Francis Bret Harte
Nunca supe por qué en el Oeste de los Estados Unidos un
perro amarillo tenía que ser considerado proverbialmente el colmo de la
degradación e incompetencia canina, ni por qué la posesión de uno tenía que
afectar seriamente la posición social de su amo. Pero, como el hecho era
reconocido, creo que lo aceptamos en Rattlers Ridge fin protestar. Lo más
difícil fue determinar a quién pertenecía, y aunque el perro que tengo en mente
mientras estoy escribiendo se juntaba por igual con todos, en el campamento,
nadie se animaba a llamarlo propio; y cuando había perpetrado alguna atrocidad
canina, todos lo repudiaban con vergonzosa prisa.
Las lacónicas respuestas: "Bueno, puedo jurar que no ha
estado cerca de nuestra choza hace semanas", o bien: "Fue visto por
última vez saliendo de tu cabaña", expresaban el ansia con la cual
Rattlers Ridge se lavaba las manos de cualquier responsabilidad. Pero, por
cierto, no era un perro común, ni siquiera un perro feo; y lo cierto es que sus
críticos más severos rivalizaban entre sí cuando narraban ejemplos de su
sagacidad, perspicacia y agilidad, presenciados por ellos mismos.
Lo habían visto cruzar la cañada de Grizzly, a una altura de
doscientos cincuenta metros, sobre un tablón de doce centímetros de ancho. Se
había caído desde unos trescientos metros por la cascada del South Fork y lo
encontraron sentado en la orilla del río, "sin un rasguño, excepto que se
estaba rascando perezosamente con la pata de atrás". Había sido olvidado
en una ventisca, en una meseta de la sierra, y había vuelto a casa al principio
de la primavera con la engreída complacencia de un viajero alpino y una gordura
que, según se alegaba, era el resultado de una dieta exclusiva de valijas de
correo enterradas y de su contenido. Se sospechaba, generalmente, que leía los
carteles electorales, y desaparecía uno o dos días antes de que llegaran a
Ridge los candidatos y la banda de música, a la que odiaba. Se sospechaba que
había espiado las cartas del coronel Johnson en el poker y comunicado al
adversario de éste, mediante una sucesión de ladridos, el peligro de apostar
contra cuatro reyes.
Si bien estas declaraciones eran aportadas por testigos
incapaces de presentar pruebas, por una debilidad muy humana, en Rattlers
Ridge, imputaban la responsabilidad de la confirmación, al perro mismo,
considerándolo un mentiroso consumado.
-Husmeando por aquí y llamándote experto del poker, ¿no?
Lárgate de aquí, veneno "amarillo" -era una orden común, que el
infortunado animal debía arrostrar cuando se inmiscuía en una partida de poker.
-Si hubiera una chispa, ¿qué digo?, un átomo de verdad
acerca de ese perro, creería a mis propios ojos, que lo han visto sentado, en
posición erecta, tratando de hipnotizar a una urraca, que estaba en un árbol.
¿Pero qué va a hacer uno con un fullero como ese?
He dicho que era amarillo, o, para usar la expresión común,
"amariyo". En realidad, me inclino a pensar que mucha de la ignominia
agregada al epíteto estaba involucrada en esta expresión favorita. Hombres que
habitualmente hablaban de un "pájaro amarillo", o de un
"martillo amarillo", una "hoja amarilla", siempre se
referían a él como el "perro amariyo".
Que era amarillo no había duda. Después de un baño
-generalmente obligado- presentaba una decidida raya amarillenta en el lomo,
desde la cabeza hasta la cola, que iba perdiendo intensidad en los ijares,
hasta ofrecer el delicado matiz de la paja. Su pecho y sus patas -cuando no las
había ensuciado durante sus andanzas por los albañales, que tanto le gustaban-
eran blancas. Unos cuantos intentos de decoración ornamental hechas con tinta
china por el tendero, fueron un fracaso, en parte debido a la extraordinaria
agilidad del perro amarillo, que nunca le daba tiempo a la pintura para
secarse, y en parte por su habilidad en transferir las marcas que le habían
puesto, a los pantalones y a las mantas del campamento.
El tamaño y la forma de su cola -que había sido cortada
antes de su emigración a Rattlers Ridge- eran favoritas fuentes de especulación de los mineros, para
determinar no sólo su raza sino también su responsabilidad moral al ingresar en
el campamento en esa condición defectuosa. Era opinión general que no podría
parecer peor con la cola y que su eliminación había sido, por lo tanto, un acto
de gratuita desfachatez.
Los ojos, de un resplandeciente color castaño, chispeantes
de inteligencia, también sufrieron las vicisitudes del ambiente y su original
abierta confianza, se vio menoscabada por una experiencia hostil, debiendo
siempre estar alerta para eludir las piedras que le arrojaban y los
traicioneros puntapiés de manera que sus pupilas siempre se fijaban en el
ángulo exterior del párpado.
Sin embargo, ninguna de estas características decidía la
discutida cuestión de su raza. Su velocidad y olfato apuntaban hacia un perro
de caza, y se relataba que, en una ocasión, lo habían puesto sobre el rastro de
un gato montes, con tal éxito, que aparentemente lo siguió hasta las afueras
del estado, retornando al final de dos semanas con las patas lastimadas, pero contento.
Habiéndose juntado con un grupo de exploradores, lo
mandaron, bajo la misma creencia, al monte, para espantar a un oso que se
suponía que estaba rondando el
campamento. Volvió después de algunos minutos con el oso, introduciéndolo en el
círculo desarmado de exploradores y ahuyentándolos a todos. Después de esto, la
teoría de que era un perro de caza fue desechada.
Pero aún se decía -sobre la base habitual de la evidencia no
corroborada- que "había liquidado" a una codorniz; y sus cualidades
de perro perdiguero fueron aceptadas durante mucho tiempo, hasta que, en una
cacería de patos salvajes, se comprobó que el pato que había traído de vuelta
nunca había recibido una bala, y la expedición fue obligada a pagar los daños
al dueño del campo vecino.
Su predilección por chapotear en las zanjas y albañales
sugirió, por un tiempo, que se trataba de un perro de agua. Podía nadar y, de
vez en cuando, sacaba del río maderas y trozos de corteza que flotaban en el
agua, pero como siempre había que tirarlo a él, junto con las cosas que traía
-y era un perro de gran tamaño- su reputación acuática también desapareció y
subsistió solo su condición de perro "amariyo". ¿Qué más podía
decirse? Su verdadero nombre era "Huesos", que se le había dado, sin
duda, por la costumbre provincial de confundir la ocupación del individuo con
su calidad, para lo cual, se señalaba, había precedentes en algunos de los
viejos nombres de familias británicas.
Pero si Huesos generalmente no denotaba preferencia alguna
por ningún individuo en particular, en el campamento, siempre hacía una
excepción en favor de los borrachos. Hasta un grupo común de bravucones
borrachines lo sacaba de debajo de un árbol o casucha con la satisfacción más
evidente. Los acompañaba por las largas y desiguales calles del poblado,
ladrando con deleite a cada paso o tropezón de los beodos, sin exhibir esa
mirada de desconfianza que marcaba su presencia ante los sobrios y respetables.
Aceptaba sus toscas maneras sin un gruñido o alarido y hasta simulaba que le agradaban,
al punto que creo sinceramente que se hubiera dejado atar una lata a la cola,
si la mano que lo hacía hubiese denotado inseguridad y la voz que le pedía que
se "quedara quieto" hubiese estado ronca por efectos del alcohol.
Acompañaba al grupo alegremente hasta una cantina, esperaba afuera, dejando
colgar la lengua de la boca para expresar su alegría, hasta que reaparecían,
permitiendo que rodaran encima de él y alejándose a los brincos, sin importarle
las piedras tiradas torpemente y los epítetos de que era blanco. Después, los
acompañaba hasta sus casas, separadamente, o se acostaba con ellos en los
cruces de caminos, hasta que alguien los conducía hasta sus chozas. Trotaba
como un vagabundo hasta su propia casucha, cerca de la estufa de la cantina, conservando
cierto aire de perro malo pero también indicios de haberse divertido.
Nunca pudimos saber con seguridad si su placer provenía de
una convicción egoísta de que estaba más protegido con los física y mentalmente
inaptos, de una viva simpatía por lo que realmente era malo, o de un sombrío
sentido de su superioridad mental en tales circunstancias.
Sin embargo, era unánime la creencia de que la simpatía
natural de un "perro amariyo" por las cosas que le eran semejantes lo
llevaban a tener predilección por todo lo despreciable.
Y esto era apoyado por otra singular manifestación canina:
el "halago sincero" de la simulación o imitación.
"Tío Billy" Riley, por un corto tiempo gozó del
privilegio de ser el borrachín del campamento y en seguida fue objeto de una
mayor atención por parte de Huesos. No sólo lo acompañaba por todas partes, se
enroscaba a sus pies o a su cabeza, según la actitud del Tío Billy en el
momento, sino que, según se observó, empezó a experimentar una manifiesta
alteración en sus propias costumbres y apariencia. De activo e incansable
explorador, buscador de comida y arrojado e inigualable pillo, se volvió
holgazán y apático; permitía a los topos que cavaran debajo de él sin tratar de
socavar todo el pueblo en su frenético esfuerzo por desenterrarlos; permitía
que las ardillas se mofaran de él, moviendo sus colas a menos de cien metros de
distancia; se olvidó de sus usuales escondites y dejó sus huesos favoritos
desenterrados y resecándose al sol. Sus ojos se pusieron tristes y su pelo perdió
el brillo, a medida que su compañero, el hombre, se volvía legañoso y rotoso;
la acostumbrada rectitud de flecha de su carrera empezó a desviarse y no era
raro encontrar a la pareja subiendo la cuesta en zig-zag. En realidad, la
condición del Tío Billy podía adivinarse por la apariencia de Huesos en los
períodos en que su dueño provisorio estaba invisible.
-El viejo debe tener una borrachera terrible hoy -era la
observación casual, cuando se veía pasar a Huesos con el pelo muy revuelto y
cierta despreocupación.
Al principio se creyó que él también tomaba, pero, cuando
una investigación cuidadosa demostró que esta hipótesis era insostenible, se le
empezó a llamar "maldito esclavo, hipócrita amariyo". Algunos
opinaban que si bien Huesos no había llevado al Tío Billy por el mal camino, al
menos lo había "baboseado y mimado hasta que el viejo, doblegado por su
vicio, volvióse engreído". Esto, sin duda, condujo a un divorcio
obligatorio entre ellos, y Tío Billy fue, felizmente, despachado a un pueblo
cercano y a un doctor. Huesos pareció extrañarlo mucho, se escapó por uno o dos
días y se supuso que lo había visitado, que lo había alarmado su convalecencia
y que había sido rechazado por el Tío Billy, en su carácter reformado; y volvió
a su vieja vida activa y, junto con su pasado, enterró sus olvidados huesos. Se
dijo que, más tarde, fue visto tratando de llevar un vagabundo borracho al
campamento, siguiendo los métodos empleados por los perros para ciegos, pero
fue descubierto a tiempo -por supuesto- por el no corroborado narrador.
Todo esto debería instarme a dejarlo así, con su original y
pintoresco pecado, pero la misma veracidad que me indujo a transcribir sus
faltas e iniquidades me obliga a describir la definitiva y algo monótona
corrección de sus costumbres, que no se produjeron por causas imputables a él.
Era un día feliz en Rattlers Ridge, tanto por su cambio de sentimientos como
por la llegada de la primera diligencia, que se había conseguido desviar del
camino principal, para que hiciera escala, regularmente, en nuestro poblado. Al
frente de la oficina de correos y la cantina "Polka" flameaban las
banderas y Huesos escapaba de la banda de música que odiaba, cuando la chica
más dulce del pueblo, Pinkey Preston, hija del juez del estado y amada sin
esperanza por todo Rattlers Ridge, se bajó de la diligencia a la que había
honrado, al ocuparla como invitada de honor.
-¿Qué es lo que lo hace escapar? -preguntó rápidamente,
abriendo sus hermosos ojos y presumiendo, en su inocencia, que nadie hubiera
podido huir de ella.
-No le gusta la banda de música -explicamos, ansiosamente.
-¡Qué raro! -murmuró la chica-, ¿está la banda tan
desafinada como para eso?
Esta graciosa ocurrencia nos hubiera satisfecho por sí sola,
pues no hicimos más que repetirla, durante todo el día siguiente, pero nos
sentimos positivamente conmovidos cuando la vimos, de pronto, recoger sus
delicadas faldas en una mano y correr a través del polvo bermejo, hacia Huesos,
que, con sus ojos vueltos sobre su lomo amarillo, se había detenido en el camino
y dirigía una mirada de disgusto y rabia a la vez, al ver descender el trombón.
Contuvimos nuestro aliento, mientras la joven se acercaba. ¿Huiría Huesos, como
huía de nosotros en tales momentos, o salvaría nuestra reputación,
consintiendo, por el momento, aceptarla como una nueva clase de ebria? Se
acercó; el perro la vio y empezó a temblar con excitación, y su rabo vibraba
con tal rapidez que pasaba inadvertida la parte que le faltaba. Se detuvo de
súbito ante él, tomó su pequeña cabeza amarilla entre sus manos, la levantó y
le miró sus bonitos ojos castaños con los suyos, azules y hermosos. Lo que pasó
entre ellos, en ese instante magnético, nunca se supo. Ella volvió con él y le
preguntó en forma casual:
-¿Verdad que no le tenemos miedo a las bandas de música?
A lo que el perro aparentemente asintió, o por lo menos
disimuló su disgusto, mientras estaba cerca de ella, es decir, casi siempre.
Durante el intercambio de confidencias, su mano enguantada y
la cabeza amarilla de Huesos siempre estaban juntas y, en la ceremonia medular
-la revisión pública que ella hizo de la "hoja de ruta" de Yuba Bill,
en representación de la junta del pueblo, hecha con un lápiz dorado que le
obsequiara la Empresa de las Diligencias-, la alegría de Huesos parecía no
tener límites, ya que durante todo el tiempo estuvo prácticamente en el aire.
Nadie osaba intervenir. Por primera vez nació en nuestros corazones una suerte
de orgullo lugareño por Huesos, del que hacíamos grandes elogios, mintiéndonos
unos a otros.
Llegó el tiempo de partir. Estábamos de pie, cerca de la
puerta del coche, sombrero en mano, mientras la señorita Pinkey se preparaba
para subir; Huesos estaba a su lado, mirando con confianza hacia el interior y,
aparentemente, eligiendo su propio asiento sobre las rodillas del juez Preston,
en el rincón, cuando la señorita Pinkey levantó su elegante mano en señal de
amonestación. Luego, tomando su cabeza con ambas manos, y mirándolo otra vez
profundamente a los ojos, exclamó:
-Buen perro -poniendo un suave énfasis en el adjetivo y
subió rápidamente al coche.
Los seis caballos bayos arrancaron al unísono, y el
magnífico vehículo verde y dorado partió, dejando una nube de polvo bermejo de
la que el perro amarillo entraba y salía, cosa que siguió haciendo hasta las
afueras del pueblo. Luego regresó apaciguado.
Desapareció uno o dos días, pero luego se supo que estaba en
Spring Valley, donde vivía la señorita Preston, y fue perdonado. Una semana
después volvió a perderse, pero en esta ocasión estuvo ausente más tiempo, hasta
que llegó una carta patética de Sacramento, dirigida a la esposa del tendero.
"¿Tendría usted el bien -escribía la señorita Pinkey
Preston- de pedir a uno de sus muchachos que venga aquí, a Sacramento y se
lleve de vuelta a Huesos? No me importa que el querido animal ande conmigo en
Spring Valley, donde todos me conocen, pero aquí sí, pues llama mucho la
atención por su color. Casi no tengo vestido con el que haga juego. No armoniza
con mi muselina rosada, porque hace palidecer demasiado su hermoso color. Usted
sabe, ¡el amarillo es un color tan difícil!".
Se llamó a reunión con gran premura en el campamento, y se
envió una comisión a Sacramento para aliviar a la infortunada joven, pues todos
nos sentíamos indignados con Huesos, pero, por raro que pareciera, creo que
esta indignación estaba atemperada por el nuevo orgullo que sentíamos por él.
Mientras estuvo solo con nosotros apenas si apreciamos sus cualidades, pero la
frase recurrente "ese perro amarillo que tienen en Rattlers" nos
infundía una misteriosa importancia en todas las regiones vecinas, como si
hubiésemos sido depositarios de una "mascota" de alguna valiosa
colección zoológica.
Esto resultó más evidente aun por un hecho singular. Se
había construido una nueva iglesia en el cruce de los caminos, y un eminente
reverendo había venido de San Francisco para pronunciar el sermón inaugural.
Después de un examen cuidadoso de prendas de vestir en el campamento, y algunos
cambios acertados de vestimenta, algunos de nosotros fuimos designados para
representar a "Rattlers" en el servicio religioso del domingo. Con
nuestros pantalones blancos, sombreros de paja y blusas de franela, éramos lo
suficientemente pintorescos y destacados como "mineros honrados",
para que se nos exhibiera en los primeros asientos. Sentados cerca de las
jóvenes más bonitas, que nos ofrecieron sus libros de cánticos, con el límpido
perfume de madera de pino recién cortada y muselina planchada, impregnado por
la brisa con las fragancias de nuestros bosques, a través de las ventanas abiertas,
una honda sensación de permanente paz y comunión cristiana se apoderó de todos
nosotros. En ese momento supremo, alguien murmuró, con voz sobrecogida:
-¡Miren a Huesos!
Miramos. Había entrado a la iglesia y avanzaba por una de
las naves laterales en una perdonable y modesta ignorancia pero, dándose cuenta
de su error, atravesó caminando, sin inmutarse, la barandilla de la galería,
ante la vista de los asombrados feligreses. Al llegar al final, se detuvo un
momento, mirando descuidadamente hacia abajo. Estaba a unos cinco metros del
suelo, salto muy común para un perro criado en las sierras. Con delicadeza,
precaución y displicencia, pero conservando cierta arrogancia, como si,
humanamente hablando, "tuviera una pata en el bolsillo" y estuviera
haciéndolo con solo tres, salvó la distancia, yendo a caer delante del
presbiterio, donde, sin hacer ruido, giró tres veces sobre sí mismo, y se
acurrucó en el suelo.
Tres diáconos aparecieron instantáneamente por la nave,
delante del predicador quien, hubiera podido pensarse, retenía una sonrisa. Se
oyeron murmullos apresurados: "Es de ellos"… "Esta institución
es muy localista, como ustedes saben". "No me gusta lastimar
sensibilidades"; y la respuesta rápida del reverendo:
-De ninguna manera -mientras continuaba con el sermón.
Apenas tres meses antes hubiésemos repudiado a Huesos;
ahora, nos quedamos sentados con actitud de cierta altivez, como si quisiéramos
señalar que cualquier afrenta inferida a Huesos sería un insulto para nosotros,
al que seguiría nuestra inmediata retirada, como un solo hombre.
Todo fue bien, empero, hasta que el reverendo, alzando la
Biblia de la mesa de comunión y sosteniéndola con ambas manos delante de sí, se
dirigió hasta el atril, cerca de la baranda del altar. Huesos lanzó un gruñido
que se oyó con claridad. El sacerdote se detuvo.
Nosotros, y solamente nosotros, nos dimos cuenta, en un
instante, de toda la situación. La Biblia era casi del tamaño y de la forma de
uno de esos trozos de tierra blanda que nosotros teníamos la juguetona
costumbre de arrojarle a Huesos cuando estaba medio dormido tomando sol, para
ver la habilidad con que los eludía.
Aguantamos la respiración. ¿Qué había de hacerse? Pero la
oportunidad de actuar le correspondió a nuestro líder, Jeff Briggs; un
individuo buen mozo, con bigote dorado como un viquingo del norte y con cabello
rizado como un Apolo. Envuelto en la vanidad de su propia figura, se levantó
del banco y fue hacia la baranda del atrio.
-Yo esperaría un momento si fuera usted, señor -dijo
respetuosamente- y verá que se irá tranquilamente.
-¿Qué pasa? -dijo el sacerdote con voz queda y cierta
preocupación.
-Cree que le va a tirar ese libro, señor, sin darle una
oportunidad, como nosotros lo hacemos.
El cura, perplejo, quedó impasible, con el libro en la mano.
Huesos se levantó, caminó hasta la mitad de la nave y desapareció como un rayo
amarillo.
Después de justificar así su reputación, Huesos desapareció
una semana. Al cabo de ese tiempo recibimos una nota cortés del juez Preston,
diciendo que el perro se había radicado en su casa y le pedía al campamento
que, sin cederle su valiosa posesión, permitiera que se quedara en Spring
Valley por tiempo indefinido; que el juez y su hija -de quien Huesos ya era un
viejo amigo- verían con agrado que los miembros del campamento visitaran a su
viejo favorito cuando fuera de su agrado, para asegurarse de que estaba bien
cuidado.
Me temo que la carnada tirada tan ingeniosamente tuvo mucho
que ver con nuestra aquiescencia final. De todas maneras, los informes de los
que visitaban a Huesos eran maravillosos. Residía allá lujosamente, descansando
sobre alfombras en la sala de estar, enroscado bajo el escritorio judicial en
el estudio del juez, durmiendo regularmente sobre el felpudo, frente a la
puerta del dormitorio de la señorita Pinkey, o cazando moscas, perezosamente,
en el jardín del juez.
-Está tan "amariyo" como siempre -dijo uno de
nuestros informantes-, pero, de alguna manera, no parece ser el mismo lomo
sobre el que rompíamos cascotes, hace tiempo, sólo para verlo huir del polvo.
Y ahora debo registrar un hecho que -¡bien lo sé!- todos los
amigos de los perros negarán con indignación y será recriminado con furiosos
aullidos por todo sabueso leal desde los días de Ulises. Huesos no solamente
nos olvidó, ¡sino que nos desconoció en absoluto! A quienes visitaban al juez
con "ropa dominguera" quizá los miraba furtivamente, o los husmeaba,
como descubriéndolos con resentimiento, bajo su aspecto exterior. A los demás,
simplemente los ignoraba. El término más familiar de "Huesito", con
que solíamos llamarlo en nuestros momentos de efusividad, no producía respuesta
alguna. Creo que nos apenó a algunos de los más jóvenes pero, merced a quién
sabe qué rara debilidad humana, eso también aumentó el respeto del campamento hacia
él, y hablábamos de él con familiaridad a los extraños, en el mismo momento en
que nos ignoraba. Me temo que también nos preocupamos de decir que se estaba
poniendo gordo y pesado, y que perdía su elasticidad. También comentábamos, con
disimulo, que su elección fue un error y su vida un fracaso.
Murió un año más tarde, con la reputación de santidad y
respetabilidad. Lo encontraron una mañana, enroscado y rígido en el felpudo,
frente a la puerta del dormitorio de la señorita Pinkey. Cuando oímos la
noticia, solicitamos permiso al campamento, que disfrutaba de una próspera
situación, para erigir una lápida sobre su tumba. Pero, cuando llegó el momento
de colocar la inscripción, sólo pudimos recordar las dos palabras qué le fueron
murmuradas por la señorita Pinkey, y que siempre creímos que habían producido
el milagro de su conversión:
-"¡Buen perro!"
FIN
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