El dictador de Roma
No fue el primer emperador de
Roma —de hecho, no fue emperador—, pero sí
que fue el personaje fundamental
en la azarosa transformación de la
vetusta República romana en
Imperio romano, la construcción política que
lograría ver unificado bajo su
soberanía todo el mundo mediterráneo,
cuna de la civilización desde el
antiguo Egipto hasta la cultura
helenística. Sin embargo, no hubo
honor o cargo que no obtuviese en
vida: sumo pontífice, general,
cónsul, senador, gobernador provincial…
Pero su meteórica carrera fue de
todo menos rutinaria. Entró en escena
en un contexto político en rápida
descomposición y compleja evolución,
en la que las personalidades más
fuertes de la época pugnaban por
acaparar cotas de poder
extraordinarias desde las que reformar el estado
al tiempo que forjaban para sí
posiciones dominantes, dictatoriales o
casi monárquicas. Cuando parecía
que definitivamente era el vencedor de
la guerra civil que había
sacudido todo el mundo romano, su asesinato en
el 44 a. C. prolongaría las
luchas intestinas durante catorce años más.
Para entonces ya había marcado de
forma imborrable el futuro de Roma.
Tanto, que los futuros
emperadores, comenzando por el primero, su hijo
adoptivo Augusto, tomarían el
nombre de César como parte de su título
oficial. No en vano, desde
entonces, ese nombre es símbolo de poder y
mando en todo el mundo. La vida
del hombre que lo llevó por primera vez
es la que justifica semejante
significado.
A comienzos del siglo I a. C., la
República romana era un estado en
constante expansión. La primitiva
ciudad del Lacio que dificultosamente
había logrado extenderse por la
península Itálica había evolucionado
mucho desde que sus conflictos
con la potencia fenicia de Cartago la
habían catapultado a primera
potencia del Mediterráneo occidental, a
finales del siglo III a. C. La
expansión durante el siglo siguiente por
Grecia y algunos territorios de
Asia Menor la habían convertido además
en la potencia arbitral entre los
beligerantes reinos del Mediterráneo
oriental. Su expansión
territorial la había llevado de la península
Ibérica a Anatolia, del norte de
África al sur de la actual Francia.
Pero las dificultades internas
habían ido creciendo en la misma medida
que su expansión territorial.
Como afirmó Montesquieu, «la república de
los romanos se desplomó bajo el
peso de su imperio». Con cada conquista
afluyeron a la ciudad del Tíber
riquezas y esclavos, pero las
dificultades para gobernar un
gran imperio territorial con el aparato
administrativo de una
ciudad-estado iba creando problemas políticos cada
vez mayores y tensiones sociales
a las que no se había dado solución.
Semejantes ingredientes generaron
desde mediados del siglo II a. C. una
situación de larvada
conflictividad interna.
Uno de los primeros síntomas de
que la situación comenzaba a cambiar fue
el surgimiento de un partido, el
de los populares, que intentaba
reformar las instituciones para
que la ciudadanía común recibiese parte
de los beneficios de la expansión
territorial. Frente a ellos se hallaba
la oligarquía que detentaba el
poder desde hacía siglos, el partido de
los optimates, una aristocracia
surgida de la fusión de las más
pudientes familias patricias y
plebeyas que acaparaban la institución
clave en el gobierno de la
República, el Senado. Éste era una asamblea
que originalmente tuvo funciones
consultivas y estaba compuesta por
hombres que habían ejercido
cargos de importancia en el estado (las
magistraturas), pero debido a que
era la única institución que no se
renovaba anualmente, acabó
ejerciendo la dirección de la política
romana. En palabras del
catedrático de Historia Antigua José Manuel
Roldán Hervás, «el Senado se
destacaba como núcleo permanente del
estado, el elemento que dotaba a
la política romana su solidez y
continuidad». Y desde hacía
siglos estaba copado por los optimates, que
imponían una visión tradicional y
fuertemente sesgada a su favor de la
política que debía desempeñar la
República.
Esta omnipresencia e inmovilismo
del Senado acabó por amenazar con
paralizar la acción política y
llevó a que surgiesen personalidades
fuertes que pretendían intervenir
en la política buscando apoyos fuera
del marco tradicional, sobre todo
en el ejército. La crisis de la
República romana fue una etapa de
políticos y militares poderosos que,
empezando con la pareja rival de
Gayo Mario y Lucio Sila a comienzos de
siglo, se prolongaría hasta el
nacimiento del Imperio. Pero ningún
hombre tuvo un papel a lo largo
de ese período comparable al de César.
Un niño modesto pero noble
Gayo Julio César nació en Roma el
13 de julio del año 100 a. C. en el
seno de una de las más nobles
familias del patriciado romano, la gens
Iulia. La alcurnia de la familia
era de las más altas de toda la ciudad.
La tradición afirmaba que los
Julios descendían de Julo (también llamado
Ascanio), hijo del héroe troyano
Eneas que, después de haber huido de la
destrucción de Troya en la guerra
cantada por Homero, había acabado en
Italia, donde visitó el solar en
el que un descendiente suyo, Rómulo,
fundaría Roma. Al ser Eneas hijo
de la diosa Venus, la ascendencia de la
familia pretendía remontarse a
los mismos dioses, un hecho que
explotaría César a conciencia en
sus campañas de propaganda. El nombre
de César estaba presente en la
familia desde hacía varias generaciones
sin que se sepa a ciencia cierta
cuál era su significado. Desde la
Antigüedad algunos autores
apuntaron que el origen estaba en que un
antepasado suyo había destacado
por matar un elefante (que en cartaginés
se diría caesar, supuesta razón
además de que César acuñase monedas en
las que se representaba a dicho
animal), otros porque había nacido por
cesárea (al haber sido cortado
—caesus— del vientre de su madre,
anécdota que hoy se tiene por
falsa) o de la palabra caesaries, que
significa «cabellera». Todavía
hoy sigue siendo una incógnita, pero el
caso es que César recibió un
nombre por el que se identificaba
claramente desde hacía décadas a
la rama de la gens Iulia a la que
pertenecía.
La situación de la familia de
César no era ni mucho menos privilegiada;
en palabras del profesor de
Filología Clásica Philip Freeman, era «como
un empobrecido linaje victoriano
que hubiese vendido tiempo atrás la
plata de la familia, lo único que
les quedaba a los Julios hacia finales
del siglo II a. C. era el
impecable nombre de la familia». Hacía ya
mucho tiempo que la familia no
accedía a las magistraturas del estado ni
descollaba por su fortuna, por lo
que poco antes había acudido a los
enlaces matrimoniales como forma
de intentar relanzar su relevancia
social. Su homónimo padre había
podido casarse con Aurelia, hija de
Lucio Aurelio Cotta, que había
sido cónsul —la máxima magistratura del
estado— dos veces y pertenecía a
la noble familia de la gens Aurelia.
Asimismo, su tía Julia (hermana
de su padre) se había casado con Mario,
un importante militar y político
que ejerció la jefatura del partido de
los populares desde los años
anteriores a su nacimiento. Desde aquel
enlace la familia se mostró
siempre cercana a esa tendencia política.
Como correspondía a un
descendiente de noble linaje, la familia procuró
proporcionarle una educación
esmerada. Aprendió a leer latín en la
traducción de la Odisea que hizo
Livio Andrónico y a los diez años se le
puso un profesor de griego, la
lengua culta del momento, indispensable
en cualquier buena educación.
Marco Antonio Grifón, que así se llamaba
el profesor, le enseñó a leer esa
lengua en Homero, además de oratoria y
poesía. De joven comenzó a
cultivar la literatura, sobre todo la poesía,
que después abandonaría por la
prosa, que años más tarde ejercitaría
brillantemente en los relatos que
nos ha dejado de sus campañas
militares (La guerra de las
Galias y La guerra civil son sus dos
escritos fundamentales). En el
año 85 a. C., cuando tenía quince años y
como en el resto de familias que
tenían derecho de ciudadanía romana,
llegó a la mayoría de edad y se
le reconoció el ejercicio de sus
derechos. La muerte de su padre
se produjo poco después y le haría un
hombre completamente emancipado a
una edad inusualmente joven.
En aquellos primeros años su
figura era todavía la de un adolescente que
seguía aprendiendo a
desenvolverse en el mundo de los adultos en el que
repentinamente había sido
depositado. Es muy posible que la figura de su
madre, Aurelia, que había sido
determinante en su educación anterior,
siguiese ejerciendo una gran
influencia en su vida durante mucho tiempo.
Probablemente se debiera a ella
la obtención de la primera
responsabilidad pública del joven
César, su primer cargo religioso, ya
que fue nombrado flamen dialis
(sacerdote de Júpiter) poco después. El
estado romano tenía su religión
oficial en la que los ciudadanos podían
ejercer funciones que si no eran
especialmente relevantes en el ámbito
económico o político, sí que
reportaban a sus titulares un gran
prestigio social. Ese mismo año
contrajo matrimonio con Cornelia, hija
del cónsul Lucio Cornelio Cinna,
que por aquel entonces era el político
que ejercía el poder en Roma.
Cuando en el año 87 a. C. el general Sila
abandonó Italia para intentar
acabar la guerra que los romanos mantenían
en Oriente contra el rey
Mitrídates de Ponto, Mario unió sus fuerzas
militares con las de Cinna y
marchó sobre Roma para imponer una política
favorable a los populares. Aunque
Mario falleció poco después, su
relación familiar con César
facilitaría la concertación de matrimonio,
ya que los Julios estarían muy
interesados en seguir estrechando lazos
con los políticos populares. Al
año siguiente nacería su única hija, Julia.
Pero poco después Sila volvió
victorioso de Oriente y, tras una breve
guerra civil que le costó la vida
a Cinna, utilizó el apoyo de su gran
ejército para volver a imponer su
poder, aceptando su nombramiento como
dictator (dictador, un viejo
cargo que daba poderes excepcionales a un
individuo para solventar una
situación de emergencia) por el Senado.
Sila aprovechó el nombramiento
para realizar una política favorable a
los optimates, desarrollando
importantes reformas legales y
administrativas que afianzaban el
poder senatorial y que se vio
acompañada de una cruel represión
para todos los que tuviesen algo que
ver con Cinna y con los
populares. Para César fueron momentos duros.
Sila anuló todos los
nombramientos hechos en tiempos de Cinna,
incluyendo el cargo sacerdotal de
César, y le ordenó que se divorciase
de su mujer si no quería quedar
fuera de la ley. Pese a la amenaza,
César se negó. Como señala el
profesor Freeman, «por tozudez, por
audacia o por simple amor, César
estaba desafiando a un hombre que había
enviado a la muerte a millares de
compatriotas». Fue declarado
proscrito, huyó de Roma y se
escondió en el campo. Sólo los ruegos de
las vestales (sacerdotisas de la
diosa Vesta que asistían a César y a
otros sacerdotes durante los
oficios religiosos) y de algunos conocidos
de su madre cercanos al dictador
lograron ablandar su voluntad y que
perdonase al fugado. Pero la
prudencia aconsejaba alejarse de la
capital, que se había vuelto un
lugar peligroso para los populares y sus
amigos. Fue entonces cuando
César, para poner tierra de por medio,
comenzó un camino que hasta
entonces no había figurado entre sus
expectativas, la carrera militar.
Ni él sabía que acabaría
convirtiéndose en una de las
carreras más brillantes de la Historia.
Hacerse soldado para ser político
Fue así que por primera vez César
se alejó de Roma y de Italia. Con
diecinueve años se incorporó al
estado mayor del propretor (gobernador)
de la provincia romana de Asia,
Marco Minucio Termo, destacando en
algunas acciones militares y en
labores diplomáticas, sobre todo con el
rey Nicomedes IV de Bitinia. A
esta época se remontan las primeras
críticas que se le hicieron tanto
por su gusto excesivo por el lujo y la
apariencia externa, que según sus
enemigos habría aprendido en las
cortes orientales, como de
mantener relaciones homosexuales. Las
primeras se cimentaban en algo
que ya era conocido en Roma antes de su
partida. Según el filólogo e
historiador Hans Oppermann, César «concedió
un gran valor al aspecto externo.
Cuidaba su vestimenta con un gusto
exquisito que rayaba en la
afectación. Le gustaba ir bien afeitado y con
los cabellos arreglados; además,
se depilaba todo el cuerpo. Siendo de
edad madura, su calvicie le
disgustaba, y procuraba disimularla
peinándose hacia delante; no es
de extrañar que la autorización del
Senado para que llevara siempre
la corona de laurel sobre su frente le
causara una profunda alegría».
Era por tanto un rasgo de su personalidad
y no algo adquirido en el
extranjero. La homosexualidad, aunque era
práctica aceptada con plena
normalidad en todo el mundo helenizado, para
la moral romana constituía una de
las faltas más censurables, no sólo
por ir contra la tradición sino
por ser una muestra de adopción de
costumbres extranjeras. Por ello,
la acusación de mantener relaciones
con personas del mismo sexo podía
ser muy dañina, razón por la que era
una de las imputaciones más
habituales en la política romana del
momento. No hemos conservado
evidencia de que César mantuviese
relaciones homosexuales, así que
no se puede afirmar con rotundidad,
pero las acusaciones en este
sentido se repitieron periódicamente desde
su estancia en Asia por esos
años.
La noticia de la muerte de Sila
en el año 78 a. C. fue clave para que
decidiera volver a Roma, pero por
lo delicado de la situación política
se dedicó a sus asuntos
particulares, absteniéndose de cualquier
tentación política. Tras ganarse
fama de orador en los años siguientes
por su intervención en varios
procesos judiciales, decidió regresar a
Oriente en el año 75 a. C., esta
vez para mejorar su formación griega y
su oratoria en la célebre Escuela
de Rodas. Durante el viaje por mar
tuvo lugar uno de los episodios
más célebres de su vida. Su nave fue
capturada por piratas, que
entonces infestaban el Mediterráneo oriental
y constituían una auténtica
amenaza para el comercio y el orden. César
fue hecho prisionero y por él se
pidió un rescate a las autoridades
romanas. Estuvo en manos de los
piratas por cuarenta días durante los
cuales se ganó su respeto e
incluso admiración. Tras lograr la libertad
mediante el pago del rescate,
llegó a Mileto, donde reclutó a parte de
las fuerzas romanas y siguió a
sus captores hasta que dio con ellos, los
derrotó y los llevó a Pérgamo,
donde fueron crucificados.
Su estancia en Oriente sería de
nuevo breve. Al morir su tío Gayo
Aurelio Cotta, le legó en
herencia la plaza que ocupaba en el Colegio de
los Pontífices, la más alta
institución religiosa que asesoraba al
estado sobre asuntos sagrados.
Regresó inmediatamente a Roma para tomar
posesión del cargo, donde decidió
comenzar su carrera política, pero con
prudencia ya que la situación no
había mejorado. En Hispania se había
producido un levantamiento
acaudillado por Quinto Sertorio y en Italia
un nutrido grupo de esclavos se
habían rebelado contra la autoridad
romana liderados por el gladiador
tracio Espartaco. La misión de acabar
con la primera fue encomendada a
Gneo Pompeyo Magno, un militar que
comenzó su carrera a las órdenes
de Sila y que se perfilaba como nuevo
hombre fuerte de Roma, y la de
destruir a los esclavos fue encargada a
Marco Licinio Craso, uno de los
hombres más ricos de Roma que además
tenía veleidades políticas y
militares. Como César obtuvo el cargo de
tribuno militar en el año 73 a.
C., tradicionalmente se ha deducido que
estuvo a las órdenes de Craso en
la guerra contra los esclavos, lo que
habría supuesto una importante
experiencia de aprendizaje tanto militar
como político.
Superada la doble crisis, Pompeyo
y Craso quedaron como los hombres más
poderosos del momento y el recelo
mutuo que se profesaban no fue
obstáculo para que colaborasen
hasta obtener el poder efectivo en el año
70 a. C. cuando ambos fueron
designados para ejercer el consulado, una
magistratura que controlaban dos
personas precisamente para evitar el
surgimiento de poderes personales
y que se encargaban de la dirección
del estado y del ejército. Ambos
llevaron adelante, pese a la oposición
del Senado, una serie de leyes
que echaron por tierra la obra de Sila y
por tanto mermaban el poder
senatorial en favor de los cónsules. Este
repentino giro a favor de los
populares fue aprovechado por César para
iniciar su carrera civil,
obteniendo el cargo de quaestor (cuestor,
administrador de la Hacienda
pública, la más baja de las magistraturas)
para el año siguiente. En el
ejercicio de este cargo fue enviado a la
provincia de Hispania Ulterior
(una de las dos en las que entonces se
dividía la península Ibérica)
donde demostró sus dotes de administrador
y tomó conocimiento directo de
las provincias occidentales, algo que le
sería de gran utilidad en el
futuro.
La década de los sesenta la
dedicaría a escalar los peldaños de la
carrera administrativa y a
labrarse un futuro político. Sin embargo el
comienzo no fue halagüeño, ya que
en el año 68 a. C. fallecieron tanto
su esposa Cornelia como su tía
Julia, la viuda de Mario. Ahora viudo, no
dudaría en aprovechar esta
condición para afianzar sus relaciones
políticas, contrayendo nuevo
matrimonio con la joven Pompeya, nieta de
Lucio Sila, el hombre que le
había proscrito años antes. Posiblemente la
elección estuviese basada en una
estrategia de tender puentes hacia sus
oponentes políticos, los
optimates, a los que pertenecía la familia de
su nueva mujer. El matrimonio
sólo duraría seis años, ya que Pompeya
puso a César en una delicada
tesitura que le dejaría en evidencia ante
Roma entera. En el año 63 a. C.
había quedado vacante el puesto
religioso más importante de la
religión oficial romana, el de pontifex
maximus (sumo pontífice), tras
fallecer su titular. En un acto de gran
audacia política, César se
presentó a un cargo para el que se solía
elegir a hombres de mucha edad y
reputación inmaculada. Armado con la
oratoria que ya le había dado
fama y con ríos de dinero que tuvo que
pedir prestado, consiguió el
apoyo de las asambleas populares que
designaban el cargo. Para
sorpresa de toda la ciudad, César desbancó a
sus dos oponentes, que se
adecuaban mucho mejor al perfil del cargo, y
desde entonces fue el máximo
responsable de la religión del estado por
el resto de sus días. Al año
siguiente, durante la celebración de la
festividad religiosa de la Bona
Dea (diosa buena), César, como
pontífice, debía recibir a las
mujeres de la ciudad en su casa,
ceremonia en la que él debía ser
el único hombre presente. El escándalo
saltó cuando un hombre con fama
de mujeriego, Publio Clodio Pulcro, fue
sorprendido en la alcoba de la
esposa de César disfrazado de mujer con
el supuesto objetivo de
seducirla. Aunque se discutió si Pompeya estaba
involucrada o no en el plan de
Clodio, César decidió divorciarse de ella
sin esperar más. Cuando le fue
recriminado el hecho por no esperar a que
se aclarase la culpabilidad o
inocencia de su esposa, respondió que «la
mujer de César no sólo tiene que
serlo, sino parecerlo».
En el año 61 a. C. fue enviado a
Hispania Ulterior como propretor debido
a la eficiencia administrativa
que ya había mostrado en su estancia
anterior, donde combatió a las
tribus lusitanas que todavía no estaban
bajo soberanía romana, entabló
relaciones con importantes personajes de
la sociedad hispana romanizada
(entre ellos, el gaditano Lucio Cornelio
Balbo, que ya había sido un
importante aliado de Pompeyo durante su
estancia en Hispania) y aprovechó
para enriquecerse personalmente, algo
usual en los gobernadores
provinciales de la época tardorrepublicana y
que le fue de mucha utilidad
puesto que había acumulado grandes deudas
los últimos años. El final de la
década se presentaba prometedor para
César. Deseaba volver a Roma ya
que para el año 59 a. C. podría
presentarse a cónsul —cumplía ya
los requisitos de trayectoria y edad— y
sus triunfos militares en
Hispania le proporcionaban una inmejorable
carta de presentación.
Los tres hombres de Roma:
Pompeyo, Craso y César
César regresó a Roma en el año 60
a. C. con el proyecto declarado de
presentarse a cónsul para el año
siguiente. Su gestión le había
procurado una popularidad de
administrador eficaz y militar brillante,
ya que sus tropas le habían
aclamado y concedido el título de imperator
(general, el que ejerce el mando)
que le facultaba para solicitar del
Senado su entrada en Roma en
ceremonia de triunfo. Ésta era una de las
ceremonias públicas más notables
y marcaba siempre el punto culminante
de la carrera de políticos y
generales. Si el candidato cumplía los
requisitos, es decir, haber
infligido más de cinco mil bajas a los
enemigos en una sola acción y
haber sido proclamado imperator por sus
tropas, el Senado le concedía
este honor a condición de que el
solicitante no hubiese entrado en
la ciudad ni siquiera como particular
antes de la fecha señalada. En
ese caso, el general vencedor llegaba en
un desfile apoteósico, montado en
una cuadriga, ataviado con el manto de
púrpura ribeteado de oro propio
de Júpiter y coronado de laureles. En el
desfile le precedían trompeteros
que le anunciaban, lictores que le
abrían paso y le seguían
magistrados, familiares, carros con los
despojos y trofeos de los pueblos
vencidos, carteles con los nombres de
éstos y los rehenes y cautivos
atados con una cuerda al cuello que, tras
ser injuriados y humillados por
la muchedumbre, eran conducidos a
prisión y, en la mayoría de los
casos, ejecutados. Evidentemente, César
deseaba celebrar su triunfo, pues
¿Qué mejor propaganda de cara a su
posible gestión como cónsul? Pero
el Senado, que no deseaba a un popular
en el puesto, le puso como plazo
para entrar en la ciudad una fecha
posterior a que expirase el
tiempo para presentar su candidatura al
cargo. Haciendo gala de gran
pragmatismo, César renunció al triunfo para
poder optar a la magistratura,
dando con ello una muestra de la agilidad
y brillantez política que
desarrollaría a lo largo de toda su carrera.
En palabras de Oppermann, fue «un
auténtico político, un hombre que se
daba cuenta de las diferentes
posibilidades de cada momento e intentaba
aprovecharlas interviniendo con
rapidez, con recursos distintos según la
ocasión, aunque su adscripción a
los populares se mantuvo inalterable
durante toda su carrera».
Esta adscripción no se alteró
cuando efectivamente fue elegido cónsul.
Para poder llevar a cabo esta
operación tuvo que forjar antes una gran
alianza con los prohombres del
momento, Pompeyo y Craso. El primero
había sido el general más fuerte
en la última década y César le había
apoyado reiteradamente, sobre
todo cuando se debatió su investidura con
poderes especiales para acabar
con la piratería y para una nueva guerra
que se había desatado en Oriente
contra Mitrídates de Ponto. Pompeyo se
mostró brillante en el
cumplimiento de ambos encargos y estaba sumamente
contrariado puesto que tras su
regreso el Senado se había negado a
autorizar la reorganización de
las provincias de Oriente que había
efectuado tras la guerra y a
aprobar la concesión de tierras para sus
veteranos. Por otra parte, Craso
deseaba aumentar su influencia política
y conseguir ventajas económicas
que le permitiesen engrosar todavía más
sus riquezas y las de sus
seguidores. César resultó ser la pieza que
encajó a la perfección entre
ambos en el momento oportuno, logrando que
apoyasen su ascenso consular a
cambio de que favoreciese sus
aspiraciones. A este pacto
privado entre ciudadanos se le llamó
Triunvirato (el primero que hubo
en la etapa final de la República) y se
selló con garantías privadas.
Como apunta el académico de la Historia
Antonio Blanco Freijeiro, «para
garantía de su alianza, César ofreció a
Pompeyo la mano de su hija,
Julia, hasta ahora prometida de otro y
treinta años más joven que su
cónyuge. Julia se mostró tan afectuosa con
Pompeyo y tan hábil en su trato
con marido y padre, que mientras ella
vivió, no hubo desavenencias
entre ellos, y se llegó a decir que de no
haber sido por la prematura
muerte de Julia, no hubiera habido guerra
civil». También César se desposó
entonces, por tercera y última vez, con
Calpurnia, hija de Lucio
Calpurnio Pisón, aunque las motivaciones de
este matrimonio no parecen
claras.
El pacto se mostró sumamente útil
y fructífero para los tres firmantes.
César utilizó su cargo para
conceder a sus colegas las
contraprestaciones solicitadas a
cambio de su apoyo, pero tuvo siempre
en frente al Senado, y fueron
especialmente hostiles contra sus
políticas populares Catón el
Joven y Cicerón. Debido a dicha obstrucción
se vio obligado a recurrir a
otros medios para llevar sus proyectos
adelante, en concreto a
presentarlos directamente a las asambleas
populares, más fáciles de influir
por su partido que el Senado. Además,
César tenía claro cuál quería que
fuese su siguiente paso tras acabar su
año como cónsul. Para alcanzar el
poder era necesario cimentar su
posición con la adhesión de las
tropas; el mando que había ejercido en
Hispania era sólo un primer paso,
pues le necesitaba el mando de una
gran campaña militar —como la
guerra de Pompeyo contra Mitrídates— si
quería imponerse a sus dos
compañeros de pacto. Una vez más el Senado no
estaba dispuesto a facilitarle la
tarea y le nombró administrador de
montes y pastos en Italia para el
año siguiente, un destino muy lejano a
sus ambiciones. De nuevo el
Triunvirato y el recurso a las asambleas
populares funcionó, y César logró
que se le encomendase el proconsulado
de las provincias de Galia
Cisalpina y de Iliria, a las que poco después
se sumaría la Galia Narbonense.
Por fin tenía su futuro próximo
asegurado y no estaba dispuesto a
perder la oportunidad.
A comienzos del 58 a. C., César
cruzaba los Alpes con cinco legiones con
las que se disponía a pacificar
un territorio que era una amenaza para
Roma desde hacía un siglo, cuando
las incursiones de los cimbrios y
teutones dejaron a las claras la
fragilidad de la provincia romana que
ocupaba una estrecha franja en el
litoral mediterráneo galo, articulada
en torno a la ciudad de Narbona y
la antigua colonia griega de Marsella.
El territorio al norte estaba
poblado por tribus celtas presas de gran
inquietud desde que los germanos
y helvecios habían penetrado en su
territorio con intención de
instalarse en sus tierras o atravesarlas.
Tras un breve período en el que
se dedicó a estudiar la situación, César
desarrolló una de las campañas de
conquista más brillantes que ha visto
la Historia. Durante tres años
pacificó la Galia central rechazando
primero a los helvecios y a los
germanos —liderados por el temible
Ariovisto— más allá del Rin, que
quedó fijado como frontera natural de
los dominios romanos, y venció a
la tribu hegemónica entre los galos,
los eduos. Este avance del poder
romano puso en pie de guerra a las
tribus del norte —la llamada
Galia Bélgica— que fueron sometidos en el
año 57 a. C.; entonces sólo
quedaba por controlar la región de
Aquitania, al sudoeste.
En ese momento César se vio
obligado a hacer un alto en su campaña,
puesto que su mandato en las
Galias tenía una validez de tres años y se
hallaba próximo a expirar. Para
lograr prolongarlo se reunió con sus
compañeros de Triunvirato en
Lucca en el año 56 a. C; allí tuvo que
encargarse de restañar las
heridas abiertas entre Pompeyo y Craso, cuya
relación había empeorado durante
su ausencia. A cambio de una
prolongación de su mandato más
allá de los Alpes, sus dos compañeros de
pacto obtuvieron un consulado
para el año siguiente y, tras su
cumplimiento, un proconsulado
similar al de César: Pompeyo en Hispania y
Craso en Oriente. De regreso a
las Galias, centró su actividad en
reforzar el Rin, para lo cual
ordenó la construcción del primer puente
sobre el río —de madera— que
supuso todo un logro de la ingeniería
militar; además, comandó una
expedición naval de castigo a la isla de
Britannia (actual Gran Bretaña)
ya que algunas de sus tribus habían
enviado refuerzos a los
levantiscos galos de Bélgica (al año siguiente
realizaría otra). Sin embargo
todos sus esfuerzos se vieron en peligro
cuando a finales del año 53 a. C.
se produjo una insurrección
generalizada de las tribus
célticas del territorio sometido. Éstas
habían concertado una alianza y
nombrado como rey al arverno
Vercingetórix. Las operaciones
bélicas se prolongaron un año y medio, y
terminaron con el asedio de los
romanos a la ciudad de Alesia, culminado
con una batalla en la que los
galos fueron definitivamente derrotados. A
finales de la década del 50 a. C.
la Galia fue organizada e incorporada
al territorio de la República
romana como una provincia más. Pero
semejante proeza militar generó
en Roma asombro y temor al mismo tiempo.
Asombro porque César había sido
capaz de someter a los pueblos de un
vasto territorio prácticamente
desconocido, incluso había atravesado
mares ignotos y alcanzado tierras
cuya existencia ni siquiera se intuía.
Y miedo porque ahora contaba con
una maquinaria de guerra absolutamente
devota y fiel a su persona,
estacionada relativamente cerca de Italia y
de la que podía hacer un uso
personalista. El conflicto entre César y el
Senado no podía tardar mucho en
estallar.
Guerra civil y poder personal
En ausencia de César, la
situación política en Roma se había deteriorado
sustancialmente. Las relaciones
entre los triunviros se habían enfriado,
en primer lugar porque Craso
había muerto en Oriente en el año 53 a. C.
en una insensata campaña contra
los partos. Pompeyo, entretanto, se
había distanciado de César debido
a la muerte de Julia (en el año 54 a.
C.), a la que sustituyó por la
hija de uno de los enemigos declarados de
César, Metelo Escipión. Esta
progresiva tensión entre los dos socios,
acentuada por el clima de
anarquía reinante en la capital, llevó a que
comenzasen a verse como una mutua
amenaza. Pompeyo fue acercándose
paulatinamente al Senado,
sellando una alianza por la que se le
designaba cónsul único con
poderes especiales para la salvación del
estado. Mientras, César se veía
amenazado por la trampa que le querían
tender sus enemigos. En palabras
del profesor Blanco Freijeiro, «sólo
necesitaban que César volviese a
ser un ciudadano de a pie, un
particular, que perdiera la
inmunidad de su proconsulado, o de cualquier
otra magistratura, para
envolverlo en un proceso del que no saldría con
más vida política». Para evitarlo
César contaba con presentarse al
consulado para el año 48 a. C.
(primero que le permitía la ley,
transcurridos diez años del
anterior) pero para ello necesitaba que se
prolongase su gobierno en las
Galias hasta finales del año 49 a. C. El
Senado, con la aquiescencia de
Pompeyo, rechazó la solicitud de César en
este sentido y no le dejó otra
salida que la de la guerra. El 10 de
enero del año 49 a. C., César
cruzaba con sus tropas el Rubicón, un
riachuelo que separaba el
territorio legalmente bajo su mando de Italia,
bajo la autoridad de la capital.
Ante el comienzo de la contienda
Pompeyo optó por dejar vía libre a
César y plantarle cara en el
terreno que le era más favorable, Oriente.
Por ello huyó, seguido de los
cónsules y buena parte del Senado, a
Grecia, mientras que encomendaba
a sus ejércitos de Hispania
contraatacar en las Galias. Ésta
fue la razón de que César pudiese
adueñarse de Roma y de Italia sin
entablar batalla. Frente al panorama
planteado prefirió atacar donde
sus enemigos tenían más tropas
concentradas, en Hispania. Acudió
por tierra hasta allí y, en las
inmediaciones de la actual
Lérida, supo combinar hostigamiento y
diplomacia para lograr la
capitulación de sus oponentes sin que fuese
necesario entrar en combate.
Volvió rápidamente a Roma, donde se hizo
proclamar dictador y cónsul a la
vez, y fue hasta el sur de Italia para
embarcar sus tropas hacia Grecia,
donde se refugiaba Pompeyo. Con su
audacia habitual, César
sorprendió a sus contrarios cruzando el mar en
el momento menos esperado, en
invierno, si bien pudo sacar poco provecho
de esta ventaja inicial. El
choque definitivo se produjo en agosto del
48 a. C., en la llanura de
Farsalia (Tesalia), donde las legiones de
César vencieron de forma
contundente a las de Pompeyo, que sin embargo
logró escapar. Atravesó el
Mediterráneo para buscar refugio en Egipto,
donde los reyes hermanos Ptolomeo
XIII y Cleopatra VII se disputaban el
trono. El primero había logrado
hacerse momentáneamente con el control
de Alejandría expulsando a su
hermana cuando recibió al inoportuno
visitante. Al darse cuenta de que
la situación le podía beneficiar,
decidió asesinar a Pompeyo para
obtener el favor de César, al que fue
presentada la cabeza de su
oponente cuando arribó a Alejandría tres días
después. En la capital egipcia,
César se vio envuelto en la lucha entre
los hermanos y tomó partido por
Cleopatra, con la que mantuvo una larga
relación y de la que tuvo un hijo
varón, Cesarión. Después de vencer el
cerco planeado por Ptolomeo en el
palacio real alejandrino gracias a la
llegada de refuerzos de Siria y
Asia Menor, proclamó a Cleopatra reina
única de Egipto.
Una vez consiguió estabilizar
Egipto, tuvo que responder a las numerosas
amenazas que habían brotado en la
periferia del territorio romano
durante los meses de guerra. En
primer lugar, acudió a las provincias de
Asia, donde Farnaces, el hijo de
Mitrídates de Ponto, había vuelto a
atacar el territorio romano para
hacerse de nuevo con el reino de su
padre. La facilidad con que le
venció quedó reflejada en el lacónico
mensaje que envió al Senado
informando de su victoria: veni, vidi, vici
(«llegué, vi, vencí»). Regresó a
Roma para organizar rápidamente el
ataque a la región en que los
pompeyanos y senatoriales retenían el
poder gracias a sus tropas, la
provincia de África. En abril del 46 a.
C. les derrotó en Thapsos, pero
uno de los hijos de Pompeyo, Gneo
Pompeyo, logró escapar con sus
tropas hacia Hispania, donde puso en
jaque a las fuerzas que había
dejado acantonadas César tres años antes.
En marzo del 45 a. C. derrotó a
las últimas tropas enemigas en Munda (en
las cercanías de Montilla,
Córdoba) y así ponía fin a cuatro largos años
de guerra civil. De allí se
dirigió a Roma, adonde entró celebrando el
triunfo por sus victorias que
llevaba esperando desde hacía seis años.
Entre los prisioneros que
entraron detrás del carro de César se hallaba
Vercingetórix, al que habían
mantenido con vida hasta entonces para que
su presencia ensalzase a su
vencedor y para ejecutarlo a continuación.
Una vez en Roma tuvo que
enfrentarse al dilema de qué hacer ahora que
había conseguido el poder
absoluto de la primera potencia del
Mediterráneo. Dos vectores
guiaron su proyecto político: cimentar su
poder personal dentro del marco
tradicional de la República y reformar
sus instituciones para adecuarlas
a la nueva realidad de un poder
personal. Con este fin aceptó del
Senado su nombramiento como dictador
perpetuo, al tiempo que vaciaba
de contenido la asamblea que tanto había
obstaculizado su ascenso al
poder. Emprendió importantes reformas con
las que pretendía atajar los
males que aquejaban al mundo romano desde
hacía décadas: impulsó una
política de colonización de las provincias
que sirviese para premiar con
tierras a los militares veteranos e
instalar a parte del proletariado
urbano que hacía tan inestable la vida
política de las ciudades;
extendió la ciudadanía romana a las
poblaciones de varias provincias,
reformó el calendario (llamado desde
entonces calendario juliano, que
estaría vigente en Europa occidental
hasta finales del siglo XVI —en
su honor se llamaría julio al mes en que
nació, antes llamado quintilis,
«el quinto mes»—), e impulsó una
política de conciliación tras la
guerra civil que acabó por no contentar
a nadie: a los optimates porque
había recortado su poder al limitar las
prerrogativas del Senado; a los
populares porque su política de
conciliación le había hecho
mantener a muchos senatoriales en la esfera
del poder.
Además, a todos les disgustaba la
concentración de poderes que estaba
llevando a cabo. Con los cargos
de sumo sacerdote, general en jefe del
ejército y dictador vitalicio,
parecía más un rey que un magistrado y
contrastaba con los discursos en
los que había declarado que se proponía
restaurar el orden republicano.
Se ha polemizado mucho sobre si en los
proyectos de César figuraba la
adopción del título de rey, especialmente
repugnante para los romanos
puesto que les recordaba a la dinastía de
monarcas que fueron expulsados de
la ciudad en época arcaica por
tiranos. En opinión del profesor
Freeman, «las historias que han llegado
hasta nosotros sobre las primeras
semanas del año 44 a. C. demuestran
que César barajó la idea de
adoptar el título [de rey]. De hecho,
sabemos que lo rechazó en
público, aunque sin demasiado entusiasmo, como
si quisiera sondear las aguas de
la opinión pública». Aquello ocurrió en
el mes de febrero cuando su fiel
lugarteniente, Marco Antonio, le
ofreció una corona durante la
celebración del festival de las Lupercales
(fiestas en honor a la Loba
capitolina, que según la mitología romana
había amamantado a Rómulo y
Remo). En medio de un silencio expectante,
César la rechazó declarando que
sólo Júpiter era el rey de Roma, con lo
que provocó las entusiastas
ovaciones de la plebe.
Pero las sospechas de sus
enemigos, que ahora afloraban tanto entre los
optimates como entre los
populares, no se disiparon. Se sentían
compelidos a acabar con quien
tenía todos los visos de convertirse en un
tirano que terminaría imponiendo
una monarquía para acabar con la
República. César había declarado
su intención de partir a finales de
marzo para comenzar una campaña
contra los partos que pusiese paz
definitivamente en Oriente. La
cuestión debía debatirse en la reunión
prevista en el Senado para los
idus (día 15) de marzo. Era la última
oportunidad que veían sus
enemigos para pararle los pies, ya que si
partía para otra campaña triunfal
en Asia sería imposible frenarle
después. No la desaprovecharon.
César murió apuñalado por el nutrido
grupo de senadores conjurado en
su contra, entre los que se incluían
numerosos allegados, como el
célebre Marco Junio Bruto, un joven
aristócrata al que César había
introducido en su círculo íntimo tras la
guerra y por el que profesaba un
gran afecto.
Los senadores consiguieron su
objetivo inmediato, pero no a largo plazo,
ya que no salvaron la República.
Según el criterio de Oppermann, «la
acción de los asesinos de César
fue un fracaso político. Con ella
pretendían socavar el poder de
César, pero tan sólo asesinaron al
hombre, porque su poder le
sobrevivió. Éste es uno de los rasgos
originales de César: la creación
de una nueva forma de gobierno». Cuando
se abrió su testamento, en él
declaraba su heredero e hijo adoptivo a su
sobrino nieto Octavio, quien,
tras una guerra civil de catorce años
contra Marco Antonio, pudo
continuar la tarea de su padre adoptivo
inaugurando una nueva era, el
Imperio romano, del que fue el primer
titular con el nombre de Augusto.
De su mano la obra de César pasaría a
la posteridad.
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