Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única
finalidad de crear en los clientes de las nutridas terrazas estivales la
ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos
advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al profesor Lerrin, y
cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y
al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el
hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia
con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de
lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa
limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después
pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la
agotadora ola de calor que venía invadiendo la ciudad desde hacía tres semanas:
-Agotadora, sin duda, amigo Lerrin -afirmaba Marcel.
-Deberías inventar algún artilugio capaz de salvarnos
de estos tormentos más propios de un infierno bíblico. Mi pobre Isabella se
derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que
tanto me cautivó al principio.
Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:
-No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que
todavía no conocen el verdadero sentido de la palabra matrimonio, ni a mí. No
nos engañas… Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara
y aun así…
-Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi
marchito espíritu.
Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso
las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su
cuerpo sobre aquel apoyo y comenzar a respirar con dificultad. Parecía sentirse
exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes
y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y
perpetua.
En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y,
un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado
limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer
mediante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color
mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también
los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas
alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde
con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas
plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicleta,
llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el
interior de unas bolsas azules de plástico.
-¿Qué te ocurre, Lerrin?
Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó
preguntando:
-¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has
aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo
último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a
juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.
-Yo ya no me planteo nada… No… Es cierto. No estoy
hablando en broma.
-¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte
de encima la sombría carga de tener que pensar?
-En cierto modo. Sí… Ya sabes que Isabella no puede
comportarse como una persona normal. Es incapaz de hacerlo. Y yo he de
asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.
-¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?
-Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.
-No todo el mundo soportaría vivir así, como tú -dijo
Marcel.
-Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de
vivir -casi repitió el profesor Lerrin.
-No tanto, mi estimado profesor. No tanto… Es sólo
cuestión de no ceder.
-¿No ceder? ¿No ceder…? -Lerrin se quedó mirando el
perfil irónico de su amigo, y sonrió-: Siempre hay que ceder. Al menos ante una
criatura como Isabella.
-Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de
escape. Algún alivio para esa dependencia.
-Sí. Ciertamente… Creo que lo tengo. Es algo básico,
pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte extraño, conservo una maleta
junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros
días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los
armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibidor, justo al lado de la puerta
de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y
siempre visible… Para cuando ella decida prescindir de mí.
-Tanta rendición… Tanta sumisión no puede ser sincera.
-De todas formas -continuó el profesor-, no creo que
pueda considerarme un hombre desafortunado. Ya sabes que he procurado toda mi
vida no atarme a ningún lugar.
-A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a
una persona.
Desde la terraza en que se había sentado Marcel
Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un
Forno del que, de vez en cuando, surgía un joven con una camiseta de tirantes y
unos pantalones manchados de blanco para fumar un cigarrillo. La delicadeza con
que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos,
la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el
humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos
descendientes de alguna familia de antigua estirpe. A veces volvía la mirada
con lentitud y, como si intentara descifrar la exacta composición del rostro de
Marcel, le examinaba largamente, con un descaro y una morosidad que a él le
parecían extraídos de algún libro del escritor francés Octave Mirbeau. ¿El
suave énfasis que ponía en su mirada, como si quisiera decirle algo, como si
acariciara la idea de preguntarle si querría adentrarse con él más allá de las
contraventanas marrones y conocer el interior del Forno, sería intencionado?
Marcel Berkowitz comprendió la causa de su propio
estremecimiento, de aquel temblor suyo, y luego, sin intentar siquiera
detenerle, contempló cómo su amigo Lerrin se alejaba siguiendo su ritmo
apacible, casi humilde.
-Ciertamente, debería inventar algo -comentó entonces
en voz baja-. Algo que me ayudara a comprender… Por qué unos hombres descubren
su significado y otros, sin embargo, los más retorcidos, entre los que yo me
encuentro, no.
Los estudiantes observaron con curiosidad a Marcel,
que ahora dejaba vagar la mirada por las portadas de unos libros desperdigados
sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el
riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer.
Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez
quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta
sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.
Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a
preguntar:
-¿Comprender el significado de qué, señor Berkowitz?
¿A qué se refiere?
Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:
-El significado de la renuncia, querido niño. La tan
penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha…
A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de
internarse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno
de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los
bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la
vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada hacia él. Entraría en aquel
pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y
después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte,
con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las
palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.
Trabajé en el jardín esmeralda.
El sol me invadió los ojos.
¿Y si fuera necesario para volar
imitar el mimoso movimiento de los pájaros?
Recurrir a un elemento más ligero que el aire.
El humo…
FIN
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