Maximilien de Robespierre yace sobre una mesa con la mandíbula destrozada por un balazo. La Revolución ha terminado, pero ese día —el 9 Termidor del año II— nadie piensa en eso. Los infelices que rodean al Incorruptible son ordenanzas y soldados, cagatintas y guardias de la Convención: algunos se le acercan temblando; otros se burlan de él, pero se mantienen a distancia con las armas preparadas.
Hace un calor de infierno aunque ya empezó a llover y el peligro ha pasado: Maximilien apenas puede mover una mano en la que sostiene un pedazo de papel empapado en sangre. El fiel Le Bas se ha pegado un tiro en la cabeza. Couthon ha rodado de su silla de paralítico por una escalera del Hotel de Ville, donde los habían llevado arrestados al atardecer. Agustín, el Robespierre joven, sólo atinó a tirarse por la ventana cuando vio entrar a los guardias de Barras y está machucado en una celda.
La Revolución empezó en julio, cinco años antes, y en otro julio, el de 1794, se interrumpe, aunque los actores ya no sean los mismos. Ese Robespierre agonizante, que va a cargar con las culpas de todos, era uno de los oscuros constituyentes de 1789, pero sólo Mirabeau había reparado en él: "Va a llegar lejos —había dicho—, porque cree en todo lo que dice".
Y lo que dice es un discurso de virtud imposible: Robespierre es un sacerdote de la austeridad que sobre el vértigo insurreccional va a hacer cabalgar una Revolución de dos siglos, aunque él vaya a morir al amanecer del día siguiente en el mismo lugar y en la misma guillotina por la que unos meses antes han pasado Danton, Desmoulins, Hebert y los otros.
Un soldado se acerca casi en puntas de pie a la mesa donde se desangra el diputado. "¿Este era el dictador?”, pregunta con desprecio y luego se echa a reír. Es verdad, el caído no tiene aspecto de tirano temible. Está vestido, con una chaqueta y un pañuelo de seda azul impecables. La peluca que acaba de perder en la agitación de ese último día estaba tan empolvada y cepillada como cuando llegó desde su Arras provinciana a la espléndida Versalles.
Ya no lo parece, porque es casi un cadáver, pera hasta hace un rato, "sus mejillas no muy llenas tienen un color floreciente, como conviene a la edad viril y alrededor de su boca hay una gracia que sólo se boira cuando sus labios s abren para expresar una indignación republicana", escribe un viajero alemán que lo ha visto de cerca. Una vecina de Arras lo recuerda más joven e inocente:
"Una cabeza bastante pequeña, pelo castaño casi rubio, la cara redonda y la nariz corta; los ojos azules y lejanos". Según J. J. Dassault, que no le tiene ninguna simpatía, "mide cinco pies y dos pulgadas. Va erguido y camina con firmeza, casi con brusquedad". Al fin, un diputado anónimo dice haber visto en su mirada la fiereza del tigre y la cautela del ciervo.
Poco importa: ahora está "fuera de la ley" y ni él ni los otros jacobinos tendrán juicio. Fouquier-Tinville, el presidente del Tribunal Revolucionario, sólo tiene que cumplir el requisito de la identificación y luego lo entregará al verdugo Sansón. El terror termina para unos y empieza para otros. Miles de hombres y mujeres salen de los sótanos, de los armarios, de los bosques, de los escondites más impensados y van a festejar el fin del Gran Terror. Ya nada será como antes: otra es la manera de vestir, como si se festejara el alivio de no tener más compromiso que mirarse a sí mismo; los terroristas de ayer serán los moderados de mañana y hasta los pusilánimes se inventarán un pasado heroico. Los jóvenes elegantes salen a cazar sans culottes y terminan la noche en el "baile de la guillotina". Los libros del marqués de Sade, que ha salvado la vida in extremis, se ponen de moda en los salones aunque a cada rato el autor vuelva a la cárcel. Fouché dirá que nunca tuvo nada que ver con ninguna revolución y será comisario de la policía de Bonaparte. El pasado es una pesadilla culposa y lo mejor, en ese fin de siglo, es bailar, bailar.
Pero, ¿qué ha pasado ese día que será el más enigmático de la Revolución? ¿Por qué los aliados de Robespierre lo sacrifican y con él a la Revolución? Hay algo de misterioso en esa tragedia universal que los franceses se obstinan en olvidar.
La mañana del 26 de julio Robespierre reaparece en la Asamblea luego de dos meses de melancolía, de encierro, de reflexión.
Se lo ha visto muy poco desde la Fiesta del Ser Supremo, el 20 Prairial (8 de junio), en la que Robespierre consagró la "inmortalidad del alma" como respuesta a la Fiesta de la Razón y la Libertad que los ateos habían celebrado en noviembre en la catedral de Notre Dame.
Esa celebración ha sido su triunfo y también su primer error grave: ese día, en la inmensidad del Campo de Marte, ha caminado a una distancia de varios pasos delante de los otros diputados, como si quisiera mostrar su superioridad. No ha hablado de clemencia, sino de nuevos rigores. Sus adversarios han murmurado a sus espaldas pero él los ha escuchado y regresa al cuarto que ocupa en casa del carpintero Duplay lleno de desprecio y rencor.
Desde entonces permanece encerrado: escribe, lee, bromea en la mesa con las muchachas. Por momentos parece que prepara el golpe final, pero hay días en que lo ganan la melancolía y el aburrimiento. ¿Vale la pena seguir? ¿Tiene sentido gastar la vida en una epopeya contra bribones y malvados de toda calaña?
Sí, vale la pena. Por eso, el 8 Termidor sale de su cuarto de la Rué Saint Honoré y va a pie hasta las Tuileries. A las siete de la mañana ya hace un calor de infierno y París apesta si se tiene en cuenta cómo huele dos siglos más tarde y lo que cuenta Patrick Süskind en El perfume.
¿Ha sentido alguna vez la tentación de acercarse a la plaza de la guillotina, donde ayer, 7 Termidor, han ejecutado al poeta André Chenier? Seguro que no, por que nada le repugna más que la vulgaridad del populacho que aplaude cuando ruedan las cabezas ajenas.
Saint Just lo encuentra a la entrada de la sala. También él está ansioso por la súbita reaparición del jefe, aunque lo alarma que no le haya consultado el texto que lleva en el bolsillo. Un gendarme trae a Couthon sobre los hombros. Desde lo alto, el paralítico discute un decreto banal con dos diputados que añoran los tiempos de Danton. El gendarme lo deposita con infinito cuidado en la silla de ruedas y se queda a su lado, listo para llevarlo a la letrina cada vez que el otro se lo pida.
A las ocho, Robespierre sube los cinco escalones que llevan al estrado de los oradores y empieza a leer con esa voz monótona que tanto irrita a sus adversarios. A veces quita los lentes y se lleva una mano al pecho porque habla de sí mismo: "¿Quién soy yo, el acusado? Un esclavo de la libertad, un mártir viviente de la República, víctima y al mismo tiempo el enemigo del crimen. Todos los bribones me insultan: las acciones más indiferentes, más legítimas para otros son criminales cuando se me atribuyen a mí (...) Hace seis semanas que mi dicta-dura ha terminado y no ejerzo ninguna influencia sobre el gobierno. ¿El patriotismo ha sido más protegido en ese tiempo? ¿Las facciones se han calmado? ¿La patria es más feliz?"
El Incorruptible comprueba que no mientras los amigos de Danton y de Hebert, que han ido a la guillotina en marzo y abril, sospechan que la ausencia de Maximilien ha sido una maniobra para dejarlos a solas con sus miserias y pequeñeces. Desde el 10 de junio nadie duerme en su casa porque el decreto del Gran Terror permite la condena con sólo presentar "pruebas morales" y ninguna defensa es posible, sobre todo cuando hay tanto para reprocharse frente a la virtud empecinada de un solo hombre.
"¿Mi vida? —se pregunta Robespierre en el fatídico discurso—. La abandonaría sin un lamento. Tengo la experiencia del pasado y veo el porvenir. ¿Qué hombre de la Patria desearía sobrevivir cuando no se permite servir y defender la inocencia oprimida? ¿Para qué asistir a un orden de cosas en el que la intriga triunfa siempre sobre la verdad, donde la justicia es una mentira, donde las pasiones más viles v los temores más ridículos ocupan en los corazones el lugar de los sagrados intereses de la humanidad? ¿Cómo soportar el suplicio de ver esta horrible sucesión de traidores que esconden su alma rencorosa bajo el velo de la virtud y de la amistad (...Viendo la multitud de vicios que el torrente de la Revolución ha arrastrado junto a las virtudes cívicas, confieso que tengo miedo de quedar enlodado ante la posteridad por la vecindad impura de hombres perversos que sé introducen entre los sinceros amigos de la humanidad." Dos horas de discurso y Robespierre está al borde del abismo. Los diputados quieren los nombres de los traidores, de los impuros, de los perversos, aunque todos saben que son muy pocos los que están exentos de pecado. El Incorruptible se niega a nombrarlos porque quiere dejar planear la duda o simplemente porque está decidido a purificar o morir. Amenaza con "castigar a los traidores, depurar los comités, aplastar las facciones", pide que su discurso sea impreso y enviado a todos los departamentos de Francia.
Saint Just se desespera ante la osadía del jefe; Couthon se trepa sobre el gendarme para apoyar el pedido de Maximilien. Los enemigos del Incorruptible le saltan al cuello. Cambon se anima y grita: "Es tiempo de decir toda la verdad: un solo hombre paraliza la voluntad de la Convención Nacional y ese hombre es Robespierre". Un diputado insignificante, Pañis, muestra una lista de futuras víctimas del Incorruptible entre las que está su nombre. Challier, que se siente desfallecer, grita: "¡Diga quiénes son los acusados!". Thirion defiende a los comités de Salud Pública y de Defensa, agredidos por Robespierre, y arranca los primeros aplausos. Barérer, que huele la victoria, agrega: "Si Robespierre hubiera asistido a las reuniones del Comité se habría ahorrado su discurso".
El voto confirma la rebelión: el discurso será examinado por los comités. Mailhe, que está parado junto a Robespierre, jura que en el momento del voto lo oye murmurar "estoy perdido", mientras se desploma en su asiento.
A las cinco de la tarde sale de la asamblea sin hablar con nadie. Couthon hace una seña a su gendarme para que lo levante y desde ahí arriba apostrofa a los traidores, pero nadie lo escucha porque todos hablan al mismo tiempo y Chiappe tiene que venir a exponer sobre su telégrafo. Robespierre cena con los Duplay y luego va de paseo a los Campos Elíseos con las hijas del matrimonio. Se ha cambiado de ropa. Es el único diputado que toma un baño todos los días y si no tiene mejor vestuario es porque la dieta apenas le alcanza para pagar su pensión. Cuando lo maten, tres días antes de cobrar el sueldo, Dulac, el gendarme de Barras, encontrará en su cuarto un puñado de miserables libras, justo de qué pagarse las velas que lo alumbran y el agua para la bañera.
La noche del 8 y la madrugada del 9 han sido escritas mil veces y desde todos los puntos de vista, pero siempre sobre la base del único informe del testigo Charles Duval.
Puede que ya nada sea del todo cierto. Se sabe que Robespierre relee su discurso en el club de los jacobinos donde es aplaudido. Collot d'Herbois y Billaud-Varenne, los extremistas de ayer, son abucheados, expulsados, y alguien pide para ellos el oprobio y la guillotina. Los dos vuelven a la Convención rumiando el desaire. Robespierre, ovacionado por esos jóvenes que lo idolatran, no se engaña: "Este es mi testamento de muerte", dice y se retira.
Entretanto, Saint Just escribe toda la noche en el gran salón de la Convención. Ni siquiera ha comido, pero sólo tiene veintisiete años, ha organizado ejércitos y cree que todavía tiene mucho tiempo por delante. Los otros conspiran en mesas alejadas, en salones cerrados con llave y en la penumbra de los parques. A todos les va la vida en la sesión de mañana. Collot d'Herbois y Billaud-Varenne entran y se topan con ese joven insolente al que detestan: "¿Qué estás escribiendo?", le pregunta Collot "Un pedido de acusación contra ti", responde Saint Just y enseguida, mirando a Carnot: "Y contra ti también". Cuando termina sube a caballo y va a esperar el amanecer al Bois de Boulogne.
Entonces Fouché, Carnot, Barras, Tallien, Fréron, Legendre, Barére, Collot, Billaud y sus cómplices urden un plan con el que se juegan la vida: se trata de impedir que Robespierre y Saint Just tomen el control de la asamblea. Hay, también, que arrestar a Hanriot, el co¬mandante de la Comuna de París. Tallien irá a la asamblea con un puñal escondido entre sus ropas mugrientas y luego lo contará como una hazaña en todos los salones literarios del París termidoriano.
Al mediodía del 9 (domingo 27 de julio), el cielo está cubierto, pero el calor es sofocante. El gendarme de Couthon ha pasado una noche agitada con el diputado sobre los hombros. Juntos han sorprendido a los conspiradores en plena noche y ahora el amigo de Robespierre va a denunciarlos.
Por fin aparece Saint Just con un cuaderno en la mano. Collot d'Herbois preside y le da la palabra. "Yo no pertenezco a ninguna facción y las combatiré a todas —empieza —. La confianza de los dos comités me honra, pero esta noche alguien ha lastimado mi corazón y quiero hablarles..."
Eso es todo. Tallien se levanta y grita que Saint Just no puede hablar en nombre del Comité de Salud Pública. "Pido que se diga toda la verdad", se desgañita y el ruido comienza en toda la sala. Robespierre, que intuye la maniobra, corre a la tribuna pero no alcanza a subir: Billaud-Varenne lo empuja y desata un tumulto que va a durar cinco horas. Collot d'Herbois sacude la campanilla hasta que las manos se le acalambran. Lo que quiere es más ruido y más furia. "¡Abajo el tirano!", grita Fouché y otros lo siguen: "¡Abajo!".
Después de una noche febril en la que seguramente ha repensado su vida, Saint Just se queda helado y mudo para siempre, con los ojos fijos en ninguna parte. Su discurso se publicará recién un año después de su muerte. Los historiadores no sabrán dar explicación a ese silencio indiferente que guardará hasta la guillotina. Los testigos dicen que parece un enfermo, un autista. Robespierre intenta tomar la palabra, pero el tono de su voz es escaso entre tanto escándalo. Tallien arranca a Saint Just de la tribuna justo cuando Maximilien sube la escalerilla y grita: "Presidente de asesinos, ¿me vas a dar la palabra?". Entonces Tallien saca el puñal y lo pone contra el pecho de Robespierre. Garnier de l'Aube (o tal vez Legendre) lanza su célebre "la sangre de Danton te ahoga" y Robespierre le replica: "Quieren vengar a Danton... ¡Cobardes!, ¿por qué no lo defendieron antes?".
Couthon está en su silla de ruedas y ha perdido al gendarme o se lo han quitado. Al cabo de cinco horas de Catarsis desesperada, un desconocido, Loiseau, se anima pedir el arresto de Robespierre. Vencido, tal vez aliviado, Maximilien vuelve a mirar a un Saint Just extraviado y patético. Afuera llueve y nadie sabe que el terror cambia de mano y de instrumento: la guillotina será abolida después de cobrarse ciento ocho víctimas en Termidor. La nueva Convención prefiere los fusilamientos.
Fouquier-Tinville, el presidente del Tribunal Revolucionario, el hombre que ha enviado a la guillotina a varios miles de franceses, se entera de la caída de Robespierre a las cinco de la tarde, mientras come con un amigo. Su mundo se viene abajo. Se levanta sin despedirse, corre al Palacio de Justicia de la isla de la Cité y luego de asegurarse de que su jefe está vencido hace saber a la Convención que está dispuesto a cumplir todas las órdenes. En claro: si antes guillotinó a los enemigos de la Revolución, ahora está dispuesto a decapitar a la Revolución para salvar su vida. Pero traiciona en vano: pocos días después le llegará su turno.
De mezquindades y miserias como ésa está hecho ese 9 Termidor. Barére, antes aliado de Robespierre, tenía en el bolsillo dos discursos preparados. Uno saludaba la victoria de la virtud revolucionaria, el otro aplaudía la caída del tirano. Fouché, que veía a la reacción por todas partes, perseguirá revolucionarios hasta el fin de sus días, en 1814.
"La República está perdida", murmura Robespierre, tironeado por los gendarmes, abucheado por la sala. Cuando la Convención decreta el arresto del triunvirato (Maximilien, Couthon, Saint Just), el joven Le Bas y Agustín, el hermano menor de Robespierre, exigen correr la misma suerte que sus amigos. Se les concede el deseo fatal y son 22 los jacobinos sacrificados al día siguiente en la guillotina de Sansón.
En la cárcel de Luxemburgo no aceptan poner preso a Robespierre, de modo que los gendarmes lo llevan a la oficina de la policía. Agustín, Saint Just y Le Bas son conducidos por los aterrorizados gendarmes al Hotel de Ville (la municipalidad) para ponerlos bajo la protección de los comuneros.
La Comuna de París puede salvarlos, pero el entusiasmo no es grande. Los obreros saben que el Incorruptible es responsable de los salarios congelados un mes antes de la ejecución de Hebert, el líder de los rojos, de que el enragé Jacques Roux se haya suicidado para no ir al patíbulo. Pero el general Hanriot los subleva igual a las cinco y media de la tarde. Los sans culottes toman las armas y llevan cañones al Hotel de Ville. Todos esperan la llegada de Robespierre, pero él duda, no quiere una revolución que lo dejaría en manos de los comuneros, contra la ley y el orden burgués.
Al anochecer, la Convención aterrorizada cree que Robespierre encabezará una pueblada y juega su última carta con un decreto que pone a los arrestados "fuera de la ley". Ese requisito evita el juicio del Tribunal Revolucionario de Fouquier-Tinville y los lleva derecho a la guillotina. Sólo que para eso hay que arrebatarlos del cuartel general de los sans culottes, donde el Incorruptible ha llegado, por fin, a las diez y media de la noche, rendido a la evidencia de que no podrá defenderse en un proceso público. Allí está el general Hanriot, que había sido detenido por la Convención y luego liberado por los suyos. "El pueblo acaba de salvarme de las manos de una facción que quería terminar conmigo", dice Maximilien, agotado, pero no da la orden de pelear.
Couthon se une a Robespierre a medianoche, pero los dos han dudado demasiado, han mostrado a los obreros los límites de su fidelidad. A las dos de la mañana del 10 Termidor los sans culottes, hartos de esperar una decisión, empiezan a retirarse de las puertas de la ciudad, abandonan los cañones que defienden la Place de Gréve. Algunos se pasan con sus armas a la Convención para permanecer en la legalidad.
Barras, al frente de un ejército de burgueses asusta¬dos pero decididos, apura los acontecimientos: a las dos y media envía a su hombre, Bourdon, que invade el Hotel de Ville con un grupo de gendarmes exaltados al grito de "¡Viva Robespierre!", que desconcierta a la guardia.
Todo es exasperante, en esas últimas horas. Cuando por fin el Incorruptible decide firmar el llamado a las armas, Bourdon y sus gendarmes fuerzan una puerta e irrumpen en la sala. El sargento Merda —ése es su nombre— dispara contra Robespierre (luego hará un libro con eso) y le destroza la mandíbula justo cuando el Incorruptible estaba empezando a firmar. Otra versión indica que Maximilien ha intentado el suicidio. Para la historia queda el tardío llamado a los comuneros, con las dos primeras letras "Ro...", escritas al pie del pergamino.
Le Bas se pega un tiro en la cabeza. Agustín se tira por la ventana, Couthon rueda por la escalera, Hanriot intenta escapar por un pasillo y lo hieren. Saint Just, qué ha callado para siempre, se deja atrapar sin resistencia. Inconsciente, irreparablemente vencido, Robespierre es llevado a una antesala de la Convención como trofeo de guerra. Allí yace y se desangra sobre una mesa, mientras los cagatintas se ríen de él.
Dos días después, Collot d'Herbois, escribe:
"Sí Robespierre, en lugar de entretenerse en el Hotel de Ville, hubiera marchado a la cabeza de ocho o diez mil hombres que cubrían la Place de Gréve, y junto a Couthon hubieran levantado al pueblo con sus discursos, estábamos perdidos. Pero la providencia lo quiso de otro modo".
El 10 Termidor son veintidós los jacobinos que van la guillotina; el primero en morir es Couthon, el penúltimo, Robespierre. A todos los tiran en la fosa común. La Revolución Francesa ha terminado. Los bustos de Marat son arrastrados por las calles; el club de los jacobinos, disuelto y los simpatizantes de Robespierre perseguidos; los sans culottes, cazados como conejos. Los fripons y scèlerats que esperaban la muerte, cantan y bailan. Lo que sigue es una comedia a la espera de un restaurador. Dispersos, aquí y allá, aparecen algunos malos versos de pena:
¡Ah, pobre pueblo; adiós Siglo de Oro!
Sólo te esperan ha mbre y miseria
Ya pasó el 9 Termidor
El día que inmolaron a Robespierre.
(Cuentos de los años felices)
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