Amazon Prime

Kindle

jueves, 4 de abril de 2024

EL DESPERTAR DE LA MEMORIA Alfonso Álvarez Villar



 

Aquella tarde de abril el cielo se había oscurecido y nubarrones de color plomo oxidado gravitaban sobre la Tierra. Era como si las ráfagas de aire hubiesen barrido la luz que se había posado sobre las hojas de los rododendros del jardín, levantando como un polvo de vidrios rotos sobre los pétalos de los pensamientos. Todos los pacientes del sanatorio psiquiátrico del doctor K se habían retirado a sus habitaciones o al amplio hall Sólo Alberto permanecía sentado en el banco de listas verdes y rojas, allá enfrente del pequeño estanque. Acaba de ingresar y aún se sentía un extraño en aquel ambiente entretejido de delirios y de terribles complejos que se mascaba en los pasillos o en las habitaciones comunes del establecimiento psiquiátrico. Una hoja comenzó a girar a gran velocidad sobre el agua del estanque y pronto los peces y los pólipos de células de mosaico no se ofrecieron tan a la vista tras la delgada capa de agua, sino que parecían recogerse más en el fondo, para disfrutar de una segunda existencia fantasmal en la que las piececillas de piedra se convertían en carne y en espinas.

Alberto vio que unos dedos invisibles golpeaban rítmicamente la superficie del estanque como si fuese el tambor, produciendo estremecimientos líquidos que iban a morir sobre la orilla. Y las hojas del emparrado que protegían a los enfermos de los rayos del sol comenzaban a emitir el clásico tecleteo que produce la lluvia.

¿Por qué había solicitado voluntariamente el ser internado en aquel sanatorio? Alberto recordaba su vida pretérita: una cadena sucesiva de color ceniza y cuyos eslabones crujían dolorosamente. Primero, sus humillaciones en el colegio, las burlas de los compañeros; luego, un sentimiento de rabia e impotencia que se había trocado en un odio feroz hacia la vida y hacia todos los hombres en general.

¿Por qué no se rebelaba contra los que le perseguían? ¿Por qué esa agresividad se manifestaba luego, una vez pasada la ocasión de expresarla de una manera constructiva? Seguía siendo idéntico a aquel niño que se dejaba torturar en los patios del colegio sin una sola queja, sin un solo reproche, como la bestia a la que arrastran al matadero. Por supuesto, ya nadie le agredía físicamente, pero había torturas morales mil veces más temibles que los golpes. Un día, ante una burla inocente había reaccionado propinando un espantoso puñetazo al supuesto ofensor: ésto le había causado un auténtico shock nervioso del que había tardado más de una semana en restablecerse. Y en más de una ocasión había soñado en vengarse, con un alarde de sadismo, de aquellas personas que le habían infligido alguna ofensa.

A veces, en los momentos más oportunos, estas imágenes de venganza, de crueldad refinada, desequilibraban su vida, hasta tal punto que debía interrumpir el trabajo. Otras veces estas imágenes le asediaban por la noche, y a la mañana siguiente se levantaba de la cama como si hubiese recorrido muchos kilómetros persiguiendo a un fantasma.

Alberto se dirigió al hall. Allí había personas de todas las edades, pero predominaban los ancianos: esquizofrénicos «no peligrosos», alcohólicos, morfinómanos, neuróticos de todas las categorías y varias demencias seniles. Eran hombres y mujeres que se retiraban a una de las orillas del gran torrente de la existencia con las almas maltrechas por los guijarros del fondo que desgarran como cuchillas o por los rápidos que llenan de espuma los pulmones. Allí se detenía un instante el gran rio de la vida, aunque el reloj de la muerte siguiese repitiendo en sordina su trágico

tic-tac

. Era un taller de automóviles desvencijados que anhelaban volverse a poner en marcha, cruzando a toda velocidad las autopistas. Algunos lo conseguirían, otros, quizá la mayoría, no. ¿Se curaría él? No tenía gran confianza en la psiquiatría, pero, como la mayor parte de los enfermos que se hallaban allí presentes, se agarraba a la ciencia médica como el clavo ardiendo del aforismo famoso, como la única tabla de salvación. La tabla podría aparecer endeble; el clavo inaguantable, pero fuera de allí sólo existía un abismo en el que aullaba como un ánima en pena la locura o el suicidio.

