En mi calle hay un bar minúsculo y desastrado (lo que viene llamándose “un barucho”)
que cierra tarde cada noche. El lugar, atendido siempre por camareras jóvenes, atrae a
una nutrida fauna noctámbula –por lo general varones– que viene a tomarse la
penúltima copa.
El sitio es conflictivo, y cada poco tiempo tiene que acudir la policía para poner paz. No
suelo prestarle mucha atención a su achispada clientela cuando paso por él, pero la
otra noche, mientras paseaba a mi perra Betty, me fijé en dos tipos que desentonaban
con el lugar. Estaban en la calle, muy recogidos, hablando con tono confidente. Uno le
estaba contando al otro la historia de su vida. “Yo era el rey. Pasé de cobrar 700 euros
al mes trabajando para mi padre a ganar 10.000 euros mensuales. Tenía un buen piso,
un cochazo, manejaba mucha pasta… Y las mujeres acudían a mí como moscas”, le
escuché decir.
Su interlocutor seguía sus palabras atentamente, y confieso que yo mismo me hubiera
quedado a escuchar el final. Era tal mi intriga, que estuve a punto de preguntarles a
aquellos dos tipos si me permitían tomarme algo con ellos para así averiguar en qué
quedó la cosa.
Detecté tres fases en el relato: cuando trabajaba para el padre por poco dinero,
cuando nuestro Gran Gatsby tenía ya un sueldazo y mujeres que acudían a él como
moscas, y ahora que narraba los hechos en pasado –lamentándose, supongo–
mientras se tomaba una cerveza a las puertas de un bar de mala muerte.
Aquí hay una historia, pensé. Una historia en tres actos, una historia espejo de la
propia vida, en la que a veces se gana y a veces se pierde.
Conjeturas aparte, me pesó no poder averiguar por qué “el rey de las moscas” perdió
la partida y ya solo le queda el consuelo de la narrativa, ese paraíso imperfecto para
lectores y escuchantes, protagonistas a su vez de historias de éxitos y fracasos que
siempre merecen ser contadas.
Padre
Nada más entrar, se sentó a la barra y pidió un café solo. Mientras pagaba, miró de
reojo al centro de la sala. Aquel humo, aquel jolgorio, aquel humor desmedido que a
veces se tornaba en violencia, amenazas o insultos… No todo el mundo sabe perder.
Inquieto por que él estuviera allí, mirándome de reojo, al cabo de pocos minutos dejé
las cartas sobre la mesa, apagué el cigarrillo contra el cenicero y me dirigí hacia él.
Intuyendo mi acercamiento, dejó una moneda sobre la barra y salió del bar. Aceleré un
poco y justo cuando bajaba el último peldaño le cogí suavemente de una manga.
Mi padre, encorvado, mi padre, cansado, mi padre, las manos agrietadas de tanto
trabajar desde que era niño, me miró con los ojos vidriosos. Su rostro era un mural de
la decepción. El abrigo le quedaba holgado, y los pantalones, y la mirada. Todo le
quedaba holgado a mi padre aquella fría tarde.
–Padre, yo…
Mi padre se echó a caminar, dándome la espalda. No dijo una sola palabra, y eso me
dolía más que cualquier reproche.
Lo vi caminando solo, en dirección a casa, despacio, con todo el peso del mundo en sus
espaldas. Sentí que mi padre había perdido de una vez por todas a su único hijo.
–Padre…
Entonces eché a correr hacia él y lo encaré.
–Espere un momento. Debo pagar la consumición… las consumiciones… No quiero que
me tachen de mal pagador. Es solo un segundo. No se vaya, por favor. Le acompañaré
a casa.
Hizo una mueca y yo corrí al bar. Pagué la bebida y regresé adonde estaba mi padre,
que había aprovechado para sentarse en un banco.
–Padre –le dije mientras nos echábamos a caminar–. Lo dejaré. Le juro que dejaré esta
vida. Esta vez lo digo muy en serio. Lo juro por mi pequeña hija.
Mi padre, hasta ese momento mudo, se puso en pie, se giró y me dijo con tono
lapidario.
–Soy yo quien te jura por mi santa madre, que en paz descanse, que si no cumples tu
palabra, no volveré a dirigirte la palabra.
–Lo juro, padre. Esté seguro de ello.
En mi frase anidaban los mejores deseos del mundo. Pero la verdad es alma
casquivana: yo no dejé aquella vida ni mi padre dejó de hablarme hasta el último de
sus días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario