@ Relato anonimo
-Cada quien vive en su propio mundo solamente -?dijo la
señora Cappelli?-, el mundo singular que llevamos dentro del cráneo. Nunca se
parece a ningún otro. ¿Acaso es posible imaginar los oscuros fantasmas de
mundos que no sean el de una?
La vieja Isadora, de pelo gris, alta, delgada y nudosa, más
amiga y acompañante que sirvienta, se puso a un lado de la señora Cappelli. Las
dos mujeres tenían edades más o menos iguales, ya en el otoño de sus vidas, y
habían creado vínculos estrechos entre ambas. La edad trató con más suavidad a
la señora Cappelli. Era esbelta, y en su rostro los rasgos conservaban un
aspecto juvenil. Sus cabellos, como una tiara de plata sobre la cabeza, se
enroscaban trenzados.
Las dos se hallaban en la ventana de la recámara de la
señora Cappelli, una habitación cómoda y ligeramente desordenada, mirando desde
el segundo piso al joven en el patio de la casa de al lado.
-Es un tipo raro -aceptó Isadora.
Estaba recostado en una tumbona de plástico, indolente y
relajado, cargando tranquilamente su rifle de municiones. De talla grande, piel
quemada por el sol, esbelto y un poco huesudo, vestía jeans y camiseta sucios.
Aun en reposo sugería agilidad y poder, como un látigo rápido. Tenía facciones
bien definidas, hasta atractivas; la frente, las orejas y el cuello, emplumados
de pelo muy oscuro. Su mirada perezosa recorría los arbustos y los árboles, los
pinos en las esquinas del patio, el árbol de aguacate y las dos palmeras altas
y descuidadas.
Con un movimiento fácil alzó el rifle y apretó el gatillo.
De la parte más alta del más grande de los pinos cayó un pájaro, con el cuerpo
chocando de rama en rama, derribando algunas agujas, aferrado un momento a una
rama más baja antes de caer y quedar sumergido en las hierbas sin podar al
final del patio. El muchacho no mostró señales del menor interés. Cargó de
nuevo su rifle y siguió moviendo los ojos en una exploración continua de los
árboles.
La figura delgada de la señora Cappelli se encogió, y sus
ojos buscaron el lugar donde cayó el pájaro. Isadora le tocó el brazo.
-Al menos no fue un cardenal, María.
-Gracias, Isadora. A esta distancia no distingo los detalles
con claridad. Mis ojos simplemente ya no son los de antes.
Isadora echó un vistazo al rostro que en otro tiempo se
consideró una destilación de toda la hermosura de la antigua Sicilia.
-Creo que podríamos tomar un poco de té, María.
La señora Cappelli pareció no darse cuenta de que Isadora se
iba de su lado. Se quedó frente a la ventana, tan callada como la tranquilidad
de su barrio de Florida, mirando con atención al joven en la tumbona.
La señora Cappelli se había alegrado cuando se alquiló la
casa de al lado. Llevaba varios meses vacía, víctima de los excesos de la
industria de construcción de Florida. A pesar de que el estilo español le daba
aspecto antiguo, era de cualquier modo una buena casa en un barrio todavía más
antiguo, estable y tranquilo, donde la decadencia urbana no pudo siquiera
asomarse.
La señora Cappelli tenía expectativas de que llegara una
familia, pero solo aparecieron la madre y el hijo en un automóvil viejo y
ruidoso tras el camión de mudanzas, del que descargaron muebles endebles y
gastados, de los que se compran a plazos. La señora Ruth Morrow y su hijo Greg.
Una casa demasiado grande para dos personas, pero la señora Cappelli supuso
correctamente que la antigüedad de la casa y el largo tiempo que llevaba sin
inquilinos fueron los motivos por los que el propietario, desesperado, la
ofreciera a un precio de ganga en el empobrecido mercado de casas de alquiler.
Después de un par de días, la señora Cappelli vio a la
señora Morrow podar la moribunda planta de Nochebuena cerca de la esquina
frontal de la casa y fue a saludarla.
Era una tarde bochornosa, y la señora Morrow lucía
demacrada, dando señales de cansancio, con apenas la fuerza suficiente para
usar las tijeras. La señora Cappelli se preguntó por qué no era Greg quien
manejaba las podadoras, si estaba en casa. Era indudable: se hallaba dentro,
torturando una guitarra de fuerte amplificación con violencia inexperta. Sus
esfuerzos discordantes resultaban audibles a una cuadra de distancia.
-Me llamo María Cappelli -dijo con tono amable la señora
Cappelli?-. Es muy agradable tener vecinos nuevos.
La señora Morrow aceptó el saludo con incomodidad y timidez.
Su mirada se posó en su propia casa, con un deseo de que su hijo le bajara el
volumen a la guitarra. Era una mujer delgada, casi frágil. Necesitaba, pensó la
señora Cappelli, montañas de pasta y grandes platones de delicioso stufato.
La señora Morrow recuperó sus modales con una sonrisa
fatigada.
-Yo me llamo Ruth Morrow -dijo, y miró hacia su patio?-. Hay
tanto que hacer aquí. Adentro estaba lleno de polvo y telarañas.
Sus ojos se movieron hacia la cómoda vivienda de la señora
Cappelli, con estuco y mosaicos rojos.
-Tiene usted una casa adorable -añadió.
-Mi marido la construyó años antes de morir. Nos gustaba
venir aquí en las vacaciones de invierno. Yo sentí que este era mi hogar, más
que Nueva York. Florida me encanta, aun en los calores del verano. Mi hijo
nació en la casa, allá en esa recámara de la esquina. -?La señora Cappelli se
rio?-: El más breve trabajo de parto de la historia. ¡Qué bambino! Cuando
decidió entrar en escena, no se molestó en ir al hospital.
La delicia inconsciente de la señora Cappelli por su hijo
hizo que los ojos huecos y atribulados de Ruth Morrow se fijaran en su cara. La
señora Cappelli se sintió sorprendida, descubierta y un poco avergonzada. ¡Qué
ojos más dolorosos! En sus profundidades expresaban muchos arrepentimientos,
frustraciones y desconciertos… Eran demasiado grandes y oscuros para su rostro
delgado, cubierto de maquillaje, que en otro tiempo debió de ser muy bonito.
-Mi hijo se llama Greg -murmuró la señora Morrow.
-El mío, John. Es mucho mayor que su hijo. Tiene esposa y
cinco hijos, unos pícaros. Viene a visitarme de vez en cuando, cuando le queda
tiempo. Es contratista y trabaja en el norte, siempre con muchas ocupaciones.
-Seguro que es un buen hombre.
La señora Cappelli se sintió forzada a confortar a la
agotada madre frente a ella.
-Oh, en sus tiempos hizo muchas travesuras. Supongo que eso
sucede con todos, antes de que sienten cabeza. Estos días John insiste en
vender esta antigualla, como él llama a mi casa. Que me vaya a vivir con él,
eso dice. Yo le contesto que se ocupe de sus propios asuntos. Las cosas ya no
son como antes, cuando tres y hasta cuatro generaciones se la pasaban
discutiendo bajo el mismo techo.
La señora Morrow asintió.
-Qué amable de su parte venir a saludar, señora Cappelli.
Ahora tendré que apurarme. Ya sabe, a trabajar. En Serena Lounge, junto a la
playa, de las seis de la tarde hasta las dos de cada mañana. Siempre tengo
mucho que hacer al prepararme para ir al trabajo.
-Es un lugar excelente, Serena. John nos llevó a Isadora y a
mí la última vez que vino a verme.
Ruth Morrow empujó la punta de sus tijeras de podar hacia
una pequeña rama.
-Ser mesera de cócteles no es mi mayor ambición, pero sin
tener preparación profesional, paga mejor de lo que yo nunca esperé ganar. Dios
sabe que nunca hay suficiente dinero.
La situación podría ser más fácil si el chico se ensuciara
las manos con algún trabajo honesto, pensó la señora Cappelli, pero solo dijo:
-El honor de cada trabajo reside en su ejecución. No dudo
que usted sea la mejor mesera de cócteles.
El tono sincero de la señora Cappelli confirió el primer
toque de animación a la cara fatigada con sus varias capas de maquillaje
congelado, enmarcada por cabellos cortos y oscuros. Antes de que la señora
Morrow pudiera responder, se azotó la puerta principal de la casa y apareció
Greg en la sombra del pequeño pórtico. Las dos mujeres lo miraron atentamente.
-Greg -lo llamó la señora Morrow-. Ella es la señora
Cappelli, nuestra vecina de la casa de al lado.
