No es posible entender la crisis política que enfrenta Macron sin antes recordar ciertas peculiaridades de la sociedad francesa como la existencia de intereses corporativos, típicos de la Edad Media, que subsisten por el alto nivel de intervencionismo estatal en la economía. Así, los franceses actúan políticamente de acuerdo a la necesidad de conservar los privilegios de la corporación que integran, resultando irrelevante las razones técnicas por las que deberían suprimirse; y esto, en un país donde el fuerte sindicato de taxistas lucha contra los aplicativos como Uber y los mejores estudiantes universitarios aspiran a ser funcionarios del Estado.
La reforma del sistema de pensiones es más que un dedo en la llaga, en un país donde los integrantes del Ballet de la Ópera de París pueden jubilarse a los 42 años, o un tranviario a los 52, siempre con dos tercios del sueldo final. Cada grupo social defiende lo suyo sin importarle que el sistema pensionario esté prácticamente quebrado, el Estado de Bienestar suponía que las pensiones de los mayores fuesen financiadas con los impuestos de los jóvenes, pero la drástica disminución de la natalidad desde la Generación X, obliga a repensar en la reforma del sistema, aunque provoque la indignada reacción de los centenares de sindicatos afectados.
Desde la perspectiva del ciudadano común, formado desde la escuela en la creencia de un Estado protector y benefactor, se considera una traición lo dispuesto por Macron sin participación de las Cámaras; es más, responde a la reafirmación del predominio de una ideología globalista que, partiendo desde las fuentes socialdemócratas, se ha transformado en una perspectiva progre-liberal, que privilegia la visión economicista a los derechos adquiridos, el ambientalismo radical al confort de las familias de los trabajadores.
Mientras Europa fue construida sobre una socialdemocracia orientada hacia el bienestar de los trabajadores y sindicatos, ahora es dependiente de los dogmas de las nuevas religiones dominantes e inapelables: la ideología de género, el credo LGTB, el radicalismo climático, y la promoción de la migración ilegal.
El trabajador francés que antes creía asegurado su puesto de trabajo y su futura jubilación, observa ahora la descomposición de la sociedad que suponía construida en la medida de sus necesidades. Salvo que el Consejo Constitucional disponga lo contrario, se jubilará más tarde, no podrá comprar un auto a gasolina ni pagar uno eléctrico, no usará aire acondicionado, vivirá en peligro al transitar en la calle y sus hijos estudiarán en colegios donde les cuestionarán su identidad sexual. No resulta extraño entonces que la derecha alternativa de Marine Le Pen tenga ahora la mayor opción electoral.
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