Amazon Prime

Kindle

Mostrando entradas con la etiqueta 015 Textos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 015 Textos. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de abril de 2024

MARCEL BERKOWITZ Pilar Adón


 


 

Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única finalidad de crear en los clientes de las nutridas terrazas estivales la ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al profesor Lerrin, y cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la agotadora ola de calor que venía invadiendo la ciudad desde hacía tres semanas:

-Agotadora, sin duda, amigo Lerrin -afirmaba Marcel.

-Deberías inventar algún artilugio capaz de salvarnos de estos tormentos más propios de un infierno bíblico. Mi pobre Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que tanto me cautivó al principio.

Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:

-No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la palabra matrimonio, ni a mí. No nos engañas… Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara y aun así…

-Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi marchito espíritu.

Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comenzar a respirar con dificultad. Parecía sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.

En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer mediante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicleta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.

-¿Qué te ocurre, Lerrin?

Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:

-¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.

-Yo ya no me planteo nada… No… Es cierto. No estoy hablando en broma.

-¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?

-En cierto modo. Sí… Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es incapaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.

-¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?

-Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.

-No todo el mundo soportaría vivir así, como tú -dijo Marcel.

-Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir -casi repitió el profesor Lerrin.

-No tanto, mi estimado profesor. No tanto… Es sólo cuestión de no ceder.

-¿No ceder? ¿No ceder…? -Lerrin se quedó mirando el perfil irónico de su amigo, y sonrió-: Siempre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.

-Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.

-Sí. Ciertamente… Creo que lo tengo. Es algo básico, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte extraño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibidor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible… Para cuando ella decida prescindir de mí.

-Tanta rendición… Tanta sumisión no puede ser sincera.

-De todas formas -continuó el profesor-, no creo que pueda considerarme un hombre desafortunado. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.

-A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.

Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuando, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un cigarrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descendientes de alguna familia de antigua estirpe. A veces volvía la mirada con lentitud y, como si intentara descifrar la exacta composición del rostro de Marcel, le examinaba largamente, con un descaro y una morosidad que a él le parecían extraídos de algún libro del escritor francés Octave Mirbeau. ¿El suave énfasis que ponía en su mirada, como si quisiera decirle algo, como si acariciara la idea de preguntarle si querría adentrarse con él más allá de las contraventanas marrones y conocer el interior del Forno, sería intencionado?

Marcel Berkowitz comprendió la causa de su propio estremecimiento, de aquel temblor suyo, y luego, sin intentar siquiera detenerle, contempló cómo su amigo Lerrin se alejaba siguiendo su ritmo apacible, casi humilde.

-Ciertamente, debería inventar algo -comentó entonces en voz baja-. Algo que me ayudara a comprender… Por qué unos hombres descubren su significado y otros, sin embargo, los más retorcidos, entre los que yo me encuentro, no.

Los estudiantes observaron con curiosidad a Marcel, que ahora dejaba vagar la mirada por las portadas de unos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.

Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a preguntar:

-¿Comprender el significado de qué, señor Berkowitz? ¿A qué se refiere?

Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:

-El significado de la renuncia, querido niño. La tan penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha…

A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de internarse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada hacia él. Entraría en aquel pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte, con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.

 

Trabajé en el jardín esmeralda.

El sol me invadió los ojos.

 

¿Y si fuera necesario para volar

imitar el mimoso movimiento de los pájaros?

Recurrir a un elemento más ligero que el aire.

El humo…

 

FIN

 

jueves, 4 de abril de 2024

EL DESPERTAR DE LA MEMORIA Alfonso Álvarez Villar



 

Aquella tarde de abril el cielo se había oscurecido y nubarrones de color plomo oxidado gravitaban sobre la Tierra. Era como si las ráfagas de aire hubiesen barrido la luz que se había posado sobre las hojas de los rododendros del jardín, levantando como un polvo de vidrios rotos sobre los pétalos de los pensamientos. Todos los pacientes del sanatorio psiquiátrico del doctor K se habían retirado a sus habitaciones o al amplio hall Sólo Alberto permanecía sentado en el banco de listas verdes y rojas, allá enfrente del pequeño estanque. Acaba de ingresar y aún se sentía un extraño en aquel ambiente entretejido de delirios y de terribles complejos que se mascaba en los pasillos o en las habitaciones comunes del establecimiento psiquiátrico. Una hoja comenzó a girar a gran velocidad sobre el agua del estanque y pronto los peces y los pólipos de células de mosaico no se ofrecieron tan a la vista tras la delgada capa de agua, sino que parecían recogerse más en el fondo, para disfrutar de una segunda existencia fantasmal en la que las piececillas de piedra se convertían en carne y en espinas.

Alberto vio que unos dedos invisibles golpeaban rítmicamente la superficie del estanque como si fuese el tambor, produciendo estremecimientos líquidos que iban a morir sobre la orilla. Y las hojas del emparrado que protegían a los enfermos de los rayos del sol comenzaban a emitir el clásico tecleteo que produce la lluvia.

¿Por qué había solicitado voluntariamente el ser internado en aquel sanatorio? Alberto recordaba su vida pretérita: una cadena sucesiva de color ceniza y cuyos eslabones crujían dolorosamente. Primero, sus humillaciones en el colegio, las burlas de los compañeros; luego, un sentimiento de rabia e impotencia que se había trocado en un odio feroz hacia la vida y hacia todos los hombres en general.

¿Por qué no se rebelaba contra los que le perseguían? ¿Por qué esa agresividad se manifestaba luego, una vez pasada la ocasión de expresarla de una manera constructiva? Seguía siendo idéntico a aquel niño que se dejaba torturar en los patios del colegio sin una sola queja, sin un solo reproche, como la bestia a la que arrastran al matadero. Por supuesto, ya nadie le agredía físicamente, pero había torturas morales mil veces más temibles que los golpes. Un día, ante una burla inocente había reaccionado propinando un espantoso puñetazo al supuesto ofensor: ésto le había causado un auténtico shock nervioso del que había tardado más de una semana en restablecerse. Y en más de una ocasión había soñado en vengarse, con un alarde de sadismo, de aquellas personas que le habían infligido alguna ofensa.

A veces, en los momentos más oportunos, estas imágenes de venganza, de crueldad refinada, desequilibraban su vida, hasta tal punto que debía interrumpir el trabajo. Otras veces estas imágenes le asediaban por la noche, y a la mañana siguiente se levantaba de la cama como si hubiese recorrido muchos kilómetros persiguiendo a un fantasma.

Alberto se dirigió al hall. Allí había personas de todas las edades, pero predominaban los ancianos: esquizofrénicos «no peligrosos», alcohólicos, morfinómanos, neuróticos de todas las categorías y varias demencias seniles. Eran hombres y mujeres que se retiraban a una de las orillas del gran torrente de la existencia con las almas maltrechas por los guijarros del fondo que desgarran como cuchillas o por los rápidos que llenan de espuma los pulmones. Allí se detenía un instante el gran rio de la vida, aunque el reloj de la muerte siguiese repitiendo en sordina su trágico

tic-tac

. Era un taller de automóviles desvencijados que anhelaban volverse a poner en marcha, cruzando a toda velocidad las autopistas. Algunos lo conseguirían, otros, quizá la mayoría, no. ¿Se curaría él? No tenía gran confianza en la psiquiatría, pero, como la mayor parte de los enfermos que se hallaban allí presentes, se agarraba a la ciencia médica como el clavo ardiendo del aforismo famoso, como la única tabla de salvación. La tabla podría aparecer endeble; el clavo inaguantable, pero fuera de allí sólo existía un abismo en el que aullaba como un ánima en pena la locura o el suicidio.

Sentada en uno de los sillones del hall, una muchacha de unos veinticinco años y rabiosamente rubia, desleía en el aire una espiral azul con su cigarrillo. Alberto era tímido, pero en aquel ambiente flotaba una atmósfera de camaradería; todos eran viajeros de una gran nave que les habría de conducir a la luz o a las tinieblas. Se acercó, pues, a la joven y entabló conversación. Era una muchacha brillante, culta. Los padres la habían recluido allí porque su conducta era extravagante, se enfrentaba con todos, no respetaba las reglas de convivencia ni la autoridad paterna. Se había refugiado en la bebida desde hacía algunos meses. Bebía sola, para olvidar sus problemas, para suicidarse lentamente sin tener que enfrentarse con ese terrible momento en que uno debe decidirse por apretar el gatillo de la pistola o por permanecer de pie tropezando con todo y con todos.

Pasó uno de los médicos internos por delante de la pareja.

«Mañana por la mañana comenzaremos el tratamiento»- Y acto seguido le preguntó si se encontraba allí a gusto. Luego hizo un mohín simpático a la muchacha y desapareció por uno de los pasillos. Era como un dios que ordena silencio al trueno o como el Espíritu de las aguas que aplaca la cólera de los océanos. De aquella bata blanca iban colgadas como náufragos cincuenta almas que anhelaban pasar a la otra orilla.

A la mañana siguiente le ordenaron tumbarse en una chaise longue. Los instrumentos de la clínica brillaban como un mediodía de agosto. Había un olor a antisépticos y a narcóticos. Un rayo de sol hacía aún más blancas las baldosas y los paños. Le hicieron tomar unas gotas de una sustancia misteriosa, y el doctor K, con una sonrisa confortadora, le rogó que no se preocupase.

«Cierre los ojos y dígame lo que vaya viendo. Sea usted sincero. No me oculte nada, aunque le parezca una estupidez o algo sin importancia. Para mí puede tenerla»

Cerró los ojos y al cabo de unos segundos sólo escuchaba los pasos del médico sobre las frías baldosas. Su corazón seguía pulsando como un martillo pilón, y hasta en las sienes sentía el impacto de aquél cómplice suyo. Una mosca pasó rozando su cara, y le pareció el rugido de un reactor que despega.

Luego empezó a ver manchas de todos los colores en el campo visual, un caleidoscopio que iba componiendo y recomponiendo figuras, como si un niño travieso se estuviera divirtiendo. Vio a la muchacha del día anterior que le sonreía de una manera enigmática como una de las gracias de Sandro Botticelli. Luego, contempló las gotas de la lluvia que trazaban círculos concéntricos en la superficie del estanque y las aguas se rizaron al pasar el viento su pulgar sobre la gelatina incolora.

Y entonces tuvo un recuerdo, un recuerdo que permanecía agazapado como una liebre acosada en uno de los pliegues de su memoria. Vio un velero que flotaba sobre una superficie tersa. Sí, no cabía duda, era un velero de juguete, pero que parecía enorme, como en esos trucajes cinematográficos. Luego el viento hizo cabrillear el agua de aquel mar que dejaba un sabor salobre en sus labios, y sentía una sensación extraña, tan extraña que le fue imposible describírsela al doctor K.

«Doctor, es como si el tiempo se hubiese detenido en ese instante, como si yo hubiese sido transportado a un mundo distinto.»

«A un mundo distinto dice usted.»

«Sí, siento que hay algo vivo en todo esto, como si el viento fuese una persona… y este barco me fuese a llevar a otro lugar.»

Pero la imagen del velero de juguete se borraba y aparecían las páginas de una revista. Pero esas páginas eran también enormes y las miraba de rodillas en el suelo. ¿Dónde había ocurrido aquello? Sí, ahora recordaba, había sido al otro lado de la frontera, en un momento crítico para su familia y para él.

Debía tener entonces cuatro años. El grabado en colores de aquella publicación era una propaganda turística de cierta isla, quizá cualquiera de las Bermudas. Se veían árboles tropicales, y algunos hombres y mujeres, en traje de baño, sonreían beatíficamente sobre las arenas amarillas, deslumbrantes de sol. Y aquella imagen le embargaba también de una extraña nostalgia.

«¿Qué le recuerda a usted esta isla? -sonó como en una cámara de resonancia la voz del médico.»

«No recuerdo nada. Sí… espere usted, un verso que he leído hace poco tiempo y que se llama Isla del Paraíso.»

«¿Y no recuerda usted nada más, algo que pertenezca a la misma época en que usted hojeó esa revista?»

«Sí, ahora veo algo terrible; en ese mismo armario había otras revistas. Una de ellas debía contener narraciones terroríficas. Por ejemplo, -y Alberto se estremeció ligeramente como si una nota demasiado aguda hubiese sido enviada por un diapasón escondido- una sombra negra que levantaba un puñal sobre una persona, mucho más pequeña que ella. Veo también el armario, enorme… parece que va a desplomarse sobre mí. Y ahora veo otro armario que apareció en uno de mis sueños, un año más adelante. No era un armario, era como una persona con forma de armario que me infundía miedo y que quería apoderarse de mí… Y ahora un armario distinto en el que me refugiaba de unos fantasmas que querían devorarme. Yo me encerraba en él y miraba a través de la cerradura.»

Los efectos de la droga habían pasado. Alberto ya no percibía las imágenes mentales con tanta plasticidad como unos momentos antes. Sus colores eran ya más apagados, como si un álcali hirviente hubiese corroído su superficie recién pulida o como si una nube grisácea hiciese de pantalla entre los objetos y el cielo azul de un planeta distante en el que el sol brillara cien veces más que en la Tierra.

«No me dice usted nada de sus padres -exclamó el doctor K-. Mañana hablaremos de ellos.»

El padre de Alberto había sido asesinado, durante la guerra civil, por los comunistas. El tenía entonces cuatro años de edad. La madre también había muerto, pero diez años después.

De su padre apenas conservaba el recuerdo de sus facciones; era como un fantasma que flotaba sobre las ruinas de ese castillo derruido que era su niñez. De su madre si que guardaba, como en un pomo de esencias, las impresiones más agradables. Era un perfume que todavía no se había evaporado, un sabor que aún permanecía en las papilas de la lengua, un contacto suave que aún no había sido limado por el esmeril de la vida.

Además, su madre no había muerto. Volvía a aparecer en sus sueños. Pero siempre sola, sin la compañía de su esposo. En uno de aquellos ensueños la había visto en la ventanilla de un tren que se alejaba a gran velocidad. Y él había corrido con todas las fuerzas de sus piernas en persecución de aquel vehículo fantasmal. Sólo había quedado de su presencia efímera una nube que se desvanecía en el horizonte.

A la mañana siguiente, la droga volvió a ejercer sus efectos. Paseaba como por una calle de gigantes. Figuras monstruosas cruzaban a derecha e izquierda de él; tenía que extender su cabeza para verles los rostros, preocupados y sombríos, rara vez alegres. Una corbata de colores chillones se acercaba a él. Era tan grande que hubiese podido utilizarla como toalla. Parecía una sábana empapada con la sangre de un sacrificio. Luego desapareció, mientras sentía en su mano derecha el contacto suave de una mano grande que lo conducía con delicadeza a través de aquel mundo espeluznante. El sabía que aquella mano acariciadora, abierta como una caleta en donde se recogen las barcas huyendo de la tempestad, era la de su madre. Ahora sí la contemplaba a su placer. Entonces había sido una de las mujeres más hermosas de la ciudad. Luego, los disgustos y una larga dolencia habían marchitado sus facciones, pero sin que pudiesen borrar las huellas de su belleza. En el campo visual aparecían los cabellos negrísimos, las facciones delicadas como las de una muñeca de jade, y los ojos que parecían perderse más allá del mar, en aquella región paradisíaca donde ella había nacido. Alberto tuvo que reprimir un sollozo. El doctor le interrumpió.

«¿Por qué llora usted?»

«Lloro porque en estos momentos me ha recordado aquellos versos de Warsthwooth: “No os aflijáis porque se agosten las flores y se marchite el esplendor de la hierba, pues la belleza perdura en el recuerdo”.»

«Continúe por favor.»

Ahora veía unos sellos de correos de países completamente desconocidos por él. Debía tener entonces siete u ocho años, y su madre le había regalado una pequeña colección filatélica. Pero no la estaba contemplando en su casa, en aquella vieja casa, que aún seguía siendo para él una región misteriosa, perdida para siempre. Tenía delante de sí el mar. Su madre le había conducido allí. Había montado en los caballitos y probado fortuna en el tiro al blanco. Sentía en su boca el sabor dulce del helado de vainilla y la intuición de que aquel había sido uno de los días más felices de su vida.

«¿Y no recuerda usted algo más de aquella misma época?», interrogó el médico.

«Sí, pero los sellos me hacen recordar la primera vez que fui al colegio (yo tardé uno o dos años en ir a un Centro de enseñanza). Recuerdo los primeros golpes que recibí, pero no veo nada que usted ya no sepa.»

«No me ha hablado usted de su padre. Intente recordarlo.»

Y fue entonces cuando aquel fantasma que era la memoria de su padre se materializó. Era un hombre bastante vulgar. Tenía una complexión atlética, parecía un boxeador; sólo un bigote le daba cierta apariencia de un líder mejicano. Pero chisporroteaba la antipatía en sus ojos, una antipatía dirigida hacia él. Fue evocando escena tras escena tras escena. Su padre seguramente le consideraba un estorbo; no había deseado nunca tener un hijo. Más de una vez le había pegado, pero sobre todo, era ese aura eléctrica de odio y de rechazo lo que paralizaba las fibras más profundas del alma de Alberto.

Luego, la imagen de su padre se fue desvaneciendo como la de un ectoplasma en una sesión de espiritismo. Y ya no quedaba más en la mente de Alberto, sino las típicas imágenes mentales y los círculos cromáticos que aparecían y desaparecían sobre el encerado del campo visual.

Aquella tarde volvió a encontrarse en el hall con la muchacha rubia de la tarde anterior. Pero esta vez había cortado el chorro de la conversación; sólo un hilillo apenas imperceptible de monosílabos se deslizaba de su boca. Una barrera electromagnética se había erizado entre ambos. Permanecía taciturna y como distante. Alberto se alejó algo molesto y se introdujo en la biblioteca para hojear algunas revistas. Luego, cenó como de costumbre y se quedó profundamente dormido con una fuerte dosis de gangliopléjicos en el cerebro.

A la mañana siguiente volvió a someterse a la psicoterapia con fármacos alucinógenos. Evocó otras muchas escenas y, como en una sesión de chamanismo, surgieron a la memoria miles de recuerdos muertos que yacían emanando su podredumbre en el gran panteón de su inconsciente. Alberto se sentía cada vez menos tenso, más seguro de sí mismo, más optimista. Ahora sabía quién era el que le había inculcado ese sentimiento de inferioridad, ese desprecio de su propia persona. Pero quedaba una zona oscura en la sentina de su espíritu.

Un día el trépano del psicoanálisis comenzó a calar en esa zona profunda, en esa región en donde los peces abisales de los complejos refulgen en mil luminarias fosforescentes, haciendo guiños macabros. Y ese día fue cuando vio «aquello». Lo veía además con tanto relieve que se sonrojó intensamente, como si estuviera ocurriendo en la actualidad. Allí, sobre la cama, sobre esa cama mágica en donde dormían sus padres, se hallaba acostada una mujer que no era, desde luego, su madre. Tenía las ropas en desorden y un hombre la estaba abrazando. Aquel hombre volvía de repente el rostro hacia él y le fulminaba con su mirada. Era su padre. Luego sentía sobre su cuerpo una descarga de golpes. Alberto se retorció en la chaise longue como si mil alacranes le desgarraran la piel. El doctor K tuvo que interrumpir la sesión.

En los ensueños siguientes se fueron aclarando los detalles. Aquella mujer extraña era la señorita de compañía. Ahora se explicaba perfectamente los malos tratos con que desde entonces le había abrumado y también, en gran parte, el odio de su padre. Había descubierto el secreto. En efecto, un día apareció la escena de aquella terrible acusación, formulada con una mezcla de ingenuidad y de rencor. Su padre le había vuelto a golpear, negando todo lo que había confesado su hijo. Pero desde entonces la mirada de la madre había adquirido esa expresión de lejanía, de ausencia irremediable que la había acompañado hasta su muerte varios años después. Pero nunca se había quejado de su marido. Por el contrario, le describía en términos encomiásticos: era un hombre trabajador y de talento. Jamás le había dado un solo disgusto. Descendió al sepulcro con una llaga sin cicatrizar.

Pero la curación de Alberto se inició ya de una manera decidida. Una cierta mañana recordó completamente un suceso que había de marcar de una manera indeleble la curva de su existencia. Ahora lo comprendía todo. Lo percibía con una claridad meridiana. Aquello había ocurrido en plena guerra civil. Unos milicianos habían llamado a la puerta. Su padre vivía escondido entonces en la buhardilla de la casa. Cuando alguien les visitaba se escondía en un arcón medio apolillado que en otros tiempos había servido para guardar trastos inútiles.

Recordaba aquellos rostros mal encarados, y hasta el de una mujer vestida con un mono de color azul que llevaba en bandolera un inmenso revólver. Él les había abierto la puerta, porque, tanto la madre como la sirvienta, se hallaban fuera de casa.

Le habían preguntado por su padre. Sintió un estremecimiento al recordar «aquello», pero el doctor K le animó a que continuara.

«Sí. Yo subí con ellos a la buhardilla y les señalé en dónde estaba mi padre. -Sudaba profusamente al rememorar aquellos recuerdos olvidados-. Luego salí corriendo. Desde una esquina vi como aquellos individuos le introducían a patadas en un coche polvoriento que arrancaba produciendo un gran estrépito.»

Alberto lloró profusamente de remordimiento y de nostalgia. De remordimiento, por haber sido el asesino de su padre; de nostalgia, por aquella infancia desgraciada que había podido ser muy distinta. Pero era el doctor K el que ahora hablaba:

«Ahora ya comprendo por qué usted se dejaba torturar por sus compañeros. Quería expiar el delito que había cometido y cuyo recuerdo permanecía encerrado en su inconsciente. Además, su madre se enteró de su acción. Y aunque se lo ocultó toda su vida, no pudo perdonárselo nunca. Por eso, en aquella escena de tanta felicidad que me contó usted al principio de este tratamiento, lo del paseo con su madre a orillas del mar, su memoria le estaba ocultando algo que usted debió notar entonces con toda su intensidad: que su madre también le odiaba.»

Al cabo de unos días Alberto estaba curado. Le habían dado de alta. Por eso, cuando salió del sanatorio del doctor K, le pareció más hermoso que nunca el jardín en donde triunfaba plenamente la primavera. Aquella muchacha alcohólica había sido también dada de alta, pero había muchas mujeres hermosas en el mundo, más hermosas aún que su madre. Una imagen en cerámica de Jesucristo, refugiada bajo uno de los saledizos del muro, entre un chaparrón de lilas que se evaporaban en el aire, le hizo pensar que también él tenía derecho a un Padre Universal que nunca odia a sus criaturas.

 

FIN

 


martes, 2 de abril de 2024

EL COSTO DE KENT CASTWELL Avram Davidson

 

 


CLEM GOODHUE FUE A RECIBIR EL TREN en su taxi. Si acaso viniera a bordo la anciana señora Merriman, tendría al menos asegurado un viaje. Además, a la señora Merriman, por una extraña razón, se le metió en la cabeza que la tarifa mínima era de un dólar. En realidad era de setenta y cinco centavos, pero Clem no se sintió obligado a sacarla de su error. Sin embargo, esa mañana ella no estaba a bordo del tren. En cambio, Sam Wells sí. Volvía de la ciudad -?de presentar una solicitud de aumento en su pensión?-, pero Sam Wells jamás pagaría cinco centavos para recorrer cualquier distancia menor de ocho kilómetros. Clem no se volvió a mirarlo.

Tras el viejo Sam, una jovencita flaca de pelo castaño descendió del tren, seguida por una joven, también delgada y de pelo castaño, y Clem pensó que sería la hermana mayor. En realidad era su madre.

Después de eso apareció Kent Castwell.

Clem ya lo había visto antes, a principios del verano. En Ashby los fuereños no son numerosos, mucho menos aquellos que se portan mal y causan conmociones en los bares. Clem por eso no lo olvidaría pronto. Un tipo grandulón y fornido que siempre parecía estarse burlando despectivamente. Pero la mujer y la jovencita no estaban con él en aquella otra ocasión.

-¿Taxi? -ofreció Clem.

Castwell, sin hacerle ningún caso, comenzó a bajar equipaje del tren. Pero la mujer joven, que tomaba de la mano a la chica, se dio la vuelta y dijo:

-Sí… Espere un minuto.

-¿Adónde vamos? -preguntó Clem una vez que el equipaje estaba ya cargado en el taxi.

-A la antigua casa de Peabody -repuso la mujer?-. ¿Usted sabe dónde queda?

-Sí. Pero ahí ya no vive nadie.

-Eso fue antes. Ahora viviremos ahí nosotros.

El grandulón blasfemaba intentando manipular la manija de la portezuela, que estaba atada con cuerdas.

-¿Por qué no la arregla o consigue un carro nuevo?

-Eso cuesta dinero -repuso Clem-. ¿A la casa de Peabody? Tendré que cobrarles tres dólares por el viaje.

-¡Vámonos, maldita sea, vámonos ya!

Ya en marcha, Castwell dijo:

-Le daré dos dólares. Seguramente el doble de la tarifa real, de cualquier modo.

Clem protestó, volviendo un poco la cabeza:

-Ya le dije, señor. Son tres.

-Pues yo le digo, señor -dijo Castwell, remedando el acento de Nueva Inglaterra del chofer?-, que solo le daré dos.

Clem arguyó que la casa de Peabody quedaba lejos. Mencionó el precio de la gasolina, las condiciones de la carretera, el desgaste de las llantas. El grandulón respondió con un bostezo y enseguida barbotó una palabra que Clem usaba muy raras veces, y jamás en presencia de mujeres o niños. Pero aquella mujer y la niña no parecieron oírlo.

-Deténgase en la oficina de bienes raíces de Nickerson -?indicó Castwell.

Levi P. Nickerson, que se desempeñaba además como tasador de impuestos del municipio, lo recibió:

-Señor Castwell. ¿Y supongo que ella es la señora Castwell?

-Suponga lo que le dé la gana -repuso Kent. Y enseguida se rio de manera desagradable. La mujer sonrió apenas, y L. P. Nickerson se permitió una risita también, antes de aclararse la garganta. La gente de la ciudad tenía un sentido del humor raro.

-A ver, señor Castwell. El lugar que usted ha alquilado. No me di cuenta, mejor dicho, usted no mencionó a esta joven.

-¿Y eso qué? Es asunto mío. Mire, no tengo todo el día…

Nickerson comentó que la casa de Peabody era un lugar solitario, aislado, sin otras casas en un radio de dos kilómetros, y que en el barrio no vivía ningún otro niño. La señora Castwell (si acaso era realmente su esposa) repuso que no importaba, porque Kathie pasaría la mayor parte del tiempo en la escuela.

-La escuela, sí. Bueno, eso será problemático. El autobús escolar tendrá que desviarse casi cinco kilómetros de la ruta regular para recoger a su pequeña. Eso significará pavimentar el camino; la nieve se acumula en esta parte. Hasta ahora, como nadie vivía en la casa de Peabody, no tuvimos que molestarnos con arreglar el camino. Eso significa…

Se puso a contar con los dedos.

-… que le va a costar a Ed Westlake, el conductor del autobús, más de lo calculado cuando preparó su contrato; el municipio requerirá hacer más gastos para mantener abierta la carretera. Además del costo de la escuela de la niña. Un tercer desembolso.

Kent Castwell se limitó a decir que la situación no le concernía, y pidió:

-He venido por las llaves, Nick.

La expresión del agente de bienes raíces por un momento reflejó disgusto por la familiaridad del apodo.

-Veo que no toma en cuenta que todos estos gastos extra del municipio no están incluidos en la tasación fiscal de la casa de Peabody -?señaló?-. Resulta que a partir de esta semana hay una casa disponible en las afueras del pueblo. La señora Sarah Beech falleció, y su hermana, la señorita Lavinia, se mudó con la hermana casada de ambas, la señora Calvin Adams. A usted le costará lo mismo el alquiler, pero a nosotros nos ahorrará gastos considerables.

Castwell, con su expresión de desprecio, se levantó.

-¡Qué! ¿Vivir donde una casera solterona se esté quejando todo el día por el trato que doy a sus cosas? No, gracias.

Extendió la mano.

-Las llaves, chico, suelta las llaves.

El señor Nickerson le dio las llaves. Pasado el tiempo, repitió con frecuencia su arrepentimiento por no haberlas arrojado al lago Amastanquit.

Los escasos ingresos de los Castwell consistían en un cheque mensual y un giro postal. El cheque llegaba el día quince, de un fideicomiso en la ciudad, tal vez una herencia, como algunos suponían, aunque otros creían que lo enviaba la misma familia de Castwell para mantenerlo aparte. El giro postal a nombre de Louise Cane iba firmado por un sargento del ejército en Alaska, y la joven beneficiaria explicó que era su pensión de divorciada, siendo el sargento Burndall su exmarido. Tom Talley, dueño de la tienda de abarrotes, le hacía endosar el giro dos veces, como Louise Cane y Louise Castwell. Tom siempre ha sido una persona muy prudente.

