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miércoles, 8 de marzo de 2023

EL CARRITO











MARIANA ENRIQUEZ




Juancho estaba borracho esa tarde, y se paseaba por la vereda

bravucón, aunque ya nadie en el barrio se sentía amenazado, o

siquiera inquieto, por su presencia intoxicada. A mitad de cuadra,

Horacio lavaba el auto como todos los domingos, en shorts y

chancletas, la panza tensa y prominente, el pelo en pecho

canoso, la radio con el partido. En la esquina, los gallegos del

bazar tomaban mate con la pava en el piso, entre las dos sillas

reclinables que habían sacado afuera, porque el sol estaba

lindo. Enfrente, los hijos de Coca tomaban cerveza en el

umbral, y un grupo de chicas recién bañadas y demasiado

maquilladas charlaban paradas en la puerta del garaje de

Valeria. Mi papá había intentado, más temprano, decir buenas

tardes y darles charla a los vecinos, pero volvió adentro como

siempre, cabizbajo, apenas contrariado, porque era buena

gente pero no tenía conversación, cada tarde de domingo

decía lo mismo.

Mi mamá espiaba por la ventana. Se aburría con la tele

dominguera, pero no tenía ganas de salir. Miraba por las rendijas

de las persianas entreabiertas, y de vez en cuando nos pedía un té,

o una galletita, o una aspirina. Mi hermano y yo solíamos

quedarnos los domingos en casa; a veces, a la noche, nos

dábamos una vuelta por el centro, si papá nos prestaba el auto.

Mamá lo vio primero. Venía de la esquina de Tuyutí, por el medio

de la calle, con un carro de supermercado muy cargado, y todavía

más borracho que Juancho, pero se las arreglaba para empujar la

basura acumulada, botellas, cartones, guías telefónicas. Se detuvo

frente al auto de Horacio, tambaleándose. Hacía calor esa tarde,




pero el hombre llevaba un pullover viejo, verdoso. Debía tener unos

sesenta años. Dejó el carrito junto al cordón, se acercó al coche y,

justo del lado que le quedaba mejor a mi mamá para verlo, se bajó

los pantalones.

Ella nos llamó a lo gritos. Nos acercamos y espiamos por las

rendijas de las persianas los tres, mi hermano, papá y yo. El

hombre, que no llevaba calzoncillos bajo un mugriento pantalón de

vestir, cagó en la vereda, mierda floja, casi diarreica, y mucha

cantidad; el olor nos llegó, apestaba tanto a mierda como a alcohol.

Pobre hombre, dijo mi mamá. Qué miseria, a lo que puede llegar

uno, dijo mi papá.

Horacio estaba estupefacto, pero se veía que empezaba a

calentarse, porque se le enrojeció el cuello. Pero antes de que

pudiera reaccionar, Juancho cruzó la calle, corriendo, y empujó al

hombre, que todavía no había tenido tiempo de levantarse, ni de

subirse los pantalones. El viejo cayó sobre su propia mierda, que le

embadurnó el pullover, y la mano derecha. Sólo murmuró un ay.

–¡Negro de mierda! –le gritó Juancho–. Villero y la concha de tu

madre, ¡no vas a venir a cagarnos en el barrio, negro zarpado!

Lo pateó en el suelo. El también se manchó de mierda los pies,

llevaba ojotas.

–Te levantás, conchisumadre, te levantás y le baldeás la vereda al

Horacio, acá no se jode, volvé a la villa, hijo de una remil puta.

Y lo siguió pateando, en el pecho, en la espalda. El hombre no

podía levantarse; parecía no entender lo que estaba pasando. De

pronto se puso a llorar.

No es para tanto, dijo mi papá. Cómo va a humillar así al pobre

desgraciado, dijo mi mamá, y se paró, y enfiló hacia la puerta.

Nosotros la seguimos. Cuando mamá llegó a la vereda, Juancho




había levantado al hombre, que lloriqueaba y pedía perdón, y

trataba de ponerle entre las manos la manguera con la que Horacio

había estado lavando el auto, para que limpiara su propia mierda.

