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martes, 22 de noviembre de 2022

Negación y egoísmo




                                         





Salíamos a aplaudirlos a los balcones. En Europa empezó la pandemia en Occidente y en Europa empezaron los aplausos. El gesto de palmas a quienes recibían a los enfermos de Covid-19, mientras todos nos escondíamos en nuestras bati cuevas, generaba romanticismo y unos minutos de mítica a la casa de Gran Hermano multiplicada por cantidad de habitantes. No éramos solo acumuladores seriales de papel higiénico (¿por qué compramos tanto papel higiénico?) y aprendices masivos de pan casero. Además, eramos aplaudidores, de quienes nos curaban o nos podían curar. ¡Vamos las manos, arriba! El gesto -para un país entusiasta como Argentina y salidor como España- era épico y ruidoso, un mundial de la salud en donde el equipo de médicas, enfermeras, anestesistas se ponían la 10 y nuestro vecino/a que iba al hospital mientras recogíamos la verdura en la puerta era nuestro único héroe en ese lío. Las simples mortales comprábamos cajas de brownies, tartas de calabaza caramelizada para festejar cumpleaños por zoom y pesitas o sogas de saltar para mantenernos en forma mientras teletrabajábamos, hacíamos de madres y maestras suplentes, nos enchufábamos a ver series como de un cordón umbilical y hacíamos vivos de Instagram para darnos las buenas noches con poesia. La supervivencia puertas adentro se habían convertido en nuestra nueva normalidad. Y las que salían con guardapolvo eran las que nos podían salvar si teníamos que abandonar la casa en ambulancia. Las médicas y médicos eran Lio Messi y la Scaloneta y nosotros le hacíamos de hinchada desde los balcones (de nuestro sillón a Qatar sí que hay distancia) e, igual que en el fútbol, los aplausos, los cantitos y los bombos formaban parte de una ilusión: ser parte de lo que no somos parte y hacer del aliento un combustible incalificable al que, sin embargo, le apostamos un efecto mágico de energía para que los jugadores metan goles, soporten el calor, esquiven a los rivales y pongan más esfuerzo y talento que si no cantáramos o construyéramos cábalas absurdas de como sentarnos, planificar el menú (o el desayuno) y ponernos una camiseta que pueda teletransportar a una pelota que se coloque justo adentro de la red. Fue preciosamente ingenuo suponer que el aplauso nocturno iba a hacer milagros, pero igual, que la fe, a veces la esperanza es parte del oxígeno con los que las/los pacientes se recuperaban después de días en terapia intensiva o salían adelante personas que eran salvadas con esfuerzo y profesionalismo. También en épocas en donde la muerte fue despojada de rituales si el personal de salud tenía que lidiar con la muerte, el dolor, la desesperación y las camas llenas que se recontaban día a día era un aplauso por soportar trabajar sobre el abismo de una enfermedad desconocida y una sociedad hastiada de verse el ombligo contra el muro de su propia cerradura. Pero, hasta ahí, estaba claro un punto: los mejores países eran los que más habían invertido en salud, las mejores gestiones las que más camas tenían de terapia intensiva y el desarrollo se medía en respiradores per capita. Y las médicas y médicos eran las heroínas y héroes que habían salido de ER Emergencias y tenían capas blancas en donde intentaban que las personas contagiadas resistieran hasta que llegara una vacuna -que llegó- y que los síntomas se alivien y las enfermedades vuelvan a dar tregua o a ser menos nocivos. Pero los aplausos se fueron olvidando. La frase “salimos mejores” quedo pisoteada en el olvido de las ilusiones de un mundo mejor como una Miss Universo que planea paliar el hambre moviendo su mano en un compas de pasarela. El egoísmo se consolidó ganador cuando salieron los primeros cartelitos en los ascensores (la versión real de los mensajes turbios de watsapp de problemas de consorcios) que pedían a los enfermeros y médicos que se muden de edificio. Ya no eran los salvadores, sino los salvoconductos de la peste. Si tocaba caer mejor que hubiera un médico/a, pero si tocaba esconderse que no hubiera un neumonólogo que tocara el portero eléctrico. Era más que un cartel. Era una advertencia. De la salud de los enfermos se había pasado a la enfermedad de los sanos. El optimismo mutó en pesimismo y a la sociedad de la solidaridad a la del olvido. La salida fue frenética -un boom de recitales, fiestas, tragos a toda hora, colas en los restaurantes