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lunes, 29 de marzo de 2021

Jordi Nopca .- Anillo de compromiso

 


Cuán rápido la línea oscura crece, cuán

rápido aumentan las velas apagadas.»

Kavafis, «Velas».

—Antes, las guerras servían para limpiar el mundo de gente. En tiempos de paz como

ahora, esto se arregla cuando ocurre un desastre. No me mires así: es como te lo digo

y punto.

La anciana señalaba la minúscula pantalla de la tele con un dedo torcido por la artrosis.

Hacía tres meses que había aceptado trasladarse a la residencia y, al principio, no dejó

de torturar a su hijo: necesitaba un televisor en la habitación que ocupaba ella sola,

era urgente y vital, porque si se moría sin saber cómo acababa el juicio contra el torero

infiel no se lo perdonaría jamás. Había días que le aseguraba que si no le satisfacía esa

casi última voluntad, cuando muriese iría a buscarlo al infierno y le clavaría la

dentadura en el antebrazo. «Te quedará la marca para siempre», lo amenazaba

tocándolo con uno de los tres bastones que siempre tenía a su alcance, colgados de un

sillón dispuesto para que, en principio, los invitados se sentaran cómodamente.

El hijo había tardado tres semanas en comprar el aparato y, desde entonces,

funcionaba día y noche a un volumen muy alto porque la anciana estaba casi sorda. Se

perdía el telediario del mediodía y el de la noche porque coincidían con la hora en que

los residentes —ella se refería a ellos como «los carcamales»— comían y cenaban en el

comedor, pero dedicaba toda la tarde y parte de la noche a los programas de cotilleo.

El torero ya estaba en prisión. Su historia, que ya no tenía ningún interés, había sido

sustituida por la de un cirujano que violaba a las pacientes después de anestesiarlas:

cada nueva información era más truculenta que la anterior, cosa que aseguraba un

inexorable incremento de la audiencia.

Esa tarde, la anciana exponía su teoría de la superpoblación mundial a Miguel, el único

nieto que la visitaba. Iba una vez por semana, cuando salía de la peluquería canina y,

después de encajar los comentarios de turno sobre la peste a perro que soltaba,

aguantaba alguna disertación siempre relacionada con la emisión televisiva que tenían

delante. Miguel sabía más cosas sobre el torero preso y el cirujano violador que de su

abuelo, fallecido cuando él tenía tres años: si hubiese caído en ello alguna vez, se

habría esforzado en sonreír, porque intentaba no dejarse vencer por el desánimo y la

mala leche. Esa tarde el presentador explicaba que en Brasil un incendio en una

discoteca había acabado con la vida de doscientas cincuenta y cinco personas. A la

cifra había que sumar más de trescientos heridos, un tercio de los cuales se hallaba en

estado grave o incluso crítico.

—Necesitan calamidades de este calibre, en esos países. Si no liquidan a unos cuantos

de una tacada, no tienen suficiente comida para todos.

—Ya está bien, abuela. Sabes que no me gusta que digas esas cosas.


—Y a mí no me gusta que ocurran, pero tienen que ocurrir. Son imprescindibles.

Con la intención de pasar página, el nieto comenzó a hablar de su rutina. A las diez en

punto ya levantaba la persiana de la peluquería canina —que se llamaba Miqui

Manostijeras—, dispuesto a solucionar el primer reto capilar de la jornada.

—No sé qué le ves a eso de arreglar el pelo de los chuchos. ¿Seguro que te lavas bien

antes de volver a casa?

—Sí, abuela, sí.

—Y yo que me lo creo.

Antes de abrir la tienda, Miguel había hecho la compra de la semana y había ido hasta

el parque para pasear a Elvis. Miguel nunca le había hablado de su mascota a la abuela.

