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martes, 5 de julio de 2022

El séptimo círculo del infierno: El inquisidor








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El inquisidor.



Para Fa Orozco



Nueva España (México), año del Señor de 1691



—El inquisidor ha llegado ya, madre —dijo la novicia con voz temblorosa, mirando a una monja veterana de más de cuarenta años de edad rodeada por varias hermanas.



El silencio más absoluto se había apoderado de todas.



—Dejadlo pasar —respondió la monja veterana.



La novicia dudó un instante, se quedó inmóvil, pero la mirada penetrante de su superiora, la decisión en aquella faz, aquel semblante sereno pese a la inminente catástrofe, la hizo alzarse al fin, dar media vuelta y dirigirse a la entrada del convento.



La novicia se detuvo junto a la puerta. Otras dos, más jóvenes aún que ella, esperaban instrucciones. Les temblaban las manos.



—Abrid —dijo, como si no quisiera, pero lo dijo.



Con lágrimas en los ojos las dos muchachas aprendices de monja descorrieron los pestillos y tiraron con fuerza de la pesada puerta. Ésta se abrió con un crujido que se les antojó el anuncio de la llegada del mismísimo diablo, aunque pensar eso fuera pecado. No importaba: para ellas se trataba de un satanás enviado por la propia Iglesia. No entendían ya nada. Sus creencias se derrumbaban.



En el umbral de la puerta se dibujó la figura del inquisidor. Un hombre mayor, cubierto de pies a cabeza por su hábito oscuro, en parte por la tradición, en parte por el frío de la madrugada.



No dijo nada. Entró seguido de un joven mozo que le servía como asistente. Un novicio de otra orden. El joven arrastraba un pesado arcón que habían descargado del carruaje que los había conducido hasta el monasterio.



—Serán los instrumentos —dijo una de las novicias a la otra. Habló en un susurro casi imperceptible, pero no para los oídos del inquisidor, acostumbrado a escuchar confesiones en voces agobiadas por la culpa que apenas pronunciaban suspiros de palabras.



—Llevadme ante ella —dijo él con voz rotunda, poco acostumbrado a dilaciones innecesarias.



Obedecieron, caminando las tres por delante de él, conteniendo unos sollozos trémulos que las agitaban por dentro y por fuera.



Se detuvieron ante una de las celdas abiertas: ni más grande ni más ventilada ni con más luz que las otras. Pese a que la acusada era nada más y nada menos que la tesorera del convento y disfrutaba del respeto de todas las demás, no usaba su condición para disfrutar de privilegios mundanos. Esto es, más allá de su colección de aparatos científicos y, por encima de todo, de su biblioteca.



—Dejadnos solos —dijo el hombre.



Las novicias se desvanecieron casi como por ensalmo y las monjas que acompañaban a la tesorera en su tensa espera también salieron, eso sí, algo más despacio.



El inquisidor entró en la celda y habló al tiempo que veía cómo las novicias desaparecían corriendo.



—El miedo da alas al atormentado y celeridad a los débiles de espíritu.



—Que Dios esté con vos, padre —dijo la monja veterana a modo de recibimiento y eludiendo comentar nada sobre los nervios de las novicias.



—Y con vos, hermana, sobre todo que esté con vos —respondió el inquisidor, centrando ya su atención en la tesorera del monasterio. No hacían falta más presentaciones entre ellos. Se conocían desde hacía mucho tiempo. Él sabía gran parte de sus secretos y ella de él los intuía.



Se oyó un clang poderoso en el exterior.



El inquisidor suspiró.



—Es mi asistente —aclaró—. No es capaz de dejar un arcón en el suelo con el sosiego debido para no importunar el voto de silencio. Aprenderá con el tiempo, pero, de momento, es menester que tenga paciencia con él y sus torpezas.



—La paciencia es gran virtud —apostilló ella—, pero sentaos, por favor. No pesará el arcón porque llevéis libros, ¿verdad? Esa sería gran noticia en estos lares.



El inquisidor sonrió.



—Vuestras novicias creen que en el arcón llevo los instrumentos de tortura.



Se hizo un silencio.



—¿Y los lleváis? —preguntó ella con seriedad.



El inquisidor dejó de sonreír.



—Bien sabéis que no, pero la gravedad en vuestra pregunta es atinada. Teméis un interrogatorio más descarnado y cierto es que incluso eso podría llegar si permanecéis en vuestra obstinada actitud.



—¿Es obstinación decir lo que pienso sobre el Señor en lo divino y sobre los hombres en lo mundano? —inquirió ella.



