Un pájaro, cantando sobre
los hilos del tendido eléctrico.
Si yo pudiera, también can-
taría así, hasta desgañitarme.
Ahora el hombre miraba para la calle (enjaulada por miles de hilos que cumplían
distintas funciones). Y se puso a pensar. Ningún ruido llegaba hasta el balcón donde el
hombre pensaba. De la calle subían voces, ronquidos de motores y conversaciones
inexplicables, imprecaciones y chillidos, música que no era música, sino un ruido más
en el desconcierto de los ruidos, retazos de himnos y desfiles, silbidos y jerigonzas...
Pero todo ese escándalo se iba disolviendo entre los pisos más bajos, de modo que en
el último, donde él se encontraba, solamente hubieran podido llegar los rezagos de un
ruido extraordinario que nunca se producía... El pájaro cantaba, sobre los hilos de
telégrafo, o de teléfono, o del tendido eléctrico. El pájaro estaba como pegado a los
hilos y el hombre le sacó la lengua y lo amenazó con las manos; pero el pájaro no se
fue, y siguió cantando. No importa, en seguida se hará de noche y tendrás que
largarte, dijo el hombre en voz alta. El pájaro alzó más su cantaleta, de modo que el
hombre tuvo que hacer un gran esfuerzo para poner en orden sus pensamientos de
acuerdo con el tiempo. Pero la tarde, excluyendo a ese animal estúpido, se prestaba
para pensar. De pie, junto al vacío, el hombre sentía las ideas ir y venir; y algunas veces
se quedaban por un rato jugando frente a él, que las veía acercarse como pequeñas
llamaradas. Y comenzó el recuento.
Un coro de ideas fijas rodearon al hombre y lo dejaron desnudo. Una de ellas, muy
arrugada y gruesa, se le tiró a la cabeza desde la azotea del edificio, y el hombre se
encogió, y se hizo muchacho. Se vio, desde arriba, correr por las calles pregonando
periódicos en una bicicleta destartalada, huyéndole a la madre que le perseguía con el
palo de trapear, muerto de risa y soñando que se caía... Allá arriba, las ideas aparecían
y desaparecían, cambiando de indumentarias e instrumentos, llorando o soltando
extrañas carcajadas, arrastrándose por el piso o alzando el vuelo, cantando o tocando
cornetas, moviendo las nalgas o haciendo ademanes indefinibles, de manera que todo
fue un batallar de furias insólitas que en enrevesado trajín caían incesantemente a la
calle llenando, aunque invisibles, las aceras... Era el mediodía y la madre estaba
sentada en el sofá, en el centro de la sala. Tu padre ha muerto, dijo cuando entró el
muchacho. Tu padre ha muerto, dijo. El muchacho fue a lavarse las manos en el
palanganero, pero la palangana estaba seca. Se paró en puntillas para ver si quedaba
alguna gota de agua en el fondo y entonces el palanganero se fue al suelo y la
palangana soltó el esmalte. ¿Cuál padre?, preguntó el muchacho. La madre llegó hasta
él y le pegó en la cabeza con la palangana, descascarándola aún más, de manera que el
recipiente quedó hecho una lástima; una lástima que empezó a dar gritos mientras
soltaba los pedazos. Rompiste la palangana, dijo la madre. Rompiste la palangana... Era
la hora en que no es de día, pero tampoco es de noche; la hora en que las cosas
cambian su figura, aumentando o disminuyendo su tamaño, sacándose del fondo
todas las sombras que durante el día habían permanecido agazapadas y que ahora
podían estirarse hasta unirse y formar una sola sombra. Desde su atalaya, el hombre
pudo ver el sol sumergiéndose, entre estertores y una gran humareda, en el mar.
