Aquella tarde de abril el cielo se había
oscurecido y nubarrones de color plomo oxidado gravitaban sobre la Tierra. Era
como si las ráfagas de aire hubiesen barrido la luz que se había posado sobre las
hojas de los rododendros del jardín, levantando como un polvo de vidrios rotos
sobre los pétalos de los pensamientos. Todos los pacientes del sanatorio
psiquiátrico del doctor K se habían retirado a sus habitaciones o al amplio
hall Sólo Alberto permanecía sentado en el banco de listas verdes y rojas, allá
enfrente del pequeño estanque. Acaba de ingresar y aún se sentía un extraño en
aquel ambiente entretejido de delirios y de terribles complejos que se mascaba
en los pasillos o en las habitaciones comunes del establecimiento psiquiátrico.
Una hoja comenzó a girar a gran velocidad sobre el agua del estanque y pronto
los peces y los pólipos de células de mosaico no se ofrecieron tan a la vista
tras la delgada capa de agua, sino que parecían recogerse más en el fondo, para
disfrutar de una segunda existencia fantasmal en la que las piececillas de
piedra se convertían en carne y en espinas.
Alberto vio que unos dedos invisibles
golpeaban rítmicamente la superficie del estanque como si fuese el tambor,
produciendo estremecimientos líquidos que iban a morir sobre la orilla. Y las
hojas del emparrado que protegían a los enfermos de los rayos del sol
comenzaban a emitir el clásico tecleteo que produce la lluvia.
¿Por qué había solicitado voluntariamente
el ser internado en aquel sanatorio? Alberto recordaba su vida pretérita: una
cadena sucesiva de color ceniza y cuyos eslabones crujían dolorosamente.
Primero, sus humillaciones en el colegio, las burlas de los compañeros; luego,
un sentimiento de rabia e impotencia que se había trocado en un odio feroz
hacia la vida y hacia todos los hombres en general.
¿Por qué no se rebelaba contra los que le
perseguían? ¿Por qué esa agresividad se manifestaba luego, una vez pasada la
ocasión de expresarla de una manera constructiva? Seguía siendo idéntico a
aquel niño que se dejaba torturar en los patios del colegio sin una sola queja,
sin un solo reproche, como la bestia a la que arrastran al matadero. Por
supuesto, ya nadie le agredía físicamente, pero había torturas morales mil
veces más temibles que los golpes. Un día, ante una burla inocente había
reaccionado propinando un espantoso puñetazo al supuesto ofensor: ésto le había
causado un auténtico shock nervioso del que había tardado más de una semana en
restablecerse. Y en más de una ocasión había soñado en vengarse, con un alarde
de sadismo, de aquellas personas que le habían infligido alguna ofensa.
A veces, en los momentos más oportunos,
estas imágenes de venganza, de crueldad refinada, desequilibraban su vida,
hasta tal punto que debía interrumpir el trabajo. Otras veces estas imágenes le
asediaban por la noche, y a la mañana siguiente se levantaba de la cama como si
hubiese recorrido muchos kilómetros persiguiendo a un fantasma.
Alberto se dirigió al hall. Allí había
personas de todas las edades, pero predominaban los ancianos: esquizofrénicos
«no peligrosos», alcohólicos, morfinómanos, neuróticos de todas las categorías
y varias demencias seniles. Eran hombres y mujeres que se retiraban a una de
las orillas del gran torrente de la existencia con las almas maltrechas por los
guijarros del fondo que desgarran como cuchillas o por los rápidos que llenan
de espuma los pulmones. Allí se detenía un instante el gran rio de la vida, aunque
el reloj de la muerte siguiese repitiendo en sordina su trágico
tic-tac
. Era un taller de automóviles
desvencijados que anhelaban volverse a poner en marcha, cruzando a toda
velocidad las autopistas. Algunos lo conseguirían, otros, quizá la mayoría, no.