Sentada en uno de los sillones del hall, una muchacha de unos veinticinco años y rabiosamente rubia, desleía en el aire una espiral azul con su cigarrillo. Alberto era tímido, pero en aquel ambiente flotaba una atmósfera de camaradería; todos eran viajeros de una gran nave que les habría de conducir a la luz o a las tinieblas. Se acercó, pues, a la joven y entabló conversación. Era una muchacha brillante, culta. Los padres la habían recluido allí porque su conducta era extravagante, se enfrentaba con todos, no respetaba las reglas de convivencia ni la autoridad paterna. Se había refugiado en la bebida desde hacía algunos meses. Bebía sola, para olvidar sus problemas, para suicidarse lentamente sin tener que enfrentarse con ese terrible momento en que uno debe decidirse por apretar el gatillo de la pistola o por permanecer de pie tropezando con todo y con todos.

Pasó uno de los médicos internos por delante de la pareja.

«Mañana por la mañana comenzaremos el tratamiento»- Y acto seguido le preguntó si se encontraba allí a gusto. Luego hizo un mohín simpático a la muchacha y desapareció por uno de los pasillos. Era como un dios que ordena silencio al trueno o como el Espíritu de las aguas que aplaca la cólera de los océanos. De aquella bata blanca iban colgadas como náufragos cincuenta almas que anhelaban pasar a la otra orilla.

A la mañana siguiente le ordenaron tumbarse en una chaise longue. Los instrumentos de la clínica brillaban como un mediodía de agosto. Había un olor a antisépticos y a narcóticos. Un rayo de sol hacía aún más blancas las baldosas y los paños. Le hicieron tomar unas gotas de una sustancia misteriosa, y el doctor K, con una sonrisa confortadora, le rogó que no se preocupase.

«Cierre los ojos y dígame lo que vaya viendo. Sea usted sincero. No me oculte nada, aunque le parezca una estupidez o algo sin importancia. Para mí puede tenerla»

Cerró los ojos y al cabo de unos segundos sólo escuchaba los pasos del médico sobre las frías baldosas. Su corazón seguía pulsando como un martillo pilón, y hasta en las sienes sentía el impacto de aquél cómplice suyo. Una mosca pasó rozando su cara, y le pareció el rugido de un reactor que despega.

Luego empezó a ver manchas de todos los colores en el campo visual, un caleidoscopio que iba componiendo y recomponiendo figuras, como si un niño travieso se estuviera divirtiendo. Vio a la muchacha del día anterior que le sonreía de una manera enigmática como una de las gracias de Sandro Botticelli. Luego, contempló las gotas de la lluvia que trazaban círculos concéntricos en la superficie del estanque y las aguas se rizaron al pasar el viento su pulgar sobre la gelatina incolora.

Y entonces tuvo un recuerdo, un recuerdo que permanecía agazapado como una liebre acosada en uno de los pliegues de su memoria. Vio un velero que flotaba sobre una superficie tersa. Sí, no cabía duda, era un velero de juguete, pero que parecía enorme, como en esos trucajes cinematográficos. Luego el viento hizo cabrillear el agua de aquel mar que dejaba un sabor salobre en sus labios, y sentía una sensación extraña, tan extraña que le fue imposible describírsela al doctor K.

«Doctor, es como si el tiempo se hubiese detenido en ese instante, como si yo hubiese sido transportado a un mundo distinto.»

«A un mundo distinto dice usted.»

«Sí, siento que hay algo vivo en todo esto, como si el viento fuese una persona… y este barco me fuese a llevar a otro lugar.»

