Me acordaré de ti ¡todas las noches a las once!… En la plaza sin luna de tu ausencia pronunciaré tu nombre con el mismo temblor del primer día ¡todas las noches, a las once!… Y aunque esté en un café, o en un teatro o en un duelo, sin que nadie me importe, te llamaré -subasta de mi pena- todas las noches a las once… Y si la gente -¡qué importa la gente!- no sabe, no comprende, o no conoce lo que es el amor, que aprenda de mis labios todas las noches a las once… Que cariño que no es nube, ni melindre, sino sangre, canción, olivo y monte… Seguiré así, gritándolo a los vientos, todas las noches a las once… Y un día llegará -¡que Dios me oiga!- que cuando vaya a pronunciar tu nombre, tú estés bajo la lluvia de mis besos a las diez, a las once y a las doce. |
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