Abajo, el muchacho se las arreglaba para cruzar la calle sin que los vehículos lo
aplastaran. Se escurrió entre dos rastras, hizo chocar a varios automóviles, atropelló a
un viejo que al llegar a la esquina murió de furia; al fin, salió ileso. Llegó a la casa,
corrió hasta el baño y comprobó con horror que se estaba volviendo un monstruo:
todo lleno de pelos donde él nunca se había imaginado que podrían salir. Con los
brazos en alto fue hasta el espejo, luego fue corriendo rumbo a la máquina de coser,
tomó las tijeras y se arrancó hasta las pestañas y las cejas. Y más tranquilo salió al
patio. Pero al otro día le sucedió lo mismo, y aunque no pudo decírselo a nadie sintió
unos deseos enormes de ponerse a dar gritos... Los gritos, que no se dieron, llegaron
hasta el hombre que batallaba con las ideas en el último balcón, ya que eran ruidos
extraordinarios. El hombre, furioso, tiró un grupo de ideas al vacío; y el muchacho
quedó transformado. Así llegaron los angustiosos días de la adolescencia, sin tener un
real para meterse en el cine, fumando a escondidas y mastur- bándose con la cara de
una muchacha pelada al rape. Tienes que trabajar, dijo la madre; con el inglés que
sabes puedes conseguir trabajo. «Joven», puso en el periódico, «con amplios
conocimientos de inglés desea trabajar»... Arriba el hombre había echado a andar.
Caminaba rápido de una a otra esquina del balcón; a veces se asomaba por la baranda.
Las luces comenzaban a aparecer... Al otro día llegó el aviso de que se presentara en
una fábrica de aguardiente. Fue, y aunque se dijo no me da la gana de que me suden,
cabronas, cuando llegó a la fábrica ya tenía las manos empapadas. Con ellas
chorreando caminó por entre columnas de botellas que le desviaban el rumbo,
dejando a su paso pequeños charcos. Pero el empleo no dio resultados. Sí, era cierto
que dominaba el inglés, pero ahí no estaba la cuestión. El idioma estaba bien, pero
hubiera bastado con saberlo chapurrear; es más: no convenía que lo supiera hablar tan
bien, y mucho menos en ese tono shakesperia- no. ¿Cómo iba a convenir ese tono
trágico e isabelino en la garganta de un muchacho cuyo trabajo consistía en ir hasta los
barcos de turistas y convencerlos («como fuera») para que lo acompañaran hasta la
fábrica de aguardiente y, una vez allí, se emborracharan? En eso consiste tu trabajo.
Convencerlos, ganártelos, arrastrarlos hasta aquí para que se beban nuestro ron. Son
veinte pesos al mes... El balcón se nubló por un momento con millares de ideas de
todos los tamaños que con sus alas membranosas rozaban al hombre, lo cargaban y lo
zarandeaban, elevándolo hasta el techo y depositándolo otra vez en el piso. Entonces,
el hombre se recobraba y seguía andando, abriéndose paso con las manos, resoplando
y encendiendo cigarros... El primer día logró arrastrar a un americano viejo y abstemio,
quien pensó que el muchacho lo llevaba a visitar un museo; al otro día cargó con dos
jóvenes que no bebían y que lo que ansiaban era entrar en un prostíbulo; al tercer día
llevó a dos mujeres flacas y altísimas que sí se emborracharon, no pagaron y quisieron
acostarse con él. Al cuarto día lo botaron, aunque, eso sí, le dieron el importe por sus
tres días de trabajo. No sirve para esta clase de empleo, oyó que decían mientras él se
agazapaba tras un montón de botellas. Es un muchacho sin sangre; nos hace falta
alguien más vivo que traiga a la gente como sea y que no tenga pena de nada. Y que no
tenga pena de nada. Y que no tenga... Ahora todo no fiie más que un desandar
vertiginoso hasta llegar al mismo punto donde había empezado el recuento, mejor
dicho, donde lo terminaría... Se vio entrando y saliendo de restaurante en restaurante,
de farmacia en farmacia, de cafetería en cafetería. En fin, un desfile de trabajos inútiles
e implacables que le atrofiaban las hermosas imágenes del porvenir formadas en otro
tiempo. En todo el recorrido, el momento de mayor sosiego fue el de la muerte de su
madre. En cuanto lo supo se fiie para el patio (lugar donde se desahogaba de los
grandes acontecimientos). Ha muerto, dijo. Se murió, dijo. Entró en el cuarto y la vio
con un rostro tranquilo, como nunca, mientras vivía, se lo pudo ver. Él mismo cargó
con la caja y pagó el entierro. Todas las tías estaban posadas sobre el panteón,