Pero la imagen del velero de juguete se borraba y aparecían las páginas de una revista. Pero esas páginas eran también enormes y las miraba de rodillas en el suelo. ¿Dónde había ocurrido aquello? Sí, ahora recordaba, había sido al otro lado de la frontera, en un momento crítico para su familia y para él.

Debía tener entonces cuatro años. El grabado en colores de aquella publicación era una propaganda turística de cierta isla, quizá cualquiera de las Bermudas. Se veían árboles tropicales, y algunos hombres y mujeres, en traje de baño, sonreían beatíficamente sobre las arenas amarillas, deslumbrantes de sol. Y aquella imagen le embargaba también de una extraña nostalgia.

«¿Qué le recuerda a usted esta isla? -sonó como en una cámara de resonancia la voz del médico.»

«No recuerdo nada. Sí… espere usted, un verso que he leído hace poco tiempo y que se llama Isla del Paraíso.»

«¿Y no recuerda usted nada más, algo que pertenezca a la misma época en que usted hojeó esa revista?»

«Sí, ahora veo algo terrible; en ese mismo armario había otras revistas. Una de ellas debía contener narraciones terroríficas. Por ejemplo, -y Alberto se estremeció ligeramente como si una nota demasiado aguda hubiese sido enviada por un diapasón escondido- una sombra negra que levantaba un puñal sobre una persona, mucho más pequeña que ella. Veo también el armario, enorme… parece que va a desplomarse sobre mí. Y ahora veo otro armario que apareció en uno de mis sueños, un año más adelante. No era un armario, era como una persona con forma de armario que me infundía miedo y que quería apoderarse de mí… Y ahora un armario distinto en el que me refugiaba de unos fantasmas que querían devorarme. Yo me encerraba en él y miraba a través de la cerradura.»

Los efectos de la droga habían pasado. Alberto ya no percibía las imágenes mentales con tanta plasticidad como unos momentos antes. Sus colores eran ya más apagados, como si un álcali hirviente hubiese corroído su superficie recién pulida o como si una nube grisácea hiciese de pantalla entre los objetos y el cielo azul de un planeta distante en el que el sol brillara cien veces más que en la Tierra.

«No me dice usted nada de sus padres -exclamó el doctor K-. Mañana hablaremos de ellos.»

El padre de Alberto había sido asesinado, durante la guerra civil, por los comunistas. El tenía entonces cuatro años de edad. La madre también había muerto, pero diez años después.

De su padre apenas conservaba el recuerdo de sus facciones; era como un fantasma que flotaba sobre las ruinas de ese castillo derruido que era su niñez. De su madre si que guardaba, como en un pomo de esencias, las impresiones más agradables. Era un perfume que todavía no se había evaporado, un sabor que aún permanecía en las papilas de la lengua, un contacto suave que aún no había sido limado por el esmeril de la vida.

Además, su madre no había muerto. Volvía a aparecer en sus sueños. Pero siempre sola, sin la compañía de su esposo. En uno de aquellos ensueños la había visto en la ventanilla de un tren que se alejaba a gran velocidad. Y él había corrido con todas las fuerzas de sus piernas en persecución de aquel vehículo fantasmal. Sólo había quedado de su presencia efímera una nube que se desvanecía en el horizonte.

A la mañana siguiente, la droga volvió a ejercer sus efectos. Paseaba como por una calle de gigantes. Figuras monstruosas cruzaban a derecha e izquierda de él; tenía que extender su cabeza para verles los rostros, preocupados y sombríos, rara vez alegres. Una corbata de colores chillones se acercaba a él. Era tan grande que hubiese podido utilizarla como toalla. Parecía una sábana empapada con la sangre de un sacrificio. Luego desapareció, mientras sentía en su mano derecha el contacto suave de una mano grande que lo conducía con delicadeza a través de aquel mundo espeluznante. El sabía que aquella mano acariciadora, abierta como una caleta en donde se recogen las barcas huyendo de la tempestad, era la de su madre. Ahora sí la contemplaba a su placer. Entonces había sido una de las mujeres más hermosas de la ciudad. Luego, los disgustos y una larga dolencia habían marchitado sus facciones, pero sin que pudiesen borrar las huellas de su belleza. En el campo visual aparecían los cabellos negrísimos, las facciones delicadas como las de una muñeca de jade, y los ojos que parecían perderse más allá del mar, en aquella región paradisíaca donde ella había nacido. Alberto tuvo que reprimir un sollozo. El doctor le interrumpió.