¿Se curaría él? No tenía gran confianza en la psiquiatría, pero, como la mayor
parte de los enfermos que se hallaban allí presentes, se agarraba a la ciencia
médica como el clavo ardiendo del aforismo famoso, como la única tabla de
salvación. La tabla podría aparecer endeble; el clavo inaguantable, pero fuera
de allí sólo existía un abismo en el que aullaba como un ánima en pena la
locura o el suicidio.
Sentada en uno de los sillones del hall,
una muchacha de unos veinticinco años y rabiosamente rubia, desleía en el aire
una espiral azul con su cigarrillo. Alberto era tímido, pero en aquel ambiente
flotaba una atmósfera de camaradería; todos eran viajeros de una gran nave que
les habría de conducir a la luz o a las tinieblas. Se acercó, pues, a la joven
y entabló conversación. Era una muchacha brillante, culta. Los padres la habían
recluido allí porque su conducta era extravagante, se enfrentaba con todos, no
respetaba las reglas de convivencia ni la autoridad paterna. Se había refugiado
en la bebida desde hacía algunos meses. Bebía sola, para olvidar sus problemas,
para suicidarse lentamente sin tener que enfrentarse con ese terrible momento
en que uno debe decidirse por apretar el gatillo de la pistola o por permanecer
de pie tropezando con todo y con todos.
Pasó uno de los médicos internos por
delante de la pareja.
«Mañana por la mañana comenzaremos el
tratamiento»- Y acto seguido le preguntó si se encontraba allí a gusto. Luego
hizo un mohín simpático a la muchacha y desapareció por uno de los pasillos.
Era como un dios que ordena silencio al trueno o como el Espíritu de las aguas
que aplaca la cólera de los océanos. De aquella bata blanca iban colgadas como
náufragos cincuenta almas que anhelaban pasar a la otra orilla.
A la mañana siguiente le ordenaron
tumbarse en una chaise longue. Los instrumentos de la clínica brillaban como un
mediodía de agosto. Había un olor a antisépticos y a narcóticos. Un rayo de sol
hacía aún más blancas las baldosas y los paños. Le hicieron tomar unas gotas de
una sustancia misteriosa, y el doctor K, con una sonrisa confortadora, le rogó
que no se preocupase.
«Cierre los ojos y dígame lo que vaya
viendo. Sea usted sincero. No me oculte nada, aunque le parezca una estupidez o
algo sin importancia. Para mí puede tenerla»
Cerró los ojos y al cabo de unos segundos
sólo escuchaba los pasos del médico sobre las frías baldosas. Su corazón seguía
pulsando como un martillo pilón, y hasta en las sienes sentía el impacto de
aquél cómplice suyo. Una mosca pasó rozando su cara, y le pareció el rugido de
un reactor que despega.
Luego empezó a ver manchas de todos los
colores en el campo visual, un caleidoscopio que iba componiendo y
recomponiendo figuras, como si un niño travieso se estuviera divirtiendo. Vio a
la muchacha del día anterior que le sonreía de una manera enigmática como una
de las gracias de Sandro Botticelli. Luego, contempló las gotas de la lluvia
que trazaban círculos concéntricos en la superficie del estanque y las aguas se
rizaron al pasar el viento su pulgar sobre la gelatina incolora.
Y entonces tuvo un recuerdo, un recuerdo
que permanecía agazapado como una liebre acosada en uno de los pliegues de su
memoria. Vio un velero que flotaba sobre una superficie tersa. Sí, no cabía
duda, era un velero de juguete, pero que parecía enorme, como en esos trucajes
cinematográficos. Luego el viento hizo cabrillear el agua de aquel mar que
dejaba un sabor salobre en sus labios, y sentía una sensación extraña, tan
extraña que le fue imposible describírsela al doctor K.
«Doctor, es como si el tiempo se hubiese
detenido en ese instante, como si yo hubiese sido transportado a un mundo
distinto.»
«A un mundo distinto dice usted.»
«Sí, siento que hay algo vivo en todo
esto, como si el viento fuese una persona… y este barco me fuese a llevar a
otro lugar.»
Pero la imagen del velero de juguete se
borraba y aparecían las páginas de una revista. Pero esas páginas eran también
enormes y las miraba de rodillas en el suelo. ¿Dónde había ocurrido aquello?