No cabe duda de que Castwell maltrataba a Louise. Si por casualidad pasaba entre el televisor y el sofá, donde se encontraba casi todo el tiempo, saltaba y le daba una paliza con el cinturón. Más de una vez, tanto ella como la niña tuvieron que salir huyendo de la casa para escapar de él. En general no las perseguía, pues solía estar descalzo y no le interesaba abordar el problema de ponerse los zapatos.

Echarse en el sofá para beber cerveza y ver la televisión a lo largo de la tarde, y al anochecer, salir al pueblo para beber whisky de los bares y ver la televisión: tales eran las ocupaciones regulares de Kent Castwell. Se enteró de quiénes iban por la carretera con regularidad, a qué horas y en qué direcciones, y los esperaba puntualmente. Más de un conductor prefería abstenerse de los placeres de semejante compañía, pero Castwell se ponía al centro de la carretera agitando los brazos y no se movía hasta que el automóvil paraba.

¿Qué se podía hacer? ¿Meterlo a la cárcel? Eso se hubiera podido hacer.

Antes de que transcurriera la primera semana, armó una pelea en el Bar Ashby.

-Ha perturbado la paz, utilizando palabras obscenas y abusivas, y además se ha resistido al arresto. Son tres cargos y tres multas de diez dólares, o diez días en prisión por cada una -?sentenció el juez Paltiel Bradford?-. Pudo ser mucho más, considérese afortunado. Pague al cajero.

Sin embargo, Castwell, con su repulsiva expresión de desprecio, todavía más desagradable por las huellas de golpes en la cara, declaró:

-Acepto la cárcel.

El juez Bradford apretó su larga mandíbula y cuando la aflojó dijo:

-Mire usted, señor Castwell, eso que le dije fue solo el lenguaje legal requerido. La cárcel está cerrada. Desde julio está sin usarse.

Estaban en noviembre.

-Habría que arreglar la calefacción -prosiguió el juez?-, poner la electricidad, conectar el agua, además de contratar a un guardia, por no hablar de los gastos de alimentación. No veo por qué el municipio ha de cubrir esos gastos exclusivamente por culpa suya. Pague treinta dólares en la caja. Si no los trae con usted, venga mañana. ¿Entiende?

-Prefiero la cárcel.

-Resulta muy inconveniente que…

-Qué lástima, honorable juez.

El juez, sin decir más, lo miró furioso. Gamaliel Coolidge, el fiscal del pueblo, se levantó de su asiento.

-Tal vez la corte aplique el privilegio de suspender la sentencia por esta vez -?sugirió?-, ya que se trata de su primera ofensa.

La corte lo aplicó. Pero la semana siguiente ya estaba de vuelta, acusado de los mismos delitos. La sentencia sumaba así sesenta dólares o sesenta días. De nuevo, Castwell eligió la cárcel.

-No es mi costumbre hacer esto -dijo el juez, iracundo?-, pero permitiré que pague la multa a plazos, considerando a su esposa y su hija.

-Ajá. Mejor la cárcel.

-¡No le va a gustar la comida! -le advirtió el magistrado.

Castwell repuso que se conformaría con que sus alimentos cumplieran con los requisitos de la ley. De lo contrario, presentaría una queja formal ante el Consejo Estatal de Inspectores de Cárceles.

Se tomaron cuidados especiales para que la comida que le sirvieron a Kent durante su estancia en prisión fuese mejor que los requisitos legales, aunque tampoco mucho mejor. La última vez que las autoridades estatales inspeccionaron la cárcel municipal hubo un cargo de doscientos dólares en los impuestos. Ya sufrían gastos cuantiosos con tener en la cárcel a Kent Castwell, aunque el juez redujo el costo al ordenar que las sentencias se cumplieran en forma concurrente.

Si se suman sus condenas, durante aquel invierno Kent pasó más de un mes en la cárcel. Algunos pensaron que cuando se le terminaba el dinero dejaba que lo mantuviera el municipio y abandonaba a su suerte a la mujer y la niña. Tom Talley les daba un poco de crédito en la tienda, pero no mucho.

Cuando Ed Westlake renovó el contrato del autobús escolar añadió el gasto de desviar la ruta cinco kilómetros para recoger a Kathie. El municipio no tuvo más remedio que absorber el costo adicional. Se le reprochó a Louise esperar a la firma del contrato antes de dejar a Castwell y volver a la ciudad con su niña. El camino de tierra a la casa de Peabody no requería tantos arreglos, pero sí algunos. ¡Tantos gastos extra solo por la presencia de un hombre! ¡Una locura!

Casi parecía -mejor dicho, sin duda parecía?- que Kent Castwell estuviera desafiando frontalmente la respetabilidad y prudencia económica de Nueva Inglaterra. Los sagrados mandamientos: «Comer todos los alimentos, usar la ropa hasta que se desgaste, comprar conforme a tu dinero o abstenerte de comprar» no significaban nada para él. Una persona claramente hostil.

El municipio de Ashby no era próspero. Faltaban industrias. Carecía de atractivo turístico, igual de lejos del mar que de las montañas, y su único recreo se hallaba en las aguas lodosas del lago Amastanquit. Los suelos eran duros de sembrar, y la explotación de madera costaba demasiado trabajo para los escasos beneficios que aportaba. Todos los jóvenes se iban de allí. Pero, por desgracia, Kent Castwell no daba señales de partir.

A fin de cuentas, no tenía nada de raro que en Ashby no existiera una colonia de artistas. Lo extraordinario consistió en que Clem Goodhue, al ir en su taxi para recibir el tren, reconociera de inmediato a Bob Laurel como un artista. Cuando le preguntaron cómo pudo saberlo, Clem se puso vanidoso y contestó que había estado una vez en Provincetown.

La conversación, según recordó después Clem, se inició cuando Bob Laurel le preguntó si sabía de alguna casa que pudiera alquilar por poco dinero, y que fuera tranquila y tuviera un sitio donde pintar.

-Por eso le recomendé a Kent Castwell -le dijo en una ocasión al sheriff Erastus Nickerson (primo de Levi P.).

-¿Una casa tranquila? -repitió el sheriff?-. Ya sé que Laurel es hombre de la ciudad y un artista, pero de cualquier modo…

Se hallaban sentados en el Bar Ashby, bebiendo su pequeño vaso semanal de cerveza.

-Oye mis consideraciones, Erastus -propuso el taxista?-. Hay muchas casas vacías que podría rentar. Supón que él, este artista, toma una casa de las afueras donde no vive nadie. Supón que él saca una esposa que tiene guardada en algún sitio, y supón que ella trae además un hijo en edad escolar.

-Tienes mucha razón, Clem.

-Claro que tengo razón. Ya resulta excesivo para el municipio hacer tanto gasto por una casa. Mucho peor si fueran dos.

-¿Y tú crees que se quede con Castwell?

-Eso no lo sé -repuso, encogiéndose de hombros?-. Yo hice lo que pude.

Laurel se quedó con Castwell. En realidad no tuvo más remedio. El grandulón lo aceptó como huésped y le cedió el salón del frente para el estudio. Kent Castwell prometió aislantes para la casa, abrir una nueva ventana y quién sabe qué otras cosas, a cambio de varios meses de adelanto en los alquileres. Persuadió no se sabe cómo al artista, y no hace falta decir que se bebió todo el dinero y no cumplió ninguna de sus promesas de realizar mejoras a la casa.

Ni el fiscal Gamaliel Coolidge ni el sheriff Nickerson, ni en realidad nadie más en el pueblo, se compadecieron de Laurel. Solo podía presentar una demanda civil, le dijeron. No existían bases para nada mayor. Debería servirle de lección y no andar tirando su dinero con cualquiera: eso le aconsejaron.

El pobre artista se tuvo que quedar en la vieja casa de Peabody, comprando sus alimentos, cortando su leña y pintando, todo el tiempo pintando sin cesar. Sabía perfectamente que su casero grandulón y descarado aprovechaba cada ausencia del pintor, cuando este tenía que ir al pueblo, para robarle comida y leña.

Laurel convidó a Clem a tomar un vaso de cerveza en varias ocasiones, solo por tener alguien a quien contar sus tribulaciones. Además de robarle comida y combustible, Kent Castwell ponía el televisor al máximo volumen cuando Laurel trataba de dormir; si era demasiado tarde para la televisión, hacía lo mismo con la radio. En los momentos en que el artista se concentraba en los más delicados aspectos de sus pinceladas, Castwell decidía alzar el calentador de leña y dejarlo caer con gran estruendo, sacudiendo toda la casa.

-Habla solo, con esa voz estridente y burda -?se quejó Bob Laurel?-. Tiene una lengua asquerosa. Se burla de mis pinturas…

-Yo sé en qué consiste -dijo Clem-. Kent Castwell no tiene la menor consideración por nadie. De eso se trata con él. Indudable.

Se cruzaron apuestas en el pueblo, cada una de un puro de diez centavos, sobre cuánto tiempo más aguantaría Laurel. Levi Nickerson, el tasador fiscal del municipio, pensó que se iría cuando se venciera el alquiler. Clem opinaba que partiría antes de eso.

-A la gente de la ciudad, el dinero no le importa tanto -?señaló.

Ganó Clem.

