Francisco
Umbral
-Es todo oro.
-¿Todo oro?
El candelabro estaba sobre una repisa,
entre los dos espejos, en la peluquería del barrio.
-Se lo ha dejado de herencia el ricacho
de los viernes.
-Éste, que lo cogería al descuido.
-¿Qué ricacho?
-El maestro afeitaba todos los viernes a
un pudiente que no se movía de la cama.
-El último viernes me lo encontré de
cuerpo presente -explicó el maestro.
-Pues te ha dejado buena herencia -dijo
el señor Félix, carterista retirado y hombre de afeitado diario.
-Me lo dio el ama de llaves.
-Dice que se lo dio el ama de llaves.
-¿Y es todo oro?
-Todo oro.
La muchacha estaba en un rincón y miraba
con ojos lentos al candelabro de oro.
-Mañana lo llevo al Rastro -decía el
peluquero.
-¿Por qué se llama candelabro? -preguntó
la muchacha recogiendo sus manos sobre la falda.
-Es el candil que usan los ricos.
-Me lo dio el ama de llaves.
-Éste, que lo cogería al descuido.
-Y que es de oro macizo.
-¿Oro macizo?
-Cuando una señorita quiere seguir siendo
señorita, más vale que no sepa nunca lo que es el oro macizo -moralizaba el
señor Félix, el carterista retirado, hombre de afeitado diario.
-El último viernes lo encontré de cuerpo
presente -explicaba el maestro a los que iban llegando.
Era una tarde de sábado. El cuchitril del
peluquero olía a loción barata, a barba enjabonada, a peonaje ocioso y
esquilado. La penumbra del atardecer iba llegando a los gastados espejos de la
peluquería.
-Que nos afeite a la luz del candelabro.
-Eso.
-Va a parecer un entierro.
-Un funeral de tercera.
-Mira que a la luz de un candelabro…
-Qué macabros son los ricos.
Lentamente, apocadamente, la muchacha fue
prendiendo uno por uno todos los brazos del candelabro.
-Ahora sí que brilla el oro.
-Mañana lo llevo al Rastro.
-También ha sido ocurrencia.
-Se lo ha dejado en testamento el ricacho
de los viernes.
-No se cumple con menos por enjabonar a
un moribundo.
-Y que es todo oro.
-¿Todo oro?
-Me lo dio el ama de llaves.
-Dice que se lo dio el ama de llaves.
-Éste, que lo cogería al descuido.
-Es el candil que usan los ricos.
Y fueron pasando bajo la luz incierta y
suntuosa del candelabro.
El hortelano, cansado; el hortera,
redicho; el obrero especializado, el peón de albañil, el talabartero, de manos
teñidas y olorosas… Era como una revolución a la inversa. Como una extraña
inquisición. Las luces del candelabro les reflejaba siniestros o regocijados en
los espejos sombríos. Al fondo del azogue, tras la luz y la sombra, tras las
cintas de humo áspero que cruzaban el local, estaban los ojos lentos de la
muchacha.
-¿Habéis visto la ocurrencia?
La puerta se abría continuamente.
Entraban nuevos clientes con oscuros bultos al hombro y una herramienta en la
mano.
-No está mal la palmatoria.
-¿Se moderniza el establecimiento?
Y les contaba el caso.
-Es todo oro.
-¿Todo oro?
Se acercaban, dejando su hatillo debajo
de una silla, a mirar de cerca el candelabro. Un parroquiano dio suavemente en
el pie del candelabro con el corte de la herramienta que traía en la mano.
-Pues sí que suena a oro.
Luego dio otro parroquiano.
Y otro. Y otro. Era un mínimo concierto
de notas metálicas y breves. Cada jornalero escuchaba como un experto en oro el
sonido del candelabro. La tertulia peluquera de los sábados tenía un color
denso y nuevo. La gente andaba fumando entre sombras, pero parecían todos
revestidos, a la luz de las llamitas, de los resplandores mismos del oro puro.
-O se enciende la bombilla o yo no me
afeito.
Era Hermógenes, el mozo de almacén.
-Cada uno tiene sus supersticiones.
-Esto parece cosa de espiritismo.
-Ya está bien de candelabro.
-Y que es la herencia de un muerto.
-Lo que digo. Espiritismo.
-Cada cual con sus rarezas.
-No está mal la palmatoria.
-El último viernes se encontró al
parroquiano de cuerpo presente.
-Mañana lo llevo al Rastro.
-Cuando una señorita quiere seguir siendo
señorita, más vale que no sepa nunca lo que es el oro macizo -moralizaba el
señor Félix, carterista retirado y hombre de afeitado diario.
-O se enciende la bombilla o yo no me
afeito. Encendieron la bombilla.
Y se acabó la magia y el funeral, y el
festejo y el concierto de las melladas herramientas sobre el oro claro y sonoro
del candelabro.
-También son rarezas.
-Éste, que lo cogería al descuido.
-Se lo dio el ama de llaves.
-¿Y es todo oro?
-Todo oro.
El ambiente había quedado raro. Se
miraban unos a otros un poco desconcertados, sin saber ya por dónde llevar la
broma.
En los recelos de Hermógenes, el mozo de
almacén, y en los ojos de la muchacha, los secretos miedos, los asombros y las
ignorancias del pueblo.
Ella se acercó nuevamente al candelabro,
y levantando un poco la cabeza fue soplando una por una todas sus velas.
Quedamente. Casi supersticiosamente.
Se había hecho un silencio. Olía a tabaco
negro y a jabón de afeitar. El humo de las velas anduvo un momento en torno a
la clara cabeza de la muchacha, como un enjambre de vagos pensamientos en
huida. Sonó la voz del maestro.
-Mañana lo llevo al Rastro.
FIN
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