La cuadra apestaba. Nadie se atrevía a acercarse. Horacio dijo

“Juancho, dejá”, pero en voz baja.

Mi mamá intervino. Todos la respetaban, especialmente Juancho,

porque ella solía darle unas monedas para vino cuando le pedía;

los demás la trataban con deferencia porque mamá era kinesióloga,

pero todos pensaban que era médica, y la llamaban doctora.

–Dejalo en paz. Que se vaya y listo. Nosotros limpiamos. Está

borracho, no sabe lo que hace, no tenés por qué pegarle.

El viejo miró a mamá, y ella le dijo: “Señor, pida disculpas y vaya”.

El murmuró algo, soltó la manguera y, todavía con los pantalones

bajos, quiso arrastrar el carrito.

–Acá la doctora te perdona la vida, negro culeado, pero el carro no

te lo llevás. La mugre la pagás, zarpado del orto, en el barrio no se

jode.

Mamá intentó disuadir a Juancho, pero él estaba borracho, y

furioso, y gritaba como un justiciero, y en los ojos no le quedaba

nada blanco, negro y rojo, como los colores del short que llevaba

puesto. Se puso adelante del carro y no dejó que el hombre lo

pusiera a andar. Yo tuve miedo de que empezara otra pelea –otra

golpiza de Juancho, en realidad– pero el hombre pareció

despertarse. Se subió el cierre de los pantalones –no tenían botón–

y se fue caminando por el medio de la calle otra vez, hacia

Catamarca; todos los miraron irse, los gallegos murmurando qué

barbaridad, los hijos de Coca a las risotadas, las chicas en la puerta

del garaje de Valeria riéndose nerviosas algunas, otras cabizbajas,

como avergonzadas. Horacio puteaba en voz baja. Juancho sacó

una botella del carrito y se la revoleó al hombre, pero le pasó muy

lejos y se estrelló contra el asfalto. El hombre, sobresaltado por el




ruido, se dio vuelta y gritó algo, ininteligible. No supimos si hablaba

otro idioma (pero ¿cuál?) o si sencillamente no podía articular por la

borrachera. Pero antes de salir corriendo en zigzag, huyendo de

Juancho que lo persiguió a los gritos, miró a mi mamá con toda

lucidez y asintió, dos veces. Dijo algo más, girando los ojos,

abarcando toda la cuadra y más. Después desapareció por la

esquina. Juancho, demasiado en pedo, no lo siguió. Nomás siguió

gritando, un rato largo.

Entramos a casa. Los vecinos seguirían hablando del tema toda la

tarde, y la semana. Horacio usó la manguera, puro rezongo y

negros de mierda, negros de mierda.

Este barrio no da para más, dijo mi mamá, y cerró la persiana.

- - -

Alguien, probablemente el propio Juancho, movió el carrito a la

esquina de Tuyutí, y lo dejó estacionado frente a la casa

abandonada de doña Rita, que se había muerto el año anterior.

Pocos días después, nadie le prestaba atención. Al principio sí,

porque esperaban que el villero –qué otra cosa podía ser– volviera

a buscarlo. Pero no apareció, y nadie sabía qué hacer con sus

cosas. Así que ahí quedaron, y un día se mojaron con la lluvia, y los

cartones húmedos se desarmaron, y daban olor. Algo más

apestaba entre las porquerías, probablemente comida pudriéndose,

pero el asco impedía que alguien lo limpiara. Bastaba con pasarle

lejos, caminar bien cerca de las casas y no mirarlo. En el barrio

siempre había olores feos, del limo que se juntaba junto a los

cordones de la vereda, verdoso, y del Riachuelo, cuando soplaba

cierto viento, especialmente al atardecer.

Unos quince días después de la llegada del carrito, comenzó. A lo

mejor había empezado antes, pero hizo falta la acumulación de

desgracias para que el barrio sintiera que la secuencia era extraña.

El primero fue Horacio. Tenía una rotisería en el centro, le iba bien.




Una noche, cuando estaba haciendo la caja, entraron a robarle y se

llevaron todo. Cosas de suburbio. Pero esa misma noche, cuando

fue al cajero automático a sacar plata, después de la denuncia

–inútil, como en la mayoría de los robos, entre otras cosas porque

los chorros entraron encapuchados– descubrió que no tenía un

peso en la cuenta. Llamó al banco, hizo escándalos, pateó puertas,

quiso acogotar a un empleado y llegó hasta el gerente de la

sucursal, y después de la red bancaria. Pero no hubo caso: el

dinero no estaba, alguien lo había sacado, y Horacio, de la noche a

la mañana, estaba en la ruina. Vendió el auto. Le dieron menos de

lo que esperaba.

Los dos hijos de la Coca perdieron el trabajo que tenían en el taller

mecánico de la avenida. Sin aviso; el dueño ni les dio

explicaciones. Lo cagaron a puteadas, y él los echó a patadas. A la

Coca, encima, no le salía la pensión. Los hijos buscaron trabajo

una semana, y después se dedicaron a gastar los ahorros en

cerveza. La Coca se metió en la cama, diciendo que se quería

morir. Ya no les daban fiado en ningún lado. Ni para el colectivo

tenían.

Los gallegos tuvieron que cerrar el bazar. Porque no se trataba

nada más que de los hijos de la Coca, o de Horacio; cada vecino,

de golpe, en cuestión de días, perdió todo. La mercadería del

kiosco desapareció misteriosamente. Al remisero le robaron el auto.

El marido y único sostén de Mari, albañil, se cayó de un andamio y

murió. Las chicas tuvieron que dejar los colegios privados porque

los padres no podían pagarlos: el padre dentista ya no tenía

clientela, la modista tampoco, al carnicero un cortocircuito le quemó

todas las heladeras.

En dos meses, ya nadie tenía teléfono en el barrio, por falta de

pago. En tres meses, tuvieron que colgarse de los cables de luz

porque no podían pagar la electricidad. Los hijos de la Coca

salieron a afanar y a uno de ellos, el más inexperto, lo agarró la




policía. El otro no volvió una noche; a lo mejor lo habían matado. El

remisero se aventuró, caminando, hasta el otro lado de la avenida.

Allá, dijo, estaba todo lo más bien. Hasta tres meses después de

que comenzara, los negocios del otro lado de la avenida fiaban.

Pero eventualmente dejaron de hacerlo.

Horacio puso la casa en venta.

Todos cerraban con candados viejos, porque no había plata para

alarmas ni para cerraduras más eficientes; empezaron a faltar

cosas de las casas, televisores y radios y equipos de música y

computadoras, y se veía a algunos vecinos cargando

electrodomésticos entre dos o tres, en changos de hacer compras,

o sólo con la fuerza de los brazos. Llevaban todo a las casas de

remate y usados del otro lado de la avenida. Pero otros vecinos se

organizaron y, cuando intentaban tirarles la puerta abajo, blandían

tramontinas o revólveres, si tenían. Cholo, el verdulero de la vuelta,

le partió la cabeza al remisero con el fierro que usaba para hacer el

asado. Al principio, un grupo de mujeres se organizaron para

repartir la comida que quedaba en los freezers; pero cuando se

enteraron de que algunas mentían y se guardaban víveres, la

buena voluntad se fue al carajo.

La Coca se comió a su gato y después se suicidó. Hubo que ir a la

sede de la obra social de la avenida para que se llevaran el cuerpo

y lo enterraran gratis. Algún empleado de ahí quiso averiguar más,

le contaron, y llegó la televisión con las cámaras para registrar la

mala suerte localizada que sumía a tres manzanas del barrio en la

miseria. Sobre todo querían saber por qué los vecinos de más lejos,

los que vivían a cuatro cuadras, por ejemplo, no eran solidarios.

Horacio les habló un rato, pero a los diez minutos sacó un cuchillo

del pantalón, se lo puso en el cuello al movilero, y se quedó con la

cámara y los equipos, y se hubiera quedado con la camioneta si los

periodistas no hubieran escapado aterrorizados.




Vinieron asistentes sociales y repartieron comida, pero sólo

desataron más guerras. A los cinco meses, ni la policía entraba, y

los que todavía iban a mirar televisión en los aparatos exhibidos en

las casas de electrodomésticos de la avenida decían que en los

noticieros no se hablaba de otra cosa. Pero pronto quedaron

aislados, porque los de la avenida los echaban si los reconocían.

Quedaron, digo, porque nosotros sí teníamos tele, y electricidad, y

gas, y teléfono. Decíamos que no, y vivíamos tan encerrados como

los demás; si nos cruzábamos con alguien, mentíamos: nos

comimos al perro, nos comimos las plantas, a Diego –mi hermano–

le fiaron en un negocio de acá a veinte cuadras. Mi mamá se las

arreglaba para ir a trabajar, saltando por los techos (no era tan

difícil en un barrio donde todas las casas eran bajas). Mi papá

podía sacar la plata de la jubilación por cajero automático, y los

servicios los pagábamos online, porque todavía teníamos Internet.

No nos saquearon; el respeto a la doctora, a lo mejor, o muy

buenas actuaciones de nuestra parte.

Fue Juancho el que, después de robar alcohol de un maxikiosco

lejano, mientras tomaba el vino en botella sentado en la vereda,

empezó a gritar y putear. “Es el carrito de mierda, el carrito del

villero.” Horas gritó, horas caminó por la calle, golpeó puertas y

ventanas, “es el carrito, es culpa del viejo, hay que ir a buscarlo,

vamos, cagones de mierda, nos hizo una macumba”. A Juancho se

le notaba el hambre más que a los demás, porque nunca había

tenido nada, y vivía de las monedas que recolectaba cada día,

tocando timbre (siempre le daban, por miedo o compasión, vaya a

saber). Esa misma noche le pegó fuego al carro, y los vecinos

miraron las llamas por la ventana. Tenía algo de razón Juancho.

Todos habían pensado que era el carrito. Algo de ahí adentro. Algo

contagioso que había traído de la villa.

Esa misma noche, mi papá nos juntó en el comedor, para charlar.

Dijo que nos teníamos que ir. Que se iban a dar cuenta de que




nosotros estábamos inmunizados. Que Mari, la vecina de al lado,

algo sospechaba, porque era bastante difícil ocultar el olor de la

comida, aunque cocinábamos cuidando de que no saliera el humo

o el aroma por debajo de la puerta, con burletes. Que se nos iba a

terminar la suerte, que se pudría todo. Mamá estaba de acuerdo.

Decía que la habían visto saltando el techo de atrás. No podía

asegurarlo, pero había sentido las miradas. Diego también. Contó

que una tarde, cuando levantó las persianas, había visto a algunos

vecinos salir corriendo, pero que otros lo habían mirado,

desafiantes; malos, ya locos. Casi nadie nos veía, por el encierro,

pero para seguir disimulando íbamos a tener que salir pronto. Y no

estábamos flacos ni demacrados. Estábamos asustados, pero el

miedo no se parece a la desesperación.

Escuchamos el plan de papá, que no parecía muy sensato. Mamá

contó el suyo, un poco mejor, pero nada del otro mundo.

Aceptamos el de Diego: mi hermano siempre podía pensar con más

sencillez y más frialdad.

Nos fuimos a la cama, pero ninguno pudo dormir. Después de dar

muchas vueltas, toqué la puerta de la habitación de mi hermano. Lo

encontré sentado en el piso. Estaba muy pálido, todos estábamos

así, por falta de sol. Le pregunté si pensaba que Juancho tenía

razón. Dijo que sí con la cabeza.

–Mamá nos salvó. ¿Viste cómo la miró el hombre, antes de irse?

Nos salvó.

–Hasta ahora –dije yo.

–Hasta ahora –dijo él.

Esa noche, olimos carne quemada. Mamá estaba en la cocina; nos

acercamos para retarla, se había vuelto loca, hacer un bife a la

parrilla a esa hora, se iban a dar cuenta. Pero mamá temblaba al

lado de la mesada.




–Esa no es carne común –dijo.

Abrimos apenas la persiana y, miramos para arriba. Vimos que el

humo llegaba de la terraza de enfrente. Y era negro, y no olía como

ningún otro humo conocido.

–Qué viejo villero hijo de puta –dijo mamá, y se puso a llorar.


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