Se había enamorado de ella poco después de que Nikki lo dejara. Era un perrito

minúsculo, de mirada perspicaz y nervios a flor de piel, que veía en el escaparate de la

tienda de mascotas del barrio de camino hacia la peluquería. Llevaba una semana

coincidiendo con él cuando se dijo que si en tres días no se lo había llevado nadie, él se

lo quedaría. «Un perro tan pequeño no puede dar muchos problemas», le dijo el

dependiente la tarde en que se decidió a entrar en su establecimiento dispuesto a

adoptar el animalito por un precio bastante razonable. Elvis venía de lejos. La raza se

había empezado a criar en los cincuenta, basada en el «English toy terrier», uno de los

animales de compañía favoritos de la nobleza rusa, y durante años sus amos habían

conseguido mantener los perritos prácticamente en la clandestinidad: el comunismo

no toleraba lujos de ningún tipo, y menos si estos eran de raíz occidental. El «English

toy terrier» se transformó en el «pequeño perro ruso» (Русский той), que no tardó en

dejar de cazar ratones —propósito inicial de la raza— y dedicarse a las monerías

propias de un mamífero que apenas pesa dos kilos. Satisfacía con el mismo entusiasmo

a niñas escuálidas, adolescentes que ya se habían dejado tentar por la furia del vodka,

madres de mirada triste y padres de poblados bigotes, un intento de homenaje a Stalin

que más bien parecía un guiño a la majestuosidad inútil de los leones marinos.

Gracias a Elvis, Miguel había ido superando el trago amargo de la ruptura con Nikki.

Estaban juntos desde hacía cinco años y, si bien habían llegado a un punto de

estancamiento innegable, jamás habría imaginado que ella tomaría la decisión de

empezar de cero en Klagenfurt, una pequeña ciudad austriaca.

—Dame un poco de tiempo, Miguel —le había dicho cogiéndole la mano, como si fuera

un niño—. Necesito saber que todavía sigo con vida.

Estaba convencido de que Nikki se marchaba a Klagenfurt con alguien. Deseaba que su

estancia no fuese tan idílica como esperaba y que al cabo de un tiempo regresase a

Barcelona con el rabo entre las piernas. Ella, que pensaba que tener un animal

doméstico en un piso era un crimen, tampoco sabía nada de Elvis. Hablaba por

teléfono con su ex una vez a la semana y a menudo Miguel y el perrito se miraban con

ternura mientras la con-versación se iba volviendo más y más difícil. Nunca había


ladrado: sus antepasados habían tenido que vivir al margen de la ley, siempre a punto

de ser descubiertos por la policía comunista, y él, como la gran mayoría de sus

congéneres, había heredado su predisposición silenciosa.

«Tener un perro y haberse quedado sin pareja es una combinación curiosa», se había

dicho Miguel en alguna ocasión mientras paseaba a Elvis y notaba los ojos de alguna

chica fijos en la mascota. El afecto instantáneo que podían sentir hacia el perrito podía

derivar fácilmente en largos diálogos, que se iniciaban a partir de una pequeña

anécdota vinculada con el animal y viraban poco después hacia aguas más personales.

Miguel había apuntado algún teléfono en el móvil pero nunca se había atrevido a

ponerse en contacto con las desconocidas. Las registraba precedidas por el nombre del

perro, para no olvidar el vínculo que los unía. Cuando acumuló media docena, los

borró, avergonzado: si alguna vez volvía con Nikki, esa lista podía acabar dándole

problemas.

Hasta entonces, Elvis había resultado una compañía constante e inmejorable. Miguel

se había acostumbrado a dormir con él y lo último que veía antes de acostarse era

aquel par de ojos brillantes y solícitos, que seguían contemplándolo con devoción

hasta que se dormía y que a menudo ya estaban abiertos cuando se levantaba.

—Buenos días, Elvis —le decía él.

El perro le prodigaba un áspero lametón en la mejilla y empezaba a mover el rabo.

Si hubiese logrado superar el asco hacia los animales, su abuela habría estado muy

bien acompañada por un Elvis que quizá habría retrasado su ingreso en la residencia.

