Nochebuena, toque de ánimas.
El departamento estaba casi listo. Tenía varios meses
dedicado a montar su nuevo hogar y el viaje para llegar ahí había sido arduo.
Ya, era suyo. Su intención era anclar en las vacaciones de
fin de año con todo bien dispuesto. El aguinaldo le dio el empujón final, lo
suficiente para financiar los últimos detalles, En su proyecto de vida, era
importante cerrar el año con casa propia… bueno, departamento propio, un sitio
que nadie le pudiera arrebatar, un espacio que le perteneciera para siempre.
Eran años de ahorros, un equilibrio económico que le había costado
humillaciones en el trabajo (al hacer lo imposible porque no lo despidieran, a
costa a veces de sus compañeros), relaciones sentimentales difíciles
(«¿matrimonio?, no, cómo crees, ahora no»), pues un paso mal dado, en la
oficina o con las novias, habría roto sus planes. En el trabajo, aceptarlo
todo, ceder en todo; y con ellas, mejor decir aquí corrió que aquí quedó. Las
mujeres de su edad estaban en ese punto en donde casorio y embarazo eran llaves
mágicas, antídotos aparentes contra la angustia y las tribulaciones; y para él
consentir en eso habría sido el derrumbe, puesto que las responsabilidades
adquiridas (la paternidad, qué horror) de inmediato quebrarían sus finanzas.
Decidió invertir en sí mismo. Por eso cuando se relacionaba
con alguna chica planteaba con claridad que en sus planes no estaba casarse ni
formar una familia, y que el amasiato o noviazgo o como le quisieran llamar, si
les interesaba, sería abierto, sin compromisos ni chantajes: estar juntos
cuando la pasaran bien, y al primer signo de malestar o estancamiento lo mejor
era despedirse. Y a otra cosa. A lo que sigue. A la que sigue. Ciao. Ahí te
ves.
La mayoría aceptaba y algunas hasta se veían entusiasmadas
con ese plan de una relación libre y abierta. Al poco tiempo, no obstante,
insinuaban cosas: vivir juntos, ¿por qué no?, tal vez ir al Registro Civil sólo
por tener el papelito, sin una fiesta grande, claro, ¿y los hijos?, huy, no,
ahora no, quizá más tarde, según se presenten las cosas, aunque a mi edad… Y la
amenaza velada: «¿No será que nos estamos llevando demasiado bien?» No, no era
ni sería.
La vida era para él como un maratón en donde muchos se iban
quedando a la zaga: unos se casaban, o los casaban, y se convertían al instante
en sujetos sufrientes, otros eran despedidos de sus empleos y peregrinaban por
semanas o meses hasta volver a colocarse, algunos dilapidaban sus ingresos en
fiestas, drogas y mujeres… Entre sus conocidos se consideraba como un
sobreviviente.
Su economía estaba en números negros y ese año había logrado
adquirir y montar como Dios manda un departamento. Vendrían aún los pagos
mensuales, que eran como una renta, o poco más que una renta, por algo así como
diez años (o menos, si se esmeraba), pero valía la pena. Lo tenía, era suyo.
¿Qué faltaba?
Salió al balcón y observó desde su cuarto piso el paisaje
citadino nocturno. Escuchó en la lejanía el rugido de microbuses y autobuses
con el escape abierto activando a su paso las alarmas de algunos automóviles.
Luego de un rato se le entumecieron los brazos y se resintió de la espalda.
¡Una silla! Eso necesitaba, una silla para el balcón. Al día siguiente, que era
sábado, iría a comprar la silla, quizá también una mesa pequeña o uno de esos
muebles para descansar las piernas… aunque el espacio no era amplio. La silla
cabía, sí. Era cosa de tomar medidas. Sería su última o penúltima adquisición.
Compró al fin una silla metálica en color plata y una mesita
de cristal opaco. Un poco justas las cosas, en el balcón, pero bien. Descansó
ahí un rato la tarde del sábado y otro la mañana del domingo. Su silla, su
balcón, su departamento.
Lo distrajeron en la semana las actividades de la oficina y
por la noche los brindis de fin de año y las primeras posadas. Llegaba a casa
un poco mareado por los tragos, se quitaba la ropa y se recostaba en la sala un
rato a ver algo de televisión en su pantalla plana empotrada en la pared o se
entretenía con un videojuego. Solía quedarse dormido para despertar en la
madrugada un tanto adolorido, apagaba entonces el televisor, los demás aparatos
(la consola de juegos, cuando era el caso, y el estéreo con sonido envolvente)
y se iba a la cama.
En las fiestas había estado a punto de invitar a alguien a
su casa, pero sabía los riesgos que eso implicaba y no, no era el momento.
¿Para qué arriesgarse? No quería resolverle a nadie la existencia. Veía a las
mujeres como náufragos (o náufragas) en busca de socorro y él no tenía alma de
rescatista. Que nadie se montara en sus logros personales; o mejor: que nadie
fuera feliz a costa suya.
Así llegó la Nochebuena. Compró vino y los elementos para
una solitaria cena sencilla y ligera. Se instaló en la sala e intentó las
diversas distracciones que tenía a la mano; la programación televisiva
desparramaba miel navideña, y tampoco estaba de humor para los videojuegos.
Puso música, Fue al balcón y se sentó en su silla; atendió los ruidos
nocturnos, el coro de charlas y risas al interior de las casas, la melodía
inquietante de las sirenas de policías y ambulancias, y el retumbar a esas
horas escaso pero persistente de microbuses y autobuses que activaba las
alarmas de algunos automóviles. Dormitó un rato.
Cuando quiso entrar al departamento se percató de que la
puerta del balcón estaba cerrada; la sacudió sin resultados. Buscó el modo de
pasar por fuera a otro departamento o bajar del edificio agarrándose a fierros
y huecos. No era muy hábil para lo físico y casi se cae. Sintió un leve mareo…
Con gran esfuerzo volvió a trepar. Al saberse seguro intentó
abrir. El interior estaba a oscuras. Se encendieron las luces y le extrañó ver,
en el fondo, a una pareja joven que miraba horrorizada hacia el balcón en donde
un ser apenas corpóreo (en realidad él mismo) sacudía y golpeaba los cristales.
FIN
Alejandro Toledo nació en la ciudad de México en 1963, Es
autor de los volúmenes de cuentos Atardecer con lluvia (1996) y Corpus:
ficciones sobre ficciones (2007); la novela corta Mejor matar al caballo
(2010); los libros de prosa ensayística Cuaderno de viaje (1999), Lectario de narrativa
mexicana (2000), El fantasma en el espejo (2004) y James Joyce y sus
alrededores
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