jueves, 30 de octubre de 2025

05 JULIO CÉSAR.

 



 

 

 

El dictador de Roma

 

No fue el primer emperador de Roma —de hecho, no fue emperador—, pero sí

que fue el personaje fundamental en la azarosa transformación de la

vetusta República romana en Imperio romano, la construcción política que

lograría ver unificado bajo su soberanía todo el mundo mediterráneo,

cuna de la civilización desde el antiguo Egipto hasta la cultura

helenística. Sin embargo, no hubo honor o cargo que no obtuviese en

vida: sumo pontífice, general, cónsul, senador, gobernador provincial…

Pero su meteórica carrera fue de todo menos rutinaria. Entró en escena

en un contexto político en rápida descomposición y compleja evolución,

en la que las personalidades más fuertes de la época pugnaban por

acaparar cotas de poder extraordinarias desde las que reformar el estado

al tiempo que forjaban para sí posiciones dominantes, dictatoriales o

casi monárquicas. Cuando parecía que definitivamente era el vencedor de

la guerra civil que había sacudido todo el mundo romano, su asesinato en

el 44 a. C. prolongaría las luchas intestinas durante catorce años más.

Para entonces ya había marcado de forma imborrable el futuro de Roma.

Tanto, que los futuros emperadores, comenzando por el primero, su hijo

adoptivo Augusto, tomarían el nombre de César como parte de su título

oficial. No en vano, desde entonces, ese nombre es símbolo de poder y

mando en todo el mundo. La vida del hombre que lo llevó por primera vez

es la que justifica semejante significado.

 

A comienzos del siglo I a. C., la República romana era un estado en

constante expansión. La primitiva ciudad del Lacio que dificultosamente

había logrado extenderse por la península Itálica había evolucionado

mucho desde que sus conflictos con la potencia fenicia de Cartago la

habían catapultado a primera potencia del Mediterráneo occidental, a

finales del siglo III a. C. La expansión durante el siglo siguiente por

Grecia y algunos territorios de Asia Menor la habían convertido además

en la potencia arbitral entre los beligerantes reinos del Mediterráneo

oriental. Su expansión territorial la había llevado de la península

Ibérica a Anatolia, del norte de África al sur de la actual Francia.

 

Pero las dificultades internas habían ido creciendo en la misma medida

que su expansión territorial. Como afirmó Montesquieu, «la república de

los romanos se desplomó bajo el peso de su imperio». Con cada conquista

afluyeron a la ciudad del Tíber riquezas y esclavos, pero las

dificultades para gobernar un gran imperio territorial con el aparato

administrativo de una ciudad-estado iba creando problemas políticos cada

vez mayores y tensiones sociales a las que no se había dado solución.

Semejantes ingredientes generaron desde mediados del siglo II a. C. una

situación de larvada conflictividad interna.

 

Uno de los primeros síntomas de que la situación comenzaba a cambiar fue

el surgimiento de un partido, el de los populares, que intentaba

reformar las instituciones para que la ciudadanía común recibiese parte

de los beneficios de la expansión territorial. Frente a ellos se hallaba

la oligarquía que detentaba el poder desde hacía siglos, el partido de

los optimates, una aristocracia surgida de la fusión de las más

pudientes familias patricias y plebeyas que acaparaban la institución

clave en el gobierno de la República, el Senado. Éste era una asamblea

que originalmente tuvo funciones consultivas y estaba compuesta por

hombres que habían ejercido cargos de importancia en el estado (las

magistraturas), pero debido a que era la única institución que no se

renovaba anualmente, acabó ejerciendo la dirección de la política

romana. En palabras del catedrático de Historia Antigua José Manuel

Roldán Hervás, «el Senado se destacaba como núcleo permanente del

estado, el elemento que dotaba a la política romana su solidez y

continuidad». Y desde hacía siglos estaba copado por los optimates, que

imponían una visión tradicional y fuertemente sesgada a su favor de la

política que debía desempeñar la República.

 

Esta omnipresencia e inmovilismo del Senado acabó por amenazar con

paralizar la acción política y llevó a que surgiesen personalidades

fuertes que pretendían intervenir en la política buscando apoyos fuera

del marco tradicional, sobre todo en el ejército. La crisis de la

República romana fue una etapa de políticos y militares poderosos que,

empezando con la pareja rival de Gayo Mario y Lucio Sila a comienzos de

siglo, se prolongaría hasta el nacimiento del Imperio. Pero ningún

hombre tuvo un papel a lo largo de ese período comparable al de César.

 

 

 

Un niño modesto pero noble

 

Gayo Julio César nació en Roma el 13 de julio del año 100 a. C. en el

seno de una de las más nobles familias del patriciado romano, la gens

Iulia. La alcurnia de la familia era de las más altas de toda la ciudad.

La tradición afirmaba que los Julios descendían de Julo (también llamado

Ascanio), hijo del héroe troyano Eneas que, después de haber huido de la

destrucción de Troya en la guerra cantada por Homero, había acabado en

Italia, donde visitó el solar en el que un descendiente suyo, Rómulo,

fundaría Roma. Al ser Eneas hijo de la diosa Venus, la ascendencia de la

familia pretendía remontarse a los mismos dioses, un hecho que

explotaría César a conciencia en sus campañas de propaganda. El nombre

de César estaba presente en la familia desde hacía varias generaciones

sin que se sepa a ciencia cierta cuál era su significado. Desde la

Antigüedad algunos autores apuntaron que el origen estaba en que un

antepasado suyo había destacado por matar un elefante (que en cartaginés

se diría caesar, supuesta razón además de que César acuñase monedas en

las que se representaba a dicho animal), otros porque había nacido por

cesárea (al haber sido cortado —caesus— del vientre de su madre,

anécdota que hoy se tiene por falsa) o de la palabra caesaries, que

significa «cabellera». Todavía hoy sigue siendo una incógnita, pero el

caso es que César recibió un nombre por el que se identificaba

claramente desde hacía décadas a la rama de la gens Iulia a la que

pertenecía.

 

La situación de la familia de César no era ni mucho menos privilegiada;

en palabras del profesor de Filología Clásica Philip Freeman, era «como

un empobrecido linaje victoriano que hubiese vendido tiempo atrás la

plata de la familia, lo único que les quedaba a los Julios hacia finales

del siglo II a. C. era el impecable nombre de la familia». Hacía ya

mucho tiempo que la familia no accedía a las magistraturas del estado ni

descollaba por su fortuna, por lo que poco antes había acudido a los

enlaces matrimoniales como forma de intentar relanzar su relevancia

social. Su homónimo padre había podido casarse con Aurelia, hija de

Lucio Aurelio Cotta, que había sido cónsul —la máxima magistratura del

estado— dos veces y pertenecía a la noble familia de la gens Aurelia.

Asimismo, su tía Julia (hermana de su padre) se había casado con Mario,

un importante militar y político que ejerció la jefatura del partido de

los populares desde los años anteriores a su nacimiento. Desde aquel

enlace la familia se mostró siempre cercana a esa tendencia política.

 

Como correspondía a un descendiente de noble linaje, la familia procuró

proporcionarle una educación esmerada. Aprendió a leer latín en la

traducción de la Odisea que hizo Livio Andrónico y a los diez años se le

puso un profesor de griego, la lengua culta del momento, indispensable

en cualquier buena educación. Marco Antonio Grifón, que así se llamaba

el profesor, le enseñó a leer esa lengua en Homero, además de oratoria y

poesía. De joven comenzó a cultivar la literatura, sobre todo la poesía,

que después abandonaría por la prosa, que años más tarde ejercitaría

brillantemente en los relatos que nos ha dejado de sus campañas

militares (La guerra de las Galias y La guerra civil son sus dos

escritos fundamentales). En el año 85 a. C., cuando tenía quince años y

como en el resto de familias que tenían derecho de ciudadanía romana,

llegó a la mayoría de edad y se le reconoció el ejercicio de sus

derechos. La muerte de su padre se produjo poco después y le haría un

hombre completamente emancipado a una edad inusualmente joven.

 

En aquellos primeros años su figura era todavía la de un adolescente que

seguía aprendiendo a desenvolverse en el mundo de los adultos en el que

repentinamente había sido depositado. Es muy posible que la figura de su

madre, Aurelia, que había sido determinante en su educación anterior,

siguiese ejerciendo una gran influencia en su vida durante mucho tiempo.

Probablemente se debiera a ella la obtención de la primera

responsabilidad pública del joven César, su primer cargo religioso, ya

que fue nombrado flamen dialis (sacerdote de Júpiter) poco después. El

estado romano tenía su religión oficial en la que los ciudadanos podían

ejercer funciones que si no eran especialmente relevantes en el ámbito

económico o político, sí que reportaban a sus titulares un gran

prestigio social. Ese mismo año contrajo matrimonio con Cornelia, hija

del cónsul Lucio Cornelio Cinna, que por aquel entonces era el político

que ejercía el poder en Roma. Cuando en el año 87 a. C. el general Sila

abandonó Italia para intentar acabar la guerra que los romanos mantenían

en Oriente contra el rey Mitrídates de Ponto, Mario unió sus fuerzas

militares con las de Cinna y marchó sobre Roma para imponer una política

favorable a los populares. Aunque Mario falleció poco después, su

relación familiar con César facilitaría la concertación de matrimonio,

ya que los Julios estarían muy interesados en seguir estrechando lazos

con los políticos populares. Al año siguiente nacería su única hija, Julia.

 

Pero poco después Sila volvió victorioso de Oriente y, tras una breve

guerra civil que le costó la vida a Cinna, utilizó el apoyo de su gran

ejército para volver a imponer su poder, aceptando su nombramiento como

dictator (dictador, un viejo cargo que daba poderes excepcionales a un

individuo para solventar una situación de emergencia) por el Senado.

Sila aprovechó el nombramiento para realizar una política favorable a

los optimates, desarrollando importantes reformas legales y

administrativas que afianzaban el poder senatorial y que se vio

acompañada de una cruel represión para todos los que tuviesen algo que

ver con Cinna y con los populares. Para César fueron momentos duros.

Sila anuló todos los nombramientos hechos en tiempos de Cinna,

incluyendo el cargo sacerdotal de César, y le ordenó que se divorciase

de su mujer si no quería quedar fuera de la ley. Pese a la amenaza,

César se negó. Como señala el profesor Freeman, «por tozudez, por

audacia o por simple amor, César estaba desafiando a un hombre que había

enviado a la muerte a millares de compatriotas». Fue declarado

proscrito, huyó de Roma y se escondió en el campo. Sólo los ruegos de

las vestales (sacerdotisas de la diosa Vesta que asistían a César y a

otros sacerdotes durante los oficios religiosos) y de algunos conocidos

de su madre cercanos al dictador lograron ablandar su voluntad y que

perdonase al fugado. Pero la prudencia aconsejaba alejarse de la

capital, que se había vuelto un lugar peligroso para los populares y sus

amigos. Fue entonces cuando César, para poner tierra de por medio,

comenzó un camino que hasta entonces no había figurado entre sus

expectativas, la carrera militar. Ni él sabía que acabaría

convirtiéndose en una de las carreras más brillantes de la Historia.

 

 

 

Hacerse soldado para ser político

 

Fue así que por primera vez César se alejó de Roma y de Italia. Con

diecinueve años se incorporó al estado mayor del propretor (gobernador)

de la provincia romana de Asia, Marco Minucio Termo, destacando en

algunas acciones militares y en labores diplomáticas, sobre todo con el

rey Nicomedes IV de Bitinia. A esta época se remontan las primeras

críticas que se le hicieron tanto por su gusto excesivo por el lujo y la

apariencia externa, que según sus enemigos habría aprendido en las

cortes orientales, como de mantener relaciones homosexuales. Las

primeras se cimentaban en algo que ya era conocido en Roma antes de su

partida. Según el filólogo e historiador Hans Oppermann, César «concedió

un gran valor al aspecto externo. Cuidaba su vestimenta con un gusto

exquisito que rayaba en la afectación. Le gustaba ir bien afeitado y con

los cabellos arreglados; además, se depilaba todo el cuerpo. Siendo de

edad madura, su calvicie le disgustaba, y procuraba disimularla

peinándose hacia delante; no es de extrañar que la autorización del

Senado para que llevara siempre la corona de laurel sobre su frente le

causara una profunda alegría». Era por tanto un rasgo de su personalidad

y no algo adquirido en el extranjero. La homosexualidad, aunque era

práctica aceptada con plena normalidad en todo el mundo helenizado, para

la moral romana constituía una de las faltas más censurables, no sólo

por ir contra la tradición sino por ser una muestra de adopción de

costumbres extranjeras. Por ello, la acusación de mantener relaciones

con personas del mismo sexo podía ser muy dañina, razón por la que era

una de las imputaciones más habituales en la política romana del

momento. No hemos conservado evidencia de que César mantuviese

relaciones homosexuales, así que no se puede afirmar con rotundidad,

pero las acusaciones en este sentido se repitieron periódicamente desde

su estancia en Asia por esos años.

 

La noticia de la muerte de Sila en el año 78 a. C. fue clave para que

decidiera volver a Roma, pero por lo delicado de la situación política

se dedicó a sus asuntos particulares, absteniéndose de cualquier

tentación política. Tras ganarse fama de orador en los años siguientes

por su intervención en varios procesos judiciales, decidió regresar a

Oriente en el año 75 a. C., esta vez para mejorar su formación griega y

su oratoria en la célebre Escuela de Rodas. Durante el viaje por mar

tuvo lugar uno de los episodios más célebres de su vida. Su nave fue

capturada por piratas, que entonces infestaban el Mediterráneo oriental

y constituían una auténtica amenaza para el comercio y el orden. César

fue hecho prisionero y por él se pidió un rescate a las autoridades

romanas. Estuvo en manos de los piratas por cuarenta días durante los

cuales se ganó su respeto e incluso admiración. Tras lograr la libertad

mediante el pago del rescate, llegó a Mileto, donde reclutó a parte de

las fuerzas romanas y siguió a sus captores hasta que dio con ellos, los

derrotó y los llevó a Pérgamo, donde fueron crucificados.

 

Su estancia en Oriente sería de nuevo breve. Al morir su tío Gayo

Aurelio Cotta, le legó en herencia la plaza que ocupaba en el Colegio de

los Pontífices, la más alta institución religiosa que asesoraba al

estado sobre asuntos sagrados. Regresó inmediatamente a Roma para tomar

posesión del cargo, donde decidió comenzar su carrera política, pero con

prudencia ya que la situación no había mejorado. En Hispania se había

producido un levantamiento acaudillado por Quinto Sertorio y en Italia

un nutrido grupo de esclavos se habían rebelado contra la autoridad

romana liderados por el gladiador tracio Espartaco. La misión de acabar

con la primera fue encomendada a Gneo Pompeyo Magno, un militar que

comenzó su carrera a las órdenes de Sila y que se perfilaba como nuevo

hombre fuerte de Roma, y la de destruir a los esclavos fue encargada a

Marco Licinio Craso, uno de los hombres más ricos de Roma que además

tenía veleidades políticas y militares. Como César obtuvo el cargo de

tribuno militar en el año 73 a. C., tradicionalmente se ha deducido que

estuvo a las órdenes de Craso en la guerra contra los esclavos, lo que

habría supuesto una importante experiencia de aprendizaje tanto militar

como político.

 

Superada la doble crisis, Pompeyo y Craso quedaron como los hombres más

poderosos del momento y el recelo mutuo que se profesaban no fue

obstáculo para que colaborasen hasta obtener el poder efectivo en el año

70 a. C. cuando ambos fueron designados para ejercer el consulado, una

magistratura que controlaban dos personas precisamente para evitar el

surgimiento de poderes personales y que se encargaban de la dirección

del estado y del ejército. Ambos llevaron adelante, pese a la oposición

del Senado, una serie de leyes que echaron por tierra la obra de Sila y

por tanto mermaban el poder senatorial en favor de los cónsules. Este

repentino giro a favor de los populares fue aprovechado por César para

iniciar su carrera civil, obteniendo el cargo de quaestor (cuestor,

administrador de la Hacienda pública, la más baja de las magistraturas)

para el año siguiente. En el ejercicio de este cargo fue enviado a la

provincia de Hispania Ulterior (una de las dos en las que entonces se

dividía la península Ibérica) donde demostró sus dotes de administrador

y tomó conocimiento directo de las provincias occidentales, algo que le

sería de gran utilidad en el futuro.

 

La década de los sesenta la dedicaría a escalar los peldaños de la

carrera administrativa y a labrarse un futuro político. Sin embargo el

comienzo no fue halagüeño, ya que en el año 68 a. C. fallecieron tanto

su esposa Cornelia como su tía Julia, la viuda de Mario. Ahora viudo, no

dudaría en aprovechar esta condición para afianzar sus relaciones

políticas, contrayendo nuevo matrimonio con la joven Pompeya, nieta de

Lucio Sila, el hombre que le había proscrito años antes. Posiblemente la

elección estuviese basada en una estrategia de tender puentes hacia sus

oponentes políticos, los optimates, a los que pertenecía la familia de

su nueva mujer. El matrimonio sólo duraría seis años, ya que Pompeya

puso a César en una delicada tesitura que le dejaría en evidencia ante

Roma entera. En el año 63 a. C. había quedado vacante el puesto

religioso más importante de la religión oficial romana, el de pontifex

maximus (sumo pontífice), tras fallecer su titular. En un acto de gran

audacia política, César se presentó a un cargo para el que se solía

elegir a hombres de mucha edad y reputación inmaculada. Armado con la

oratoria que ya le había dado fama y con ríos de dinero que tuvo que

pedir prestado, consiguió el apoyo de las asambleas populares que

designaban el cargo. Para sorpresa de toda la ciudad, César desbancó a

sus dos oponentes, que se adecuaban mucho mejor al perfil del cargo, y

desde entonces fue el máximo responsable de la religión del estado por

el resto de sus días. Al año siguiente, durante la celebración de la

festividad religiosa de la Bona Dea (diosa buena), César, como

pontífice, debía recibir a las mujeres de la ciudad en su casa,

ceremonia en la que él debía ser el único hombre presente. El escándalo

saltó cuando un hombre con fama de mujeriego, Publio Clodio Pulcro, fue

sorprendido en la alcoba de la esposa de César disfrazado de mujer con

el supuesto objetivo de seducirla. Aunque se discutió si Pompeya estaba

involucrada o no en el plan de Clodio, César decidió divorciarse de ella

sin esperar más. Cuando le fue recriminado el hecho por no esperar a que

se aclarase la culpabilidad o inocencia de su esposa, respondió que «la

mujer de César no sólo tiene que serlo, sino parecerlo».

 

En el año 61 a. C. fue enviado a Hispania Ulterior como propretor debido

a la eficiencia administrativa que ya había mostrado en su estancia

anterior, donde combatió a las tribus lusitanas que todavía no estaban

bajo soberanía romana, entabló relaciones con importantes personajes de

la sociedad hispana romanizada (entre ellos, el gaditano Lucio Cornelio

Balbo, que ya había sido un importante aliado de Pompeyo durante su

estancia en Hispania) y aprovechó para enriquecerse personalmente, algo

usual en los gobernadores provinciales de la época tardorrepublicana y

que le fue de mucha utilidad puesto que había acumulado grandes deudas

los últimos años. El final de la década se presentaba prometedor para

César. Deseaba volver a Roma ya que para el año 59 a. C. podría

presentarse a cónsul —cumplía ya los requisitos de trayectoria y edad— y

sus triunfos militares en Hispania le proporcionaban una inmejorable

carta de presentación.

 

 

 

Los tres hombres de Roma: Pompeyo, Craso y César

 

César regresó a Roma en el año 60 a. C. con el proyecto declarado de

presentarse a cónsul para el año siguiente. Su gestión le había

procurado una popularidad de administrador eficaz y militar brillante,

ya que sus tropas le habían aclamado y concedido el título de imperator

(general, el que ejerce el mando) que le facultaba para solicitar del

Senado su entrada en Roma en ceremonia de triunfo. Ésta era una de las

ceremonias públicas más notables y marcaba siempre el punto culminante

de la carrera de políticos y generales. Si el candidato cumplía los

requisitos, es decir, haber infligido más de cinco mil bajas a los

enemigos en una sola acción y haber sido proclamado imperator por sus

tropas, el Senado le concedía este honor a condición de que el

solicitante no hubiese entrado en la ciudad ni siquiera como particular

antes de la fecha señalada. En ese caso, el general vencedor llegaba en

un desfile apoteósico, montado en una cuadriga, ataviado con el manto de

púrpura ribeteado de oro propio de Júpiter y coronado de laureles. En el

desfile le precedían trompeteros que le anunciaban, lictores que le

abrían paso y le seguían magistrados, familiares, carros con los

despojos y trofeos de los pueblos vencidos, carteles con los nombres de

éstos y los rehenes y cautivos atados con una cuerda al cuello que, tras

ser injuriados y humillados por la muchedumbre, eran conducidos a

prisión y, en la mayoría de los casos, ejecutados. Evidentemente, César

deseaba celebrar su triunfo, pues ¿Qué mejor propaganda de cara a su

posible gestión como cónsul? Pero el Senado, que no deseaba a un popular

en el puesto, le puso como plazo para entrar en la ciudad una fecha

posterior a que expirase el tiempo para presentar su candidatura al

cargo. Haciendo gala de gran pragmatismo, César renunció al triunfo para

poder optar a la magistratura, dando con ello una muestra de la agilidad

y brillantez política que desarrollaría a lo largo de toda su carrera.

En palabras de Oppermann, fue «un auténtico político, un hombre que se

daba cuenta de las diferentes posibilidades de cada momento e intentaba

aprovecharlas interviniendo con rapidez, con recursos distintos según la

ocasión, aunque su adscripción a los populares se mantuvo inalterable

durante toda su carrera».

 

Esta adscripción no se alteró cuando efectivamente fue elegido cónsul.

Para poder llevar a cabo esta operación tuvo que forjar antes una gran

alianza con los prohombres del momento, Pompeyo y Craso. El primero

había sido el general más fuerte en la última década y César le había

apoyado reiteradamente, sobre todo cuando se debatió su investidura con

poderes especiales para acabar con la piratería y para una nueva guerra

que se había desatado en Oriente contra Mitrídates de Ponto. Pompeyo se

mostró brillante en el cumplimiento de ambos encargos y estaba sumamente

contrariado puesto que tras su regreso el Senado se había negado a

autorizar la reorganización de las provincias de Oriente que había

efectuado tras la guerra y a aprobar la concesión de tierras para sus

veteranos. Por otra parte, Craso deseaba aumentar su influencia política

y conseguir ventajas económicas que le permitiesen engrosar todavía más

sus riquezas y las de sus seguidores. César resultó ser la pieza que

encajó a la perfección entre ambos en el momento oportuno, logrando que

apoyasen su ascenso consular a cambio de que favoreciese sus

aspiraciones. A este pacto privado entre ciudadanos se le llamó

Triunvirato (el primero que hubo en la etapa final de la República) y se

selló con garantías privadas. Como apunta el académico de la Historia

Antonio Blanco Freijeiro, «para garantía de su alianza, César ofreció a

Pompeyo la mano de su hija, Julia, hasta ahora prometida de otro y

treinta años más joven que su cónyuge. Julia se mostró tan afectuosa con

Pompeyo y tan hábil en su trato con marido y padre, que mientras ella

vivió, no hubo desavenencias entre ellos, y se llegó a decir que de no

haber sido por la prematura muerte de Julia, no hubiera habido guerra

civil». También César se desposó entonces, por tercera y última vez, con

Calpurnia, hija de Lucio Calpurnio Pisón, aunque las motivaciones de

este matrimonio no parecen claras.

 

El pacto se mostró sumamente útil y fructífero para los tres firmantes.

César utilizó su cargo para conceder a sus colegas las

contraprestaciones solicitadas a cambio de su apoyo, pero tuvo siempre

en frente al Senado, y fueron especialmente hostiles contra sus

políticas populares Catón el Joven y Cicerón. Debido a dicha obstrucción

se vio obligado a recurrir a otros medios para llevar sus proyectos

adelante, en concreto a presentarlos directamente a las asambleas

populares, más fáciles de influir por su partido que el Senado. Además,

César tenía claro cuál quería que fuese su siguiente paso tras acabar su

año como cónsul. Para alcanzar el poder era necesario cimentar su

posición con la adhesión de las tropas; el mando que había ejercido en

Hispania era sólo un primer paso, pues le necesitaba el mando de una

gran campaña militar —como la guerra de Pompeyo contra Mitrídates— si

quería imponerse a sus dos compañeros de pacto. Una vez más el Senado no

estaba dispuesto a facilitarle la tarea y le nombró administrador de

montes y pastos en Italia para el año siguiente, un destino muy lejano a

sus ambiciones. De nuevo el Triunvirato y el recurso a las asambleas

populares funcionó, y César logró que se le encomendase el proconsulado

de las provincias de Galia Cisalpina y de Iliria, a las que poco después

se sumaría la Galia Narbonense. Por fin tenía su futuro próximo

asegurado y no estaba dispuesto a perder la oportunidad.

 

A comienzos del 58 a. C., César cruzaba los Alpes con cinco legiones con

las que se disponía a pacificar un territorio que era una amenaza para

Roma desde hacía un siglo, cuando las incursiones de los cimbrios y

teutones dejaron a las claras la fragilidad de la provincia romana que

ocupaba una estrecha franja en el litoral mediterráneo galo, articulada

en torno a la ciudad de Narbona y la antigua colonia griega de Marsella.

El territorio al norte estaba poblado por tribus celtas presas de gran

inquietud desde que los germanos y helvecios habían penetrado en su

territorio con intención de instalarse en sus tierras o atravesarlas.

Tras un breve período en el que se dedicó a estudiar la situación, César

desarrolló una de las campañas de conquista más brillantes que ha visto

la Historia. Durante tres años pacificó la Galia central rechazando

primero a los helvecios y a los germanos —liderados por el temible

Ariovisto— más allá del Rin, que quedó fijado como frontera natural de

los dominios romanos, y venció a la tribu hegemónica entre los galos,

los eduos. Este avance del poder romano puso en pie de guerra a las

tribus del norte —la llamada Galia Bélgica— que fueron sometidos en el

año 57 a. C.; entonces sólo quedaba por controlar la región de

Aquitania, al sudoeste.

 

En ese momento César se vio obligado a hacer un alto en su campaña,

puesto que su mandato en las Galias tenía una validez de tres años y se

hallaba próximo a expirar. Para lograr prolongarlo se reunió con sus

compañeros de Triunvirato en Lucca en el año 56 a. C; allí tuvo que

encargarse de restañar las heridas abiertas entre Pompeyo y Craso, cuya

relación había empeorado durante su ausencia. A cambio de una

prolongación de su mandato más allá de los Alpes, sus dos compañeros de

pacto obtuvieron un consulado para el año siguiente y, tras su

cumplimiento, un proconsulado similar al de César: Pompeyo en Hispania y

Craso en Oriente. De regreso a las Galias, centró su actividad en

reforzar el Rin, para lo cual ordenó la construcción del primer puente

sobre el río —de madera— que supuso todo un logro de la ingeniería

militar; además, comandó una expedición naval de castigo a la isla de

Britannia (actual Gran Bretaña) ya que algunas de sus tribus habían

enviado refuerzos a los levantiscos galos de Bélgica (al año siguiente

realizaría otra). Sin embargo todos sus esfuerzos se vieron en peligro

cuando a finales del año 53 a. C. se produjo una insurrección

generalizada de las tribus célticas del territorio sometido. Éstas

habían concertado una alianza y nombrado como rey al arverno

Vercingetórix. Las operaciones bélicas se prolongaron un año y medio, y

terminaron con el asedio de los romanos a la ciudad de Alesia, culminado

con una batalla en la que los galos fueron definitivamente derrotados. A

finales de la década del 50 a. C. la Galia fue organizada e incorporada

al territorio de la República romana como una provincia más. Pero

semejante proeza militar generó en Roma asombro y temor al mismo tiempo.

Asombro porque César había sido capaz de someter a los pueblos de un

vasto territorio prácticamente desconocido, incluso había atravesado

mares ignotos y alcanzado tierras cuya existencia ni siquiera se intuía.

Y miedo porque ahora contaba con una maquinaria de guerra absolutamente

devota y fiel a su persona, estacionada relativamente cerca de Italia y

de la que podía hacer un uso personalista. El conflicto entre César y el

Senado no podía tardar mucho en estallar.

 

 

 

Guerra civil y poder personal

 

En ausencia de César, la situación política en Roma se había deteriorado

sustancialmente. Las relaciones entre los triunviros se habían enfriado,

en primer lugar porque Craso había muerto en Oriente en el año 53 a. C.

en una insensata campaña contra los partos. Pompeyo, entretanto, se

había distanciado de César debido a la muerte de Julia (en el año 54 a.

C.), a la que sustituyó por la hija de uno de los enemigos declarados de

César, Metelo Escipión. Esta progresiva tensión entre los dos socios,

acentuada por el clima de anarquía reinante en la capital, llevó a que

comenzasen a verse como una mutua amenaza. Pompeyo fue acercándose

paulatinamente al Senado, sellando una alianza por la que se le

designaba cónsul único con poderes especiales para la salvación del

estado. Mientras, César se veía amenazado por la trampa que le querían

tender sus enemigos. En palabras del profesor Blanco Freijeiro, «sólo

necesitaban que César volviese a ser un ciudadano de a pie, un

particular, que perdiera la inmunidad de su proconsulado, o de cualquier

otra magistratura, para envolverlo en un proceso del que no saldría con

más vida política». Para evitarlo César contaba con presentarse al

consulado para el año 48 a. C. (primero que le permitía la ley,

transcurridos diez años del anterior) pero para ello necesitaba que se

prolongase su gobierno en las Galias hasta finales del año 49 a. C. El

Senado, con la aquiescencia de Pompeyo, rechazó la solicitud de César en

este sentido y no le dejó otra salida que la de la guerra. El 10 de

enero del año 49 a. C., César cruzaba con sus tropas el Rubicón, un

riachuelo que separaba el territorio legalmente bajo su mando de Italia,

bajo la autoridad de la capital.

 

Ante el comienzo de la contienda Pompeyo optó por dejar vía libre a

César y plantarle cara en el terreno que le era más favorable, Oriente.

Por ello huyó, seguido de los cónsules y buena parte del Senado, a

Grecia, mientras que encomendaba a sus ejércitos de Hispania

contraatacar en las Galias. Ésta fue la razón de que César pudiese

adueñarse de Roma y de Italia sin entablar batalla. Frente al panorama

planteado prefirió atacar donde sus enemigos tenían más tropas

concentradas, en Hispania. Acudió por tierra hasta allí y, en las

inmediaciones de la actual Lérida, supo combinar hostigamiento y

diplomacia para lograr la capitulación de sus oponentes sin que fuese

necesario entrar en combate. Volvió rápidamente a Roma, donde se hizo

proclamar dictador y cónsul a la vez, y fue hasta el sur de Italia para

embarcar sus tropas hacia Grecia, donde se refugiaba Pompeyo. Con su

audacia habitual, César sorprendió a sus contrarios cruzando el mar en

el momento menos esperado, en invierno, si bien pudo sacar poco provecho

de esta ventaja inicial. El choque definitivo se produjo en agosto del

48 a. C., en la llanura de Farsalia (Tesalia), donde las legiones de

César vencieron de forma contundente a las de Pompeyo, que sin embargo

logró escapar. Atravesó el Mediterráneo para buscar refugio en Egipto,

donde los reyes hermanos Ptolomeo XIII y Cleopatra VII se disputaban el

trono. El primero había logrado hacerse momentáneamente con el control

de Alejandría expulsando a su hermana cuando recibió al inoportuno

visitante. Al darse cuenta de que la situación le podía beneficiar,

decidió asesinar a Pompeyo para obtener el favor de César, al que fue

presentada la cabeza de su oponente cuando arribó a Alejandría tres días

después. En la capital egipcia, César se vio envuelto en la lucha entre

los hermanos y tomó partido por Cleopatra, con la que mantuvo una larga

relación y de la que tuvo un hijo varón, Cesarión. Después de vencer el

cerco planeado por Ptolomeo en el palacio real alejandrino gracias a la

llegada de refuerzos de Siria y Asia Menor, proclamó a Cleopatra reina

única de Egipto.

 

Una vez consiguió estabilizar Egipto, tuvo que responder a las numerosas

amenazas que habían brotado en la periferia del territorio romano

durante los meses de guerra. En primer lugar, acudió a las provincias de

Asia, donde Farnaces, el hijo de Mitrídates de Ponto, había vuelto a

atacar el territorio romano para hacerse de nuevo con el reino de su

padre. La facilidad con que le venció quedó reflejada en el lacónico

mensaje que envió al Senado informando de su victoria: veni, vidi, vici

(«llegué, vi, vencí»). Regresó a Roma para organizar rápidamente el

ataque a la región en que los pompeyanos y senatoriales retenían el

poder gracias a sus tropas, la provincia de África. En abril del 46 a.

C. les derrotó en Thapsos, pero uno de los hijos de Pompeyo, Gneo

Pompeyo, logró escapar con sus tropas hacia Hispania, donde puso en

jaque a las fuerzas que había dejado acantonadas César tres años antes.

En marzo del 45 a. C. derrotó a las últimas tropas enemigas en Munda (en

las cercanías de Montilla, Córdoba) y así ponía fin a cuatro largos años

de guerra civil. De allí se dirigió a Roma, adonde entró celebrando el

triunfo por sus victorias que llevaba esperando desde hacía seis años.

Entre los prisioneros que entraron detrás del carro de César se hallaba

Vercingetórix, al que habían mantenido con vida hasta entonces para que

su presencia ensalzase a su vencedor y para ejecutarlo a continuación.

 

Una vez en Roma tuvo que enfrentarse al dilema de qué hacer ahora que

había conseguido el poder absoluto de la primera potencia del

Mediterráneo. Dos vectores guiaron su proyecto político: cimentar su

poder personal dentro del marco tradicional de la República y reformar

sus instituciones para adecuarlas a la nueva realidad de un poder

personal. Con este fin aceptó del Senado su nombramiento como dictador

perpetuo, al tiempo que vaciaba de contenido la asamblea que tanto había

obstaculizado su ascenso al poder. Emprendió importantes reformas con

las que pretendía atajar los males que aquejaban al mundo romano desde

hacía décadas: impulsó una política de colonización de las provincias

que sirviese para premiar con tierras a los militares veteranos e

instalar a parte del proletariado urbano que hacía tan inestable la vida

política de las ciudades; extendió la ciudadanía romana a las

poblaciones de varias provincias, reformó el calendario (llamado desde

entonces calendario juliano, que estaría vigente en Europa occidental

hasta finales del siglo XVI —en su honor se llamaría julio al mes en que

nació, antes llamado quintilis, «el quinto mes»—), e impulsó una

política de conciliación tras la guerra civil que acabó por no contentar

a nadie: a los optimates porque había recortado su poder al limitar las

prerrogativas del Senado; a los populares porque su política de

conciliación le había hecho mantener a muchos senatoriales en la esfera

del poder.

 

Además, a todos les disgustaba la concentración de poderes que estaba

llevando a cabo. Con los cargos de sumo sacerdote, general en jefe del

ejército y dictador vitalicio, parecía más un rey que un magistrado y

contrastaba con los discursos en los que había declarado que se proponía

restaurar el orden republicano. Se ha polemizado mucho sobre si en los

proyectos de César figuraba la adopción del título de rey, especialmente

repugnante para los romanos puesto que les recordaba a la dinastía de

monarcas que fueron expulsados de la ciudad en época arcaica por

tiranos. En opinión del profesor Freeman, «las historias que han llegado

hasta nosotros sobre las primeras semanas del año 44 a. C. demuestran

que César barajó la idea de adoptar el título [de rey]. De hecho,

sabemos que lo rechazó en público, aunque sin demasiado entusiasmo, como

si quisiera sondear las aguas de la opinión pública». Aquello ocurrió en

el mes de febrero cuando su fiel lugarteniente, Marco Antonio, le

ofreció una corona durante la celebración del festival de las Lupercales

(fiestas en honor a la Loba capitolina, que según la mitología romana

había amamantado a Rómulo y Remo). En medio de un silencio expectante,

César la rechazó declarando que sólo Júpiter era el rey de Roma, con lo

que provocó las entusiastas ovaciones de la plebe.

 

Pero las sospechas de sus enemigos, que ahora afloraban tanto entre los

optimates como entre los populares, no se disiparon. Se sentían

compelidos a acabar con quien tenía todos los visos de convertirse en un

tirano que terminaría imponiendo una monarquía para acabar con la

República. César había declarado su intención de partir a finales de

marzo para comenzar una campaña contra los partos que pusiese paz

definitivamente en Oriente. La cuestión debía debatirse en la reunión

prevista en el Senado para los idus (día 15) de marzo. Era la última

oportunidad que veían sus enemigos para pararle los pies, ya que si

partía para otra campaña triunfal en Asia sería imposible frenarle

después. No la desaprovecharon. César murió apuñalado por el nutrido

grupo de senadores conjurado en su contra, entre los que se incluían

numerosos allegados, como el célebre Marco Junio Bruto, un joven

aristócrata al que César había introducido en su círculo íntimo tras la

guerra y por el que profesaba un gran afecto.

 

Los senadores consiguieron su objetivo inmediato, pero no a largo plazo,

ya que no salvaron la República. Según el criterio de Oppermann, «la

acción de los asesinos de César fue un fracaso político. Con ella

pretendían socavar el poder de César, pero tan sólo asesinaron al

hombre, porque su poder le sobrevivió. Éste es uno de los rasgos

originales de César: la creación de una nueva forma de gobierno». Cuando

se abrió su testamento, en él declaraba su heredero e hijo adoptivo a su

sobrino nieto Octavio, quien, tras una guerra civil de catorce años

contra Marco Antonio, pudo continuar la tarea de su padre adoptivo

inaugurando una nueva era, el Imperio romano, del que fue el primer

titular con el nombre de Augusto. De su mano la obra de César pasaría a

la posteridad.

 

 1998 por Paya Frank

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