Miguel lo imaginaba corriendo excitado por el piso, animando la lobreguez mórbida de

las habitaciones, comiendo de un platito en el que habría mandado grabar su nombre

—que sería Chispas o Petit, una elección poco creativa— o hasta sentado en su regazo,

abrigado con una manta, mientras ella se distraía con cualquiera de los programas de

televisión de baja exigencia que miraba piadosamente.

—Se ve que el rey ha ido a cazar elefantes a África y se ha lastimado. Estaba con la

fulana —le habría dicho rascándole la cabeza con una de sus uñas largas e

indestructibles—. Si yo fuera la reina, acabaría rápido con tanta desfachatez.

Cuando Miguel iba a la residencia y pasaba un rato con su abuela inventaba finales

menos terribles para su vida. Desde que tenía a Elvis, le imaginaba una vejez plácida

junto a una mascota servicial. Antes, cuando aún estaba con Nikki, la había embarcado

mentalmente en un crucero por el Mediterráneo y allí le había hecho conocer a un

anciano viudo como ella, a quien le iba como anillo al dedo un poco de compañía. Se

habían enamorado durante el viaje y, ya en Barcelona, habían continuado viéndose,

hasta que el hombre —un antiguo corredor de seguros esforzado y cumplidor— le

proponía vivir juntos. Su abuela abandonaba el pisito de extrarradio y se instalaba en

la torre del Maresme que el hombre tenía medio abandonada desde la muerte de su

señora.


La residencia deprimía a Miguel y las historias que crecían en su interior le ayudaban a

aislarse mientras su abuela se dejaba abducir por la tele. Era verdad que la tenían muy

bien atendida y allí estaba bien, quizá incluso mejor que en casa, pero tres o cuatro

años atrás le habría resultado imposible adaptarse. La percepción y la exigencia se le

habían ablandado. Eso es lo que se decía su nieto, que no habría podido aguantar

mucho rato en el salón comunitario, acompañado de ancianos que habían perdido la

memoria y pasaban el rato mirando a un punto fijo y a la vez indeterminado de la

pared. Tampoco se veía con fuerzas de jugar una partida de dominó con alguien a

quien, de sopetón, le caía la dentadura sobre la mesa, y menos aún de comer al lado

de un residente afectado por una extraña enfermedad mental que le hacía chillar

palabras imprevisibles cada vez que una enfermera le acercaba una cucharada de

comida a la boca. «¡Domingo!» «¡Tortuga!» «¡Nenúfar! «

Por un lado, las visitas a su abuela angustiaban a Miguel. Por otro, hacían que saliese

de allí con más ganas de vivir que nunca: tenía que superar como fuese que Nikki le

hubiera dejado y lo intentaba saliendo a cenar con amigos y amigas o haciendo horas

extra en la peluquería canina con la intención de ahorrar dinero suficiente para

disfrutar de unas vacaciones en Australia. Un lunes que había decidido ir al cine solo se

encontró con una antigua compañera de instituto. Después de la película se fueron

juntos a tomar una cerveza. Laura había trabajado hasta hacía poco en un laboratorio

farmacéutico. La empresa acababa de ser fagocitada por una multinacional francesa

que había decidido cerrar la sucursal española.

—Podría ir a trabajar cerca de París, pero no sé si fiarme de mis jefes: quizá dentro de

unos meses cierren la otra fábrica —se lamentó al cabo de un rato, con un vodka con

tónica en la mesa.

—Seguro que no —dijo Miguel: desconocía el estado del sector farmacéutico, pero se

creía en la obligación de murmurar comentarios reconfortantes.

—¿Te imaginas que el año que viene, ya instalada en París, me dicen que si quiero

conservar mi lugar de trabajo tengo que irme a Chequia? ¿Y si al cabo de otro año me

acaban enviando a Pekín? Vaya favorcillo me harían.

