El soldado escritor
Ninguna obra literaria escrita en español ha alcanzado una difusión y un
reconocimiento comparables con el Quijote de Miguel de Cervantes.
Traducido a todas las lenguas y editado sin interrupción desde que viese
por primera vez la luz en 1605, el libro cuyo prólogo recogía el deseo
frustrado de su autor de que «como hijo del entendimiento, fuera el más
hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse», no sólo
lo sería en efecto, sino que además le consagraría como el más destacado
escritor en nuestra lengua y padre de la novela moderna. El Quijote es
una novela de novelas, repleta de episodios tan variados como
divertidos, sorprendentes y sutiles, pero es también en sus muchos
pasajes reflejo de la vida de su autor: aventurero en Italia, soldado en
Lepanto, cautivo en Argel, preso en España, económicamente desdichado,
familiarmente desbordado y conocedor por todo ello de los más diversos
tipos humanos. En la azarosa vida de Cervantes está la clave de la
rebosante humanidad de sus personajes, de su verosimilitud y cercanía,
aun cuando han pasado más de tres siglos desde que su pluma les diese
vida. Y es que, si no fuese porque para hacerle justicia debería
escribirla su propio protagonista, la vida de Cervantes bien podría ser
un relato de la mejor literatura.
El día 9 de octubre de 1547, el segundo de los hijos varones de Rodrigo
Cervantes y Leonor de Cortinas era bautizado en la parroquia de Santa
María la Mayor de Alcalá de Henares. Su nombre, Miguel, hace suponer que
posiblemente naciese diez días antes, el 29 de septiembre, festividad
del santo homónimo, aunque no consta por ningún documento la fecha
exacta de su llegada al mundo. Rodrigo Cervantes era a su vez hijo de
uno de los personajes notables de la Alcalá de la época, Juan de
Cervantes, abogado de profesión y familiar de la Inquisición que
llegaría a disfrutar de una posición económicamente desahogada, pero
cuya fortuna no compartiría Rodrigo. Éste, sordo desde la infancia,
ejercía como cirujano, es decir, el oficio entonces más bajo de la
escala médica cuya escasa consideración social lo asimilaba
prácticamente con un artesano. La ausencia habitual de su padre, que
residió durante muchos años en Córdoba antes de regresar a la ciudad
complutense, y su desinterés por la suerte de su esposa e hijos hizo que
Rodrigo, lejos de compartir su cómoda situación, se viese abocado a una
estrechez que no mejoraría cuando a la responsabilidad de mantener a su
madre se sumase la de hacer lo propio con su mujer e hijos. Miguel de
Cervantes tenía tres hermanos mayores —Andrés, Andrea y Luisa— y después
de él le seguirían otros dos menores —Rodrigo y Magdalena—, por lo que
nada tiene de extraño que con tantas cargas familiares y tras un
incidente con uno de sus pacientes que vino a perjudicar su reputación
como cirujano, Rodrigo decidiese ir con su familia (excepto Magdalena,
que aún no había nacido) a buscar mejor fortuna fuera de Alcalá.
Peregrinaje familiar
A comienzos de 1551, Rodrigo Cervantes, su madre, su mujer y sus hijos
se instalaron en Valladolid, pero tampoco aquí se vería favorecido por
la suerte pues, como recuerda el hispanista Jean Canavaggio, «bastarán
ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará
casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró
cogido». En efecto, necesitado de dinero con el que abordar los gastos
de la mudanza, y quizá demasiado confiado en las posibilidades que la
próspera Valladolid le ofrecía para hacer fortuna, Rodrigo fue
adquiriendo deudas que terminaron por obligarle a solicitar un crédito
usurario de cuarenta mil maravedíes para hacerles frente. Incapaz de
asumir su pago en el plazo de vencimiento, acabaría por ser encarcelado
en julio de 1552 y sus escasos bienes serían embargados. Aunque alegando
su condición de hidalgo lograría ser liberado, el acoso de sus
acreedores le volvería a llevar en dos ocasiones más a la prisión, razón
por la que en 1553 decidió volver a trasladar su residencia y dirigirse
a Córdoba. Miguel de Cervantes tenía entonces seis años, edad suficiente
como para ser consciente de la desgracia paterna y recordarla el resto
de su vida, pero difícilmente podía imaginar que algún día conocería la
misma cárcel que Rodrigo.
Entre 1553 y 1565, Rodrigo Cervantes residió en Córdoba primero y
después en Sevilla. Los datos que se conservan sobre esos años son muy
escasos y no permiten afirmar con seguridad nada acerca de la infancia y
primera formación académica del futuro escritor. Una descripción de un
colegio de jesuitas que años más tarde haría en su novela El coloquio de
los perros ha llevado a sospechar su posible asistencia a una escuela de
la citada orden, pero no se han encontrado documentos que lo corroboren,
de modo que como afirma el académico de la lengua Martín de Riquer,
«nada sabemos de cierto sobre los estudios de Miguel de Cervantes». De
la vida familiar de Cervantes durante la etapa sevillana sólo se tiene
constancia de un desventurado asunto relacionado con su hermana mayor
que constituirá el primero de los episodios de desengaño amoroso y
deshonra que jalonarían la vida de las mujeres que rodearon al escritor.
Según parece, Andrea, que debía rondar los veintiún años, conoció en la
ciudad a un tal Nicolás de Ovando, miembro de la oligarquía local ya que
era hijo de un magistrado del Consejo de Castilla y sobrino del vicario
general de Sevilla. Ilusionada y quizá también alentada por deseos de
medrar, inició con él una relación amorosa en la que, probablemente para
lograr sus favores, Ovando llegó a prometerle matrimonio. Como en una de
las muchas obras teatrales de la época, el enamorado no cumplió su
palabra y Andrea quedó embarazada de una niña, Constanza, que nacería en
1565. Conforme a los usos de la época, Andrea reclamó legalmente una
reparación de su honor que le fue concedida en forma de dinero. Los
desengaños y reparaciones terminarían por convertirse en una constante
en la vida de las hermanas de Cervantes e incluso en las de su sobrina y
su hija, y aunque debieron de disgustar al autor ya que dejaban en un
lugar dudoso la reputación familiar, a juzgar por el trato que dio a
episodios similares en sus obras y por la protección que siempre
dispensó a las desengañadas, los recibió con indulgencia, y como apunta
Jean Canavaggio, «esas aventuras no fueron sinónimas de oprobio (…);
entre todos los nombres que han de llevar sus heroínas, el de Constanza
será su predilecto».
En 1566 la familia Cervantes cuyo deambular por el sur de España no le
había servido precisamente para mejorar (poco antes de partir de Sevilla
Rodrigo volvió a verse envuelto en un proceso por deudas) se instaló en
Madrid. La ciudad, convertida en sede de la corte desde 1561 vivía
entonces un vertiginoso proceso de crecimiento que atrajo sin duda a
Rodrigo, quien, recién cobrada la herencia de su suegra, vio en ella una
oportunidad para prosperar si combinaba sabiamente inversiones y
trabajo. Por entonces Miguel de Cervantes tenía diecinueve años y se
había convertido en pupilo del catedrático de Gramática y humanista Juan
López de Hoyos. Este dato es el único seguro acerca de los estudios del
escritor, aunque tampoco se sabe cuánto tiempo fue su discípulo ni qué
tipo de estudios cursó. Desde luego nada indica que, como
tradicionalmente se ha dicho, llegase a cursar estudios universitarios,
de modo que, en palabras del historiador Alfredo Alvar Ezquerra, «de las
muchas cosas que resultan fascinantes en la capacidad creadora de
Cervantes es que no tuvo una educación reglada, académica».
En Madrid, Rodrigo Cervantes comenzó a frecuentar el trato de algunos
hombres de negocios italianos con los que compartía negocios, pero sería
su relación con un antiguo miembro de la compañía teatral sevillana de
Lope de Rueda, Alonso Getino de Guzmán, la que marcaría definitivamente
la vida de su hijo. Las inquietudes literarias ya habían hecho su
aparición en Miguel, que con toda probabilidad frecuentaría los
cenáculos de la capital; sus primeros pasos literarios los daría
precisamente de la mano de Getino. Éste se alojaba en casa de Rodrigo
Cervantes, no sabemos si como inquilino o como invitado ya que
probablemente se habían conocido en Sevilla, por lo que el trato con
Miguel era cercano y asiduo. En 1567 la esposa de Felipe II, Isabel de
Valois, dio a luz a la segunda de sus hijas, la infanta Catalina
Micaela, y la organización de las fiestas celebradas por tal motivo en
Madrid estuvo a cargo de Alonso Getino. Como entonces era costumbre se
levantaron en la ciudad varios monumentos temporales, es decir,
construcciones (arcos, tablados, puertas, graderíos…) de materiales
desechables con el único fin de engalanar las calles para la ocasión que
después eran destruidas y que los historiadores denominan «arquitecturas
efímeras». En el medallón de uno de los arcos de triunfo levantados a
tal efecto pudieron leerse los primeros versos de Miguel de Cervantes:
«Serenísima reina en quien se halla / lo que Dios pudo dar a un ser
humano…». El poema era una simple composición de circunstancias, pero
estaba inspirada en otra inédita del poeta Pedro Laynez, lo que viene a
confirmar el contacto de Cervantes con los ambientes literarios del
Madrid de la época.