Sí, ahora recordaba, había sido al otro lado de la frontera, en un momento
crítico para su familia y para él.
Debía tener entonces cuatro años. El
grabado en colores de aquella publicación era una propaganda turística de
cierta isla, quizá cualquiera de las Bermudas. Se veían árboles tropicales, y
algunos hombres y mujeres, en traje de baño, sonreían beatíficamente sobre las
arenas amarillas, deslumbrantes de sol. Y aquella imagen le embargaba también
de una extraña nostalgia.
«¿Qué le recuerda a usted esta isla?
-sonó como en una cámara de resonancia la voz del médico.»
«No recuerdo nada. Sí… espere usted, un
verso que he leído hace poco tiempo y que se llama Isla del Paraíso.»
«¿Y no recuerda usted nada más, algo que
pertenezca a la misma época en que usted hojeó esa revista?»
«Sí, ahora veo algo terrible; en ese
mismo armario había otras revistas. Una de ellas debía contener narraciones
terroríficas. Por ejemplo, -y Alberto se estremeció ligeramente como si una
nota demasiado aguda hubiese sido enviada por un diapasón escondido- una sombra
negra que levantaba un puñal sobre una persona, mucho más pequeña que ella. Veo
también el armario, enorme… parece que va a desplomarse sobre mí. Y ahora veo
otro armario que apareció en uno de mis sueños, un año más adelante. No era un
armario, era como una persona con forma de armario que me infundía miedo y que
quería apoderarse de mí… Y ahora un armario distinto en el que me refugiaba de
unos fantasmas que querían devorarme. Yo me encerraba en él y miraba a través
de la cerradura.»
Los efectos de la droga habían pasado.
Alberto ya no percibía las imágenes mentales con tanta plasticidad como unos
momentos antes. Sus colores eran ya más apagados, como si un álcali hirviente
hubiese corroído su superficie recién pulida o como si una nube grisácea
hiciese de pantalla entre los objetos y el cielo azul de un planeta distante en
el que el sol brillara cien veces más que en la Tierra.
«No me dice usted nada de sus padres
-exclamó el doctor K-. Mañana hablaremos de ellos.»
El padre de Alberto había sido asesinado,
durante la guerra civil, por los comunistas. El tenía entonces cuatro años de
edad. La madre también había muerto, pero diez años después.
De su padre apenas conservaba el recuerdo
de sus facciones; era como un fantasma que flotaba sobre las ruinas de ese
castillo derruido que era su niñez. De su madre si que guardaba, como en un
pomo de esencias, las impresiones más agradables. Era un perfume que todavía no
se había evaporado, un sabor que aún permanecía en las papilas de la lengua, un
contacto suave que aún no había sido limado por el esmeril de la vida.
Además, su madre no había muerto. Volvía
a aparecer en sus sueños. Pero siempre sola, sin la compañía de su esposo. En
uno de aquellos ensueños la había visto en la ventanilla de un tren que se
alejaba a gran velocidad. Y él había corrido con todas las fuerzas de sus
piernas en persecución de aquel vehículo fantasmal. Sólo había quedado de su
presencia efímera una nube que se desvanecía en el horizonte.
A la mañana siguiente, la droga volvió a
ejercer sus efectos. Paseaba como por una calle de gigantes. Figuras
monstruosas cruzaban a derecha e izquierda de él; tenía que extender su cabeza
para verles los rostros, preocupados y sombríos, rara vez alegres. Una corbata
de colores chillones se acercaba a él. Era tan grande que hubiese podido
utilizarla como toalla. Parecía una sábana empapada con la sangre de un
sacrificio. Luego desapareció, mientras sentía en su mano derecha el contacto
suave de una mano grande que lo conducía con delicadeza a través de aquel mundo
espeluznante. El sabía que aquella mano acariciadora, abierta como una caleta
en donde se recogen las barcas huyendo de la tempestad, era la de su madre.
