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lunes, 29 de enero de 2024

UN GATO .-Richard Bach

 


 

Era un gato, un gato persa color gris. No tenía nombre y se hallaba cuidadosamente sentado sobre la crecida hierba del extremo de la pista. Observaba a unos cazas que aterrizaban en Francia por primera vez.

El gato no se asustaba cuando las diez toneladas de los cazas a reacción pasaban rugiendo confiadamente, con la rueda de morro todavía en el aire y los paracaídas de frenado esperando para saltar de sus pequeños casilleros bajo los tubos de escape. Sus ojos amarillos miraban tranquilamente y apreciaban la calidad de los aterrizajes con las orejas inclinadas a la espera del débil ¡paf! del tardío florecer de los paracaídas; después de cada aterrizaje volvía serenamente la cabeza para seguir la aproximación final y el aterrizaje del siguiente. A veces, cuando el piloto no había hecho la corrección necesaria para enfrentar el viento de costado, algunos de ellos tocaban tierra con demasiada violencia y los ojos del gato se empequeñecían ligeramente al sentir en las patas el choque entre el avión y la pista, y ver los grandes jirones de humo azul que se desprendían de las torturadas ruedas.

En el frío de esa tarde de octubre, el gato permaneció tres horas observando los aterrizajes hasta que los veintisiete aviones hubieron descendido y el cielo quedó vacío y se hubo apagado el quejido del último motor que se detenía en los aparcamientos, al otro lado de la pista. Luego el gato se levantó repentinamente y sin ni siquiera estirar su grácil cuerpo felino, se alejó corriendo hasta desaparecer entre la hierba. El 167 Escuadrón Táctico de Cazas había llegado a Europa.

Cuando se reactiva un escuadrón de cazas después de quince años, se presentan algunos problemas. Con un núcleo mínimo de aviadores experimentados en un escuadrón de treinta, los problemas del 167 se centraban en torno a la pericia de los pilotos. Veinticuatro de los miembros de la tripulación habían salido de escuelas de artillería, en el curso del año anterior a la reactivación.

-Podemos hacerlo, Bob, y hacerlo bien -dijo el mayor Carl Langley al comandante de su escuadrón-. No es la primera vez que soy oficial de operaciones y puedo decirte que nunca he visto un grupo de pilotos tan impacientes por aprender su oficio como los que tenemos aquí.

El mayor Robert Rider dio un ligero golpe con el puño contra la áspera pared de madera del que iba a ser su despacho.

-En eso estoy de acuerdo contigo -dijo-, pero nos espera un trabajo difícil. Esto es Europa y tú conoces el clima en invierno. Aparte de nuestros comandantes, el joven Henderson es el que tiene más horas de vuelo con mal tiempo en todo el escuadrón, y son sólo once. ¡Once! ¿Carl, te sientes realmente ansioso de guiar una formación de estos pilotos, en viejos F-84, a 6.000 metros de mal tiempo? ¿O a un aterrizaje con control desde tierra sobre una pista mojada, con viento de costado? -Miró por una ventana. La suciedad había formado estrías sobre los vidrios. Nubes altas, buena visibilidad abajo, advirtió inconscientemente-. Voy a dirigir este escuadrón y voy a dirigirlo bien, pero no puedo dejar de pensar que antes de que el 167 sea una verdadera unidad de combate, un par de nuestros muchachos van a estar desparramados en la falda de alguna montaña. No es algo que tenga muchos deseos de ver.

Los ojos azules de Carl Langley chispeaban con el desafío. Daba lo mejor de sí haciendo un trabajo que todo el mundo hubiese considerado imposible.

-Tienen los conocimientos. Probablemente saben volar con instrumentos mejor que tú y yo; acaban de salir de la escuela. Todo lo que necesitan es experiencia. Tenemos un Link. Podemos hacerlo funcionar diez horas diarias y enseñar a nuestros pilotos la aproximación por instrumentos para todas las bases de Francia. Todos se presentaron como voluntarios para incorporarse al 167 y quieren trabajar por el escuadrón. De ti y de mí depende que reciban el entrenamiento que necesitan.

El comandante del escuadrón sonrió de pronto y dijo:

-Cuando hablas así casi puedo acusarte de impaciencia. -Luego hizo una pausa y continuó lentamente-: Recuerdo el antiguo 167, en Inglaterra, en 1944. Entonces teníamos el nuevo Thunderbolt y le pintamos nuestro pequeño gato persa a un lado. No temíamos a nada de lo que la Luftwaffe pudiera hacer volar. Supongo que la impaciencia en la paz es el valor en la guerra. -Miró a su oficial de operaciones e hizo un gesto afirmativo-. No puedo decir que crea que no tendremos nuestra cuota de emergencias en los vuelos con estos viejos aviones, o que no necesitaremos mucha buena suerte antes de que los muchachos comiencen a darle sentido nuevamente al escuadrón. Pero prepara el Link e inicia los horarios de vuelo a partir de mañana, y veremos si estos muchachos son realmente tan buenos como parecen.

Un momento después el mayor Robert Rider quedaba solo en la incipiente oscuridad de su despacho. Pensó con tristeza en el antiguo 167: en el teniente John Buckner, atrapado en un Thunderbolt incendiado, que siguió atacando y alcanzó a un par de incautos Focke-Wulf y arrastró a uno de ellos hasta precipitarse sobre el duro suelo de Francia; en el teniente Jack Bennett, con seis aviones derribados y la gloria asegurada, que deliberadamente chocó contra un ME-109 que se acercaba a destruir un B-17 averiado, sobre Estrasburgo; en el teniente Alan Spencer, que volvió con un Thunderbolt tan dañado por el fuego enemigo que tuvo que ser rescatado de los escombros de su accidentado aterrizaje por un grupo equipado con sopletes para cortar. Rider había visitado a Spencer después del accidente.

-Fue el mismo 190 que liquidó a Jim Park -había dicho desde su blanca cama en el hospital-, uno con serpientes negras a un lado del fuselaje. Y yo me dije: Hoy tendrás que ser tú o él, pero uno de nosotros no va a volver. Yo fui el afortunado.

Cuando fue dado de alta, Alan Spencer se presentó como voluntario para volver a los combates y no regresó de su primera misión. Nadie le escuchó llamar ni vio cómo derribaban su avión. Simplemente no regresó. A pesar de que la insignia era un gato, los pilotos del 167 no tenían siete vidas. Ni siquiera dos.

La impaciencia en la paz es el valor en la guerra, pensó Rider, mirando distraídamente la cicatriz que mostraba el dorso de su mano izquierda, la mano del acelerador. Era ancha y blanca, el tipo de cicatriz que sólo queda después de un encuentro con una bala de una ametralladora calibre treinta de un Messerschmitt. Pero la impaciencia no basta; si queremos pasar el invierno sin perder un piloto, vamos a necesitar algo más. Tenemos que conseguir pericia y experiencia. Pensando en eso, se alejó bajo la encapotada noche.

Los días transcurrían veloces para el teniente segundo Jonathan Heinz. Toda esta preocupación por el tiempo y el clima europeo en invierno eran tonterías, nada más que tonterías. Noviembre se presentaba luminoso y lleno de sol. Diciembre estaba listo para apoderarse del calendario y en la base sólo habían tenido dos días de cielo bajo. Los pilotos los habían pasado respondiendo el último examen sobre instrumentos preparado por el oficial de operaciones. Los exámenes de instrumentos del mayor Langley se habían convertido en una norma del escuadrón: uno cada tres días, veinte preguntas, sólo se permitía un error. Los que no aprobaban debían permanecer tres horas más estudiando los manuales hasta que conseguían salir bien en un segundo examen, en el que también se permitía sólo un error.

Heinz presionó el botón de arranque de su viejo Thunderstreak, se estremeció con la sacudida del motor y se dirigió a la pista siguiendo al avión de Bob Henderson. Pero ésa es la manera de llegar a conocer los instrumentos, pensó. Al comienzo todo el mundo tenía que quedarse durante esas tres horas y maldecían el día en que se habían ofrecido como voluntarios para el Escuadrón Táctico de Cazas. Lo llamaban el Escuadrón Táctico de Instrumentos. Luego uno aprendía la maña y de algún modo parecía que empezaba a saber cada vez más respuestas. Y finalmente raras veces le tocaban las tres horas.

Cuando Heinz replegó las persianas antes del despegue, advirtió un ligero golpe sordo en el zumbido del motor, pero todos los instrumentos indicaban normalidad y no es raro escuchar ruidos extraños y suaves golpes en un F-84. Sin embargo, resultó curioso que en un momento en que habitualmente no advertía otra cosa que no fueran los instrumentos y el avión del guía sacudiéndose por la aceleración y los frenos trabados, Jonathan Heinz viera un gato persa color gris sentado tranquilamente al extremo de la pista, a unos pocos cientos de pies delante de su avión. Ese gato debe ser completamente sordo, pensó. Su motor unido al grueso y negro acelerador bajo su guante izquierdo crepitó y rugió, y lanzó un fuego azul a través de las paletas de acero de la turbina para desencadenar siete mil ochocientas libras de empuje.

Estaba listo para rodar, e hizo un gesto a Henderson. Luego, sin motivo alguno, presionó el botón del micrófono, bajo su pulgar izquierdo en el acelerador.

-Hay un gato al extremo de la pista -dijo al micrófono instalado en su máscara de oxígeno de goma verde.

Se produjo un breve silencio.

-Roger, hemos visto el gato -dijo Henderson con serenidad.

Heinz se sintió estúpido. Vio al oficial de control móvil en su pequeña torre, al lado derecho de la pista, coger sus prismáticos. ¿Por qué dije una tontería como esa?, pensó. No volveré a abrir la boca durante ese vuelo. ¡Disciplina en la radio, Heinz, disciplina! Soltó los frenos ante una señal del casco blanco de Henderson y los dos aviones reunieron una enorme reserva de velocidad y se levantaron hacia el cielo.

Ocho minutos más tarde, Heinz volvía a hablar.

-Sahara Jefe, se ha encendido la luz del indicador de recalentamiento y las rpm fluctúan en un cinco por ciento. Compruebe si despido humo, por favor. -Qué voz tan calmada tienes, pensó. Hablas mucho, pero por lo menos conservas la calma. Llevas sesenta horas en el F-84 y debes conservar la calma. No te pongas nervioso y trata de no parecer un niño por la radio. Daré una vuelta y dejaré caer los depósitos externos, haré una trayectoria de incendio simulado y aterrizaré. No puedo estar incendiándome.

-No hay señales de humo, Sahara Dos. ¿Cómo van las cosas?

Con voz calmada, Heinz.

-Sigue la fluctuación. El flujo del aceite y la temperatura del tubo de escape cambian junto con ella. Voy a dejar caer los depósitos y aterrizar.

-De acuerdo, Sahara Dos, me mantendré atento para ver si hay humo y me encargaré de dar las indicaciones por radio, si quieres. Debes estar listo para saltar si el aparato comienza a incendiarse.

-Roger.

Estoy listo para saltar, pensó Heinz. Sólo tengo que levantar el brazo del asiento proyectable y apretar el disparador. Pero creo que no tendré problemas para aterrizar con el avión. Escuchó como Henderson anunciaba que se había producido una emergencia. Mientras descendía lentamente, siguiendo la trayectoria, vio las rojas bombas de incendios salir disparadas de sus garajes y dirigirse hacia sus puestos de alerta junto a las pistas. Podía sentir en el acelerador la agitación del motor. Esto va a ser difícil de decidir. Dejaré caer los depósitos en la aproximación final antes de llegar a los 150 metros, llevaré el morro hacia arriba y saltaré. A menos de 150 metros, tendré que seguir adelante sea como sea. Llevó el acelerador hacia atrás para dar al motor una velocidad de 58 por ciento de rpm y el pesado avión descendió con mayor rapidez. Flaps abajo. Conseguiré aterrizar estoy seguro… Mandos abajo. Las ruedas en su lugar. Descendió a menos de 120 metros. Un golpe, otro. Una brusca subida en el indicador.

-Empieza a salir humo de tu tubo de escape, Sahara Dos.

¡Lo que faltaba! Esto va a explotar y yo estoy demasiado bajo para saltar. ¿Qué hago ahora? Oprimió el botón para soltar los depósitos y el avión se sacudió un poco al dejar caer cuatro mil libras de combustible. El motor rechinó ásperamente y Heinz advirtió de pronto que la presión del aceite era cero.

¡Se ha parado el motor! No puedes controlar el vuelo con un motor detenido. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué? La palanca de mando se endureció bajo sus guantes, no podía moverla.

El oficial del control móvil no sabía lo del motor detenido. No sabía que Sahara Dos giraría suavemente hacia la derecha y caería a tierra dando vueltas y que Jonathan Heinz no podía hacer nada y estaba destinado a morir.

-Tienes un gato en la pista -dijo el oficial de control, con el tranquilo humor del que sabe que ha pasado el peligro.

¡Y de pronto Heinz recordó y fue como una explosión de luz! La bomba hidráulica de emergencia, la bomba eléctrica. El avión comenzaba a balancearse a 30 metros. Su guante golpeó el interruptor de la bomba y lo colocó en EMERG, y la palanca de mando recuperó rápidamente la movilidad. Enderezar las alas, levantar el morro y conseguir un maravilloso aterrizaje frente a la torre. Por lo menos, pareció maravilloso. Cerrado el mando de gases, el paracaídas afuera, cortado el aceite y la batería, descorrida la cubierta de la cabina y listo para saltar fuera de esto. Las gigantescas bombas de incendio, con las luces rojas brillando encima de sus cabinas, rugían a su lado mientras reducía la velocidad a cincuenta nudos. El avión estaba completamente silencioso y Heinz podía oír el rugido de las bombas, que sonaban como los grandes motores internos de un crucero funcionando a alta velocidad. En un momento, había detenido el aparato, salido de la cabina y saltado a tierra para quedar detrás de una bomba que lanzaba una densa espuma blanca sobre una gran mancha de aluminio descolorido en la parte posterior de la base del ala.

El avión parecía desamparado y como si no quisiera ser el centro de tan concentrada atención. Pero estaba en tierra y entero. Jonathan Heinz se sentía lleno de vida, y un poquitín famoso.

-Te portaste bien, as -solían decirle los otros pilotos, y le preguntaban qué había sentido, qué había pensado y hecho en cada momento. Habría una investigación rutinaria, pero no podía haber otra conclusión que ¡Bien hecho, teniente Heinz! Nadie podía adivinar que había estado a pocos segundos de morir porque había olvidado completamente, como un piloto novato, la bomba hidráulica de emergencia. La había olvidado completamente… ¿y qué se la había recordado? ¿Qué había llevado bruscamente su pensamiento al interruptor rojo en el último instante cuando todavía podía salvarse? Nada. Simplemente había acudido a su mente.

Heinz reflexionó un poco más. No había sido así. El control me dijo que había un gato en la pista y yo me acordé de la bomba. Eso sí que es curioso. Me gustaría conocer a ese gato. Examinó la larga pista blanca y no lo vio. Incluso el oficial de control tampoco podía haberlo visto con sus prismáticos, Más tarde el escuadrón lo iba a fastidiar sin compasión por su infortunado gato, pero en ese momento, ni en la pista ni en la base había un gato persa color gris.

Menos de una semana después le ocurrió a otro teniente segundo. Jack Willis estaba a punto de terminar su primera misión de combate simulado después de completar su vuelo de comprobación en el F-84. Había sido una buena misión, pero en ese momento durante la trayectoria de aterrizaje, estaba preocupado. Viento de costado de veinte nudos. ¿De dónde había salido? Eran diez nudos en la dirección de la pista y se habían convertido en veinte de través. Estabilizó el avión y lo llevó hacia la aproximación final.

-Torre, el viento otra vez, por favor -llamó.

-Roger… -el resto de la explicación era completamente innecesario. El viento soplaba tan de costado como era posible.

-Bien, Dos, no perdamos de vista ese viento -dijo el mayor Langley y comunicó-: Águila Jefe vuelve a la base, tren de aterrizaje abajo, presión y frenos verificados.

-Vía libre para aterrizar -replicó el operador de la torre.

Willis extendió el brazo izquierdo y con fuerza colocó la palanca del tren de aterrizaje en ABAJO. Bien, bien, pensó, no habrá problemas. Me limitaré a mantener muy inclinada el ala derecha durante el giro, toco tierra con la rueda derecha y sigo adelante manejando el timón de dirección, manejando cuidadosamente el timón de dirección.

Giró hacia la pista y presionó el botón del micrófono. Hasta el momento nunca me he salido de una pista y no tengo ninguna intención de hacerlo ahora.

-Águila Dos vuelve a la base…

El indicador de la rueda derecha, la luz verde que debía estar brillando, no se había encendido. La izquierda estaba en su lugar, la del morro también, pero la derecha no había bajado. La luz roja de alarma brillaba detrás del plástico transparente del mango de la palanca del tren de aterrizaje y el chillido de la bocina de alarma llenaba la cabina. La escuchó en sus propios audífonos cuando presionó el botón del micrófono. Los operadores de la torre lo habrían escuchado también. Levantó el pulgar y luego volvió a presionar el botón.

-Águila Dos va a hacer una pasada a baja altura. Pide a control móvil una inspección del tren de aterrizaje.

Algo le ocurría al avión, qué extraña sensación le producía eso. El tren de aterrizaje siempre había funcionado muy bien. Se enderezó a 30 metros sobre la pista y voló frente a la pequeña torre de vidrio. El oficial de control móvil se encontraba afuera, en medio del oleaje que provocaba el viento en la hierba de otoño. Willis lo observó durante un segundo a la pasada. El oficial de control móvil no estaba utilizando los prismáticos. Y de pronto había desaparecido y el solitario F-84 se alejó hacia el extremo de la pista, volando sobre Águila Jefe, que ya se encontraba a salvo en tierra.

-El tren de aterrizaje permanece trabado arriba -dijo el control con voz monótona.

-Roger, intentaré bajarlo.

Willis quedó satisfecho con su tono de voz. Ascendió lentamente hasta los 300 metros, levantó la palanca y la volvió a bajar. La luz verde correspondiente al lado derecho permaneció obstinadamente apagada y la luz de alarma del mango de plástico continuó roja. Quedaba combustible para quince minutos. Willis repitió la operación cuatro veces sin obtener mejores resultados. Tiró del mango, lo levantó media pulgada y lo llevó a EMERG ABAJO. Se escuchó un golpe seco y débil al costado derecho, pero la situación permaneció igual. Estaba preocupado. No había tiempo para que las bombas extendieran una franja de espuma sobre la pista, si se veía obligado a aterrizar sin la rueda derecha. Aterrizar sin ella sobre una pista dura y con viento de costado sería exponerse a estrellarse, porque en cuanto el ala que no está sostenida por la rueda tocara el hormigón, el aparato daría un salto mortal hacia un lado. La única alternativa era saltar en paracaídas. Toda una decisión que tomar, pensó. Pero luego agregó irracionalmente: en una pasada más quizás la rueda haya bajado.

-Está arriba todavía -dijo el oficial de control antes de que Willis hubiese pasado ante la torre.

La verde hierba ondeaba vigorosamente y de pronto advirtió un pequeño punto gris al final de la pista. Con sobresaltada sorpresa se dio cuenta de que era un gato. El gato de la suerte, pensó, y sin motivo alguno sonrió bajo su máscara de oxígeno. Se sintió mejor y de alguna parte le llegó una idea.

-Torre, Águila Dos declara una emergencia. Voy a pasar una vez más e intentaré dar bote sobre la rueda izquierda para conseguir que baje la derecha.

-Comprendida declaración de emergencia -replicó la torre.

La torre estaba fundamentalmente preocupada de cumplir con una responsabilidad, la cual consistía en tocar un timbre que haría que los equipos de accidentes se precipitaran a las bombas. Cumplida su obligación, la torre se convertía en un observador interesado que proporcionaba muy poca ayuda.

Curiosamente, Jack Willis se sintió una persona renovada y con una tremenda confianza en sí mismo. Dar botes sobre la rueda izquierda con un viento que sopla del costado derecho era un truco de coordinación reservado para pilotos con miles de horas de vuelo, y Willis sólo tenía un poco más de 4.000 horas en el aire y 68 en el F-84.

Los que vieron la maniobra la calificaron como la actuación de un piloto veterano. Con el ala izquierda abajo, con firmeza en el timón de dirección, con unos controles que sólo respondían moderadamente a la velocidad de aterrizaje, el teniente segundo Jack Willis hizo rebotar su avión de 20.000 libras seis veces sobre el tren de aterrizaje izquierdo. A la sexta vez, la rueda derecha bajó bruscamente y quedó trabada en su lugar. La tercera luz verde se encendió.

En comparación, el aterrizaje con viento de costado que siguió fue muy simple y el avión tocó suavemente la pista con la rueda derecha, luego con la izquierda y finalmente con la del morro. Timón de dirección a la izquierda durante el desplazamiento sobre la pista y una ligera aplicación del freno izquierdo cuando el avión disminuía la velocidad y el viento amenazaba convertirlo en una veleta. Había terminado la emergencia. Los equipos de salvamento en sus blancos y abultados trajes de amianto resultaron innecesarios y fuera de lugar en la normalidad que siguió.

-Buen trabajo, Águila Dos -dijo el control simplemente.

El gato persa color gris, que había observado el aterrizaje con un interés muy poco felino, casi podríamos decir profesional, había desaparecido. El 167 Escuadrón Táctico de Cazas comenzaba paulatinamente a ponerse en condiciones de combatir.

Vino el invierno. Las nubes llegaron desde el mar y se convirtieron en compañeras inseparables de las cumbres de las colinas que rodeaban la base. Llovía mucho y a medida que avanzaba el invierno la lluvia se convertía en hielo y luego en nieve. La pista estaba helada y se necesitaban paracaídas y un cuidadoso uso de los frenos para mantener esos pesados aviones sobre el hormigón. La hierba esmeralda adquirió un aspecto pálido y sin vida. Pero un escuadrón de cazas no suspende su misión todos los inviernos; siempre hay que volar y entrenarse. Se producían algunos incidentes a medida que los pilotos enfrentaban algunos insólitos problemas de los aparatos y los cielos bajos, pero habían recibido un buen entrenamiento en el uso de instrumentos, y de algún modo el gato persa se las arreglaba para estar sentado al extremo de la pista cuando aterrizaba alguno de los aviones afectados. Los pilotos empezaron a llamarlo simplemente “el gato”.

Una helada tarde, en que Wally Jacobs acababa de aterrizar sin problemas después de una falla en el sistema hidráulico y un descenso sin flap ni freno de velocidad a través de un techo de quinientos pies, el capitán Hendrick, de turno como oficial de control móvil, intentó capturar el gato. El animal estaba tranquilamente sentado mirando hacia el comienzo de la pista, absorto en la contemplación del avión de Jacobs. Hendrick se acercó por atrás y lo cogió suavemente. Apenas lo tocó el gato se convirtió en un relámpago gris que arañó a Hendrick en la mejilla. Saltó velozmente al suelo y desapareció entre la hierba.

Cinco segundos después fallaban los frenos del avión de Jacobs y salía de la pista con un brusco viraje, rodando a setenta nudos por el barro, que no se había congelado completamente. La rueda de morro se enterró de inmediato y el avión desapareció bajo una nube de barro. El aparato se desvió de tal manera que plegó la rueda derecha, partió el depósito exterior y se deslizó hacia atrás otros 60 metros. Jacobs abandonó la cabina de inmediato, olvidando incluso cerrar el mando de gases. En un segundo, y mientras Hendrick observaba, el avión estalló en brillantes llamas. Ardió furiosamente, y junto con el aeroplano quedó destruido un récord de seguridad de vuelo que no había sido igualado por ningún otro escuadrón en Europa.

El resultado de las investigaciones señaló que el teniente Jacobs era culpable por haber permitido que el avión saliera de la pista y por haber olvidado cerrar el mando de gases, permitiendo de ese modo que el motor originara el fuego. Si no hubiera descuidado, como un piloto tremendamente inexperto, efectuar esa operación, el avión habría quedado en condiciones de volver a volar.

