cobrando forma

de mosquitos, zumbaban en sus oídos, le aguijoneaban el cuello. Con gran trabajo

entró en el recuento de los tiempos actuales. Había recorrido en brazos de esas

alimañas toda su vida, y se veía ahora tranquilo, con el triunfo (¿era ésa la palabra?)

que atenúa lo horrible de todo envejecer. Volvió a oír el estruendo de los muchachos.

Estoy bien. Aquí está la casa, mi casa, y, detrás de la puerta, mi mujer y mis hijos.

Disfruto de un buen retiro. Aquí está la casa. Y pasaba las manos por las paredes, como

si fuera un animal manso... Se oyó la voz de la mujer que lo llamaba. Ya voy, dijo él. Ya

voy, ya voy. Y tanteó en la oscuridad tratando de encontrar la puerta. He aquí la paz:

casa, retiro y un tiempo invariable. Y un tiempo invariable, repetía como queriendo

impulsar los pasos con la palabra. Y un tiempo invariable, dijo nuevamente,

deteniéndose. Luego se acercó otra vez a la baranda. Allá abajo, tras las redes

metálicas, hormigueaban las luces, en pleno apogeo... Se oyeron voces que el hombre

no oyó. Gesticulando como un bataclán, pasó los pies por la baranda, quedando sujeto

a la reja con una mano. Así se dejó desprender, sin apuro, como quien se sumerge en

una piscina desde la misma superficie del agua. ¿Es que no vas a entrar?, preguntó su

mujer desde el comedor. Y salió al balcón. Oh, dijo la mujer, levantando una mano que

no fue a posarse en ninguna región del rostro, sino en el cuello. Así entró en el

comedor y, en forma decidida, comenzó a servir la comida... El hombre, reventando

hilos, astas y anuncios lumínicos, descendía con una sonrisa picara. Haciendo añicos las

últimas bombillas, cayó de cabeza sobre el lomo de un auto, rebotando tres veces... El


muchacho, desde la acera, lo vio llegar al suelo y hacerse trizas. Tomó entonces su

destartalada bicicleta y siguió pregonando los periódicos, pero con más entusiasmo.

Estaba satisfecho por haber disfrutado de aquel espectáculo que sólo había visto en

algunas películas cuando (rara vez) tenía el peso para la entrada.

El pájaro, espantado por el golpe, se fue haciendo círculos por el cielo

completamente rojizo que ya iba descendiendo. Al fin se posó sobre el tendido

eléctrico de una calle de barrio. En la oscuridad se le oyó cantar por un rato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario