En la madrugada del 17 de junio de 1972 cinco personas ingresaron sin permiso en el cuartel general del Comité Nacional del Partido Demócrata en la ciudad estadounidense de Washington, el cual se encontraba ubicado en el sexto piso de una de las oficinas del complejo de edificios Watergate, en la ribera del río Potomac. A primera vista, el caso parecía simplemente un intento de robo que fue impedido por la acción de la policía y que terminó en la detención de los intrusos: Bernard Barker, Eugenio Martínez, Frank Sturgis, Virgilio González y James W. McCord Jr. El avance de las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades demostró que no se trataba de simples ladrones porque su objetivo no solo era robar documentos del Partido Demócrata, sino además colocar micrófonos en la oficina e intervenir los teléfonos para espiar a sus funcionarios. En poco tiempo el quinteto fue conocido a través de la prensa como “los plomeros” y la información que surgió sobre ellos dejó en claro que se estaba ante una acción más importante, que de hecho terminó con la renuncia del presidente Richard Nixon el 8 de agosto de 1974 en un intento por impedir el cumplimiento efectivo del proceso de destitución (“impeachment”, por su nombre en inglés) que ese mismo año había sido resuelto y cuyo cumplimiento era inminente. La prensa estadounidense resumió claramente lo que había pasado: “El guardia, que trabajaba en el turno de medianoche a 7 a. m. por U$S 80 a la semana, descubrió lo que se convertiría en el mayor escándalo de corrupción política en la historia de Estados Unidos”. Las presiones de Nixon para desviar la investigación sobre este hecho y su relación con el Partido Republicano y la propia casa Blanca constituyeron la causa de su caída. A pesar de ello, los sucesos adquirieron las dimensiones que finalmente transformaron la historia y el escenario político de Estados Unidos gracias a dos jóvenes periodistas del diario “The Washington Post” encargados de cubrir la historia: Bob Woodward y Carl Bernstein, quienes ganaron el premio Pullitzer por su trabajo y años después serían interpretados por Robert Redford y Dustin Hoffman en la película “Todos los hombres del Presidente”. Ambos periodistas fueron apoyados por la valiente propietaria del diario, Katharine Graham, y el director, Ben Bradlee. La madeja de todo el asunto comenzó a desenrollarse cuando los periodistas descubrieron que uno de “los fontaneros”, concretamente James W. McCord Jr., era un exfuncionario de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y cumplía funciones para el antiguo procurador general John N. Mitchell, en ese entonces presidente del Comité para la Reelección de Richard Nixon. En virtud de las investigaciones realizadas por la agencia federal de investigación (FBI) se probó además que las tareas de espionaje de los fontaneros fueron financiadas con dinero del Partido Republicano e incluso que uno de ellos era asistente de seguridad de dicha colectividad política. A ello debe sumarse el aporte de un informante que tenía el apodo de “Garganta Profunda” (en alusión a una película pornográfica estrenada en la época) y cuyo nombre permaneció encubierto hasta el año 2005 cuando él mismo confesó su identidad: Mark Felt, segunda persona de importancia en el FBI. Gracias a todo ello y a un fuerte e inquebrantable ética profesional, el trabajo periodístico de Woodward y Bernstein terminó con la humillante renuncia de Richard Nixon, un presidente que será recordado por ser un claro ejemplo del peor rostro de la política. Transcurridos cincuenta años, Watergate sigue siendo un ejemplo inalterable de la importancia que tiene la actividad periodística frente a los abusos del poder. La misma consideración se extiende a las instituciones que participan de los procesos de investigación y resolución de este tipo de situaciones (parlamentos, comisiones investigadoras, fiscalía, fuerzas policiales, entre otras). Sobre todo teniendo en cuenta que vivimos en un continente en el cual en la mayoría de los países los ciudadanos están al servicio del político de turno, que utiliza el poder y los dineros públicos como si fueran suyos, amparado por una total impunidad gubernamental que tarde o temprano logra archivar expedientes o revocar sentencias que sean contrarias a los intereses de esos mal llamados servidores públicos. O, en algunos países, llega a amenazar o atentar contra la vida de jueces, abogados, periodistas o fiscales. Hay que pensar que, a pesar haber provocado la caída del presidente de una de las dos potencias que protagonizaban la Guerra Fría, ninguno de los periodistas ni el diario para el cual trabajaban sufrieron amenazas, ataques o daño alguno. El periodista argentino Jaime Selser, al referirse al caso Watergate, ha destacado que “Ese escándalo ubicó a la actividad periodística inédita en el resguardo de la legalidad, partiendo de la transparencia. Así las cosas, un nuevo escenario se proyectó sobre el poder, no solo de los Estados Unidos, sino de las naciones del mundo. La transparencia y la legalidad de los actos de gobierno no solo estaban fiscalizados por los órganos naturales de los estados. El periodismo se plantó como una luz ante la oscuridad de decisiones cuestionables, algunos comenzaron a llamarlo el Cuarto Poder de las democracias. (…) La ilegalidad o los abusos de poder y de autoridad de los funcionarios tenían un nuevo límite, la opinión pública, y los medios un nuevo y más fuerte compromiso con la verdad”. Todo lo anterior debe hacernos reflexionar sobre la importancia del periodismo en una sociedad libre y democrática que controle los actos de sus gobernantes, haciéndolos responsables de sus malas acciones. Para la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), “el periodismo es la manifestación primaria y principal de la libertad de expresión del pensamiento y, por esa razón, no puede concebirse meramente como la prestación de un servicio al público a través de la aplicación de unos conocimientos o capacitación adquiridos en una universidad o por quienes están inscritos en un determinado colegio profesional, como podría suceder con otras profesiones, pues está vinculado con la libertad de expresión, que es inherente a todo ser humano. La profesión de periodista implica precisamente buscar, recibir y difundir información. El ejercicio del periodismo, por tanto, requiere que una persona se involucre en actividades que están definidas o incluidas en la libertad de expresión garantizada en la Convención. El ejercicio del periodismo profesional no puede ser diferenciado de la libertad de expresión; por el contrario, ambas cosas están evidentemente imbricadas, pues el periodista profesional no es, ni puede ser otra cosa que una persona que ha decidido ejercer la libertad de expresión de modo continuo, estable y remunerado”. Han pasado cincuenta años desde el inicio de un episodio sin igual en la historia estadounidense y en el periodismo, que nos deja una enseñanza siempre vigente: aunque a los gobernantes y a los políticos en general no les guste, la verdad debe ser conocida por toda la sociedad porque así se ejerce el periodismo, pese a quien le pese.
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