La decisión del comité no fue muy popular en el escuadrón: se hizo responsable al piloto de la destrucción del avión. Hendrick mencionó el gato y el escuadrón recibió una orden, no escrita, pero oficial: nadie debe volver a acercarse al gato. Desde entonces, pocas veces se volvió a hablar de él.

Pero de vez en cuando algún joven teniente tenía dificultades con su avión y cuando volvía a la base en medio de un cielo encapotado, preguntaba:

-¿Está el gato ahí?

Y el oficial de control móvil escudriñaba el final de la pista en busca del animal, cogía el micrófono y decía:

-Sí, ahí está.

Y el avión aterrizaba.

El invierno seguía su curso. Los pilotos jóvenes adquirieron experiencia y se hicieron veteranos. A medida que pasaban las semanas, el gato se veía con menos frecuencia en el extremo de la pista. Norm Thompson aterrizó con un aeroplano que tenía el parabrisas y la parte superior de la cabina cubiertos de hielo. El gato no estaba esperándolo junto a la pista, pero su aproximación controlada desde tierra fue profesional, producto del entrenamiento y la experiencia. Aterrizó a ciegas, desprendió la cubierta de la cabina para poder ver y rodó hasta detener el avión, sin problemas. Jack Willis, que ahora tenía una experiencia de 130 horas de vuelo en el F-84 volvió con un avión seriamente dañado por los rebotes que recibió después de disparar sobre un campo de tiro situado sobre una base de roca. Sin embargo aterrizó sin ningún problema. El gato no fue visto en ninguna parte.

La última vez que el gato apareció en la pista fue en marzo. Una vez más era Jacobs el que aterrizaba. Comunicó que disminuía la presión del aceite y que intentaría volver a la base.

El mayor Robert Rider se había dirigido precipitadamente hacia el control móvil al enterarse de que se había declarado una emergencia. De ésta no se escapa, pensó, voy a ver morir a Jacobs. Cerró la puerta de vidrio tras de sí en el momento en que el piloto preguntaba:

-¿Estará ahí el gato por casualidad?

Rider cogió los prismáticos y escudriñó el extremo de la pista. El gato persa esperaba tranquilamente sentado.

-El gato está aquí -dijo seriamente el comandante del escuadrón al oficial de control móvil, y con la misma seriedad la información fue transmitida a Jacobs.

-Presión del aceite cero -dijo con calma el piloto. Luego agregó-: Se ha parado el motor, la palanca de mando está trabada. Intentaré aterrizar con la bomba hidráulica de emergencia. -Un momento después dijo repentinamente-: No lo conseguiré. Voy a saltar.

Hizo girar el avión hacia el bosque del Oeste y salió expulsado de la carlinga. Dos minutos después se encontraba tendido sobre el barro congelado de un campo arado, su paracaídas se posó alrededor suyo como una blanca mariposa cansada. Había sido cuestión de minutos.

Más tarde el consejo de investigación descubrió que el avión se había estrellado con los dos sistemas hidráulicos completamente trabados. La bomba de emergencia para el aceite había fallado antes de llegar a tierra y los controles se hallaban totalmente fijos y era imposible moverlos. Jacobs fue felicitado por su buen criterio al no intentar aterrizar.

Pero todo eso iba a suceder después. Mientras el paracaídas de Jacobs desaparecía tras una suave colina, Rider enfocó los prismáticos en dirección al gato persa color gris, que de repente se puso de pie y se estiró con placer, enterrando las garras en la congelada tierra. Advirtió que el gato no era una escultura perfecta. Por su lado izquierdo, desde las costillas al hombro, se extendía una ancha cicatriz blanca que la piel gris batalla no podía esconder mientras se estiraba. La hermosa cabeza se volvió y los ojos color ámbar miraron directamente al comandante del 167 Escuadrón Táctico de Cazas.

El gato parpadeó una vez, lentamente, casi se podría decir divertido, y se alejó caminando para desaparecer por última vez entre la hierba.

 

FIN

 


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