Laura no se imaginaba formando una familia en la capital china, pero, para tener hijos,

primero tenía que encontrar a alguien. Después de este último comentario, Miguel se

quedó mirando fijamente su whisky con cola unos segundos, hasta que le explicó

brevemente su historia con Nikki. Se habían conocido hacía cinco años en uno de los

puestos de fruta del mercado. Habían empezado a hablar poco después, un día que

hacían cola en la farmacia. Miguel ya tenía la peluquería de perros y no le ocultó su

ocupación, aunque otras chicas habían puesto cara de circunstancias cuando les había

contado a qué se dedicaba. Nikki y él se enrollaron enseguida y habían empezado a

vivir juntos seis meses después de haberse conocido. Ella cambiaba a menudo de

trabajo. Él esquilaba perros: abundaban los caniches y los fox terriers.

—Quizá no era una vida muy ambiciosa, lo reconozco, pero éramos felices.


El verano anterior habían viajado a Múnich. Nikki quedó prendada de un anillo de

compromiso y así se lo hizo saber, primero con miradas dulces, más tarde con palabras

elogiosas, arropadas con un romanticismo sincero. La tienda quedaba muy cerca de la

pensión donde se hospedaban. Cada vez que pasaban por delante, ella miraba la joya,

que resplandecía con moderna elegancia entre el resto de anillos, gargantillas y

pendientes. Miguel comprendió que era el momento de tomar una decisión y una

tarde que Nikki se había quedado dormida después de una visita agotadora al castillo

del rey Luis II de Baviera, salió de puntillas de la habitación, bajó hasta la tienda y

compró el anillo. Se lo entregaría al final de una cena de lujo. Ese tenía que ser el

preludio de la boda.

—No sucedió como yo imaginaba.

—¿Qué pasó?

Laura agarró su vodka con tónica y no volvió a dejarlo sobre la mesa, sin haberlo

probado, hasta que Miguel no contestó.

—Qué más da. Ahora vive en una pequeña ciudad austriaca. ¿Has oído a hablar de

Klagenfurt? Necesita un poco de tiempo.

Aquella noche acabaron tarde. Tomaron otro combinado mientras agotaban todas las

virtudes de la película que habían visto. Embravecidos por el alcohol y por el recuerdo

de la historia de adulterio que se contaba en Tabú, ambientada en una casa perdida de

la selva mozambiqueña, Miguel y Laura acabaron durmiendo en la misma cama

después de siete minutos de sexo, observados por los comprensivos ojos de Elvis. Ni

en los momentos más fogosos había soltado un solo ladrido.

A las cuatro de la madrugada, los gritos de Laura despertaron a Miguel.

—Hace tiempo, en otra pesadilla, también maté a alguien —le dijo ella.

Miguel, que acababa de ser consciente de su desnudez, aprovechó que Laura fue al

baño para vestirse. No encontraba sus calzoncillos por ninguna parte y tuvo que coger

otros del cajón y ponérselos apresuradamente, antes de que su antigua compañera de

instituto volviese a la habitación.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Todavía sin una sola pieza de ropa encima —tenía un cuerpo más atlético que el de

Nikki—, Laura le dijo que sí y trató de explicarle la pesadilla: salía un testigo de Jehová,

una vecina cotilla y dos policías, que la atosigaban primero en la entrada del edificio

donde vivía y después, sin transición, apretujados en el salón de casa, señalaban la

gran mancha de sangre que ensuciaba casi toda la alfombra.

—Había escondido al muerto de la pesadilla anterior, pero ni yo misma sabía dónde.

Para encontrarlo debía esperar a que los policías, el testigo de Jehová y la vecina se


fuesen, pero resultaba imposible convencerlos y uno de los agentes me agarraba del

pelo y me decía que al día siguiente empezaría mi juicio.

Miguel escuchó la historia en silencio, sentado en la cama, iluminado por la luz

blanquecina de la mesilla. Cuando hubo acabado, Laura le pidió un pijama y Miguel le

dejó uno suyo. Elvis entró en la habitación y empezó a menear la cola.

—Elvis, hoy tienes que irte —le dijo cuando se acercó a la cama.

—Es un perro precioso.

—Normalmente duerme conmigo, pero hoy no se puede quedar.

—Si quieres, me voy yo —le dijo Laura guiñándole un ojo.

Lo echaron y se desnudaron otra vez mientras se besaban con un punto de

agresividad. A la mañana siguiente, Miguel se volvió loco intentando localizar los

calzoncillos que había perdido por la noche, pero no hubo manera de encontrarlos.

Hasta llegó a hurgar en el bolso de su antigua compañera de instituto, por unos

segundos convencido de que tenía a una maniaca sexual en la ducha. Allí tampoco los

encontró.

Tan pronto como ella se hubo marchado, puso patas arriba la habitación sin resolver el

problema. Solo escuchó el resuello del minúsculo Elvis, que lo observaba desde un

rincón del dormitorio con las orejas en punta y el hocico hacia el techo.

Al cabo de un par de semanas, Nikki anunció por teléfono a su expareja que a final de

mes regresaría a casa. La noticia lo dejó pasmado: solo quedaban diez días. De

repente, el paréntesis de Nikki en el extranjero le pareció corto. Si se marchaba de

Klagenfurt significaba que se rendía, que la otra vida no era posible y, lo más

importante, que había aceptado que Miguel era su camino. Así se lo expresó a Laura

esa noche, desnudos en el sofá.

—Lo tendremos que dejar, ¿no? —preguntó ella. Y a continuación suspiró y hundió la

cabeza entre los cojines.

Miguel estuvo a punto de disculparse, pero se frenó antes de decir nada. Intentó

tragarse el silencio indescifrable del salón con los ojos cerrados. Si los abría, no podría

evitar coincidir con las lágrimas de Laura o con la mirada expectante de Elvis.

Cuando ya se hubo ido, Miguel miró con lástima a su mascota. Había tomado una

decisión: tenía que deshacerse de él antes del regreso de Nikki.

El dueño de la tienda de animales se lo puso fácil. Le encontró un nuevo amo en tres

días. Aquella fue una de las semanas más complicadas en la vida de Miguel: no habría

imaginado jamás que separarse de Elvis fuera a resultarle tan terrible. Había estado a

punto de levantar el teléfono y cancelar todo media docena de veces, pero en el


último momento desistió, convencido de que si era capaz de aquel sacrificio por Nikki

(aunque ella no supiera nada del perro), jamás tendrían problemas.

El día que se despidió de su mascota, Miguel llamó a la peluquería canina y le dijo a su

socio que tenía fiebre y debía guardar cama. Necesitó llorar un día entero. Cuando

volvió al trabajo, todos los perros le recordaban al suyo. Estuvo a punto de perder los

papeles cuando le tocó arreglar al pequinés de la señora Roig. Canijo y solícito, el

animalito le lamió las manos cuando lo cogió para subirlo a la mesa donde lo esquilaría

con pulso temblón y reprimiendo las lágrimas.

Esa misma noche, Miguel soñó que Elvis volvía a estar en casa. Ladraba para que

saliera de la cama y él le hacía caso, todavía medio dormido, arreglándose el pijama.

Después de besuquearle los pies, el perro metía el hocico en el espacio entre el

cabecero y el suelo y sacaba los calzoncillos que había perdido la primera noche que

había estado con Laura.

—!Muy bien, Elvis! —chillaba Miguel mientras los recogía.

Después de lamerle un dedo, el animal volvía a hurgar en el mismo sitio y sacaba un

calcetín que Miguel no recordaba haber perdido. Todavía rescató otro antes de

ofrecerle un papel arrugado y lleno de babas donde se podían leer los primeros tres o

cuatro componentes de una lista de la compra.

—Cuántas cosas hay aquí debajo, ¿eh? ¡Estás hecho un detective! —le decía

acariciándole la cabeza, mientras el pequeño forcejeaba con algo más.