Al entrar a la casa de Nickerson, halló a Levi sentado cerca del fuego en la cocina, y este sin decir palabra le entregó el puro. Clem asintió y se lo guardó en un bolsillo. La señora Abby Nickerson, sentada al lado de su marido, vestía un suéter masculino al que todavía le quedaba mucho uso, propiedad de su difunto padre, un hombre que no logró sobrevivir la primera reelección de Franklin D. Roosevelt. Abby deshilvanaba pacientemente viejos calcetines para devanar y formar una madeja de lana. «Nunca desperdicies algo para que nunca te falte nada» era su principio rector, lo mismo que para los demás residentes de edad madura que vivían en el pueblo.

Sobre la estufa, una olla dejaba salir un poco de vapor. En la mesa reposaban dos pilas de sobres. Todos estaban dirigidos a la oficina del tasador fiscal del municipio y se habían abierto cuidadosamente para no mutilarlos. Mientras Clem lo miraba, Levi Nickerson removió uno de los sobres sobre la olla destapada. El vapor aflojó el mucílago de la cubierta del sobre y se abrió con facilidad al toque de Nickerson. Volvió a doblarlo y sellarlo de tal manera que la parte exterior ya usada quedaba por dentro, y a continuación lo puso sobre la otra pila.

-Con este método le ahorré al municipio once dólares el año pasado -?comentó?-. Creo que este año llegaré a doce, tal vez doce cincuenta.

Clem soltó un gruñido de apreciación.

-¿Dónde se encuentra él? -preguntó el tasador.

-¿Laurel? En el Bar Ashby. Ya tiene todo empacado. Le dije que no se moviera aún. Encargué a los del bar que lo vigilen y me avisen por teléfono aquí si hace el menor movimiento para irse.

Sacó una hoja de papel que puso encima de la mesa. Levi la miró sin hacer ningún movimiento para recogerla. Le dijo a su esposa:

-Espero una visita de Erastus y Gam Coolidge, señora Nickerson. Asuntos del municipio. Creo que hallarás cosas que hacer en las habitaciones delanteras mientras nosotros hablamos.

La señora Nickerson asintió. Tampoco desperdiciaba palabras. Se oyó un auto detenerse frente a la casa.

-Ahí llega Erastus -dijo su primo-. Gam debería llegar… ¡Ah, ha llegado ya! Pude adivinar que vendría con Erastus para no gastar gasolina.

Los dos hombres entraron a la cocina. La señora Abby Nickerson se levantó y salió.

-Espero que esto se resuelva antes del anochecer -?dijo el sheriff?-. No me agrada conducir en la oscuridad. Una de mis luces está fallando, y sale demasiado caro poner una nueva.

Clem se aclaró la garganta.

-Bueno, aquí está -anunció, indicando el papel sobre la mesa?-. La confesión de Laurel. Dice que está dispuesto a entregarse al sheriff y al procurador. Sucedió esta tarde, como a las dos. Fue la gota que derramó el vaso. Kent Castwell actuaba como de costumbre, pateando cosas y lanzando obscenidades allá en la casa de Peabody. Intercambiaron palabras. Laurel salió porque necesitaba ir atrás de la casa…

Clem tenía delicadeza y no quiso especificar que la casa de Peabody carecía de drenaje interior.

-Al volver -prosiguió Clem-, vio que Castwell había pintarrajeado con la brocha más grande todos los cuadros en que Laurel estaba trabajando. Los arruinó por completo.

Sobrevino un instante de silencio.

-Castwell no tenía ningún motivo para hacer lo que hizo -?dijo el sheriff?-. Destruyó las propiedades de otro hombre. Me han dicho que algunos de esos artistas venden sus pinturas hasta por cien dólares cada una… Y después, ¿qué hizo? Me refiero a Laurel.

-Tomó un trozo de leña para la estufa y le pegó con él. Le pegó con fuerza.

-Nadie duda que esté muerto, ¿es así?

Clem negó meneando la cabeza.

-No quedó ningún rastro de sangre en la madera. Se ve igual que cualquier otro pedazo de leña. Pero está muerto, sin la menor duda.

Después de una pausa, Levi Nickerson habló:

-Habrá que notificar a la esposa. No veo por qué el municipio deba cubrir los gastos del entierro. Em. Supongo que ella no tendrá nada de dinero. Será mejor notificar a esos del fideicomiso que enviaban un cheque mensual a Castwell. Ellos lo pagarán.

Gamaliel Coolidge preguntó si alguien más sabía lo sucedido. Clem dijo que no. Bob Laurel no se lo había dicho a nadie. No parecía tener deseos de hablar. Se hizo otra pausa, algo más larga que la anterior.

-¿Se han dado cuenta de lo que Kent Castwell costó al municipio?

Clem sugirió que serían varios cientos de dólares.

-Cientos y cientos de dólares -declaró Nickerson?-. Y además, ¿saben cuánto nos va a costar procesar a este fulano, bien sea por asesinato en cualquier grado o por homicidio involuntario?

El fiscal indicó que eso costaría miles de dólares.

-Miles y más miles -dijo-, y eso solo para cubrir el juicio.

-¿Y si se le encuentra culpable, y él decide impugnar? -?prosiguió?-. Tendremos que sufragar otro juicio. Más miles de dólares. ¿Y si consigue anular el juicio y empezar de nuevo? Tendríamos que cubrir también esos gastos.

Levi P. Nickerson abrió la boca como si le doliera y gruñó:

-Imagínense cómo afectaría eso las tasas de impuestos del municipio…

Su voz se volvió clara y sentenciosa:

-No vale la pena. Él no lo vale; punto.

Clem sacó el puro que había ganado en su apuesta y lo olfateó.

-En mi opinión -declaró-, sería mucho mejor si Laurel simplemente empacara y se fuera de ahí. Cualquiera que encontrara el cadáver supondría que se mató en una caída. Pero esta confesión…

El sheriff Erastus Nickerson reflexionó un poco antes de tomar la palabra.

-Yo no conozco ninguna confesión. ¿Tú, Gam? ¿Y tú, Levi? No, ¿verdad? Lo que nos cuentas es una declaración de oídas, Clem. No se puede proceder solo por oír una declaración, eso va en contra de todos los principios legales de los Estados Unidos… Em. Qué bonita puesta de sol.

Se levantó para asomarse por la ventana. Su primo se juntó con él, y el fiscal Coolidge lo acompañó. Mientras los tres admiraban el crepúsculo, Clem Goodhue, después de echar un vistazo a sus espaldas, tomó la hoja de papel de la mesa de la cocina y la echó al fuego de la estufa. Después de un breve fogonazo, Clem extendió la mano, tomó una esquina del papel entre las cenizas y prendió su puro.

Los tres hombres junto a la ventana se dieron la vuelta enseguida.

El primero en hablar fue Levi P. Nickerson:

-No puedo pedir a nadie que se quede a cenar. Solo es un recalentado de sobras. Supongo que desean ponerse en camino.

Los otros dos funcionarios municipales asintieron.

-Me parece -dijo el taxista- que me daré una vuelta por el Bar Ashby. Tal vez haya una persona que quiera tomar el tren de la tarde. Buenas noches, Levi. No es necesario que enciendas la luz del patio.

-No pensaba hacerlo -dijo Levi-. Encenderlas y apagarlas, eso es lo que desgasta las luces. Buenas noches, Clem, Gam, Erastus.

Cerró la puerta una vez que se fueron las visitas.

-Señora Nickerson -dijo, llamando a su esposa?-, ya puedes venir y poner la cena. Hemos terminado con los asuntos pendientes.

 

FIN

 

El nombre de AVRAM DAVIDSON es muy conocido entre lectores de historias no solo de misterio, sino también de ciencia ficción y fantasía. De hecho, durante varios años fue el editor de la principal revista del género, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y ha sido ganador del Premio Hugo y del Premio Mundial de Fantasía (en tres ocasiones), además del Premio Edgar. El presente relato recibió una mención en el concurso de cuentos de AHMM.

 


SACERDOTES George C. Chesbro


 


 

Los símbolos que alguna vez le trajeron paz y sentido de pertenencia a una comunidad que se perpetuaba infinitamente ahora evocaban en él las emociones opuestas y le recordaban lo que había perdido y su aislamiento de todas las personas, lugares y cosas que hasta cinco años antes, cuando fue desterrado de ese mundo, habían permeado su alma y definido su ser entero.

Flanqueado por las estatuas del viacrucis en sus nichos umbríos y sintiéndose como un corredor desnudo y vulnerable que tras un desafío ha decidido poner a prueba su espíritu, Brendan Furie recorría con grandes zancadas, que la gruesa alfombra granate amortiguaba, la nave mayor de la catedral, débilmente iluminada. No había estado en una iglesia en los cinco años desde que lo excomulgaran: esa amputación de su alma del cuerpo de la iglesia, urdida por la figura de negro arrodillada, con la cabeza inclinada en oración, en la barandilla ante el altar cubierto de telas blancas frente al sagrario.

Brendan tenía la clara sensación de estar siendo observado y se preguntaba si no sería una especie de sentido vestigial de los ojos de Dios, una reacción psicológica a su regreso, tras una larga ausencia, al entorno físico que alguna vez lo significó todo para él pero ahora no parecía sino un recuerdo lejano de otra vida, una vida que quizá fue solo un sueño.

Llegó al sagrario, pero la débil figura arrodillada no se movió y Brendan no estaba seguro de que el hombre se hubiese siquiera percatado de su presencia. Por un momento sintió aquel viejo impulso, prácticamente instintivo, de hacer una genuflexión frente al altar, pero sabía que ya no tenía ni la obligación ni el derecho, así que simplemente se sentó en el extremo del primer banco y esperó a que el cardenal Henry Farrell terminara sus oraciones.

Pasaron casi cinco minutos antes de que el anciano, sin levantar la cabeza ni separar las manos, dijera en voz baja:

-Gracias por venir, padre.

-Vine porque usted me lo pidió, su eminencia -?respondió Brendan sin alterarse. Tragó saliva y añadió suavemente?-: le agradecería si no me dijera «padre». Suena un poco raro, francamente, viniendo de usted, que sabe mejor que nadie que ya no soy sacerdote.

Hubo un prolongado silencio y Brendan empezó a preguntarse si el cardenal lo habría oído, pero en eso la figura arrodillada dijo:

-Otras personas siguen diciéndole así.

-No.

-Se ha vuelto famoso.

-¿Sí?

-Lo he visto en los periódicos. Le dicen «el sacerdote» o a veces nada más «sacerdote».

-No es lo mismo, su eminencia.

-No -respondió el anciano y se estremeció ligeramente, como si hubiera sentido un escalofrío?-. Y preferiría que no me dijera «su eminencia». Hace tiempo que dejé de sentirme eminente. Agradezco su cortesía, pero no es necesaria.

-Como usted desee, señor.

-Brendan, ¿trae usted una… pistola?

Parecía una pregunta decididamente extraña en esa casa de culto hecha de piedra, y Brendan se quedó unos momentos observando la espalda del anciano. La figura arrodillada, sin embargo, permanecía inescrutable: vieja carne y viejos huesos cubiertos de negro.

-No -respondió al fin.

-Pensé que podría ser. Lo que se cuenta…

-A veces traigo pistola, pero no muy seguido. En mi profesión, una pistola no sirve de mucho. Aún no conozco superstición, ignorancia, odio u obsesión que pudiera eliminarse con una bala.

Ahora el cardenal levantó la cabeza, separó sus huesudas manos, enderezó la espalda. Se recargó en el barandal y penosamente trató de levantarse. Brendan se puso de pie y avanzó para ayudarlo, pero se detuvo cuando el cardenal sacudió la cabeza vigorosamente en señal de rechazo. Brendan volvió a sentarse y esperó. El cardenal finalmente consiguió ponerse de pie. Se dio la vuelta, caminó vacilante hacia el banco al otro lado del que ocupaba Brendan y se sentó con cuidado. Brendan miró a los ojos al hombre sentado al otro lado de la nave de alfombra granate y quedó horrorizado por las facciones demacradas, la carne apergaminada y casi traslúcida, las grandes ojeras. El cardenal Henry Farrell, pensó Brendan, parecía una fruta marchita o a la que se le hubiera quitado el corazón.

Los labios del anciano se recogieron en una especie de sonrisa desconcertada. Una serie de emociones que Brendan no supo descifrar se movían como sombras de luna en los llorosos ojos grises.

-El peligro, el mundo y las buenas obras parecen haberle hecho bien, sacerdote. Tiene usted muy buen aspecto.

-Usted no.

-Voy a morir… pronto.

-Lo lamento.

Con mano temblorosa, el débil príncipe de la Iglesia hizo un gesto de desdén y de nuevo sonrió.

-Sin duda son misteriosos los caminos del Señor, ¿verdad?

-Eso he oído, padre.

-Supongo que podría decirse que en un sentido yo lo creé a usted.

-¿Por qué, padre?

-Yo creé este «sacerdote» en el que se convirtió, este hombre con tanta fama, o mala reputación, como dirían algunos, que ahora es nada menos que investigador privado especializado en asuntos religiosos y espirituales, acérrimo defensor de los niños y sus derechos. Antes usted no era más que… un sacerdote. He oído una y otra vez que es una encarnación de Cristo mucho más efectiva ahora en su deshonra que antes de su… cambio de profesión. Las implicaciones de esto para la Iglesia son tema de acalorados debates entre ciertos teólogos. Casi nunca se menciona mi nombre. En realidad creo que mi papel en todo esto se ha olvidado.

Brendan no dijo nada. Se sentía extrañamente distanciado, separado de este viejo enemigo y de la institución que representaba por un infranqueable muro de traición, pérdidas, dolor y muerte.

-Usted nunca fue buen sacerdote, Brendan -?prosiguió el cardenal con una voz que parecía elevarse con pasión nacida del enojo o del arrepentimiento?-. Siempre fue rebelde, nunca estuvo a gusto con la Iglesia. Siempre cuestionaba lo que no tenía ningún derecho a cuestionar.

-Cuestionaba lo que usted no quería que yo cuestionara, su eminencia, pero siempre lo obedecí, ¿o no? -?Brendan hizo una pausa para dar tiempo a que retrocedieran las oleadas de enojo y viejo resentimiento que empezaba a sentir. Cuando se esfumaron continuó?-: Me retiré a hacer penitencia cuando usted me lo ordenó y salí para hacer su mandado cuando usted me dijo. No era la Iglesia lo que me tenía incómodo.

El cardenal se puso rígido.

-¿Mi mandado?

-Es lo que dije.

-Era un asunto de Dios.

-Era un asunto de usted.

-La razón por la que se le ordenó retirarse, para empezar, era enseñarle que a usted no le corresponde hacer esos juicios.

Brendan reprimió un suspiro.

-¿Por qué me pidió venir, padre?

El anciano, esquivando la mirada de Brendan, miró hacia el altar y, más allá, la enorme figura de madera pintada de Cristo clavado en una cruz.

-Le dije que moriré en poco tiempo. Mis asuntos profanos están en regla y ahora trato de hacer lo mismo con mi alma.

-¿Qué quiere de mí, padre? -preguntó Brendan en tono neutral.

-Quiero que escuche mi confesión.

Brendan no creía haber oído correctamente al hombre; de ser así, solo podía significar que haberle hecho acudir a él era la broma lamentable de un anciano moribundo, o que la mente de ese hombre estaba deteriorándose. No dijo nada.

-¿Rechazaría la petición de un hombre tan cercano a la muerte?

-No entiendo la petición.

-No le pido entenderla, solo concederla.

-No estoy precisamente cualificado para escuchar su confesión, ¿o sí? ¿Por qué querría participar en una acción herética? Algunos de sus colegas más conservadores podrían decir que usted cometió herejía con tan solo haberme hecho esa petición, suponiendo, esto es, que lo dijera en serio.

El anciano abrió la boca y emitió un raro sonido áspero. Brendan tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba riendo.

-¿Desde cuándo le ha preocupado lo que la Iglesia considerara, o no, herejía? No creo que le importara mucho ni siquiera antes de que lo expulsaran del sacerdocio.

-Qué cosas me preocupen son asunto mío, padre -?respondió Brendan, sereno?-. Perdóneme por decir que antes ha jugado conmigo, y no puedo evitar preguntarme si esto no será parte de algún otro jueguito.

El cardenal apartó la mirada abruptamente; cuando volvió a dirigirla a Brendan, sus ojos apagados y llorosos adquirieron un brillo inusual.

-Esto no es un juego, Brendan -dijo, enérgico.

-Sus pecados no tienen nada que ver conmigo.

-Sabe que eso no es cierto. -Hizo una pausa, se echó hacia delante y agregó?-: Algunos pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.

-No voy a oír su confesión.

El cardenal suspiró y volvió a recargarse en el banco.

-¿Por qué me acusa de haber jugado con usted? Se le pidió realizar un exorcismo. Por sus errores de cálculo, la madre de la muchacha en cuestión cometió un pecado mortal al quitarse la vida. Las autoridades eclesiásticas determinaron que el suicidio de esa joven mujer fue resultado directo de su infracción, Brendan: su falta de preparación adecuada y acaso también su falta de fe y resolución. Se decidió que el pecado era de usted, no de ella, y su castigo fue excomulgarlo. Puede ser que el dictamen fuera duro, pero influyeron en él sus actitudes pasadas, sus escritos, su reputación y sus acciones como sacerdote disidente. Constantemente estaba usted metido en organizaciones y causas sociales y políticas que la Santa Sede consideraba inapropiadas. Se le advirtió más de una vez. Esos son los hechos. ¿Los impugna?

-No los impugno. Esos son los hechos, pero la verdad está en otro lado.

-Ah, ¿sí? ¿Y exactamente cuál es la verdad?

-Usted me mandó a realizar un rito para el que sabía que no estaba preparado y en el cual tenía sospechas de que yo no creía.

-¿No cree en la posesión satánica?

-Creo en la obsesión fundada sobre la avaricia, la lujuria, el odio u otra docena de males humanos. Pero bastante difícil de por sí es lograr que la gente se responsabilice de sus acciones sin darles la posible excusa de que el Diablo los llevó a hacerlo.

-No es propio de usted mostrarse displicente o irrespetuoso con ideas que otras personas se toman muy en serio, Brendan.

-Le estoy diciendo la verdad que afirmó querer escuchar. Si piensa que estoy siendo displicente, es que aún no me conoce y nunca podrá entender lo que pasó. Lisa Vanderklaven no estaba poseída por demonios: su comportamiento imprevisible era, bajo esas circunstancias, racional y saludable. Tenía una muy buena razón para desobedecer a su padre y huir a cada rato de su casa: el mismo hombre que era amante de su madre y socio cercano de su padre la maltrató salvajemente una y otra vez. Cuando Lisa le habló a su padre del maltrato, se negó a creerle. Henry Vanderklaven prefirió creer que a su hija la poseían los demonios, pues aceptar que Werner Pale abusaba sexualmente de ella habría interferido con sus intereses comerciales y puesto en duda su ojo para la gente. Lo que Lisa Vanderklaven necesitaba no era un exorcismo sino protección.

»En mi entrevista inicial con Lisa, ella se desmoronó; no podía creer que su padre en verdad pudiera pensar que estaba poseída. Eso fue cuando me contó que Pale no solo había estado maltratándola, sino que por un tiempo había mantenido una relación amorosa con su madre; Pale había hecho alarde de ello frente a Lisa. En aquel momento no creía tener más opción que hablar con Olga Vanderklaven, no solo para tratar de confirmar la historia de Lisa sino para ofrecerle mi ayuda, si la quería. Ese fue mi error. Enfrentada al hecho de que Lisa y yo sabíamos que tenía un amante, y que el amante abusaba sexualmente de su hija, se suicidó.

»Si alguien en esa familia hubiera podido describirse como poseído, era el padre de Lisa, y él había creado su propio infierno con una combinación mortal de avaricia y pretensiones de superioridad moral. Fue la avaricia de Vanderklaven lo que lo llevó a emplear a un hombre como Werner Pale, para empezar. Vanderklaven era traficante de armas, como usted bien sabe. Lo que tal vez no sabía es que Werner Pale era un asesino mercenario a quien Vanderklaven contrató para entrenar agitadores. Esos agitadores se encargaban de provocar guerras de baja intensidad en diferentes partes del mundo para mantener el volumen de ventas de las armas que Vanderklaven fabricaba. No veía nada de malo en lo que hacía; era un hombre sumamente hipócrita que no podía ver alrededor el mal que él mismo había creado. Era un católico ferviente con poderosos amigos en Roma, un benefactor de la Iglesia que daba millones a diversas causas religiosas. Confiaba tanto en tener un lugar reservado en el Cielo que podía destruir a su familia y tranquilamente ignorar la causa, a saber, el mal que había llevado a casa consigo: ese hombre al que consideraba no solo socio sino amigo. Cuando Lisa le dijo que su amigo la violaba, Vanderklaven le exigió ir con un psiquiatra. Cuando ella se fugó, mandó a Werner Pale a buscarla y llevarla de vuelta. Cuando ella volvió a fugarse, acudió con su compinche del golf (usted, su eminencia) y le pidió que organizara un exorcismo para liberar a su hija de sus demonios. Posesión satánica era la única explicación de su comportamiento que a él podía ocurrírsele.

»Creo, su eminencia, que cuando usted escuchó la historia sabía que no soportaría el escrutinio y la investigación que Roma requiere antes de declarar oficialmente que alguien está poseído por el Demonio, y que era del todo improbable conseguir a un exorcista capacitado para intervenir en los asuntos de tan atribulada familia. Pero tenía miedo de ofender a Henry Vanderklaven diciéndole la verdad; temía que eso cerrara la llave del dinero en detrimento de los intereses de la Iglesia, incluso que pudiera quejarse con sus amigos del Vaticano de su falta de sensibilidad. Entonces buscó otra solución para el problema que él le había pasado. Yo fui esa solución. Mandaría a ese joven sacerdote al que estaba tratando de arruinar para que simulara estar realizando un exorcismo; una vez más, me obligaría a someterme a su voluntad para al mismo tiempo complacer a Vanderklaven. Fallé, padre, sí, y debido a mi fracaso como ser humano para percibir plenamente y lidiar con el tormento de Olga Vanderklaven, ella se suicidó como resultado directo de mis investigaciones. Y bien, Roma no iba a declarar que el alma de la esposa de ese importante pilar laico de la Iglesia ardería en el Infierno; en su opinión, y tal vez en la de usted, era mejor mandar mi alma a arder en el Infierno, y posteriormente me excomulgaron. Yo no discrepé entonces de esa acción, y tampoco ahora. Fui responsable de la muerte de esa mujer porque debí haber hecho caso omiso de sus maquinaciones, desechar toda la idea de un exorcismo y derivar el caso directamente a unas trabajadoras sociales. Olga Vanderklaven murió debido a mi fracaso como sacerdote, su eminencia, pero también murió porque usted mandó a alguien que sabía que no estaba espiritualmente preparado para la tarea de realizar un rito que ni siquiera se requería, en una situación emocional increíblemente cruda. Esa es la verdad, su eminencia.

Brendan esperó, previendo que el cardenal se defendería o negaría la acusación, pero este simplemente dijo:

-Tiene razón, sacerdote. Esa es la verdad.

-Si así lo entiende, me parece que ya ha confesado todo lo necesario.

El anciano lentamente se dio la vuelta para estar frente a frente con Brendan, con los apagados ojos muy abiertos.

-Entienda esto, Brendan -dijo con voz entrecortada?-: el mismísimo Satanás estuvo ahí. Usted luchó contra el mismísimo Satanás.

Brendan estudió el rostro del hombre y vio ahí un auténtico miedo, además de algo que no sabía interpretar.

-Supongo que está hablando metafóricamente, padre -?dijo; hizo una pausa y frunció el ceño cuando el cardenal negó con la cabeza?-. ¿Werner Pale?

Ahora el cardenal asintió. Brendan se pasó la mano por el pelo negro que le llegaba a los hombros y bajó la mirada, resistiendo el impulso de decir algo displicente o sarcástico que después pudiera lamentar. Al fin levantó la mirada y dijo:

-No, padre. Pale era un asesino psicópata y un ser humano completamente inútil, no Satanás. Creer eso no es más que su manera de eludir la responsabilidad personal por lo que pasó. Eso es lo que hizo Henry Vanderklaven y es lo que mató a su esposa.

El cardenal abrió aún más los ojos y sus manos empezaron a temblar junto con su voz.

-Pero ¿y si tengo razón, Brendan? ¿Y si era Satanás?

-Lo que usted crea a mí no me incumbe, su eminencia -?respondió Brendan sin alterarse?-. Crea lo que le dé paz, pero luego no me pida que ayude a resolver los conflictos que siguen ahí.

El anciano aspiró hondo y exhaló con mucha lentitud. Sus temblores disminuyeron y se arrellanó cansinamente en el banco.

-Me gustaría mucho saber qué pasó después -?dijo en voz tan baja que Brendan difícilmente entendió sus palabras.

-¿Acaso Vanderklaven no le contó?

El viejo suspiró, se produjo un sonoro traqueteo en sus pulmones y habló.

-Henry Vanderklaven se metió una bala en el cerebro poco después de volver de Europa, como tres meses después de que trascendieron los acontecimientos de que hemos estado hablando. Creo que fue por algo que usted le dijo o le hizo.

Brendan buscó en su interior alguna lástima por Henry Vanderklaven, un hombre que, de acuerdo con su sistema de creencias, se había sentenciado a la condenación eterna. No sintió nada. Creía que el hombre no había hecho nada por sí mismo salvo acabar con su vida. Descubrió que ya no creía en infiernos o cielos, excepto esos creados por la conciencia y las acciones humanas vivientes, y acaso nunca había creído. Su fe siempre había consistido en vivir cada día como un ser humano que procura estar a la altura del ejemplo de Cristo, no en recompensas o castigos eternos. Lo que sí creía y sabía era que Vanderklaven había creado un infierno para los demás que aún los atormentaba, y le alegraba que ya no estuviera vivo.

-¿Brendan? -dijo suavemente el cardenal-. ¿Qué pasó?

-Después de que Lisa se fugó por segunda vez y vino al refugio infantil, le prometí que estaría a salvo de toda clase de demonios (humanos o no) hasta que yo hubiera investigado para intentar determinar la verdad -?dijo Brendan en un tono uniforme que no dejaba traslucir la agitación que una vez más se levantaba en su interior?-. Le fallé. No solo se suicidó su madre a consecuencia de mis torpes preguntas, sino que Werner Pale, actuando bajo las órdenes de su padre, la secuestró una segunda vez mientras yo estaba ocupado tratando de defenderme de la excomunión. Luego el padre, la hija y Pale se fueron a Europa. Por lo que respecta a los cuerpos policiales y las agencias de asistencia a menores, el asunto estaba fuera de su jurisdicción. Pero no era una circunstancia con la que yo pudiera vivir. Le prometí a Lisa que no le harían daño. Los busqué y los encontré. Los detalles son lo de menos. Lo importante es que finalmente hallé la manera de que Henry Vanderklaven encarara el hecho de que el amigo en el que confió para levantar su negocio de muerte lo traicionó con su esposa y violó reiteradamente a su hija. Vio, finalmente, cómo su propia avaricia lo cegó, destruyó a su esposa y le ganó el odio de su hija. No sabía que se hubiera suicidado. A pesar de su aparente fanatismo, por lo visto no creía en el perdón, ni siquiera para sí, y seguramente tampoco creía en la redención.

-Y ahora… ¿dónde está la muchacha?

-En Nueva York. Felizmente casada y madre de un hijo. Trabaja para una agencia privada de servicios sociales para la infancia.

En eso el anciano volvió a voltear lentamente para ver a Brendan y estudiar su rostro unos momentos. Al fin dijo:

-Ah, sí. La misma agencia, supongo, para la que usted ha hecho tan buen trabajo, la que dirige la exmonja con la que se rumora que tiene usted una… ¿relación?

-No creo que eso forme parte de esta historia, su eminencia, ¿o sí? El hecho es que Lisa ahora está a salvo y tiene una vida propia. Sigue teniendo pesadillas, pero esas se irán con el tiempo.

El cardenal movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

-Y… ¿Werner Pale? -preguntó.

-Está muerto. Yo lo maté.

Brendan vio al hombre reaccionar con lo que podría haber sido sorpresa, pero también algo que no pudo determinar del todo.

-¿Usted, sacerdote, mató a este mercenario?

-Él estaba tratando de matarme a mí. Peleamos, y tuve suerte. Había planeado prenderme fuego, pero fue él quien cayó en las llamas.

Una vez más el viejo cardenal, aparentemente absorto en sus pensamientos, guardó silencio unos minutos. Al fin dijo:

-He oído decir que desde que nos dejó ha matado a varios hombres. ¿Es posible que haya cambiado tanto, sacerdote?