-Hola -dijo él con expresión de aburrimiento. Echó una
mirada a la señora Cappelli, bajó al patio y empezó a rodear la casa.
-Greg -volvió a llamarlo Ruth Morrow-, ¿adónde vas?
-Afuera -repuso él, sin volver la cabeza.
-¿A qué hora vuelves a casa?
-¡Cuando me dé la maldita gana!
Giró en la esquina de la casa y se perdió de vista.
El rostro de la señora Morrow se arrastró en dirección a la
señora Cappelli, pero con la mirada desviada.
-Es su modo de hablar, señora Cappelli.
La señora Cappelli asintió con la cabeza, pero sin
comprender. ¿Por qué se lo permitía la señora Morrow? El respeto a los padres
era lo normal en un hijo, bien tuviera seis o sesenta años.
El motor de un automóvil despertó como de un puñetazo y Greg
salió a toda prisa del terreno. Llegó a la calle y giró haciendo chillar las
llantas.
-Tengo que salir enseguida, señora Cappelli.
-Ha sido un privilegio conocerla -repuso esta.
-¿Y bien? -preguntó Isadora tan pronto entró la señora
Cappelli a la casa.
-Una pobre mujer en el peor estado posible -?le informó la señora
Cappelli?-: una madre con un hijo cruel sin ningún amor por ella.
Isadora se persignó.
-Está matando a su madre -añadió la señora Cappelli.
De inmediato Greg se convirtió en una plaga del barrio, una
enfermedad, una invasión. El cachorrito juguetón de los Ransom entró al patio
de los Morrow y Greg le rompió la pierna de una patada, arguyendo que el pobre
perro de orejas colgantes lo había atacado. Cuando le daba la gana, así fuera a
la una de la mañana, buscaba acordes en su guitarra atronadora. Muchas noches
las pasaba fuera y solía volver a las tres de la madrugada, con las llantas
chirriando y el escape abierto. A menudo llenaba la casa de los Morrow con
hordas de hippies que celebraban fiestas de rock y cerveza.
Los vecinos gruñían e intercambiaban opiniones iracundas
acerca de Greg, hablando por encima de las cercas de sus patios o en el café.
La falta de liderazgo era una fuerza aturdida e inerte, y nadie hizo nada
respecto a Greg hasta una mañana, a eso de las dos, cuando un estruendo sin
precedentes sacudió la casa de los Morrow.
El señor Sigmon (de la casa blanca estilo colonial cruzando
la calle) decidió que no era posible soportarlo más. Hizo a un lado la cobija,
se sentó en la cama, encendió la lámpara y marcó el número de Información desde
su aparato. Sí, le confirmó Información, había un teléfono instalado en el
domicilio de los Morrow. El señor Sigmon anotó el número, titubeó un instante y
por fin lo marcó. El teléfono de los Morrow sonó seis o siete veces antes de
que nadie lo notara. Por fin se oyó la voz ebria de una chica, riéndose:
-Si no es una de esas llamadas obscenas, mejor cuelga.
-Quiero hablar con Greg -dijo el señor Sigmon, sintiendo el
sudor de la mano en el teléfono.
La chica gritó el nombre de Greg, y él respondió.
-Tengan corazón -le rogó el señor Sigmon-. ¿No pueden hacer
un poco menos de ruido?
-¿Quién habla? -preguntó Greg.
-Yo… eh… el señor Sigmon, el vecino de enfrente.
-¿Qué le parece si le rompo el hocico, señor
Sigmon-vecino-de-enfrente?
-Mira, Greg -replicó el señor Sigmon armándose de valor?-,
solo pido que te moderes.
-¡Mételo por donde te quepa!
Una explosión de ira quemó los bordes de la timidez del
señor Sigmon.
-Mira, cachorrito, si no paran el ruido llamo a la policía.
Por un instante no se oyó más que el ruido de la fiesta en
el teléfono, las risas salvajes, las conversaciones a grito pelado, el fondo de
rock pesado. De repente, Greg dijo:
-Está bien, viejo. No tiene por qué enfadarse tanto. Solo
nos estamos divirtiendo un poco.
La fiesta se enfrió y el señor Sigmon se acostó junto a su
esposa, que estaba despierta, sintiendo que había crecido unos cuantos
centímetros gracias a que había controlado a Greg.
Dos días después la señora Sigmon salió de su camioneta con
una bolsa de comestibles, se acercó a la entrada y dejó caer la compra de
golpe. Se tapó la boca con los nudillos y gritó. Vio en la puerta principal el
cadáver tieso de su gato, con la cabeza retorcida y el hocico apuntando hacia
arriba, alejándose de los hombros.
Esa misma noche Greg organizó otra fiesta, la más estridente
de todas.
Para la señora Cappelli era como si entre ellos apareciera
una presencia tenebrosa. Ya no era la misma calle, tranquila y cálida: era
igual que una siniestra calle urbana, con un aura que obligaba a los peatones
indefensos a apresurarse al anochecer, con los oídos atentos al menor sonido.
-Tal vez los Morrow se muden -dijo la señora Cappelli a la
hora del desayuno.
-Sí -concurrió Isadora-, son como gitanos. Pero ¿cuándo? Esa
es la cuestión. ¿El mes que viene? ¿En un año? ¿Antes de que el jovencito haga
algo aun más horrible?
-¡Su pobre madre! -se compadeció la señora Cappelli mientras
daba vuelta al huevo en la sartén?-. Si pudiera viajar por el mundo, se
acabaría su problema.
Un poco más tarde ese mismo día, la señora Cappelli se llevó
su té de la tarde a la recámara. Puso la taza caliente sobre una mesita y cruzó
la habitación hasta llegar junto a la ventana lateral. Afuera, a nivel con el
alféizar, dos golondrinas andaban brincando sobre un saliente, picoteando
restos de comida entre las grietas.
-Hola, criaturas -dijo la señora Cappelli?-. Todavía es
temprano para la cena. Deben de tener hambre para estar comiendo las sobras.
Se volvió al buró y tomó un frasco. Las golondrinas se
echaron a volar mientras ella quitaba la tapa y sacaba el brazo para extender
un festín de semillas y migajas sobre el saliente.
Las golondrinas estaban de vuelta cuando la señora Cappelli
tomó su taza de té y se instaló en la mecedora de madera cerca de la ventana.
Llegaron más pájaros: otras golondrinas, un petirrojo, un tordo, un pequeño
reyezuelo. Eran una delicia de movimientos y colores, con una felicidad
natural, tan fáciles de complacer. Tal vez había algo de tontería en el hábito
de contemplar y alimentar a los pájaros diariamente, pero las aves
recompensaban a la señora Cappelli con placeres silenciosos en días que a veces
parecían interminables. Por lo tanto, se decía a sí misma, tiene que ser algo
de verdad importante.
Se estaba preguntando si aparecería el Príncipe cuando de
pronto se presentó. Bellísimo. Elegante. El más hermoso de los cardenales desde
Audubon. Llevaba mucho tiempo haciendo su visita de cada día. Siempre se
instalaba al borde del saliente, con la orgullosa cabeza alzada y vuelta para
mirar a la señora Cappelli. Ella se inclinó un poco hacia delante.
-Hola, qué tal -dijo en voz suave-. ¿Le parece que la comida
de hoy está a la altura de sus gustos aristocráticos?
Ya no podía deleitarse en sus palabras, tampoco al mirar al
Príncipe y sus amigos. Ya no. Se quedó apoyada en el respaldo, con los dedos
agarrados a los brazos de la mecedora. Ese día, más que el anterior y el otro,
tuvo conciencia de la ausencia de alegría. Aunque trataba de no admitirlo, en
su ritual con los pájaros había una pizca de ansiedad, incluso de miedo. No
podía dejar de pensar en el jovencito de la casa de al lado y su rifle de
municiones. Pum, pum, pum… Su mano fuerte cargando el disparador mientras sus
ojos recorrían los árboles en busca de un blanco inocente, confiado, indefenso,
y un cuerpecito emplumado retorciéndose al caer de cabeza al suelo.
La señora Cappelli pensó que quizá debería dejar de
alimentar a los pájaros mientras estuviera allá amenazándolos el rifle de aire…
Estaba considerando esa idea cuando vio alzarse una
nubecilla de plumas rojas en el pecho del cardenal. El pájaro desapareció
enseguida. Los demás pájaros se dispersaron en un vuelo súbito.
La señora Cappelli se quedó donde estaba sentada, los ojos
ciegos, calientes y secos. De repente, se alzó de la mecedora y bajó cruzando
toda la casa. Con los últimos rayos del sol penetrando la fría capa sobre su
piel, buscó por todo el patio, entre los arbustos junto al edificio. El cadáver
del cardenal no aparecía, y tuvo la certeza de que Greg había corrido a
esconder la evidencia antes de que ella saliera de su casa.
Se lo imaginó observando el saliente, vigilando a los
pájaros de ella, oyendo su charla con el cardenal mientras se movía cerca de la
ventana. En el interior del muchacho se alzaba un instinto oscuro, una
voracidad, y en las profundidades desconocidas y tortuosas de su mente había
ideado sus planes. Esperó, como una bestia que saborea anticipadamente la
matanza. Enseguida sintió el placer de apretar el gatillo y ver caer al
cardenal.
La señora Cappelli se dio vuelta con lentitud y lo vio ahí,
de pie, frente a la casa de los Morrow, con su rifle de aire colgado del brazo.
Alto. Esbelto. Joven. Desafiándola. Poniéndole una trampa. Alzando los labios
para formar una sonrisa que atravesó a la señora Cappelli como un témpano de
hielo.
La señora Cappelli giró sobre sus piernas tiesas y entró a
su casa.
El nombre del policía era Longstreet, sargento Harley
Longstreet, un hombre alto y fornido con rostro de grandes facciones y largos
cabellos castaños.
Con las cortinas de la sala abiertas, la señora Cappelli lo
vio salir de la casa de los Morrow. Se detuvo un instante mirando sobre el
hombro, con un cuaderno de hojas sueltas en la mano. Un poco después se acercó
a la puerta principal de Cappelli. El sargento no pensaba que la muerte de un
pájaro no fuera importante, menos en esas circunstancias. Le atribuyó
significado e importancia considerables. Una hora antes entró a la casa de los
Morrow. Y ya estaba de vuelta.
La señora Cappelli permaneció con los dedos al borde de la
puerta abierta.
-Creo que entiendo, señor Longstreet -dijo, sin rencor.
-Simplemente niega haber matado al pájaro, señora. ¿Usted
vio que lo mataba?
-No lo vi apretar el gatillo.
-Sabe usted, señora Cappelli, la ley consiste en letras
negras impresas en papel blanco. La señora Morrow no está en su casa. Tampoco
hay nadie afuera de las casas de los alrededores. Sin testigos ni pruebas
tangibles, he hecho todo lo que he podido.
-Lo aprecio mucho, señor Longstreet.
El policía titubeó, dando golpecitos al cuaderno con el dedo
pulgar.
-Él afirma que usted es una anciana amargada que no quiere
que haya gente joven en el barrio.
-Está mintiendo, señor Longstreet. Yo disfruto mucho de los
jóvenes razonablemente normales. ¿Usted le cree a él?
-Ni por un instante, señora Cappelli. Nada de lo que dice.
Volvió a hojear el cuaderno.
-Busqué rápidamente en nuestros archivos cuando usted llamó,
para ver si teníamos algún expediente con datos sobre su persona. Ya sabe que
contamos con computadoras, y basta con apretar un botón para verificar si hay
registros de sus actividades en las agencias de cualquier ciudad o municipio.
Ella por fin cerró la puerta y recargó los hombros.
-¿Y qué dice su computadora?
La mirada penetrante del sargento pasaba del cuaderno a su
interlocutora.
-Nuestro Greg Morrow pasó dos años en una institución
correccional para adolescentes inadaptados. Entró a los dieciséis años, y lo
soltaron el día que cumplió dieciocho, y eso fue hace dieciocho meses. Antes de
las acciones que lo llevaron a la correccional hay reportes de clases
perturbadas y vandalismo en las escuelas, ataques contra compañeros menores
para despojarlos de sus monedas. Lo expulsaron cuando atacó a un director de
escuela.
-Ese director tendría que haberlo azotado con una vara de
nogal -?comentó la señora Cappelli?-. Pero en ese caso, habrían metido en la
cárcel al director.
-Es posible -aceptó Longstreet, guardándose el cuaderno en
el bolsillo de la cadera?-. Hemos recibido quejas sobre Greg casi desde el
mismo día en que salió libre, de los diversos lugares en donde los Morrow han
vivido. Pero no se ha podido probar nada en los juzgados, aparte de una
sentencia suspendida por vandalismo en una casa.
La señora Cappelli se movió lentamente a un sillón grande y
se hundió en la orilla, con las manos aferradas a sus rodillas.
-Señor Longstreet, Greg Morrow no es nada más un adolescente
mal portado. Él pertenece a las fuerzas y hechos que tan frecuentemente
aparecen bajo titulares sangrientos.
-Es muy posible.
Su tono de voz obligó a la señora Cappelli a alzar la mirada
y reconoció la amargura en los ojos del policía. Lo compadeció por las duras
dificultades de su trabajo.
-No lo tome a mal, señor Longstreet. Le agradezco que haya
venido y le haya hablado. Tal vez se asuste por algún tiempo, y eso ayudará un
poco.
-No podemos encerrarlos sin tener pruebas firmes de que
hayan cometido un crimen. En ocasiones, es demasiado tarde.
-Siempre es demasiado tarde después de cometido el crimen,
señor Longstreet -?comentó ella, al tiempo que se levantaba para despedirlo.
El policía se quedó un momento mirando a esa pequeña mujer
tan robusta.
-Voy a encomendar a las patrullas de vigilancia que presten
particular atención a su calle, señora Cappelli. Haré todo lo posible.
-Estoy segura de eso.
-Que tenga un buen día, señora Cappelli.
-Buen día, señor Longstreet.
Se quedó mirando al sargento hasta que subió a un coche de
la policía sin insignias estacionado junto a la banqueta. El señor Longstreet
se quedó un rato sin moverse, después de encender el motor, mirando la casa de
los Morrow. Finalmente se puso en marcha.
Al darse vuelta, la señora Cappelli vio a Greg. Estaba de
pie en su patio, con los pulgares enganchados en el cinturón, observando el
coche del policía hasta que llegó a la intersección, donde se perdió de vista.
La señora Cappelli comenzó a cerrar la puerta. Pero súbitamente cruzó su propio
patio delantero para llegar adonde las propiedades se separaban.
-¿Greg?… ¿Puedo hablar contigo?
Él movió solo la cabeza para mirarla fijamente.
-¿Y por qué iba yo a hablar con una perra desgraciada que me
acusa con los polizontes?
Ella palideció, pero controló el calor de su rabia.
-Pensé que podríamos hablar civilizadamente. Después de
todo, Greg, tenemos que vivir como vecinos.
-¿Quién dice vivir? Alguien se podría morir. Los vejestorios
a cada rato estiran la pata, ¿sabe?
-Sé un poco razonable, Greg. Es lo único que te pido. Yo me
alegré cuando llegaron al barrio, tú tan joven y vigoroso. Me hubiera agradado
sentir actividad juvenil junto a mi casa.
-Vieja rata, me denunciaste a los polizontes.
-Mira, Greg. Es necesario que te señale los límites. ¿Por
qué no discutimos sobre esto? Respetarlos… Vivir cada quien su vida…
Él la miró con una estudiada actitud de insolencia.
-Cometiste un error muy grave al llamar a Longstreet, vieja.
No me gusta. No me gusta nada. Y no lo olvido.
Ella respondió, por fin, en un tono que expresaba furia.
-¿Me estás amenazando, Greg?
-¿Quién dice? ¿Puedes probarle eso a Longstreet? Tu palabra
contra la mía. Yo sé cómo funciona la ley. Conozco mis derechos.
-Creo que esto no va a servir de nada, Greg. Lamento haber
venido a tratar de hablar contigo.
Él se desplazó unos pasos hacia ella. La luz del sol
poniente le acentuaba los pómulos. Tenía tenso el cuerpo, como si estuviera
listo para lanzarse sobre ella.
-Tendrás mucho más que lamentar en el futuro, vieja. Más
vale que lo creas. Piensa en eso. No sabrás cuándo, cómo ni dónde. Pero no me
agrada que nadie me denuncie a los polizontes.
-Espero que no vayas más allá de las palabras, Greg.
Él se rio de pronto.
-Aquel director de escuela, el que hizo que me encerraran,
¿sabes lo que le pasó? Como al año de haber salido libre yo, un auto se dio a
la fuga tras atropellar a la hija del maldito director. Quedó con las piernas
tullidas para el resto de su vida. Claro que la policía me interrogó. No
pudieron probar nada.