cerradas de negro. Vio el cuadro e imaginó a un aurero devorando a un animal
podrido. Ven acá, muchacho, le dijeron llorando las auras. Y él salió huyendo por entre
las cruces, y se perdió entre los últimos barullos del día. Algo le decía que se había
salvado. Alguien le gritaba por dentro que se había liberado, que ya no sería un
hombre oscuro que se muerde los labios y a cada rato recibe una llamada donde se le
informa que todo está bien. Y corría por entre la gente. Y quería empezar a gritar: al fin
ha muerto mamá. Y lo gritó. Y era como si le hubiesen quitado de encima un carapacho
enorme que lo había estado aplastando desde el mismo momento en que nació... Se
casó, cambió de trabajo, tuvo hijos, se fue del país. Continuó trasladándose de lugares,
huyéndole a un hambre infatigable, eliminando la posibilidad de un descanso, de hacer
algo verdadero. Siempre amarrado a la condenada rutina de las horas, pero
esperando... Y la vejez fue instalándose hasta en los rincones más mínimos de su
cuerpo. Por los periódicos llegaron noticias excitantes sobre los últimos
acontecimientos de su tierra. Una revolución, qué sería eso... Regresó con toda la
parentela. Allá arriba, la batalla con los seres membranosos casi concluía; la mayoría
había huido; otros se daban por derrotados y desaparecían en el aire. Sólo los más
enormes quedaban, implacables, amenazando con sus picos. Se oyó el alboroto de los
niños en la sala y a la madre que cerraba la puerta del pasillo. Han llegado, dijo el
hombre. Y con un gesto hizo desaparecer a todas las alimañas. Pero las más poderosas
se treparon enseguida por las paredes, por los caños de desagüe y, decididas a
permanecer, se interpusieron entre el hombre y la puerta. El escándalo de los niños
dejó de oírse. Ahora sólo hablaba la mujer, pero él tampoco la oía. Estoy seguro, decía.
Estoy bien, decía. Estoy tranquilo. Y palmoteaba contra las ideas que, cobrando forma
de mosquitos, zumbaban en sus oídos, le aguijoneaban el cuello. Con gran trabajo
entró en el recuento de los tiempos actuales. Había recorrido en brazos de esas
alimañas toda su vida, y se veía ahora tranquilo, con el triunfo (¿era ésa la palabra?)
que atenúa lo horrible de todo envejecer. Volvió a oír el estruendo de los muchachos.
Estoy bien. Aquí está la casa, mi casa, y, detrás de la puerta, mi mujer y mis hijos.
Disfruto de un buen retiro. Aquí está la casa. Y pasaba las manos por las paredes, como
si fuera un animal manso... Se oyó la voz de la mujer que lo llamaba. Ya voy, dijo él. Ya
voy, ya voy. Y tanteó en la oscuridad tratando de encontrar la puerta. He aquí la paz:
casa, retiro y un tiempo invariable. Y un tiempo invariable, repetía como queriendo
impulsar los pasos con la palabra. Y un tiempo invariable, dijo nuevamente,
deteniéndose. Luego se acercó otra vez a la baranda. Allá abajo, tras las redes
metálicas, hormigueaban las luces, en pleno apogeo... Se oyeron voces que el hombre
no oyó. Gesticulando como un bataclán, pasó los pies por la baranda, quedando sujeto
a la reja con una mano. Así se dejó desprender, sin apuro, como quien se sumerge en
una piscina desde la misma superficie del agua. ¿Es que no vas a entrar?, preguntó su
mujer desde el comedor. Y salió al balcón. Oh, dijo la mujer, levantando una mano que
no fue a posarse en ninguna región del rostro, sino en el cuello. Así entró en el
comedor y, en forma decidida, comenzó a servir la comida... El hombre, reventando
hilos, astas y anuncios lumínicos, descendía con una sonrisa picara. Haciendo añicos las
últimas bombillas, cayó de cabeza sobre el lomo de un auto, rebotando tres veces... El
muchacho, desde la acera, lo vio llegar al suelo y hacerse trizas. Tomó entonces su
destartalada bicicleta y siguió pregonando los periódicos, pero con más entusiasmo.
Estaba satisfecho por haber disfrutado de aquel espectáculo que sólo había visto en
algunas películas cuando (rara vez) tenía el peso para la entrada.
El pájaro, espantado por el golpe, se fue haciendo círculos por el cielo
completamente rojizo que ya iba descendiendo. Al fin se posó sobre el tendido
eléctrico de una calle de barrio. En la oscuridad se le oyó cantar por un rato.
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