Ahora sí la contemplaba a su placer. Entonces había sido una de las mujeres más
hermosas de la ciudad. Luego, los disgustos y una larga dolencia habían
marchitado sus facciones, pero sin que pudiesen borrar las huellas de su
belleza. En el campo visual aparecían los cabellos negrísimos, las facciones
delicadas como las de una muñeca de jade, y los ojos que parecían perderse más
allá del mar, en aquella región paradisíaca donde ella había nacido. Alberto
tuvo que reprimir un sollozo. El doctor le interrumpió.
«¿Por qué llora usted?»
«Lloro porque en estos momentos me ha
recordado aquellos versos de Warsthwooth: “No os aflijáis porque se agosten las
flores y se marchite el esplendor de la hierba, pues la belleza perdura en el
recuerdo”.»
«Continúe por favor.»
Ahora veía unos sellos de correos de
países completamente desconocidos por él. Debía tener entonces siete u ocho
años, y su madre le había regalado una pequeña colección filatélica. Pero no la
estaba contemplando en su casa, en aquella vieja casa, que aún seguía siendo
para él una región misteriosa, perdida para siempre. Tenía delante de sí el
mar. Su madre le había conducido allí. Había montado en los caballitos y
probado fortuna en el tiro al blanco. Sentía en su boca el sabor dulce del
helado de vainilla y la intuición de que aquel había sido uno de los días más
felices de su vida.
«¿Y no recuerda usted algo más de aquella
misma época?», interrogó el médico.
«Sí, pero los sellos me hacen recordar la
primera vez que fui al colegio (yo tardé uno o dos años en ir a un Centro de
enseñanza). Recuerdo los primeros golpes que recibí, pero no veo nada que usted
ya no sepa.»
«No me ha hablado usted de su padre.
Intente recordarlo.»
Y fue entonces cuando aquel fantasma que
era la memoria de su padre se materializó. Era un hombre bastante vulgar. Tenía
una complexión atlética, parecía un boxeador; sólo un bigote le daba cierta
apariencia de un líder mejicano. Pero chisporroteaba la antipatía en sus ojos,
una antipatía dirigida hacia él. Fue evocando escena tras escena tras escena.
Su padre seguramente le consideraba un estorbo; no había deseado nunca tener un
hijo. Más de una vez le había pegado, pero sobre todo, era ese aura eléctrica de
odio y de rechazo lo que paralizaba las fibras más profundas del alma de
Alberto.
Luego, la imagen de su padre se fue
desvaneciendo como la de un ectoplasma en una sesión de espiritismo. Y ya no
quedaba más en la mente de Alberto, sino las típicas imágenes mentales y los
círculos cromáticos que aparecían y desaparecían sobre el encerado del campo
visual.
Aquella tarde volvió a encontrarse en el
hall con la muchacha rubia de la tarde anterior. Pero esta vez había cortado el
chorro de la conversación; sólo un hilillo apenas imperceptible de monosílabos
se deslizaba de su boca. Una barrera electromagnética se había erizado entre
ambos. Permanecía taciturna y como distante. Alberto se alejó algo molesto y se
introdujo en la biblioteca para hojear algunas revistas. Luego, cenó como de
costumbre y se quedó profundamente dormido con una fuerte dosis de gangliopléjicos
en el cerebro.
A la mañana siguiente volvió a someterse
a la psicoterapia con fármacos alucinógenos. Evocó otras muchas escenas y, como
en una sesión de chamanismo, surgieron a la memoria miles de recuerdos muertos
que yacían emanando su podredumbre en el gran panteón de su inconsciente.
Alberto se sentía cada vez menos tenso, más seguro de sí mismo, más optimista.
Ahora sabía quién era el que le había inculcado ese sentimiento de
inferioridad, ese desprecio de su propia persona. Pero quedaba una zona oscura
en la sentina de su espíritu.
Un día el trépano del psicoanálisis
comenzó a calar en esa zona profunda, en esa región en donde los peces abisales
de los complejos refulgen en mil luminarias fosforescentes, haciendo guiños
macabros. Y ese día fue cuando vio «aquello». Lo veía además con tanto relieve
que se sonrojó intensamente, como si estuviera ocurriendo en la actualidad.
