Yolanda López López
[Cuento. Texto completo.]
No me extrañé cuando la vi aquella vez. Me había imaginado que de una u otra forma siempre regresaría pues ella solía decir: Yo siempre he estado aquí.
Con esas disertaciones me dejaba pensando en los conceptos de metafísica y reencarnación. Pero una cosa es imaginar y otra es vivir la experiencia. Ese día, cuando me dirigí a la cocina a hacer el café de la mañana y me encontré aquella estampa frente a mí, pensé que yo seguía dormida.
–Soy yo, Juliana, he regresado –me informó, así de sopetón, como si encontrarse un esqueleto sentado a la mesa del comedor, en la cocina, fuera una cosa de todos los días. Y a mí, más absurda todavía, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle:
–¿Por dónde entraste?
Después de todo fue lo mejor que dije porque nuestra conversación fluyó tan natural a partir de ese punto, como cuando tenía carne cubriéndole los huesos.
–Por entre las lamas de la ventana –me contestó, con un aire habitual– ¿De quién fue la idea de enterrarme en un ataúd de cinco mil dólares con aquellas flores tan ridículas para que al fin y al cabo no pudiera siquiera moverme dentro de él?
Me recriminó que no abogué por ella; que quería una tumba como la de los faraones egipcios, con sus joyas adentro, por lo menos unas cuantas botellas de vino y algunos libros para entretenerse.
–¿Qué podía hacer yo? –argumenté–, era solamente tu amiga, tus padres no quisieron. Me dijeron que era una hereje, que a quién se le ocurrían esas prácticas de adoración. Por poco no puedo ni entrar a la iglesia para asistir a tu misa de réquiem.
Pero nada, ella siguió como si yo no estuviera hablando. Ya para ese momento mi único interés era beberme el café, y le ofrecí cuando lo serví.
–No gracias, no tengo dónde echarlo –me dijo jugándose con las costillas–. Ya no me da hambre, ni diarreas… ni regla, nada de eso –continuó diciéndome mientras se paseaba por la cocina, produciendo unos golpecitos cortos y agudos cuando sus huesos golpeaban contra la losa.
Pasamos el día conversando y la invité a vivir, o mejor dicho, a quedarse conmigo. No me iba a costar y tendría compañía. Quijote me alegraba los días y me mantenía ocupada, pero era un perro. Juliana se me presentaba como el ideal de las compañeras de habitación: conversaba, pero no consumía.
Llevaba varias semanas en la casa cuando me pidió que la llevara a ver a su familia. Tuvimos un intercambio de frases que yo comencé con, ¿en esa facha, tú estás loca?, y ella siguió con, ¿cuál facha?, a lo que yo le respondí con, esa de esqueleto, tu madre se puede morir del impacto, y ella terminó convenciéndome con, no, qué va a ser, recuerda que es mi madre.
Cuando llegamos a la casa de sus padres yo entré primero y les avisé que les tenía una sorpresa, que, aunque pareciera diferente, era real. De nada me valió porque la madre se desmayó cuando vio a Juliana entrar y el padre corrió despavorido a esconderse en la cocina. Lo esperamos sentadas en la sala después de que la madre se recobró. Conversamos y pasamos una tarde exquisita. Mi amiga no perdió tiempo para recriminarles a los pobres viejos la caja en que la pusieron.
–Muy, pero que muy incómoda. Al pasar el tiempo fue más cómoda, cuando la carne se fue cayendo, pero al principio era horrible.
El resto del tiempo lo invirtió en ponerse al día sobre la vida y salud de ellos. Había aprendido durante esos años a no gastar su tiempo en discusiones inútiles. Después de visitar a sus padres le cogió el gusto a salir, y a partir de entonces no dejaba de molestarme con que saliéramos a visitar, a ver la gente. Yo no podía hacerle entender la situación por la que ella atravesaba. Un día se me ocurrió llamar a un amigo, artista plástico, para que le hiciera una cubierta para el cuerpo. Me tomó cuatro horas y dos botellas de vino preparar el camino para esta conversación.
–¿Qué Juliana está esqueleto! –exclamó mi amigo en un tono burlón–, pero si no le faltaba casi nada para serlo y ya está enterrada.
Entre risa y risa la conversación fue adquiriendo seriedad y mi amigo se ofreció a verla en ese mismo momento –borracho, porque creo que sobrio no habría podido–. Ni siquiera por un tris pareció asombrado. (¡Ah, la magia del alcohol!). Después de un rato ya todos compartíamos felices. En una semana mi amiga vestía una recubierta de vinyl tan fino que simulaba la piel (con arruguitas y todo), ojos de cristal, dentadura postiza y peluca de pelo natural. Lista para salir. Obviamente la hizo de mi tamaño para que pudiéramos compartir mi ajuar.
Comenzamos a frecuentar: a los hoteles, a cenar, al teatro. La estábamos pasando muy bien; hasta que, una tarde en el teatro, un caballero se nos acercó. Desde que lo vi supe que el infierno había llegado. Renato se llamaba. A partir de esa tarde éramos tres. Y en cuestión de un mes éramos cuatro porque Renato se ocupó de encontrar un amigo para mí. Mi amiga estaba encantada con la idea, pues a partir de entonces ella y Renato salieron solos. Él la encontraba diferente, según me comentó ella, pero encantadora. No tenía necesidad de tomar o comer cosa alguna y ese detalle tenía al enamorado intrigado. Ella lo resolvió con una historia de alergias y dietas especiales que calmaron la curiosidad de Renato como se calma la de los niños ante Santa Claus. En todos los momentos posibles, y sin preocuparse por los que estuviéramos presentes, la besaba en la cara, en la frente, en los labios. Juliana, después de cada beso, se tocaba el área lentamente, como si pretendiera esculpirlo en su piel. Todo parecía idílico. Eventualmente Renato se enteró del gran secreto y le propuso matrimonio.
La boda se celebró en la Catedral de San Juan. Juliana desfiló con un ajuar diseñado por Carolina Herrera, de falda ancha, plisada, en satén duquesa. Un verdadero sueño. El bouquet de la novia era de rosas blancas con cintas negras. Ella despedía rayos de luz de sus enormes ojos azules y el novio mantuvo un aire hipnotizado durante toda la ceremonia. De la iglesia partimos al hotel. Un cuarteto de violines nos recibió en la entrada. En el momento del vals, el novio no dejaba de besar a Juliana y ella repetía aquel movimiento que tantas veces yo había observado; y oteaba alrededor de la sala, repleta de gente, de niños, de amigos y amigas que bebíamos y reíamos con ella. Juliana salió de la pista de baile. No pude comprender su actitud pues hasta ese momento ella se veía feliz. Se paró frente a mí y se arrancó la peluca. Me quedé atónita.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué estás haciendo eso? –le cuestioné varias veces mientras la observaba caminar desesperada de un lado al otro en la sala y decidirse eventualmente por salir corriendo del recinto hacia el jardín del hotel. Renato y yo partimos detrás de ella. Cuando llegamos al jardín la encontramos desvistiéndose. No pudimos calmarla. Prosiguió a arrancarse los últimos vestigios del vinyl hasta quedarse como el primer día en que la vi sentada a la mesa del comedor después de quince años muerta: en esqueleto.
–¡Ahora!, –me dictó con autoridad– rómpeme y llévame al cementerio.
*
Eso fue hace cinco años. Desde entonces, espero encontrarme un fémur o una tibia en la mesa del comedor cuando voy por las mañanas a prepararme el café. Por cierto, tampoco he vuelto a ver a Renato.
FIN
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