Al año siguiente verían la luz nuevos versos de Cervantes, pero en esta
ocasión por un motivo menos feliz, la muerte de la joven reina. Juan
López de Hoyos publicó la Relación oficial de las exequias de Isabel de
Valois y solicitó a su discípulo la composición de cuatro poemas
dedicados a la soberana con el fin de incluirlos en la publicación. La
carrera literaria de Cervantes parecía comenzar a encauzarse pues,
además de talento, poseía algunos contactos que podían ser de gran
utilidad. Pero cuando todo parecía favorecerle su rastro desaparece
súbitamente de Madrid para reaparecer en Roma en diciembre de 1569,
apenas tres meses después de la publicación de sus poemas. Allí su vida
daría un giro inesperado pues Cervantes abandonaría la pluma por la
espada. ¿Qué pudo haber sucedido para que tomase semejante decisión
justamente cuando su vocación empezaba a convertirse en realidad? Un
documento del Archivo de Simancas parece ser la clave del asunto.
El manco de Lepanto
El 15 de septiembre de 1569 se publicaba en Madrid una real provisión en
la que se declaraba: «Sepades que por los alcaldes de nuestra casa y
corte se ha procedido y procedió en rebeldía contra un Miguel de
Cervantes, ausente, sobre razón de haber dado ciertas heridas en nuestra
corte a Antonio de Sigura (…) sobre lo cual el dicho Miguel de Cervantes
por los dichos nuestros alcaldes fue condenado a que, con vergüenza
pública, le fuese cortada la mano derecha, y en destierro de nuestros
reinos por tiempo de diez años». Cervantes había protagonizado una pelea
con un maestro de obras, Antonio Sigura, en la que había hecho uso de su
espada. Estos altercados eran entonces muy frecuentes, pero la ley
prohibía el empleo de armas en el entorno del alcázar real so pena de
cortar la mano a quien lo hiciera. Consciente de su situación, y sin
ningún deseo de quedar manco, Cervantes escapó de Madrid para evitar las
consecuencias legales de su lance. Parece que primero se dirigió a
Sevilla y desde allí embarcó rumbo a Italia. Una vez en Roma, y a través
de su padre, iniciaría un proceso de reconocimiento de hidalguía con el
ánimo de que, en atención a su condición, la pena física le fuese
conmutada. Entretanto, para ganarse la vida entró al servicio de
monseñor Giulio Acquaviva en calidad de ayuda de cámara, empleo que pudo
haber logrado por intermediación de un pariente, el cardenal Gaspar de
Cervantes y Gaete. Sin embargo permanecería poco tiempo en su nuevo
trabajo porque difícilmente podía hacerse a una vida de servidumbre
alguien con un ánimo tan vivo como para verse envuelto en el asunto por
el que había tenido que salir de España. Así, en el verano de 1571,
Cervantes abrazó la carrera de armas.
Por entonces Felipe II, aliado con Venecia y la Santa Sede, preparaba
una gran flota armada, bajo el mando de don Juan de Austria, para tratar
de frenar el avance del Imperio otomano por el Mediterráneo que hacía
peligrar los intereses estratégicos y económicos de Occidente. Tras la
toma turca de Chipre ocurrida en julio de 1570, Pío V se convertiría en
el gran valedor de la citada alianza defensiva que nacería en la
primavera siguiente bajo el nombre de Santa Liga. La empresa militar que
se preparaba era de enorme envergadura, por lo que cientos de jóvenes en
busca de aventuras o de una ocupación digna con posibilidades de futuro
se alistaron como soldados. El propio hermano menor de Miguel de
Cervantes, Rodrigo, se contaba entre ellos, de tal forma que en julio de
1571 ambos formaban parte de la compañía de Diego de Urbina
perteneciente al Tercio de Miguel de Moncada. A comienzos del mes de
agosto, Juan de Austria en una solemne ceremonia tomaba el mando de la
operación, y el 23 del mismo mes la escuadra española comandada por Juan
Andrea Doria y Álvaro de Bazán zarpaba hacia Mesina para encontrarse con
las naves venecianas y romanas. Se habían reunido contra el turco casi
doscientas galeras, cerca de un centenar de otras embarcaciones entre
naos, fragatas y naves de servicio, y un contingente militar de más de
ochenta mil hombres.
A bordo de una galera española, La Marquesa, en la que habían embarcado
las tropas bajo mando de Diego de Urbina, Miguel y su hermano llegaron
el 6 de octubre a las proximidades del canal de Lepanto. En él aguardaba
la flota turca de doscientas cincuenta galeras y noventa mil hombres,
pero con menos de la mitad de las piezas de artillería que la española.
Al alba del día siguiente Miguel de Cervantes, enfermo, temblaba de
fiebre en el interior de La Marquesa cuando fue aconsejado por el propio
Urbina y sus compañeros que no saliese a cubierta a prestar batalla en
tal estado. Sin embargo, tal y como se recogería años más tarde (en
1578) en una información para la que prestaron declaración algunos de
ellos, «Miguel de Cervantes respondió al dicho capitán y a los demás que
le habían dicho lo susodicho, muy enojado: “¡Señores, en todas las
ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra a Su Majestad,
y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y así ahora
no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en
servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so
cubierta!”». Y en efecto combatió con valentía en la encarnizadísima
batalla que siguió y que se recordaría desde entonces como una de las
más cruentas luchas navales de la Historia, tanto que, a decir de los
testigos, «se hubiera dicho que el mar y el fuego no eran sino uno».
Finalmente el terrible enfrentamiento se saldaría con la victoria de la
Santa Liga, lo que supondría para Occidente acabar con el mito de la
invencibilidad naval turca y, para Miguel de Cervantes, no poder usar
nunca más su mano izquierda.
En el transcurso de la batalla Cervantes recibió tres disparos de
arcabuz, dos en el pecho y uno en la mano, de los que se recuperaría en
los meses siguientes en un hospital en Mesina, si bien la mano izquierda
le quedaría para siempre anquilosada. Pese a ello, en abril del año
siguiente retomó su vida de soldado y esta vez se incorporó a la
compañía de Manuel Ponce de León del Tercio de Lope de Figueroa. En ella
sirvió hasta bien entrado el año 1575, tomando parte en las acciones
armadas de Navarino, Túnez y La Goleta y haciendo vida de guarnición
durante su último año de servicio en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y
Sicilia. La recreación llena de detalles y verosimilitud que años
después tendrán sus ambientaciones italianas y sus personajes vinculados
a la vida militar beberían sin duda de la experiencia de estos años. A
finales del verano de 1575 todo parecía indicar que don Juan de Austria
sería llamado a Flandes para tomar el relevo del duque de Alba.
Cervantes, quizá cansado de la errante vida militar, con una mano
inutilizada y sabedor de la complicada situación económica por la que
atravesaba en España su familia, pensó entonces que había llegado el
momento de regresar a su patria. En atención a sus servicios consiguió
dos cartas de recomendación de Juan de Austria y el duque de Sessa con
las que planeaba solicitar algún tipo de merced en reconocimiento de sus
méritos (especialmente por su valiente participación en Lepanto) y tal
vez lograr el perdón de los años de destierro que según la real
provisión de 1569 aún le quedaban por cumplir. Pero cuando sus deseos
parecían cristalizar, un nuevo golpe del destino daría un giro radical a
su vida: el 26 de septiembre, cuando la galera El Sol en la que había
embarcado rumbo a España se encontraba frente a las costas de Cataluña,
una flota turca al mando del corsario Arnauti Mamí la interceptó y se
entabló una lucha en la que los españoles que no perecieron fueron
hechos prisioneros para luego ser vendidos como esclavos. Entre ellos se
encontraban Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo.
El cautiverio de Argel
Una de las facetas de la presencia turca en el Mediterráneo que
resultaba especialmente peligrosa para los intereses de la Monarquía
Hispánica de Felipe II era la acción de los piratas berberiscos
procedentes de Argel, Trípoli y Túnez, cuyas incursiones en las costas
de España e Italia buscaban hacerse con el mayor número posible de
cautivos cristianos. Una vez llegaban a tierras africanas, los vendían
como esclavos y el destino que les guardaba solía depender de su
condición social, de modo que los más humildes eran empleados como mano
de obra, los que poseían algún tipo de formación especializada (sobre
todo los armadores de barcos) los destinaban a tareas relacionadas con
su oficio, y aquellos que se suponían miembros de las clases sociales
algo más altas se convertían en cautivos de rescate, es decir, se pedía
una suma a cambio de su liberación. Paradójicamente, las cartas de
recomendación de Juan de Austria y el duque de Sessa que llevaba consigo
Cervantes como garantía de futuro sirvieron para persuadir erróneamente
a sus captores de su relevancia, por lo que fue vendido junto con su
hermano como esclavo al segundo de abordo de Arnauti Mamí, Dalí Mamí
(conocido como «el Cojo»), quien fijó su rescate en la nada desdeñable
cantidad de quinientos escudos de oro.
Como cautivo de rescate la situación de Cervantes en Argel era algo
menos penosa que la de quienes no se consideraban merecedores de rescate
ya que no tenía que emplearse en faenas duras. Sus días transcurrían
encerrado en los llamados «baños», nombre que recibían las prisiones y
cuyo ambiente retrataría magistralmente el escritor en sus comedias Los
tratos de Argel y Los baños de Argel. Como recuerda Jean Canavaggio,
«aunque Cervantes se apiade del destino de sus compañeros (…) nos da del
mundo musulmán una representación infinitamente más matizada que la
deformación caricaturesca a la que nos acostumbran la mayoría de las
veces los escritos polémicos de sus contemporáneos». A juicio de
Canavaggio, las descripciones de Cervantes son tan precisas que muy
posiblemente, arguyendo su invalidez y como sucedía en casos similares,
le hubieran permitido salir durante el día del presidio y, aun cargando
con sus grillos, recorrer las calles de la ciudad. De lo que no cabe
duda es de que durante los años que vivió como cautivo en Argel,
Cervantes continuó cultivando la poesía, lo que apunta un cierto trato
de consideración por parte de sus captores que respondería a su
convencimiento de que se trataba de un individuo de cierta relevancia en
España.
Prisionero y consciente de la enorme dificultad que para su familia
sería reunir la cantidad suficiente para conseguir su rescate y el de su
hermano, e impulsado una vez más por su vivo carácter, Cervantes
trataría de escaparse hasta en cuatro ocasiones de su encierro. La
primera de ellas tuvo lugar en enero de 1576: Cervantes y un grupo de
compañeros de cautiverio lograron persuadir —seguramente con la promesa
de una recompensa— a un musulmán para que les condujese a pie hasta
Orán, donde podrían embarcar hacia la Península. Sin embargo, tras
algunas jornadas de camino el guía los abandonó; así las cosas, perdidos
y sin posibilidad de orientarse, no les quedó más remedio que volver a
Argel donde fueron nuevamente encerrados en condiciones aún más duras.
La suerte sonrió poco después a dos de ellos (Castañeda y Antón Marco)
pues fueron rescatados y regresaron a España, lo que les permitió
contactar con la familia de Miguel y Rodrigo, que comenzó a hacer todo
lo posible por conseguir el dinero para el rescate de sus hijos. Se
endeudaron, vendieron sus bienes y acudieron al Consejo de Castilla
solicitando ayudas en atención a la condición de hidalgos de sus hijos y
a los servicios prestados antes de su cautiverio, pero no lograron nada
de unas autoridades desbordadas por centenares de peticiones idénticas.
Haciendo entonces uso de la más genuina picaresca, Leonor, la madre de
Cervantes, se hizo pasar por viuda, gracias a lo cual obtuvo una ayuda
de sesenta ducados para el rescate de sus hijos. Con este dinero, más lo
que habían logrado reunir, tres religiosos mercedarios: fray Jorge de
Olivar, fray Jorge de Ongay y fray Jerónimo Antich, partieron con la
tarea de traer de vuelta a los cautivos.
Entretanto, en Argel la falta de libertad se hacía cada vez más difícil
de soportar y Miguel continuaba trazando planes de fuga. La llegada de
los mercedarios en la primavera de 1577 pareció dar un soplo de
esperanza a ambos hermanos, pero en el momento de ajustar el trato con
Dalí Mamí éste decidió aumentar la cuantía del rescate de Miguel. La
cantidad que tenían los monjes no llegaba para cubrir lo exigido a
cambio de los dos y ante ello el escritor prefirió que el rescatado
fuese su hermano menor. Rodrigo partió entonces libre hacia España pero
con el encargo de contactar en Valencia, Mallorca o Ibiza con algún
marino de los que se arriesgaban a acercarse a las costas argelinas para
rescatar cautivos cristianos, y con dos cartas de sendos caballeros de
la orden de San Juan también presos para garantizar el apoyo de las
autoridades locales. El plan pensado para liberar a unos quince hombres
había sido cuidadosamente trazado por Cervantes mientras tenían lugar
las negociaciones de su rescate, de modo que hizo de la contrariedad de
que sólo uno de los dos hermanos pudiese ser rescatado un instrumento
para lograr su liberación y la de varios de sus compañeros. Conforme a
lo acordado con Rodrigo, Cervantes y sus compañeros de evasión
aguardarían la llegada de un barco a finales de septiembre escondidos en
la gruta del jardín de la casa del alcaide Hasán (tres millas al este de
Argel) cuyo jardinero, un esclavo navarro llamado Juan, les prestaría
ayuda. Cervantes sería el encargado de llevar a los cautivos hasta allí
y de tratar con un renegado apodado «el Dorador» para garantizar los
suministros necesarios para su subsistencia. En el mes de mayo, tal y
como lo había previsto, Cervantes aprovechó la ausencia de Dalí Mamí —y
por tanto su menor vigilancia— para conducir a los catorce cautivos
hasta la gruta. Allí permanecieron varios meses a lo largo de los cuales
el escritor, como relata Alfredo Alvar, «recogía dinero de limosnas de
otros mercaderes cristianos de Argel. (…) Con esos dineros compraba
víveres y cubría las necesidades de los catorce escondidos». Finalmente,
el 20 de septiembre el propio Miguel se dio a la fuga reuniéndose con
sus compañeros. Pero en la madrugada del 29 de septiembre el barco que
su hermano había conseguido hacer salir desde Mallorca al mando de un
antiguo cautivo no llegó. Dos veces había tratado de acercarse a la
costa y en su último intento había sido descubierto. La voz comenzó a
correr por todo Argel y «el Dorador», temeroso de las represalias,
decidió delatar a los cautivos fugados ante el bey de la ciudad Hasán
Bajá, que ordenó capturarlos. Conducidos ante Hasán Bajá, Miguel de
Cervantes se presentó como responsable único de la fuga y exculpó de
toda responsabilidad en su organización a sus compañeros. El bey, quizá
impresionado por el comportamiento de Cervantes o quizá pensando en el
rescate que podía obtener, decidió perdonarle la vida (suerte que no
compartió el pobre jardinero), si bien mandó que lo cargasen de cadenas
y lo encerrasen en su propia prisión.
Varios meses más tarde Cervantes salido de ella pues, como cautivo,
pertenecía a Dalí Mamí; pero para entonces ya había maquinado un nuevo
plan de fuga. En esta ocasión sus esperanzas de libertad se depositaban
en la posibilidad de que un cómplice hiciese llegar varias cartas al
general del presidio español de Orán, Martín de Córdoba, en las que
exponía con todo detalle un nuevo plan de fuga por tierra hasta dicha
plaza y para el que solicitaba su ayuda. La suerte volvió a resultarle
contraria y el emisario fue capturado cuando llevaba las cartas a su
destino. El plan que contenían las misivas y la firma de Cervantes
dejaban poco lugar para las dudas sobre la autoría del mismo, por lo que
el escritor fue llevado nuevamente ante Hasán Bajá. Su obstinación
irritó al bey, que en un primer momento le condenó a recibir dos mil
palos, es decir, a morir, si bien la intercesión de algunos cristianos y
mahometanos que le apreciaban logró que Hasán le perdonase nuevamente.
Aún se intentaría evadir una vez más, en mayo de 1580, aprovechando la
intención de un renegado de Granada de retornar a España. Cervantes le
convenció para que con la ayuda de un mercader valenciano comprase una
fragata con la que organizar una nueva evasión de unos sesenta cautivos.
Cuando todo estaba preparado, uno de los participantes en la fuga, el ex
dominico Juan Blanco de Paz, delató el plan ante Hasán Bajá. El
escritor, convencido de que nada podría librarle de la muerte, escapó y
permaneció escondido durante un tiempo en casa de un cristiano. Sin
embargo, al ver que nada podía hacer y que la vida de quienes le acogían
estaba en peligro, terminó por presentarse voluntariamente ante el bey
para asumir la responsabilidad de la fuga. Milagrosamente Hasán Bajá le
perdonó aunque volvió a encerrarle en su prisión en las peores
condiciones posibles. Cinco meses más tarde, Miguel de Cervantes estaba
encadenado en una de las galeras del bey que se disponía a partir hacia
Constantinopla cuando en el último instante llegó el pago de su rescate.
Pocas semanas antes se habían presentado en Argel varios frailes
trinitarios con trescientos escudos que su familia había enviado con tal
fin, pero su rescate estaba fijado en quinientos. Los frailes lograron
reunir en varios días la cantidad que faltaba con la ayuda de algunos
mercaderes cristianos, y cuando el destino de Cervantes parecía estar
sentenciado cambió nuevamente. El 19 de septiembre de 1580 quedaba libre
y el 27 del mes siguiente volvía a poner los pies en España. Tenía
treinta y tres años y en los once que había pasado fuera de su patria
había acumulado tal cantidad de experiencias que su prodigiosa capacidad
literaria no desaprovecharía.
Y vuelta a vagabundear
El 27 de octubre de 1580, Miguel de Cervantes llegó a Denia y desde allí
se dirigió a Madrid para reunirse con su familia (sus padres, sus
hermanas Andrea y Magdalena y su sobrina Constanza, ya que su hermano
servía como soldado en Lisboa). La emoción del reencuentro no le impidió
ver la difícil situación económica en que los suyos habían quedado tras
los esfuerzos para conseguir su rescate y el de su hermano, de modo que
rápidamente tuvo que comenzar a pensar cómo ganarse la vida. Descartada
la vuelta a la vida militar y consciente de que, como indica Martín de
Riquer, «las letras, por otra parte, no podían ser una solución
económica para un hombre como él, sin ningún grado universitario, que
hasta entonces no había publicado ningún libro y era virtualmente un
desconocido», Cervantes pensó que habida cuenta de sus muchos desvelos
podría presentar ante la corte una petición de merced que fructificase
en algún tipo de cargo. Con esa intención se dirigió a Portugal, donde
Felipe II prestaba juramento como rey ante las cortes lusas, pero
después de presentar sus alegaciones lo único que logró fue el encargo
de realizar una misión de recopilación de información en Orán. Su
estancia en el norte de África fue en esta ocasión breve, pues su
entrevista con el gobernador Martín de Córdoba apenas le llevó un mes,
al cabo del cual regresó a Lisboa para rendir cuentas y continuar en su
intento de obtener algún cargo. Dirigió entonces su solicitud al Consejo
de Indias, con ánimo de que algún puesto vacante en la administración
americana le permitiese encauzar una nueva vida al otro lado del
Atlántico, pero sus deseos se verían frustrados de tal forma que en
febrero de 1582 se hallaba de regreso en Madrid.
Por esas fechas Cervantes, que comenzó a usar arbitrariamente como
segundo apellido Saavedra, estaba ya plenamente entregado a la redacción
de La Galatea, la novela pastoril que vería la luz en 1585 y que se
convertiría en la primera de sus obras publicadas. Pero con
anterioridad, entre 1583 y 1584 su vida afectiva conocería grandes
cambios. Dedicado a su actividad literaria, Cervantes frecuentaba en
Madrid los cenáculos de literatos y artistas; muy probablemente en uno
de ellos fue donde conoció a Ana de Villafranca (también conocida como
Ana Franca de Rojas). Era la joven esposa de un tabernero de la calle
Tudescos con la que Cervantes entabló una relación de la que nada se
sabe, pero que a mediados de noviembre de 1584 daría como fruto una hija
ilegítima, Isabel de Saavedra, la única que tendría el autor. En
palabras de Jean Canavaggio, «la curiosidad de los biógrafos está hecha
a medida de la discreción de Cervantes sobre esa aventura». Sea como
fuere, el autor de La Galatea no se encontraba en Madrid y había
finalizado la relación cuando nació su hija, pues en el mes de
septiembre se dirigió a la localidad manchega de Esquivias para cumplir
con la promesa hecha a su amigo, el escritor Pedro Laynez, de encargarse
de la publicación de sus obras una vez éste hubiese muerto. Allí vivía
la viuda de Laynez y allí dirigió sus pasos Cervantes sin sospechar que
se quedaría hasta tres años y, además, como hombre casado. Catalina
Salazar y Palacios era una jovencísima viuda de diecinueve años que
frecuentaba la casa de la esposa de Laynez, lugar en el comenzó a tratar
con Cervantes. Tan sólo dos meses después de su llegada a Esquivias, el
escritor contraía matrimonio con Catalina a los treinta y siete años y
se decidía a permanecer en la localidad durante un largo tiempo. Pero ni
la paz de la localidad manchega ni las dulzuras del matrimonio lograron
sosegar el espíritu inquieto del autor, por lo que en 1587 fijaba su
residencia en Sevilla para desempeñar su nuevo cargo de comisario real
de abastos.
Por aquellas fechas la ciudad hispalense estaba agitada a causa de los
preparativos para formar la gran flota armada que Felipe II dirigiría
contra Inglaterra en 1588. Entre las muchas tareas administrativas que
requerían de funcionarios públicos para su realización estaba la requisa
de grandes cantidades de cereales y aceite para el suministro de la
flota, por lo que Cervantes, viendo la posibilidad de obtener un
trabajo, y quizá atraído por el regreso a la Sevilla de su infancia,
aceptó el citado puesto de comisario de abastos. La ocupación, ingrata
por naturaleza, le trajo más disgustos que alegrías, pues con frecuencia
se vio obligado a hacer frente a las demandas y protestas de los
distintos municipios que tenía que recorrer para exigir la entrega de
las cantidades fijadas. Pese a ello continuó ejerciendo el mismo cargo
aun después de la partida de «la Invencible», e incluso en 1592 fue
encarcelado en Écija acusado por un corregidor de haber vendido unas
fanegas de trigo sin autorización. En 1594 se le encargó el cobro de los
atrasos de tercias y alcabalas (impuestos reales) que se debían en el
reino de Granada, y si como comisario de abastos no siempre había tenido
fortuna, como recaudador su suerte no mejoraría. En septiembre de 1597
Cervantes depositó lo recaudado en un banco de Sevilla, pero el banquero
quebró, y ante la imposibilidad de entregar las sumas recogidas, fue
encarcelado tres meses en Sevilla.
Cansado de tantos sinsabores, hacia el año 1600 abandonaría Andalucía
para regresar a Esquivias con su mujer. Se tienen muy pocos datos
fiables de su vida en esos años, pero parece que viajó frecuentemente a
Madrid y Toledo y que la recepción de los bienes de uno de sus cuñados
que había profesado como franciscano le permitió olvidarse por un tiempo
de los cargos contables y dedicarse plenamente a escribir. La novela que
le haría inmortal se fraguaba en ese tiempo y quizá pensando en la
conveniencia de estar cerca del entorno cortesano cuando se publicase,
Cervantes decidió trasladarse con toda su familia a la ciudad en que
Felipe III había fijado la corte, Valladolid. Como apunta Jean
Canavaggio, «por la gracia del Caballero de la Triste Figura, los dos
esposos, tanto tiempo separados, reanudaban en el ocaso de su existencia
la vida en común. No terminará ya hasta la muerte del escritor».