«¿Por qué llora usted?»

«Lloro porque en estos momentos me ha recordado aquellos versos de Warsthwooth: “No os aflijáis porque se agosten las flores y se marchite el esplendor de la hierba, pues la belleza perdura en el recuerdo”.»

«Continúe por favor.»

Ahora veía unos sellos de correos de países completamente desconocidos por él. Debía tener entonces siete u ocho años, y su madre le había regalado una pequeña colección filatélica. Pero no la estaba contemplando en su casa, en aquella vieja casa, que aún seguía siendo para él una región misteriosa, perdida para siempre. Tenía delante de sí el mar. Su madre le había conducido allí. Había montado en los caballitos y probado fortuna en el tiro al blanco. Sentía en su boca el sabor dulce del helado de vainilla y la intuición de que aquel había sido uno de los días más felices de su vida.

«¿Y no recuerda usted algo más de aquella misma época?», interrogó el médico.

«Sí, pero los sellos me hacen recordar la primera vez que fui al colegio (yo tardé uno o dos años en ir a un Centro de enseñanza). Recuerdo los primeros golpes que recibí, pero no veo nada que usted ya no sepa.»

«No me ha hablado usted de su padre. Intente recordarlo.»

Y fue entonces cuando aquel fantasma que era la memoria de su padre se materializó. Era un hombre bastante vulgar. Tenía una complexión atlética, parecía un boxeador; sólo un bigote le daba cierta apariencia de un líder mejicano. Pero chisporroteaba la antipatía en sus ojos, una antipatía dirigida hacia él. Fue evocando escena tras escena tras escena. Su padre seguramente le consideraba un estorbo; no había deseado nunca tener un hijo. Más de una vez le había pegado, pero sobre todo, era ese aura eléctrica de odio y de rechazo lo que paralizaba las fibras más profundas del alma de Alberto.

Luego, la imagen de su padre se fue desvaneciendo como la de un ectoplasma en una sesión de espiritismo. Y ya no quedaba más en la mente de Alberto, sino las típicas imágenes mentales y los círculos cromáticos que aparecían y desaparecían sobre el encerado del campo visual.

Aquella tarde volvió a encontrarse en el hall con la muchacha rubia de la tarde anterior. Pero esta vez había cortado el chorro de la conversación; sólo un hilillo apenas imperceptible de monosílabos se deslizaba de su boca. Una barrera electromagnética se había erizado entre ambos. Permanecía taciturna y como distante. Alberto se alejó algo molesto y se introdujo en la biblioteca para hojear algunas revistas. Luego, cenó como de costumbre y se quedó profundamente dormido con una fuerte dosis de gangliopléjicos en el cerebro.

A la mañana siguiente volvió a someterse a la psicoterapia con fármacos alucinógenos. Evocó otras muchas escenas y, como en una sesión de chamanismo, surgieron a la memoria miles de recuerdos muertos que yacían emanando su podredumbre en el gran panteón de su inconsciente. Alberto se sentía cada vez menos tenso, más seguro de sí mismo, más optimista. Ahora sabía quién era el que le había inculcado ese sentimiento de inferioridad, ese desprecio de su propia persona. Pero quedaba una zona oscura en la sentina de su espíritu.