-No me toca a mí decir cuánto he cambiado, su eminencia. No he hecho daño a nadie que no intentara hacerme daño a mí o, en ocasiones, a un niño. Ya le he dicho lo que quería saber. ¿Está satisfecho?

-¿Le gustaría escuchar lo que me ha pasado en los últimos cinco años?

-Si siente la necesidad de contármelo, escucharé.

-Dios me ha dado la espalda, Brendan. Fui injusto con usted, y por eso he sido castigado. Si bien es cierto que la decisión de excomulgarlo vino de Roma, la misma gente me culpó a mí en última instancia, pues conocían la verdad de la que usted hablaba. A menudo me siento como si se me hubiera excomulgado como a usted. No he tenido paz en estos cinco años.

-Me suena a que ha estado ocupado castigándose a usted mismo, su eminencia. Cometió un error, y Dios lo perdonará. ¿Dónde está su fe?

El cardenal sacudió la cabeza con impaciencia y renovado vigor.

-Fue más que un simple error. Es cierto que nunca creí que la muchacha estuviera poseída, y sin embargo, lo mandé a realizar un rito sagrado simplemente para aplacar a su padre. Eso es blasfemia, sacrilegio. No necesito nada más que el perdón de Dios, Brendan: también el de usted.

-Lo tiene.

-Escuche mi confesión.

-Creo haberlo hecho ya.

-En el confesionario. Por favor.

-No, su eminencia. Esta es la segunda vez que me pide realizar un rito sagrado en circunstancias inapropiadas. La…

-¡Precisamente!

-… primera vez ninguno de los dos creía en lo que estábamos haciendo, y las consecuencias fueron una muerte y mi excomunión. Ahora que me han excomulgado, las autoridades eclesiásticas no reconocerían la santidad de ninguna confesión que usted hiciera ante mí. No entiendo qué es lo que verdaderamente quiere, pero sí sé que no puede ser el sacramento de la confesión.

El viejo cardenal se puso de pie despacio, se giró para quedar frente a Brendan y se irguió. Sus ojos se pusieron de pronto muy brillantes.

-Si no lo entiende, sacerdote, significa que no ha estado escuchando atentamente mis palabras, como le pedí. Necesito confesarme con usted para poderle oír decir las avemarías.

Brendan sintió que los pelos de la nuca se le erizaban y resistió el impulso de hacer algún movimiento súbito.

-Como usted quiera, su eminencia -dijo en tono ecuánime, inclinando ligeramente la cabeza.

-El confesor vendrá a usted -dijo el cardenal con la misma voz enérgica, y se dio la media vuelta.

Brendan se obligó a permanecer quieto, a respirar acompasadamente, mientras veía al anciano cojear por el sagrario y desaparecer por una puerta a la derecha del altar. Esperó unos segundos, se levantó y caminó hacia el confesionario con ornamentos de madera tallada que estaba a su izquierda. Vaciló unos momentos antes de entrar a la sección destinada al sacerdote y sentarse.

Los pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.

Transcurrieron casi cinco minutos y en eso Brendan oyó que se abría la puerta de la sección al otro lado de la rejilla de madera. Se asomó y vio entrar a una figura encorvada con sotana blanca y capucha.

Incluso sin la críptica petición del cardenal de oírlo decir avemarías, que era una inversión del rito toda equivocada, habría percibido peligro, pues esta figura encapuchada llevaba el fajín blanco, el alba, alrededor del cuello, y eso estaba mal: un sacerdote se ponía el alba para recibir confesiones, no para entrar en la cabina como penitente.

Su anterior sensación de estar siendo observado no había sido una fantasía, pensó Brendan, pero los ojos que lo observaban definitivamente no eran los de Dios.

¿Trae usted una pistola?

Brendan se puso de pie y se arrojó a la rejilla, golpeando la madera con el hombro derecho y tapándose la cara con el antebrazo izquierdo para protegerse los ojos de las astillas. Se precipitó por la delicada celosía, fue a dar contra la figura de sotana y ambos cayeron al piso de la cabina. Brendan usó la mano izquierda para agarrar la muñeca derecha del hombre, que se había asomado por la sotana sosteniendo una pistola calibre 22, mientras le lanzaba el puño derecho al abdomen.

La capucha se deslizó para revelar un rostro que era una masa pesadillesca de arrugado tejido cicatricial del color de la leche y líneas de cicatrices rosadas que solo podían haber sido resultado de una serie de operaciones fallidas. Werner Pale se retorcía atrás de Brendan con la fuerza nacida de un odio y una rabia sin límites e intentó golpearlo con el garfio que le habían puesto para remplazar la mano izquierda. Brendan se agachó para esquivar el golpe pero sintió la afilada punta en la espalda cuando el acero empezó a atravesarle la chamarra de cuero hacia la carne. Alargó la mano libre, encontró un fragmento de madera de la rejilla hecha añicos y la envolvió con los dedos. Cuando la punta de acero cortó la chamarra y tocó la piel, levantó la estaca y metió la punta en la garganta de Werner Pale.

Salió sangre a chorros por la yugular perforada. La boca del hombre, llena de cicatrices, se abrió en un grito silencioso formando una O, pero casi de inmediato el único ojo vidente se le empezó a vidriar. El cuerpo debajo de Brendan se agitó violentamente por unos momentos y luego se quedó quieto.

Brendan se levantó del cadáver, abrió la puerta del confesionario y, limpiándose la sangre del rostro, atravesó a toda prisa un estrecho laberinto de piedra y corredores de madera hacia los cuartos privados del cardenal.

Encontró al anciano en su estudio, más pálido y con un dolor evidente en los ojos llorosos, sentado frente al escritorio, aparentemente manteniéndose erguido con las palmas sobre la pulida superficie de roble.

-Brendan -el cardenal Henry Farrell respiró aliviado al verlo entrar por la puerta y detenerse?-. Gracias a Dios. Mis plegarias fueron atendidas. -?Hizo una pausa y entrecerró los ojos, como si le costara trabajo ver?-. ¿Está herido…?

-La sangre es de Werner Pale, su eminencia, no mía.

-Gracias a Dios.

-Gracias a usted por su advertencia. Me salvó la vida.

-No podía advertírselo abiertamente, sacerdote. Él estaba oyendo.

-Lo entiendo -dijo Brendan, y avanzó de nuevo. Se detuvo a unos pasos del escritorio cuando el cardenal levantó una temblorosa mano con la palma hacia afuera, como para hacerlo retroceder.

-Vino a mí… a matarme, claro está, pues yo era responsable de haberlo enviado a usted a entrometerse en su vida. Quería saber dónde encontrarlos a usted y a la muchacha, y ofreció que si le decía, me mataría rápidamente. No hay nada que pudiera haber hecho para obligarme a decírselo, Brendan. Créame.

-Le creo, su eminencia. No me lo tiene que explicar.

-Pero quiero hacerlo -dijo el anciano con voz cada vez más débil.

»Creo que pasó la mayor parte de los últimos cinco años en hospitales, o habría sabido lo famoso que es usted ahora. No le habría costado ningún trabajo encontrarlo, y usted no habría tenido ninguna advertencia. También podría haber dado con la muchacha, Lisa. Decidí jugármela por su vida y la de la muchacha; usted ya lo había derrotado una vez y quizá podía hacerlo de nuevo. Percibí que tenía miedo de usted, pero también noté que tenía muchas ganas de hacerlo sufrir y que dispararle desde alguna azotea no le iba a resultar satisfactorio. Actué bien, Brendan. Me arrodillé ante él y le imploré que no me matara. Le dije que lo haría venir a usted ante él y le extraería la información que quería, con tal de que me perdonara la vida. También que le ayudaría a atraparlo en un espacio cerrado, donde estaría a su merced. Estaba muy contento con la idea de matarlo en el confesionario, verdaderamente encantado cuando le sugerí que podía fingir ser yo. Dijo que primero iba a dispararle en el estómago o las rodillas y luego lo cosería a puñaladas. No podía dejar de reír cuando le enseñé la sotana y el fajín que podía ponerse. Le fascinó la idea de vestirse de sacerdote para matarlo. -?El anciano hizo una pausa, y la amplia sonrisa que de pronto apareció en su semblante parecía pertenecer a un hombre mucho más joven y menos atribulado?-. Fue entonces cuando supe que teníamos una oportunidad, sacerdote, pues nadie mejor que usted para encontrar un poco extraño que nada menos que yo le pidiera unírseme en un acto de herejía.

Entonces el cardenal tosió sangre y se lanzó sobre el escritorio. Brendan corrió y levantó al viejo por los hombros. Vio la mano y el mango del estilete que le salía al hombre del estómago. También vio que era demasiado tarde.

-Ruegue por mí, sacerdote. A usted Dios lo escucha. Ruegue por mí. Ayude a que mi alma encuentre su camino al Cielo.

-Lo haré.

-¿Entiende… lo que… quiero decir?

-Sí. Lo haré.

Y entonces el anciano expiró. Brendan caminó al armario en un rincón del despacho, sacó una sotana y se la puso. Retiró el crucifijo del cuello del cardenal y lo colgó del suyo. Luego se arrodilló junto al cadáver del anciano y empezó a realizar los últimos ritos, su último rito. Por primera vez en cinco años, rezó a la vieja usanza, como si importara.

 

FIN

 

Probablemente el personaje más famoso de GEORGE C. CHESBRO sea Robert Frederickson, investigador privado, criminólogo, cinta negra de karate y enano que, con el nombre artístico de «Mongo el Magnífico», alguna vez fue cirquero de talla mundial. Las historias de Mongo solían incluir elementos fantásticos o sobrenaturales, y aunque «Sacerdotes» no pertenece a la serie de Mongo, comparte su preocupación por fuerzas fundamentales como el mal.