Alejandro Dolina
Según una difundida leyenda, el Carnaval fue alguna vez una
fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En
verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta
ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado
ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en
adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para
festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta.
Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del
entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la
tristeza.
Muchos espíritus taciturnos se solazan con este estado de
cosas y afirman que la farra y el desenfreno de otras épocas fueron apenas un
paso previo e inevitable, cuyo noble fin se cumple ahora, en el ejercicio del
recuerdo.
Los Hombres Sensibles de Flores simpatizaban en cierto modo
con este criterio. Para ellos el Carnaval no solamente servía para seducir
señoritas en las milongas sino también para pensar en el paso del tiempo.
Puede afirmarse sin caer en el infundio que esta ilustre
manga de atorrantes jamás consiguió entender el sentido de los Carnavales.
Manuel Mandeb pensaba que las gentes se ponían contentas en
virtud de algún suceso que todos conocían menos él. Sus amigos padecían un
desconcierto de la misma clase.
Esto puede explicar la extraña conducta de los Hombres
Sensibles en los corsos y en los bailes.
Durante un rato hacían fuerza para sentirse alegres:
bailaban, comían chorizos, se ponían caretas, hablaban con voz finita y mojaban
a las damas con pomos de colores. Después, comprendían que todo aquello era
inútil y entonces se iban a otros bailes, discutían con los mozos, miraban las
orquestas, evocaban antiguos Carnavales y cantaban el tango "Siga el
Corso". Ya en la madrugada, maldecían el Carnaval, se estacionaban en las
esquinas desoladas y se burlaban de los caminantes que volvían a sus casas.
Pero, una tarde de verano, Manuel Mandeb tuvo una
inspiración genial. Se le ocurrió organizar todos los años el Corso Triste de
la Calle Caracas. Se trataba de una idea interesante: Mandeb pensaba que, en
los Carnavales vulgares, todos disimulaban la tristeza disfrazándose de
personas alegres.
Su proyecto consistía en adoptar disfraces y actitudes
melancólicas para ver si detrás de ellos se instalaba la alegría.
"Si bajo la sonora risa del payaso se adivina siempre
una lágrima, es posible que encontremos una sonrisa si sacamos nuestras caretas
de víctimas"
Si el propósito de Mandeb fue lograr un clima de pesadumbre,
hay que decir que lo consiguió. El Corso Triste de la Calle Caracas era
francamente tenebroso. Todas las luces estaban apagadas. Los asistentes deambulaban
como sombras fingiendo toda clase de sufrimientos.
Las murgas entonaban canciones trágicas y tangos de Agustín
Magaldi.
Los disfraces eran lastimosos: de condenado a muerte, de
novia abandonada, de jugador expulsado, de deudor hipotecario, de vendedor de
libros y de intoxicado.
Con el tiempo el Corso Triste se fue haciendo más ambicioso
y complejo.
Jorge Allen, el poeta, empezó a escribir versos murgueros
con pretensión literaria.
"Si parliamo' del destino bororom bobom bobom… .
¿Quién conoce su camino?
Bororom bobom bobom… .
Nadie puede contra la suerte
la última carta es la de la muerte borobobom bobom bobom
borobobom bobom bobom."
Los muchachos tristes de otros barrios se acercaron poco a
poco, y pronto circularon carrozas de hojas secas y automóviles con las
ventanillas cerradas.
En el tercer año, se constituyó un jurado y se realizaron
concursos y torneos.
Las comparsas se sacaban chispas para ver cuál era la más
deprimente.
Lonyipietros del Desengaño, los Decrépitos del Mañana y
Chispazos de Soledad fueron las agrupaciones más renombradas.
Las reinas del corso eran bellísimas, pero inaccesibles y
perversas. El premio anual de máscara suelta lo ganó siempre el mismo
individuo. Hablamos - desde luego - del célebre actor Eladio del Prado, quien
no tenía rival en la técnica de la caracterización.
Sus primeros disfraces fueron sencillos. Una noche apareció
disfrazado de esclavo persa y todos se condolían al ver su espalda surcada de
latigazos y su cuerpo encorvado bajo el peso de enormes cadenas.
Después, sus creaciones fueron más complejas. Un domingo fue
cíclope y a la mañana siguiente revolucionó todo el barrio buscando el ojo que
se había sacado. Fue también mendigo escocés y la gente lloraba al verlo
soportar la nieve de Glasgow en la Calle Caracas.
Cuentan que Del Prado, entusiasmado por sus éxitos, resolvió
seguir con sus disfraces durante todo el año. Dicen que su destreza crecía
junto con su crueldad.
Una noche de invierno, los Hombres Sensibles saltaron de
alegría al ver reaparecer al Tonio Berardi, el pibe que murió en París.
Organizaron una gran fiesta, y en el momento en que alzaban las copas para
celebrar la resurrección, Del Prado se sacó el guardapolvo, se lavó las
rodillas, volvió a poner cara de persona mayor y apareció tal cual era. El ruso
Salzman estuvo dos semanas en cama y Jorge Allen casi se queda tartamudo.
El último Carnaval del Corso Triste, Eladio Del Prado se
disfrazó para siempre de recuerdo y nadie volvió a verlo por el barrio del
Ángel Gris.
La comisión organizadora del Corso pronto advirtió que la
creación de Mandeb tenía interesantes posibilidades económicas. Esto resulta un
poco sorprendente si se recuerda la nula capacidad de los Hombres Sensibles
para los negocios. De cualquier manera, es un hecho que durante largos años los
muchachos del Ángel Gris vendieron papel picado. Emplearon la conocida técnica
que ha enriquecido a tantos mercaderes: en la primera jornada las bolsitas
estaban llenas de papelitos brillantes e inmaculados.
Cuando terminaba la fiesta, barrían el piso y volvían a
embolsar el papel.
Noche tras noche, el producto se ensuciaba y envilecía,
hasta que en la muerte del Carnaval las bolsitas estaban llenas de tierra,
tapitas de cerveza, caramelos empezados y otras porquerías. Algunos memoriosos
creen reconocer, todavía hoy, en los bailes de Villa del Parque, restos del
papel picado primigenio que se vendía en el Corso Triste.
Para contribuir a la pesadumbre de la concurrencia, Mandeb
vendía pomos llenos de lágrimas que - si ha de creerse a sus detractores -
falsificaba con agua y sal.
Los Refutadores de Leyendas, en su carácter de comparsa
racionalista, solían acercarse a la fiesta de la calle Caracas para buscar
camorra. Todos recuerdan sus afinados pregones:
" Los Refutadores señoras, señores, llegan con sus
ritmos y sus silogismos .
Los desafinados a exponer sus ilusiones y a confrontarlas
con nuestras refutaciones …"
Las olímpicas razones de la murga encontraban muchas veces
contundente respuesta y dentro de un clima polémico y agudo, solían armarse formidables
peleas que - por cierto - daban lustre y renombre al Corso Triste.
Año tras año, los Carnavales de la calle Caracas fueron
poniéndose más divertidos. Naturalmente, esto provocó su decadencia.
Los Hombres Sensibles de Flores, al observar el jolgorio,
comprendían que el proyecto inicial iba camino del fracaso.
La sobria melancolía de los primeros tiempos iba dando paso
a sonrisas complacientes cuando no a risotadas sin freno.
¡Ah! - se lamentaban -¡ Carnavales eran los de antes !
Y entonces, contaban anécdotas de los corsos de antaño,
austeros y silenciosos, comparándolos con la insoportable algarabía que tenían
ante sus ojos. Pero, en realidad, la verdadera esencia del fracaso hay que
buscarla por otros rumbos.
Como ya se ha dicho, lo que buscaban Mandeb y sus amigos era
un dejo de alegría que debía aparecer al quitarse la máscara trágica. Y lo
cierto es que nunca encontraron tal cosa.
Cada vez que - con toda ilusión - abandonaban sus disfraces
de atormentados, encontraban debajo nuevos tormentos que, para peor, eran
reales.
Por eso, comprendiendo que la dicha no estaba en el Carnaval
y quizás en ninguna parte, los Hombres Sensibles disolvieron para siempre el
Corso Triste de la Calle Caracas.
Hoy, cuando la fama de los muchachos del Ángel Gris ya encontró
su tumba en los vientos de la estación Flores, hay - aunque pocos lo adivinen -
centenares de versos tristes. Y son mucho más tristes que el de la calle
Caracas, pues su tristeza es involuntaria y su propósito es la alegría.
Tal vez ha llegado el momento de comprender que los criollos
no hemos nacido para ciertas fantochadas. Que se rían los brasileños. Tengamos,
eso sí, fiestas y reuniones populares. Pero no dejemos de ser quienes somos.
Si nuestra extraña condición nos ha hecho comprender el
sentido adverso del mundo, agrupémonos para ayudarnos amistosamente a soportar
la adversidad.
A lo mejor, los Carnavales de antaño, tan añorados por los
animadores de la radio, no eran más que eso: una reunión de gente triste que
buscaba consuelo.
FIN
Tomado de "Crónicas del Angel Gris", por Alejandro
Dolina. Ilustraciones de Carlos Nine.
1988 - © Ediciones de la Urraca, S.A.
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