La señora Cappelli no pudo soportarlo más. Se dio vuelta y
fue a su casa con pasos rápidos.
-No te olvides de pensar en eso, vieja -le gritó Greg?-. Que
no se te olvide: nadie puede probarle nunca nada a Greg Morrow.
Después de tres días, la señora Cappelli tuvo esperanzas de
que Greg hubiera reflexionado. Tal vez los insultos le satisfacían el ego. Ese
tipo de persona casi nunca va más lejos.
Casi nunca.
La cuarta noche, la señora Cappelli se agitaba mientras
dormía, soñando que olía a humo. Murmuró algo en estado semiconsciente; de
súbito tuvo la certeza clara y helada de que ya no estaba dormida.
Hizo a un lado la sábana, le salió un gritito de la garganta
y se levantó tambaleante, una figura fantasmal en un camisón que le llegaba a
los tobillos.
-¡Isadora! -gritó mientras cruzaba el vestíbulo?-. ¡Isadora!
¡Despierta, dormilona! ¡Se está quemando la casa!
Se abrió de golpe la puerta de la habitación de Isadora, que
apareció vestida igual que su patrona, con sus trenzas de gris acero colgando a
los lados del rostro sobre los hombros.
-¿Qué pasa? ¿Qué es? -barbotó Isadora, castañeteando los
dientes. Vio el resplandor rojizo en la escalera y se puso a persignarse una y
otra vez?-. ¡Oh Dios, ten piedad, misericordia del Cielo!
Juntas, las dos mujeres bajaron a empellones por la
escalera. En el comedor era más fuerte el reflejo del fuego.
-¡Pronto, Isadora, a la cocina! Cruzaron veloces el comedor
y se detuvieron dentro de la cocina. Una vislumbre le bastó a la señora
Cappelli para adivinar la situación. Las cortinas sobre el vidrio de la puerta
exterior fueron las que comenzaron a arder, y de ellas no quedaban más que
cenizas y brasas. Las llamas pasaron sin dificultad a las cortinas de la
ventana a lo largo de la parte posterior de la cocina, y estaban atacando los
gabinetes, impregnando el aire con el olor de barniz quemado.
Isadora se metió a la alacena, arrojando cazuelas hasta
agarrar dos de las más grandes. La señora Cappelli fue más directa. Tomó la
manguera del fregadero y la extendió a todo lo que daba, abrió al límite el
grifo de agua fría y combatió las llamas hasta apagar las últimas chispas.
Entre nubes de humo que salían de los gabinetes, la señora
Cappelli se agarró de una silla de la cocina y se hundió debilitada en ella.
Acompasó su aliento con los bufidos de Isadora y comenzó a recuperar sus
fuerzas.
-Qué horrible pudo ser si no te hubieras despertado -?dijo
Isadora a través de los dientes, que golpeaban unos contra otros.
-Sí -dijo la señora Cappelli.
Isadora se apoyó en la mesa de la cocina para levantarse de
la silla.
-Habrá que llamar a los bomberos para asegurarnos de que
todo se haya extinguido.
-Sí -repuso la señora Cappelli.
-Y a la policía.
-¡No!
Isadora miró a la señora Cappelli, alarmada por su tono
agudo de voz.
-Pero María…, sabemos quién hizo esto. Ha estado planeando,
esperando, pensando y decidiendo qué hacer, lo sabemos.
-Sí. Y esta noche al fin actuó.
La señora Cappelli examinó la puerta ennegrecida por el
fuego; su mirada se detuvo sobre la base. Se levantó, cruzó hacia la puerta y
se arrodilló. Tocó las cenizas en el suelo.
-Y lo hizo con tanta simpleza -dijo-. No todas las cenizas
aquí son de textiles. Muchas parecen de papel. Qué fácil, sin tener que entrar
ni romper la puerta de la cocina. Bastó con meter tiras de papel hasta que
hubiera suficientes bajo la puerta, y entonces le prendió fuego a la pila
dentro de la cocina. Pronto la voracidad de las llamas se pasó a las cortinas.
Ambas mujeres parecían parte de un cuadro: Isadora de pie
junto a la mesa, la señora Cappelli arrodillada al lado de la puerta, mirándose
una a la otra.
-Sí, entiendo -dijo Isadora-. Está muy claro. Y la policía
lo vería claro también. Pero no podrán hacer que el chico confiese. Y tendrá
una coartada, alguien jurará que esta noche estaba muy lejos de aquí.