Elvis sacaba una cajita azul y la dejaba a los pies de su amo, que la miraba

boquiabierto. Allí dentro estaba el anillo de compromiso que Miguel había perdido

poco después de volver de Múnich, mientras todavía buscaba una fecha propicia para

la cena de lujo que precedería la entrega ceremoniosa y, si todo marchaba bien, el

noviazgo. Había pasado dos semanas de infarto, intentando localizar la cajita sin que

Nikki se diese cuenta. No la había encontrado. Había terminado rindiéndose,

convencido de que un lunes o un martes se tomaría el día libre para subirse a un avión,

comprar el anillo y volver a casa con el botín. Gracias a ese detalle, habría boda: él

estaba convencido de ello. Nikki se había ido a Klagenfurt antes de que pusiese en

práctica su redención.

En el sueño, Miguel no abría la cajita azul hasta que Elvis hacía un gesto afirmativo con

el hocico, como dándole permiso para continuar. Cuando lo hacía, el anillo

resplandecía con la elegancia moderna de Nikki.

—¿Quieres casarte conmigo? —decía.

Se levantó repitiendo la frase. Miguel encendió la luz apresuradamente e, incluso

antes de levantar la persiana, antes incluso de ir al baño, desmontó la cama pieza por

pieza. En un rincón, camuflados por el polvo, estaban los calzoncillos y la cajita azul. El


vecino de arriba no dio ninguna importancia al grito de victoria, fresco e hiperbólico,

que le llegó atenuado por las entrañas de su apartamento.

Lo primero que vio Nikki el día que llegó a casa fue la cajita azul encima de la mesa del

salón, acompañada de un ramo de rosas rojas y de una nota en la que se leía «Te

quiero». Salió del piso corriendo después de haber espiado el contenido. Miguel no

esperaba una reacción tan eufórica. Mientras esquilaba un afgano amuermado en la

peluquería, oyó el revuelo en la entrada. No pudo ni dejar las tijeras en la bandeja.

Nikki se le echó encima y, mientras le besaba la cara —el gesto tenía algo de canino—,

le dijo que ella también lo amaba y que quería casarse con él.

Celebraron una pequeña fiesta después de la ceremonia en el ayuntamiento. Allí

estaban los padres de ambos, el hermano de Nikki, seis amigas de ella y cinco amigos

de él —acompañados de las respectivas parejas, si las había—, el socio de la

peluquería —Alejandro— y su abuela, que había podido salir de la residencia con la

condición de que la acompañase una auxiliar que se emborrachó antes del postre bajo

la mirada desdeñosa de la anciana. En una visita al baño, Miguel vio que tenía un

mensaje por abrir en el móvil. Decía: «Felicidades. Laura». Lo borró inmediatamente

después de leerlo, pero luego lo lamentó, porque no tenía el número de la antigua

compañera de instituto guardado en la agenda. Quedaría como un imbécil, pero no

podía dar marcha atrás: el mal ya estaba hecho. Se lavó las manos y regresó al gran

comedor del restaurante navarro donde celebraban el convite.

Como no había tenido tiempo suficiente de ahorrar para ir a Australia, Miguel le

propuso a Nikki una alternativa de viaje de novios menos espectacular. La generosa

aportación de los padres de ambos les permitió replantearse su sueño. Finalmente,

consiguieron billetes para Adelaida, con la intención de ir en coche hasta Brisbane.

Desde allí bajarían hasta Sidney y pasarían por Canberra y Melbourne antes de coger

un barco hasta Tasmania. Una vez hubieran recorrido la isla, volverían a Sidney, desde

donde volarían a Yakarta, donde pasarían una noche antes de subirse a un avión con

dirección a Estambul y, de allí, volverían a Barcelona.

Después de cortar el pastel y darse el último beso fotografiable, la anciana hizo un

gesto a su nieto para que se le acercara y le pidió que no se marchara de viaje.

—Tengo un presentimiento —dijo—. Me parece que sucederá un desastre. Una

calamidad.

Miguel le estampó un beso en la frente y le prometió que al cabo de un mes le llevaría

un pequeño canguro de plástico que podría poner encima de la tele y que la vigilaría

hasta cuando durmiese.

—Ya no necesito nada, hijo.

Cogió una de las manos de la abuela y le dio otro beso en la frente. El último.

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