Allí, sobre la cama, sobre esa cama mágica en donde dormían sus padres, se
hallaba acostada una mujer que no era, desde luego, su madre. Tenía las ropas
en desorden y un hombre la estaba abrazando. Aquel hombre volvía de repente el
rostro hacia él y le fulminaba con su mirada. Era su padre. Luego sentía sobre
su cuerpo una descarga de golpes. Alberto se retorció en la chaise longue como
si mil alacranes le desgarraran la piel. El doctor K tuvo que interrumpir la
sesión.
En los ensueños siguientes se fueron
aclarando los detalles. Aquella mujer extraña era la señorita de compañía.
Ahora se explicaba perfectamente los malos tratos con que desde entonces le
había abrumado y también, en gran parte, el odio de su padre. Había descubierto
el secreto. En efecto, un día apareció la escena de aquella terrible acusación,
formulada con una mezcla de ingenuidad y de rencor. Su padre le había vuelto a
golpear, negando todo lo que había confesado su hijo. Pero desde entonces la
mirada de la madre había adquirido esa expresión de lejanía, de ausencia
irremediable que la había acompañado hasta su muerte varios años después. Pero
nunca se había quejado de su marido. Por el contrario, le describía en términos
encomiásticos: era un hombre trabajador y de talento. Jamás le había dado un
solo disgusto. Descendió al sepulcro con una llaga sin cicatrizar.
Pero la curación de Alberto se inició ya
de una manera decidida. Una cierta mañana recordó completamente un suceso que
había de marcar de una manera indeleble la curva de su existencia. Ahora lo
comprendía todo. Lo percibía con una claridad meridiana. Aquello había ocurrido
en plena guerra civil. Unos milicianos habían llamado a la puerta. Su padre
vivía escondido entonces en la buhardilla de la casa. Cuando alguien les visitaba
se escondía en un arcón medio apolillado que en otros tiempos había servido
para guardar trastos inútiles.
Recordaba aquellos rostros mal encarados,
y hasta el de una mujer vestida con un mono de color azul que llevaba en
bandolera un inmenso revólver. Él les había abierto la puerta, porque, tanto la
madre como la sirvienta, se hallaban fuera de casa.
Le habían preguntado por su padre. Sintió
un estremecimiento al recordar «aquello», pero el doctor K le animó a que
continuara.
«Sí. Yo subí con ellos a la buhardilla y
les señalé en dónde estaba mi padre. -Sudaba profusamente al rememorar aquellos
recuerdos olvidados-. Luego salí corriendo. Desde una esquina vi como aquellos
individuos le introducían a patadas en un coche polvoriento que arrancaba
produciendo un gran estrépito.»
Alberto lloró profusamente de
remordimiento y de nostalgia. De remordimiento, por haber sido el asesino de su
padre; de nostalgia, por aquella infancia desgraciada que había podido ser muy
distinta. Pero era el doctor K el que ahora hablaba:
«Ahora ya comprendo por qué usted se
dejaba torturar por sus compañeros. Quería expiar el delito que había cometido
y cuyo recuerdo permanecía encerrado en su inconsciente. Además, su madre se
enteró de su acción. Y aunque se lo ocultó toda su vida, no pudo perdonárselo
nunca. Por eso, en aquella escena de tanta felicidad que me contó usted al
principio de este tratamiento, lo del paseo con su madre a orillas del mar, su
memoria le estaba ocultando algo que usted debió notar entonces con toda su
intensidad: que su madre también le odiaba.»
Al cabo de unos días Alberto estaba
curado. Le habían dado de alta. Por eso, cuando salió del sanatorio del doctor
K, le pareció más hermoso que nunca el jardín en donde triunfaba plenamente la
primavera. Aquella muchacha alcohólica había sido también dada de alta, pero
había muchas mujeres hermosas en el mundo, más hermosas aún que su madre. Una
imagen en cerámica de Jesucristo, refugiada bajo uno de los saledizos del muro,
entre un chaparrón de lilas que se evaporaban en el aire, le hizo pensar que también
él tenía derecho a un Padre Universal que nunca odia a sus criaturas.
FIN
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