Teresa Calderón
Una anécdota de un hombre vale más que un volumen de
biografía
Don Tulio, agotado en la búsqueda, tal vez aliviada su mente
por la caminata y habiendo ajustado cuentas en su imaginación, se detuvo en el
bar del pueblo. Se acodó en la barra y el silencio se presentó absoluto, tal
como debe de haber sido el primer día de la creación. Gente sencilla, hombres
de manos fuertes y cuero duro lo saludaron con un gesto de cabeza inclinadas
con respeto. Los jóvenes mineros le sonrieron inmóviles en las faldas de sus
putas. En tantos momentos de apuro, el abuelo les había prestado dinero y ellos
le entregaban a cambio, pepitas de oro o pedazos de roca donde fulguraban la
plata o el cobre.
Ellas, las mujeres de vida difícil, que se surtían de medias
de seda y collares de cuentas falsas en la tienda del abuelo, lo miraron con
lástima.
Instalado en el bar, el abuelo mató la pena. En estricto
orden de ubicación en los estantes, toda la existencia alcohólica fue vaciada
en sus tripas y le entibió las lágrimas por dentro. Empezó con el ron, siguió
con el whisky. Igual suerte corrieron el aguardiente, el vino y los otros de
menor envergadura, para terminar apaciguándose con los licores dulces.
Cuando ya no quedaba con qué engañar el entendimiento, el
dolor y el odio, el abuelo se alzó en la dignidad de su metro noventa y cinco,
se acomodó con la mano hacia atrás las hebras amarillas de su pelo, restregó su
cara y salió erguido echando chispas desde sus ojos de cielo.
Me gustaría saber en qué pensaba el abuelo, mientras
caminaba acomodándose la escopeta en busca de la dama que lo había dejado con
un palmo de narices. La Bella había esperado a que él hiciera uno de sus
viajes, y acto seguido desvalijó la casa, para terminar esfumándose sin dejar
rastro.
¿Habrá pensado el abuelo que volvería a casarse? ¿Habrá
imaginado que muchos años después, tantos como para que él ya no existiera en
este mundo, mientras el siglo diera sus últimos coletazos de dinosaurio herido
por el tiempo, una de sus nietas, la mayor de todas, estaría siguiéndole los
pasos y lo vería caminar con la escopeta al hombro, levantando el polvo de las
calles de tierra del pequeño pueblo que se asomaba por los visillos, al olor de
los signos de la tragedia?
Mientras el abuelo desplegaba desde su equipaje de buhonero,
cantidades de objetos inverosímiles ante los ojos maravillados de los pueblos
del sur, la dama del norte encerraba en su maleta todos los objetos de la
tienda. Espejos, medias de seda, cortes de casimir, zapatos con tacones,
collares de cuentas de colores, perlas falsas en cómodas cuotas mensuales,
salían de sus maletas. En tanto, vestidos, aretes y pañuelos de seda y todo el
dinero que la Bella encontró en el hogar común, se fugaban con ella.
A su regreso, el abuelo no había tenido necesidad de
explicación alguna ni buscó a quien pudiera ponerlo al día con las malas
nuevas. La casa vacía, el pueblo como prolongación del dolor se hizo silencio.
La señal holgaba en su evidencia. Entonces, la escopeta del baúl y el caserío recorrido
de punta a cabo. Sólo casas de madera y adobe circundadas por cerros de
colores, se extendían a lo largo de la calle principal que comenzaba en la
carretera y llevaba a la plaza.
Pedazos de ojos negros se pegaban a los vidrios polvorientos
del Copón de Oro, la única casa para alegrar al pueblo que se inundaba de
jolgorio cada fin de semana cuando llegaba tanto minero con hambre. No daban
abasto la Pecho de Palo ni la Flaca Consuelo que lanzaban su compasión sobre
ese hombre que iba a ser mi abuelo muchos años después. La Siete Buches,
lloriqueando, les contaba historias a la Poto Loco y a las Gatas Salinas que
llegaban como refuerzos armados desde los pueblos vecinos, a saciar a estos
hombres con las ganas y los bolsillos llenos, en un festejo que duraba varios
días, hasta que se les terminaban el dinero y las energías y debían volver a su
trabajo. Con las barrigas hinchadas y un poco de amor entre las manos se hacían
a la aventura por el alma oscura de la tierra, porque ellos sabían cómo hacer
para que esos cerros les entregaran sus tesoros de una vez por todas.
Todo el pueblo había visto la mudanza de la Bella. La vieron
salir relumbrante y feliz con un joven príncipe al volante del auto de mi
abuelo. El auto que fue su tumba, porque la Bella y su amante salieron en
pedazos; trozados entre los fierros retorcidos, los bellos miembros, los
jóvenes pubis, las suaves pieles, un amasijo de chatarra y sangre derramada.
Todo el pueblo vio al abuelo regresar a la casa del oprobio.
Todo el pueblo lo acompañaba cuando cerró la puerta con trancas y cadenas y
todo el pueblo lo siguió con sus maletas rumbo a la estación de trenes. Allí lo
vieron abordar el ordinario al sur. Y aunque de la Bella le había quedado un
amor descomunal, un hijo y un odio ilimitado contra las mujeres, don Tulio
partió a conocer a mi abuela, porque ella estaba escrita en las líneas de su
mano, y porque se sentía con todo el derecho del mundo a una segunda
oportunidad sobre la tierra.
FIN
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