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
A finales de 1603, Cervantes y su familia (incluyendo a Isabel, la hija
que había tenido con Ana de Villafranca, fallecida en 1598) estaban
instalados en Valladolid. La primera parte del Quijote estaba ya muy
adelantada y para el verano del año siguiente la había finalizado. Una
vez apalabrada la edición con el librero Francisco de Robles en unos mil
quinientos reales, se hicieron con el privilegio de impresión (licencia
real) necesario para publicar el libro. Al tiempo, Cervantes debió de
dirigirse a algunos escritores e intelectuales reputados de su entorno
tanto en Madrid como en Valladolid para que, conforme a la costumbre de
la época, escribiesen algunos poemas laudatorios de la obra que incluir
al comienzo de la misma, pero, como recuerda Martín de Riquer, no debió
de tener mucho éxito a juzgar por las palabras de Lope de Vega, con
quien se llevaba mal: «De poetas no digo, buen siglo es éste; muchos en
cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes
ni tan necio que alabe a don Quijote». Esta situación terminaría siendo
la causa de que el escritor optase por incluir al comienzo de su obra
una serie de poemas y textos burlescos sobre este tipo de alabanzas cuya
autoría atribuyó a personajes fantásticos contribuyendo de este modo a
subrayar el carácter humorístico de su novela. Con el texto definitivo,
el impresor madrileño Juan de la Cuesta comenzó a preparar los primeros
pliegos y a comienzos de 1605 El ingenioso hidalgo Don Quijote de La
Mancha veía la luz por primera vez. El éxito de la divertida novela que
ridiculizaba los libros de caballerías fue arrollador y en pocas semanas
Juan de la Cuesta tuvo que preparar una segunda edición cuyo privilegio
la hacía extensiva a Portugal. Los protagonistas de la novela se
hicieron enormemente populares hasta el punto que empezaron a
incorporarse en las representaciones teatrales y los disfraces de las
fiestas de aquellos días. Pero su creador pudo entregarse poco tiempo a
las mieles del éxito ya que en junio de ese mismo año un suceso fortuito
volvía a traerle un nuevo revés del destino. La noche del 27 de junio de
1605, un destacado personaje de la corte, Gaspar de Ezpeleta, fue
atacado y herido mortalmente a la puerta de la casa del escritor. Los
vecinos acudieron a prestarle ayuda ante los gritos de auxilio y
Cervantes y su hermana Magdalena lo recogieron y cuidaron hasta que
murió dos días más tarde. El alcalde encargado de la investigación tenía
una relación estrecha con el principal sospechoso del crimen, un
escribano cuya esposa era amante de Ezpeleta, y para tratar de desviar
la investigación terminó ordenando el encarcelamiento de casi todos los
vecinos. Así, Cervantes acababa encerrado en la misma cárcel que su
padre. A los pocos días, dada la arbitrariedad del proceder del alcalde,
fueron liberados pero aún estuvieron pendientes del proceso hasta que se
dio por finalizado sin ninguna aclaración satisfactoria. Los hechos
agravaron el descrédito de la familia Cervantes, a cuyas mujeres se las
llamaba despectivamente «las cervantas», dada su dudosa reputación. Esto
unido a la tristeza y desencanto del autor, lo convencería para mudarse
nuevamente. En 1606 se instaló con sus hermanas, su mujer, su sobrina y
su hija en Madrid, ciudad en la que residiría hasta su muerte.
En los años que siguieron, Cervantes, que con el Quijote había ingresado
por derecho propio en el olimpo literario del Siglo de Oro, continuó
entregado a su tarea de escritor y en su casa de la calle León alumbró
entre otras obras sus Novelas ejemplares (1613), el Viaje del Parnaso
(1614) y la segunda parte del Quijote (1615). Cuando en abril de 1616 le
sorprendió la muerte, acababa de finalizar Los trabajos de Persiles y
Sigismunda. Pocos días antes de morir profesó como hermano en la
Venerable Orden Tercera de San Francisco, de la que era novicio desde
hacía tres años, y a sólo tres días de su muerte, plenamente consciente
de que su tiempo finalizaba, firmó la dedicatoria del Persiles: «El
tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo
esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir». Aun al día
siguiente encontró fuerzas para redactar el prólogo de la obra y en él
despedirse del mundo: «Mi vida se va acabando y al paso de las
efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este
domingo, acabaré yo la de mi vida. (…) ¡Adiós, gracias; adiós, donaires;
adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros
presto contentos en la otra vida». El 22 de abril, poco más de una
semana después de la muerte de Shakespeare, fallecía en Madrid don
Miguel de Cervantes. En los registros parroquiales de la iglesia de San
Sebastián, conforme a los usos de la época, se consignaría como fecha de
su muerte la del entierro, el 23 de abril, dando pie a una confusión que
aún en nuestros días motiva que en tal fecha se celebre en su recuerdo
el día del Libro.
Miguel de Cervantes fue un escritor de talla extraordinaria. Sin
formación académica al uso, su talento literario bebió de la intensidad
de su experiencia vital y de la sensibilidad con que supo abordarla. Con
su Quijote nació la novela moderna pues, como recuerda Jean Canavaggio,
«este relato instaló por primera vez en el interior del hombre la
dimensión imaginaria. En lugar de contar desde fuera lo que le ocurre al
héroe, le da la palabra y la libertad de usar de ella a su guisa (…)
esta revolución copernicana no había sabido hacerla nadie antes de
Cervantes». Pero es que, además, Cervantes consiguió dotar a sus relatos
de una lucidez ante la vida y a sus personajes de una calidez humana
tales que los llevaría a quebrar la barrera del tiempo haciéndolos, con
él, inmortales.
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