incluso con inflación, turismo revancha y besos pegoteados contra todo pronóstico que el codo, el puño o los pestañazos como forma de saludo quedarían post pandemia- y la salida en modo venganza fue tan vertiginosa que, casi, no hubo duelo, asimilación o equilibrio. Si lo esperable en una tragedia ocasionada por el colapso ambiental era que se cuidara la diversidad biológica y se amortiguara la posibilidad de seguir exponiendo el planeta a enfermedades que salten de animales a seres humanos lo que ocurrió fue inesperado: una guerra inútil, aviones volando sin parar, auge de barcos y avionetas privadas, incendios provocados y el cajonamiento, en Argentina, por ejemplo, de la ley de humedales. En un mundo lógico se hubiera apostado a la salud (revalorizada por la pandemia) y a evitar futuras pandemias y reducir los daños de un calentamiento global sentido sin intermediarios por un calor asfixiante, incendios en todas partes, sequías y falta de energías limpias. Pero paso todo lo contrario. De golpe, los culpables de la enfermedad eran los que curaban la enfermedad y los promotores del calentamiento eran los que lo nombraban y no los que lo generaban. No solo se mato al mensajero. Se culpó al personal de salud por luchar por la salud. Más perverso no se consigue. Las consecuencias políticas fueron impredescibles y personajes negacionistas empezaron a subir en las encuestas, acaparar las pantallas, viralizarse en las redes, ganar elecciones o proyectarse como conductoras estrellas en un furgón sin freno y con una flecha que solo marcaba su ascenso. Sus banderas eran dos: la palabra libertad convertida en libertad de pocos y negación de casi todos los valores de una humanidad medianamente humana. El negacionismo del Holocausto se volvió una negación serial y abarcativa: negacionistas del nazismo, del fascismo, del franquismo, de las vacunas, de la violencia de género, del abuso sexual, de la brecha salarial entre varones y mujeres, del cambio climático, del calentamiento global, de la educación sexual, de las personas trans, del clítoris, del amor y de la necesidad de invertir en salud pública. Niega, niega, que algo desaparecerá. De la segunda guerra mundial se salió con una idea lógica de generar un acuerdo global y crear organismos que velarán por la paz con la creación de Naciones Unidas, con mayor o menor éxito (pero, al menos, con la intención) que a esta altura las buenas intenciones vuelven a cotizar en bolsa. En cambio, de la pandemia se salto a una posible tercera guerra mundial por enfrentamientos territoriales; a sociedades polarizadas en donde el que gana pierde y el que pierde no acepta la derrota y el o la que gobierna no tienen poder ni posibilidad de gobernar (ni de bailar). Las democracias quedaron devaluadas por falta de efectividad pero el 1% subió sus ganancias y su voracidad: los ricos propusieron acumular más riquezas y apostar a irse al espacio o a lograr la vacuna para estirar la existencia a 200 años solo para quien la pague. La diferencia no es solo que unos pocos quieren vivir más y el resto no importa si vive menos o sobrevive a la actualidad. La población se tapó los oídos, los ojos (y se destapó en nudes solo para encerrarse más). La gente no se informó porque esquivó las noticias pero vivió pendiente de lo que consumían sus amistades por Instagram y sufrieron crisis de ansiedad o envidia por no tener lo que las otras personas aparentaban tener; los que se babajan Tinder preferían matchear a construir intimidad. No se volvió a respirar sin mascarillas con más ganas de abrazos sino de sentirse atractivo para poder esquivar sentimientos con el ego bien alto. La lógica indicaba que la concentración de la riqueza cediera en pos de una emergencia global; que se cuidara la diversidad biológica para evitar o controlar futuras pandemias; que se invirtiera en salud para poder atender otras crisis sanitarias; que la humanidad comprendiera que el egoísmo no favorece el bien común; que las tareas de cuidado se sostengan con políticas públicas que alivien las espaldas de las madres y repartan sus tareas con los hombres y con instituciones estatales; que los enfrentamientos cedieran y se apostara a las energías limpias; que se combatieran los incendios y se intentaran proyectos de alimentación sustentable y de amorosidad sexual para disfrutar de la intimidad y resistir al individualismo. Heidi en la pradera era más realista que la descripción de buenas intenciones o de una lógica post pandemia. Todo lo que paso fue en sentido contrario. Más allá de las posturas extremas de negacionismo -y del mareo del giro al egoísmo que sobrevino al aislamiento durante el Covid-19- la sociedad tuvo un efecto de negación. Si pensamos en un duelo por el mundo que ya no podemos ser (y que, en muchos casos, no podemos ni siquiera aspirar a modificar) y que estuvimos encerrados por un colapso que ya no tiene reset, ni vuelta atrás, es claro que ante la muerte masiva y la muerte de nuestras aspiraciones (y para muchas y muchos la muerte de nuestros seres queridos) la negación es una fase -que ahora vemos- necesaria para seguir adelante después del trauma de la tumba vital que significó la pandemia. Podemos diferenciar negacionismo de negación. Y amigarnos con nuestra negación y la de los demás. Comprender que necesitamos un respiro. Y que ahora también para seguir respirando es imprescindible defender la inversión en salud. Pero, si, en el 2021 y casi todo el 2022, después de tanto tiempo (en el pico pandémico del 2020) para la instrospección, las crisis existenciales y mirarnos solo en nuestros espejos la sociedad salió frenéticamente a consumir, consumirse, devorar y devorarse, seamos compasivos y pragmáticos, y entendamos que hicimos lo mejor que pudimos y que pudimos evadirnos como vía de escape. Salir de copas, de fiesta, de playa, de montaña, de asado, de viaje y no pensar en qué hacemos, qué gastamos, qué derrochamos es un mecanismo de fuga, una voracidad por ir hacía adelante, sin pensar en ahorrar, en el futuro o en proyectar planes para cuando seamos grandes. El problema no es esquivar la culpa, la previsión o el cuidado por un rato. La reacción individual -multiplicada como un fenómeno colectivo- ahora -que ya vivimos la pandemia y el auge de la “negapandemia”- tiene un sentido. Pero los gobiernos no son solo individuos y si generan de ese escapismo personal (para respirar un poco de alivio) políticas que pongan en peligro a la sociedad ahí ya no se trata de fuga de racionalidad para disfrutar del oxígeno que nos debían las mascarillas obligatorias, sino una burundanga colectiva que descompone la memoria con efectos nocivos. Esta semana en Buenos Aires y en Madrid se terminaron, sin coordinación explícita pero al mismo tiempo, tres tiempos: los aplausos en los balcones, la sociedad de la negación y las políticas de ajuste a la salud sin costos políticos. Las marchas de la marea blanca marcan un antes y un después. Ya es hora de volver a cierta dosis de lógica y no pegarnos un tiro en el pie y, mucho menos, pegárselo a los médicos y médicas, enfermeras y enfermeros. Pero la crisis de la salud no es neutra. En Argentina la mayoría de las que le pusieron el cuerpo a la pandemia fueron mujeres. Durante la pandemia hubo 321.850 médicas, enfermeras, anestesistas y trabajadoras sociales (solo contando quienes se encuentran en el sistema formal). Las trabajadoras de la salud y de los servicios sociales fueron más que el doble de los varones, que llegaron a 142.334, según datos difundidos por CIPPEC. Si se valora a las médicas se valora a las que cuidan de la salud, si se precariza a la salud se precariza a una profesión feminizada que cuántas más mujeres la ejercen menos se valoriza. El domingo 13 de noviembre hubo aproximadamente medio millón de personas en el centro de Madrid para protestar por las políticas de ajuste de Isabel Díaz Ayuso (del Partido Popular) sobre la sanidad pública. La organización de la manifestación estimo la concurrencia en 670.000 personas y la Delegación de Gobierno (contra la que protestaba la concentración) en 200.000 manifestantes. En todos los casos, las calles históricas se superpoblaron de una ciudadanía sin banderas partidarias, micros ni choripanes (eso sí, al desconcentrarse super tranquilamente) el plan era el clásico en Madrid: ir por unas cañas. Y se generó una multitud que sacudía pañuelos blancos (tipo Carilina) como forma de apoyo a la sanidad. El punto fuerte era ver una multitud de manos alzadas titilando sus papelitos blancos, sin moquear y sin bajar los brazos. La marea blanca con los pañuelos multiplicados da escalofríos históricos en Argentina (ni hablar que los carteles de la convocatoria tenían un corazón verde) y tantas vueltas de la historia como la resistencia a las dictaduras y la lucha por la memoria. Sin lugar a dudas, los pañuelos blancos de las Madres de Plaza de Mayo y los pañuelos verdes por la lucha por el aborto legal generaron un sello mundial a la hora de salir a luchar. En la manifestación había madres y padres, niñas de peluche rosa a caballito de su papá, bebés a upa, familias con cochecitos (simples o dobles), parejas que pasean con el perro y mucha, mucha, mucha gente grande, una población mayor a 50 años que no encuentra nombre (lo de seniors es horrible) pero que, evidentemente, no quieren ser atendidos por una pantalla si tienen que ir a una guardia (una de las medidas que más rechazó generó es dejar centros vacíos atendidos solo por una computadora con un dispenser de telemedicina) como si recetar medicamentos pudiera elegirse apretando M27 y elegir una latita de gaseosa o jugo para la artritis, una quemadura o un dolor de garganta. La marcha se recorrió con un canto unificado. Desde el megáfono se decía “Sanidad” y la gente respondía “pública”. El calor negaba el otoño que debería estar instalado en esa fecha y que reafirmaba el calentamiento global que Ayuso también niega. No es casualidad en el extremo del negacionismo Ayuso dijo que que la lucha contra el cambio climático es sinónimo de comunismo y que se trata de una estrategia izquierdista para bajar el consumo. “Desde que la tierra existe, desde el origen, ha habido siempre cambio climático, ciclos. Nosotros tendremos que poner medidas para paliarlo, pero no pueden seguir contra la evidencia científica única y exclusivamente porque siempre tienen detrás en su cabeza el comunismo”, afirmó Ayuso ante una pregunta de la portavoz de Podemos Alejandra Jacinto. apenas 72 horas antes de la marcha, a la vez, que minimizó la crisis de la salud pública madrileña y apenas estimó que “faltan 34 médicos”. La manifestación frenó el negacionismo de la salud pública que no se acalora ni ante la ola de calor. Los carteles eran claros y más todavía una médica con un guardapolvo con gotas de sangre que decía “SOS”. Ya no se trata (solo) de las ballenas en peligro de extinción. La salud también clama por su supervivencia. Por los altoparlantes uno de los oradores indicó “Este es un movimiento de vecinas y vecinos. Somos transversales”, para marcar que no tienen identidad partidario. Sin embargo, esquivó la neutralidad y apuntó: “Pero en mayo hay que tener memoria”. Se refería a las elecciones de mayo del 2023, en Madrid, en donde Ayuso aspira a revalidar su cargo como Presidenta de la Comunidad- “Más sanitarios, muy necesarios”, apelaba uno de los carteles y otro mostraba más enojo: “Unos solos con pistolas, otros con leyes roban”. Y la palabra robo se repetía: “Roban salud”. También se reclamaba contra la atención de médicos y enfermeras de manera virtual. Y por la necesidad de atención en salud mental. Otros lemas advertían a la ciudadanía: “Se vende tu salud”. Y se acusaba: “Con Ayuso hay abuso”. Además se alertaba: “No a los recortes que matan”. La enfermera Verónica, de la sanidad pública, explicó a Infobae en la marcha: “No puede ser que la capital de España sea la que menos recursos dedica a la sanidad. Hay muchos pacientes sin atención y niños sin pediatra. Los médicos después de 10 años se van de Madrid porque no pueden tener futuro con los contratos que les ofrecen. Las enfermeras estamos maltratadas, no atendemos como queremos y sentimos mucha frustración. No podemos seguir así. Por eso, la manifestación es un respaldo, a ver si se enteran los políticos y recapacitan”. Hasta antes de la manifestación el gobierno de Ayuso se negaba a juntarse con los sindicatos. El jueves 17 de noviembre llegaron a un acuerdo. Lo principal es que en 49 centros de urgencia extrahospitalarias (en donde podía quedar un médico solo de guardia o solo una máquina de telemedicina) se van a llevar de 5 a 2 profesionales de la salud para la atención a la ciudadanía. En Argentina, en la misma semana (y las pandemias, los aplausos y las manifestaciones resuenan de ambos lados del Atlántico) las y los residentes también lograron un aumento de 80.000 pesos, con un piso de 200.000 pesos de salario inicial y una recomposición porcentual del 99%. Después de tres semanas de paro levantaron la medida en un acuerdo con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, aunque continúan en alerta. La marea blanca estalló, al mismo tiempo, en ambos lados del Atlántico. Y fue, al menos, la primera señal de una vuelta a la normalidad que pone la atención en los hospitales públicos en el centro. Para que la salud sea un derecho que no se siga negando.

 

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