Un sollozo se le atoró a la señora Cappelli en la garganta.
-¿Hasta qué punto podemos soportar, Isadora? Llama de
inmediato a los bomberos. Y enseguida me pasas el teléfono. Aunque sea muy
tarde, quiero oír el sonido de la voz de John. A las diez de la noche del día
siguiente un taxi del aeropuerto depositó a John frente a la casa de Cappelli.
-¡Es él! -exclamó Isadora al verlo bajar del taxi y tomar su
única pieza de equipaje.
Al lado de Isadora, convertida en un vertiginoso centro de
emociones, la señora Cappelli le dio un codazo.
-¡Pronto, Isadora! La mesa…, las velas de la cena.
Isadora salió volando de la puerta y dejó que la señora
Cappelli contemplara ella sola la llegada de su hijo.
La señora Cappelli sabía que no habría comido en el avión.
Mamma siempre lo esperaba con uno de sus guisados favoritos, sin importar la
hora de su llegada. Esa noche la cena se centraba en un arrosto di agnello, y
ya podía verlo llenarse la boca con el cordero suculento mientras le enviaba
con los dedos un beso de aprobación.
-¡Ah, John, John!
Sus brazos totalmente abiertos envolvieron su fuerza oscura,
imponente y masculina, y, como siempre, se echó a llorar de alegría. Él la alzó
en sus brazos, casi como para llevarla consigo, y le dio un beso en cada
mejilla.
-¿Qué es esto que huele tan bien? ¿No será ese cordero asado
que solo sabe hacer mia madre?
-Por supuesto, John. ¿Qué tal el vuelo? Isadora, ¿dónde
estás? ¡Rápido, Isadora, el hombre más guapo del mundo tiene mucha hambre!
Del brazo de su hijo, la señora Cappelli entró al comedor
haciendo preguntas sobre su nuera y sus preciosos nietos.
-Todo bien en el norte -le aseguró John-. Las cosas no
podrían ir mejor.
Se sentó a la cabecera de la mesa de nogal labrado frente a
un escenario de lo más seductor: servilletas blancas como la nieve, porcelanas
finas, cristal y plata, velas altas en viejos candelabros de plata, guisados
finos en platones tapados.
Isadora y la señora Cappelli se contentaron con permanecer
sentadas, cada una a un lado, mirándolo comer y anticipándose a cada uno de sus
deseos.
Por fin llegó el momento en que ya no pudo comer más y
premió a su madre con un amoroso guiño y un pequeño eructo pleno de aprecio.
Puso la servilleta sobre la mesa, empujó la silla hacia
atrás y alzó una de las velas para encender un angosto puro negro.
La señora Cappelli se puso a su lado cuando él se movió
hacia las ventanas a un costado del comedor para mirar las luces en la casa de
los Morrow.
-Cuéntame ahora, mamma, ¿qué problema hay?
Ella le relató con todos los pormenores lo sucedido desde el
momento en que Greg Morrow se mudó a la casa de al lado. Le dio a conocer todos
los hábitos de Greg, las identidades de sus amigos más cercanos, la marca,
modelo y número de matrícula del automóvil de los Morrow. Tardó varios minutos,
pues había ido acumulando mucha información a lo largo del tiempo en que Greg
había sido su vecino.
Cuando por fin concluyó, John le pasó un brazo sobre los
hombros.
-No te preocupes, mamma -dijo en voz baja?-. Todo se
arreglará. Ese joven animal dejará de torturar a su madre. Ya no podrá matar ni
dañar a los animales. No atropellará a más niños para luego salir huyendo. No
volverá a encender fuegos para provocar incendios. Muy pronto nos haremos
cargo, en cuanto se presente la primera ocasión propicia.
Al mirarlo, la señora Cappelli sabía que eso se cumpliría.
Con ella, Greg Morrow cometió el mayor error de su vida. Se acordó del abuelo
de John y de su padre, y de los hombres Cappelli desde Sicilia hasta San
Francisco. En toda la mafia no se hallaban mejores soldados que los hombres de
Cappelli, y así había sido por varias generaciones. Aplicaban la ley de la
mafia sin miedo ni la menor contemplación. Y ninguno de ellos era más leal que
el amor de su corazón: su adorado John.
FIN
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