El inquisidor suspiró de nuevo.



—Veo que vais directamente al asunto. Quizá estéis en lo correcto. No tenemos tiempo para tardanzas. —Tomó aire para pronunciar la sentencia preestablecida—. Debéis dejar de escribir y debéis, además, dejar testimonio escrito de esa decisión.



—Aún no he sido juzgada y ya me habéis condenado.



—Vos, mejor que ningún otro, sabéis cómo funciona esto. Por eso solicitasteis que yo llevara vuestro caso.



Ahora fue ella la que sonrió.



—Eso que decís es cierto. Siempre pensé que alguien que me conociera bien sería menos hostil, pero os veo con talante sombrío. Temo que aún no hayáis compartido conmigo la sentencia de la que soy objeto en su totalidad.



—Vuestra capacidad de percepción no flaquea pese a los años —respondió él—. En verdad, vuestro testimonio escrito y firmado por vos explicitando que dejáis de escribir es sólo parte de la condena. Además... —Se pasó el dorso de la mano por los labios resecos; le habría gustado un poco de vino en ese momento, pero no pensaba dilatar los sinsabores con placeres efímeros—. Además, habéis de entregarme vuestra colección de instrumentos científicos y, por encima de todo, vuestros libros.



—¿Mi biblioteca? —dijo ella y se levantó.



Por primera vez, su voz dejó escapar una emoción.



—La biblioteca entera —confirmó él.



—¿Tan graves han sido mis crímenes? —preguntó la monja al tiempo que volvía a sentarse y recuperaba la compostura.



—A ver, hermana, habéis criticado en vuestros escritos, en reiteradas ocasiones, a Antonio Vieira, y Vieira es el teólogo más admirado de nuestro arzobispo. ¿Qué esperabais?



—Protección, como he tenido en otras ocasiones —replicó ella.



Él sacudió la cabeza.



—La virreina Leonor ya no está entre nosotros, ni su esposo. Y el nuevo virrey bastante tiene con someter los levantamientos, las algaradas constantes, detener esta hambruna y luchar contra la peste que nos asola. No es momento de disensos y menos... —Se detuvo, la vieja amistad de antaño lo refrenó.



—Y menos venidos de una mujer —dijo ella para terminar la frase inconclusa.



—Cierto. Y menos de una mujer. Por Dios, si es que no habéis dejado a nadie en pie. Por criticar habéis atacado a todos los hombres sin excepción.



—No ha sido tanto —refutó ella.



—«Hombres necios» era el título de uno de vuestros poemas, ¿o no es así?



Ella calló primero y luego iluminó su rostro con una sonrisa. No pudo evitarlo.



—Soy presa de mis palabras.



—Rea, convicta y sentenciada —especificó él.



—Como Galileo —añadió ella en voz baja.



El inquisidor Miranda apretó los labios y frunció el ceño.



—Hermana, yo no leo libros prohibidos y vos tampoco deberíais sentir semejante inclinación.



La monja asintió. Era mejor no tensar más la cuerda y empezar a someterse. La paciencia de quien fuera su amigo, además de su antiguo confesor, podría terminarse y, como él había dicho y ella misma sabía, cualquier otro juez sería mucho peor como enviado del Santo Oficio.



—Un arcón no os bastará para llevaros mis libros.



—He traído un carruaje.



—No sé si os bastará —insistió la monja con una nota de orgullo en el comentario.



—Percibo vanidad en vuestras palabras.



—Es posible, pero no ha de sorprenderos encontrar imperfecciones en mí si el Santo Oficio os envía.



El inquisidor no quiso entrar en aquel debate.



—¿Cuántos libros son?



—Cuatro mil. Libro más o libro menos.



Miranda parpadeó varias veces.



En 1691, la monja sor Juana Inés de la Cruz, erudita y escritora, científica y autora de hermosos poemas y magníficas piezas teatrales, fue objeto de investigación por la Inquisición. Sor Juana había despuntado por su inteligencia y por su ansia de saber desde niña. Vinculada a la corte del virrey de Nueva España (México), llegó a ser examinada por un elenco de sabios profesores universitarios y a todos respondió con acierto. Se le negó, no obstante, por su condición de mujer, el acceso a la universidad. Sólo le quedaba un camino para poder dedicarse a la investigación y a las letras: la religión. Así, rechazó varias propuestas de matrimonio (intuía que no iba a tener la fortuna de encontrar un marido tan abierto de miras como el que tuvo Cristina de Pizán) e ingresó en el convento de San Jerónimo en México. Algunas fuentes apuntan a que incluso llegó a mantener correspondencia con intelectuales de la talla de Isaac Newton. Yo no he sabido encontrar prueba de tales cartas, pero bien podría haber sido: capacidad para debatir y formación no le faltaban a sor Juana y bien pudiera haberse entendido con el investigador inglés en el latín que ambos dominaban. Hasta aquí todo bien. Pero sor Juana Inés de la Cruz, considerada por muchos como otra de las primeras feministas de la historia, en poemas, cartas y diversos escritos demandó una mejor educación para las mujeres y un trato de igualdad con los hombres. Y se atrevió a manifestarlo reiteradamente en medio del siglo XVII. Estuvo bajo la protección personal de la virreina Leonor durante años, pero tras el fallecimiento de ésta, el arzobispo de México Aguiar y Seijas, que despreciaba a las mujeres, arremetió contra ella: una carta escrita por sor Juana criticando al teólogo portugués Antonio Vieira, muy de la ideología del arzobispo, fue el detonante. El Santo Oficio intervino y, según la versión oficial, apoyada en biografías como la que Octavio Paz redactó de sor Juana, la escritora mexicana fue obligada a abandonar las letras para siempre, entregar su biblioteca y dedicarse de pleno a la vida en el convento. Tres años después, sor Juana Inés falleció por enfermedad.



Existe, no obstante, una visión alternativa a este desenlace. Una interpretación del final de la vida de sor Juana Inés defendida, entre otros, por diferentes trabajos del Departamento de Español, Portugués y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo. Según esta tesis, sor Juana Inés sabía que expresar públicamente sus ideas sobre los derechos de la mujer le traería problemas, pero aun así lo hizo, abriendo un debate que aún andamos resolviendo en el siglo XXI. Pero no era ingenua. Cuando se vio rodeada de enemigos, perdida la protección de la corte de Nueva España, en lugar de esperar sin hacer nada su segura defenestración, se dirigió a su viejo confesor para que éste actuara como inquisidor del Santo Oficio. De esa forma se anticipó a los acontecimientos y se aseguraba un intermediario entre la autoridad eclesiástica máxima y ella menos hostil de lo que el arzobispo de México hubiera deseado. Es cierto que entregó su colección de objetos científicos y musicales y, sobre todo, su famosa y temida biblioteca. Y es cierto que también entregó un escrito firmado por ella donde, supuestamente, se comprometía a abandonar todas sus actividades extraconventuales. Pero como subraya el propio Octavio Paz, si bien sor Juana puso por escrito que renunciaba a «los estudios humanos», no se puede encontrar en aquel documento una frase donde explícitamente sor Juana admita que nunca más volvería a dedicarse a las letras. ¿Estaba incluida la literatura en los estudios humanos? No está claro. Lo que sí sabemos es que sor Juana siguió escribiendo y enviando sus textos a España para que fueran publicados allí. Y también sabemos que, cuando falleció en 1694, en el inventario de objetos encontrados en su celda figuran nuevamente más utensilios científicos e instrumentos de música (pasiones que seguía cultivando), además de una nueva e incipiente biblioteca de ya 180 volúmenes.



Pertinaz en el pecado hasta el final.



Recordemos algunas líneas de su revolucionario «Hombres necios»:



Hombres necios que acusáis



a la mujer, sin razón,



sin ver que sois la ocasión



de lo mismo que culpáis.



Si con ansia sin igual



solicitáis su desdén,



¿por qué queréis que obren bien



si las incitáis al mal?



Combatís su resistencia



y luego, con gravedad,



decís que fue liviandad



lo que hizo la diligencia.







Con el favor y el desdén



tenéis condición igual,



quejándoos, si os tratan mal,



burlándoos, si os quieren bien.



Opinión, ninguna gana,



pues la que más se recata,



si no os admite, es ingrata,



y si os admite, es liviana.



Siempre tan necios andáis



que, con desigual nivel,



a una culpáis por cruel



y a otra por fácil culpáis.



¿Pues cómo ha de estar templada



la que vuestro amor pretende?,



¿si la que es ingrata ofende,



y la que es fácil enfada?



Se quedó desahogada sor Juana Inés con la redondilla y, además, se las ingenió para soslayar la mordedura mortal de la Inquisición. Ciertamente, mucha sor Juana para tanto hombre necio.



*Tomado del libro “El séptimo círculo del infierno”, de Santiago Posteguillo.






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