Murilo Rubiao (Brasil)
El culpable fue el hombre de la boina gris. Antes de que
viniera, nuestra calle era el rincón más sosegado de la ciudad. Tenía una ancha
acera, donde jugaban los críos. Traviesos críos. Llenaban de dulces gritos las
neblinosas noches de invierno, cantando cogidos de la mano o corriendo de un
árbol a otro.
Nuestra intranquilidad empezó la madrugada en que nos
despertó un desusado movimiento de camiones que descargaban pesadas cajas en el
edificio del antiguo hotel. Más tarde nos dijeron que se trataba del mobiliario
de un rico solterón que pronto viviría allí. A mí me pareció una información
poco digna de crédito. Aparte de ser demasiado grande para una sola persona, la
casa se estaba derrumbando. La cantidad de paquetes apilados en la espaciosa
terraza del edificio permitía hacer suposiciones menos inverosímiles.
Posiblemente la casa había sido alquilada como almacén por algún
establecimiento comercial.
Mi hermano Artur, siempre bajo el influjo de una exagerada
sensibilidad, refutaba con energía mis conclusiones. Nervioso, afirmaba que las
casas empezaban a temblar y señalaba al cielo, donde se turnaban el blanco y el
gris. (Puntos blancos, puntos grises, cuadraditos perfectos de los dos colores,
que se sucedían rápidos, juguetones, saltarines.)
Aquella vez mi manía de llevar la contraria me había
conducido a un colosal error: antes de que hubiese transcurrido una semana
llegaba el nuevo vecino. Se cubría la cabeza con una boina a cuadros (gris y
blanca) y entre los dientes oscuros llevaba una pipa curva. Los ojos hundidos,
ropa holgada sobre un cuerpo esquelético y pequeño. Arrastraba un ridículo
perro perdiguero. En lugar de la actitud de mofa que asumí ante aquella figura
grotesca, Artur se quedó completamente trastornado:
-Este hombre ha traído los cuadraditos, pero no tardará en
desaparecer.
A no poca gente le impresionó el proceder del solterón. Sus
extrañas costumbres dejaban perplejos a los moradores de la calle. Nunca se le
veía salir de casa y, diariamente, a las cinco de la tarde, con absoluta
puntualidad, aparecía en la azotea, acompañado del perro. Sin separarse de la
boina que, seguramente, ocultaba una calvicie adelantada, echaba unas cuantas
bocanadas de humo de la pipa y volvía a recogerse. El resto del tiempo se
mantenía invisible.
Artur se pasaba el día espiándole, animado por una pueril
esperanza de verle aparecer antes de la hora acostumbrada, y no flaqueaba al
ver como fracasaban sus propósitos. Su excitación crecía a medida que se
aproximaba el momento de enfrentarse con el solitario inquilino del edificio
vecino. Cuando sus ojos le divisaban por fin, se dejaba llevar por una alegría
exagerada:
-¡Mira, Roderico!, ¡está más delgado que ayer!
Yo me enojaba y le decía que no me molestara y que no se
ocupara tanto de la vida de los demás. Pero él no se daba por aludido y, al día
siguiente, me lo volvía a encontrar en su puesto, repitiéndome que el hombrecito
continuaba amojamándose.
-¡Imposible! -replicaba yo-. ¡El dichoso delgaducho ya no
tiene nada que adelgazar!
-Pues está adelgazando.
Aún me encontraba en la cama cuando entró Artur en mi
habitación agitando los brazos y gritando:
-¡Se llama Anatolio!
Contesté irritado (me costó trabajo refrenar una palabrota):
¡aunque se llamara Nabucodonosor!
Repentinamente enmudeció. Desde la ventana, sorprendido y
silencioso, me hizo señas para que me aproximara. Frente al antiguo hotel
acababa de estacionarse un automóvil y de él se bajó una hermosa joven. Retiró
ella misma el equipaje del coche y, con una llave que llevaba en el bolso,
abrió la puerta de la casa, sin que apareciera nadie para recibirla.
Impelido por la curiosidad, mi hermano no me daba respiro:
-¿Por qué no ha aparecido antes? ¿No está soltero?
-¡Anda!, ¿y qué importancia tiene el que una joven resida con
un solterón?
Por mucho que me empeñase, procurando quitarle su obsesión,
Artur encontraba otros motivos para inquietarse. Ahora era la mujer la que se
ocultaba, sin dar señales de su permanencia en la casa. El, sin embargo,
rechazaba la hipótesis de que se hubiese podido marchar y se negaba a discutir
el asunto conmigo:
-¡Qué curioso! ¡El hombre se muestra cada vez más demacrado y
es la mujer la que desaparece!
Tres meses más tarde volvió a abrirse la puerta del caserón
para dar paso a la chica. Sola, igual que cuando llegó, cargó con las maletas
ella misma.
-¿Por qué se va a pie? ¿Le habrá negado el miserable el
dinero del taxi?
Con la partida de la joven, Artur volvió a su primitivo
interés por el flaco Anatolio. Y, entre dientes que le rechinaban, repetía:
-Sigue adelgazando.
Por otra parte, la confianza que yo antes depositaba en mis
nervios disminuía, dando lugar a una permanente ansiedad. No tanto por el
flacucho, que a mí poco me importaba, sino por mi hermanito, cuyas
preocupaciones le marcaban el rostro, le hundían los ojos. Para demostrarle que
nada había de anormal en el solterón, también yo empecé a vigilar a nuestro
enigmático vecino.
Apareció a la hora acostumbrada con la mirada perdida y la
boina enterrada en la cabeza; a veces mostraba una sonrisa de escarnio.
Yo no le quitaba los ojos de encima. Su delgadez me
fascinaba. No obstante, fue Artur el que me llamó la atención sobre un detalle:
-Se está volviendo transparente.
Me quedé asustado. A través del cuerpo del hombrecillo se
veían los objetos que estaban en el interior de la casa: jarrones de flores y
libros se mezclaban con intestinos y riñones. El corazón parecía estar colgado
del picaporte, con la puerta cerrada sólo a un lado.
También Artur adelgazaba, pero eso para mí ya no constituía
motivo de preocupación. Anatolio se había convertido en mi única inquietud. Sus
carnes se deshacían rápidamente, mientras mi hermano se alborozaba, lleno de
regocijo:
-¡Mira! Está tan delgado que sólo tiene perfil. Mañana
desaparecerá.
A las cinco de la tarde del día siguiente el solterón
apareció en la azotea, arrastrándose con dificultad. Al no tener ya nada que
adelgazar, su cráneo había disminuido y la boina, holgada en la cabeza, se le
había deslizado hasta los ojos. El viento hacía que su cuerpo se doblara sobre
sí mismo. Tuvo un espasmo y lanzó una llamarada, que barrió la calle. Artur,
excitado, no se perdía detalle, mientras yo retrocedía atemorizado.
Por unos instantes, Anatolio se encogió para luego volver a
vomitar. Menos que la primera vez. A continuación, escupió, Al final, ya en las
ansias de la muerte, se le escurrió una baba incandescente tórax abajo y se
prendió fuego. Quedó la cabeza, cubierta por la baba, mientras la pipa se
apagaba en el suelo.
-¡A que te lo dije! -gritaba Artur, exultante.
Su voz se fue tornando fina, lejana. Al mirar hacia donde se
encontraba, vi que su cuerpo había disminuido tremendamente. Se había quedado
reducido a unos cuantos centímetros y, con una vocecita casi imperceptible,
susurraba:
-¡A que te lo dije! ¡A que te lo dije!
Le cogí con las yemas de los dedos antes de que desapareciese
por completo. Le sostuve unos instantes. Luego se convirtió en una bolita
negra, rodando en mi mano.
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