Un día el trépano del psicoanálisis comenzó a calar en esa zona profunda, en esa región en donde los peces abisales de los complejos refulgen en mil luminarias fosforescentes, haciendo guiños macabros. Y ese día fue cuando vio «aquello». Lo veía además con tanto relieve que se sonrojó intensamente, como si estuviera ocurriendo en la actualidad. Allí, sobre la cama, sobre esa cama mágica en donde dormían sus padres, se hallaba acostada una mujer que no era, desde luego, su madre. Tenía las ropas en desorden y un hombre la estaba abrazando. Aquel hombre volvía de repente el rostro hacia él y le fulminaba con su mirada. Era su padre. Luego sentía sobre su cuerpo una descarga de golpes. Alberto se retorció en la chaise longue como si mil alacranes le desgarraran la piel. El doctor K tuvo que interrumpir la sesión.

En los ensueños siguientes se fueron aclarando los detalles. Aquella mujer extraña era la señorita de compañía. Ahora se explicaba perfectamente los malos tratos con que desde entonces le había abrumado y también, en gran parte, el odio de su padre. Había descubierto el secreto. En efecto, un día apareció la escena de aquella terrible acusación, formulada con una mezcla de ingenuidad y de rencor. Su padre le había vuelto a golpear, negando todo lo que había confesado su hijo. Pero desde entonces la mirada de la madre había adquirido esa expresión de lejanía, de ausencia irremediable que la había acompañado hasta su muerte varios años después. Pero nunca se había quejado de su marido. Por el contrario, le describía en términos encomiásticos: era un hombre trabajador y de talento. Jamás le había dado un solo disgusto. Descendió al sepulcro con una llaga sin cicatrizar.

Pero la curación de Alberto se inició ya de una manera decidida. Una cierta mañana recordó completamente un suceso que había de marcar de una manera indeleble la curva de su existencia. Ahora lo comprendía todo. Lo percibía con una claridad meridiana. Aquello había ocurrido en plena guerra civil. Unos milicianos habían llamado a la puerta. Su padre vivía escondido entonces en la buhardilla de la casa. Cuando alguien les visitaba se escondía en un arcón medio apolillado que en otros tiempos había servido para guardar trastos inútiles.

Recordaba aquellos rostros mal encarados, y hasta el de una mujer vestida con un mono de color azul que llevaba en bandolera un inmenso revólver. Él les había abierto la puerta, porque, tanto la madre como la sirvienta, se hallaban fuera de casa.

Le habían preguntado por su padre. Sintió un estremecimiento al recordar «aquello», pero el doctor K le animó a que continuara.

«Sí. Yo subí con ellos a la buhardilla y les señalé en dónde estaba mi padre. -Sudaba profusamente al rememorar aquellos recuerdos olvidados-. Luego salí corriendo. Desde una esquina vi como aquellos individuos le introducían a patadas en un coche polvoriento que arrancaba produciendo un gran estrépito.»

Alberto lloró profusamente de remordimiento y de nostalgia. De remordimiento, por haber sido el asesino de su padre; de nostalgia, por aquella infancia desgraciada que había podido ser muy distinta. Pero era el doctor K el que ahora hablaba:

«Ahora ya comprendo por qué usted se dejaba torturar por sus compañeros. Quería expiar el delito que había cometido y cuyo recuerdo permanecía encerrado en su inconsciente. Además, su madre se enteró de su acción. Y aunque se lo ocultó toda su vida, no pudo perdonárselo nunca. Por eso, en aquella escena de tanta felicidad que me contó usted al principio de este tratamiento, lo del paseo con su madre a orillas del mar, su memoria le estaba ocultando algo que usted debió notar entonces con toda su intensidad: que su madre también le odiaba.»

Al cabo de unos días Alberto estaba curado. Le habían dado de alta. Por eso, cuando salió del sanatorio del doctor K, le pareció más hermoso que nunca el jardín en donde triunfaba plenamente la primavera. Aquella muchacha alcohólica había sido también dada de alta, pero había muchas mujeres hermosas en el mundo, más hermosas aún que su madre. Una imagen en cerámica de Jesucristo, refugiada bajo uno de los saledizos del muro, entre un chaparrón de lilas que se evaporaban en el aire, le hizo pensar que también él tenía derecho a un Padre Universal que nunca odia a sus criaturas.

 

FIN

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario