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martes, 8 de febrero de 2022

MIGUEL DE CERVANTES.



 

 

El soldado escritor

 

Ninguna obra literaria escrita en español ha alcanzado una difusión y un

reconocimiento comparables con el Quijote de Miguel de Cervantes.

Traducido a todas las lenguas y editado sin interrupción desde que viese

por primera vez la luz en 1605, el libro cuyo prólogo recogía el deseo

frustrado de su autor de que «como hijo del entendimiento, fuera el más

hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse», no sólo

lo sería en efecto, sino que además le consagraría como el más destacado

escritor en nuestra lengua y padre de la novela moderna. El Quijote es

una novela de novelas, repleta de episodios tan variados como

divertidos, sorprendentes y sutiles, pero es también en sus muchos

pasajes reflejo de la vida de su autor: aventurero en Italia, soldado en

Lepanto, cautivo en Argel, preso en España, económicamente desdichado,

familiarmente desbordado y conocedor por todo ello de los más diversos

tipos humanos. En la azarosa vida de Cervantes está la clave de la

rebosante humanidad de sus personajes, de su verosimilitud y cercanía,

aun cuando han pasado más de tres siglos desde que su pluma les diese

vida. Y es que, si no fuese porque para hacerle justicia debería

escribirla su propio protagonista, la vida de Cervantes bien podría ser

un relato de la mejor literatura.

 

El día 9 de octubre de 1547, el segundo de los hijos varones de Rodrigo

Cervantes y Leonor de Cortinas era bautizado en la parroquia de Santa

María la Mayor de Alcalá de Henares. Su nombre, Miguel, hace suponer que

posiblemente naciese diez días antes, el 29 de septiembre, festividad

del santo homónimo, aunque no consta por ningún documento la fecha

exacta de su llegada al mundo. Rodrigo Cervantes era a su vez hijo de

uno de los personajes notables de la Alcalá de la época, Juan de

Cervantes, abogado de profesión y familiar de la Inquisición que

llegaría a disfrutar de una posición económicamente desahogada, pero

cuya fortuna no compartiría Rodrigo. Éste, sordo desde la infancia,

ejercía como cirujano, es decir, el oficio entonces más bajo de la

escala médica cuya escasa consideración social lo asimilaba

prácticamente con un artesano. La ausencia habitual de su padre, que

residió durante muchos años en Córdoba antes de regresar a la ciudad

complutense, y su desinterés por la suerte de su esposa e hijos hizo que

Rodrigo, lejos de compartir su cómoda situación, se viese abocado a una

estrechez que no mejoraría cuando a la responsabilidad de mantener a su

madre se sumase la de hacer lo propio con su mujer e hijos. Miguel de

Cervantes tenía tres hermanos mayores —Andrés, Andrea y Luisa— y después

de él le seguirían otros dos menores —Rodrigo y Magdalena—, por lo que

nada tiene de extraño que con tantas cargas familiares y tras un

incidente con uno de sus pacientes que vino a perjudicar su reputación

como cirujano, Rodrigo decidiese ir con su familia (excepto Magdalena,

que aún no había nacido) a buscar mejor fortuna fuera de Alcalá.

Peregrinaje familiar

 

A comienzos de 1551, Rodrigo Cervantes, su madre, su mujer y sus hijos

se instalaron en Valladolid, pero tampoco aquí se vería favorecido por

la suerte pues, como recuerda el hispanista Jean Canavaggio, «bastarán

ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará

casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró

cogido». En efecto, necesitado de dinero con el que abordar los gastos

de la mudanza, y quizá demasiado confiado en las posibilidades que la

próspera Valladolid le ofrecía para hacer fortuna, Rodrigo fue

adquiriendo deudas que terminaron por obligarle a solicitar un crédito

usurario de cuarenta mil maravedíes para hacerles frente. Incapaz de

asumir su pago en el plazo de vencimiento, acabaría por ser encarcelado

en julio de 1552 y sus escasos bienes serían embargados. Aunque alegando

su condición de hidalgo lograría ser liberado, el acoso de sus

acreedores le volvería a llevar en dos ocasiones más a la prisión, razón

por la que en 1553 decidió volver a trasladar su residencia y dirigirse

a Córdoba. Miguel de Cervantes tenía entonces seis años, edad suficiente

como para ser consciente de la desgracia paterna y recordarla el resto

de su vida, pero difícilmente podía imaginar que algún día conocería la

misma cárcel que Rodrigo.

 

Entre 1553 y 1565, Rodrigo Cervantes residió en Córdoba primero y

después en Sevilla. Los datos que se conservan sobre esos años son muy

escasos y no permiten afirmar con seguridad nada acerca de la infancia y

primera formación académica del futuro escritor. Una descripción de un

colegio de jesuitas que años más tarde haría en su novela El coloquio de

los perros ha llevado a sospechar su posible asistencia a una escuela de

la citada orden, pero no se han encontrado documentos que lo corroboren,

de modo que como afirma el académico de la lengua Martín de Riquer,

«nada sabemos de cierto sobre los estudios de Miguel de Cervantes». De

la vida familiar de Cervantes durante la etapa sevillana sólo se tiene

constancia de un desventurado asunto relacionado con su hermana mayor

que constituirá el primero de los episodios de desengaño amoroso y

deshonra que jalonarían la vida de las mujeres que rodearon al escritor.

Según parece, Andrea, que debía rondar los veintiún años, conoció en la

ciudad a un tal Nicolás de Ovando, miembro de la oligarquía local ya que

era hijo de un magistrado del Consejo de Castilla y sobrino del vicario

general de Sevilla. Ilusionada y quizá también alentada por deseos de

medrar, inició con él una relación amorosa en la que, probablemente para

lograr sus favores, Ovando llegó a prometerle matrimonio. Como en una de

las muchas obras teatrales de la época, el enamorado no cumplió su

palabra y Andrea quedó embarazada de una niña, Constanza, que nacería en

1565. Conforme a los usos de la época, Andrea reclamó legalmente una

reparación de su honor que le fue concedida en forma de dinero. Los

desengaños y reparaciones terminarían por convertirse en una constante

en la vida de las hermanas de Cervantes e incluso en las de su sobrina y

su hija, y aunque debieron de disgustar al autor ya que dejaban en un

lugar dudoso la reputación familiar, a juzgar por el trato que dio a

episodios similares en sus obras y por la protección que siempre

dispensó a las desengañadas, los recibió con indulgencia, y como apunta

Jean Canavaggio, «esas aventuras no fueron sinónimas de oprobio (…);

entre todos los nombres que han de llevar sus heroínas, el de Constanza

será su predilecto».

 

En 1566 la familia Cervantes cuyo deambular por el sur de España no le

había servido precisamente para mejorar (poco antes de partir de Sevilla

Rodrigo volvió a verse envuelto en un proceso por deudas) se instaló en

Madrid. La ciudad, convertida en sede de la corte desde 1561 vivía

entonces un vertiginoso proceso de crecimiento que atrajo sin duda a

Rodrigo, quien, recién cobrada la herencia de su suegra, vio en ella una

oportunidad para prosperar si combinaba sabiamente inversiones y

trabajo. Por entonces Miguel de Cervantes tenía diecinueve años y se

había convertido en pupilo del catedrático de Gramática y humanista Juan

López de Hoyos. Este dato es el único seguro acerca de los estudios del

escritor, aunque tampoco se sabe cuánto tiempo fue su discípulo ni qué

tipo de estudios cursó. Desde luego nada indica que, como

tradicionalmente se ha dicho, llegase a cursar estudios universitarios,

de modo que, en palabras del historiador Alfredo Alvar Ezquerra, «de las

muchas cosas que resultan fascinantes en la capacidad creadora de

Cervantes es que no tuvo una educación reglada, académica».

 

En Madrid, Rodrigo Cervantes comenzó a frecuentar el trato de algunos

hombres de negocios italianos con los que compartía negocios, pero sería

su relación con un antiguo miembro de la compañía teatral sevillana de

Lope de Rueda, Alonso Getino de Guzmán, la que marcaría definitivamente

la vida de su hijo. Las inquietudes literarias ya habían hecho su

aparición en Miguel, que con toda probabilidad frecuentaría los

cenáculos de la capital; sus primeros pasos literarios los daría

precisamente de la mano de Getino. Éste se alojaba en casa de Rodrigo

Cervantes, no sabemos si como inquilino o como invitado ya que

probablemente se habían conocido en Sevilla, por lo que el trato con

Miguel era cercano y asiduo. En 1567 la esposa de Felipe II, Isabel de

Valois, dio a luz a la segunda de sus hijas, la infanta Catalina

Micaela, y la organización de las fiestas celebradas por tal motivo en

Madrid estuvo a cargo de Alonso Getino. Como entonces era costumbre se

levantaron en la ciudad varios monumentos temporales, es decir,

construcciones (arcos, tablados, puertas, graderíos…) de materiales

desechables con el único fin de engalanar las calles para la ocasión que

después eran destruidas y que los historiadores denominan «arquitecturas

efímeras». En el medallón de uno de los arcos de triunfo levantados a

tal efecto pudieron leerse los primeros versos de Miguel de Cervantes:

«Serenísima reina en quien se halla / lo que Dios pudo dar a un ser

humano…». El poema era una simple composición de circunstancias, pero

estaba inspirada en otra inédita del poeta Pedro Laynez, lo que viene a

confirmar el contacto de Cervantes con los ambientes literarios del

Madrid de la época.

 

Al año siguiente verían la luz nuevos versos de Cervantes, pero en esta

ocasión por un motivo menos feliz, la muerte de la joven reina. Juan

López de Hoyos publicó la Relación oficial de las exequias de Isabel de

Valois y solicitó a su discípulo la composición de cuatro poemas

dedicados a la soberana con el fin de incluirlos en la publicación. La

carrera literaria de Cervantes parecía comenzar a encauzarse pues,

además de talento, poseía algunos contactos que podían ser de gran

utilidad. Pero cuando todo parecía favorecerle su rastro desaparece

súbitamente de Madrid para reaparecer en Roma en diciembre de 1569,

apenas tres meses después de la publicación de sus poemas. Allí su vida

daría un giro inesperado pues Cervantes abandonaría la pluma por la

espada. ¿Qué pudo haber sucedido para que tomase semejante decisión

justamente cuando su vocación empezaba a convertirse en realidad? Un

documento del Archivo de Simancas parece ser la clave del asunto.

 

 

 

El manco de Lepanto

 

El 15 de septiembre de 1569 se publicaba en Madrid una real provisión en

la que se declaraba: «Sepades que por los alcaldes de nuestra casa y

corte se ha procedido y procedió en rebeldía contra un Miguel de

Cervantes, ausente, sobre razón de haber dado ciertas heridas en nuestra

corte a Antonio de Sigura (…) sobre lo cual el dicho Miguel de Cervantes

por los dichos nuestros alcaldes fue condenado a que, con vergüenza

pública, le fuese cortada la mano derecha, y en destierro de nuestros

reinos por tiempo de diez años». Cervantes había protagonizado una pelea

con un maestro de obras, Antonio Sigura, en la que había hecho uso de su

espada. Estos altercados eran entonces muy frecuentes, pero la ley

prohibía el empleo de armas en el entorno del alcázar real so pena de

cortar la mano a quien lo hiciera. Consciente de su situación, y sin

ningún deseo de quedar manco, Cervantes escapó de Madrid para evitar las

consecuencias legales de su lance. Parece que primero se dirigió a

Sevilla y desde allí embarcó rumbo a Italia. Una vez en Roma, y a través

de su padre, iniciaría un proceso de reconocimiento de hidalguía con el

ánimo de que, en atención a su condición, la pena física le fuese

conmutada. Entretanto, para ganarse la vida entró al servicio de

monseñor Giulio Acquaviva en calidad de ayuda de cámara, empleo que pudo

haber logrado por intermediación de un pariente, el cardenal Gaspar de

Cervantes y Gaete. Sin embargo permanecería poco tiempo en su nuevo

trabajo porque difícilmente podía hacerse a una vida de servidumbre

alguien con un ánimo tan vivo como para verse envuelto en el asunto por

el que había tenido que salir de España. Así, en el verano de 1571,

Cervantes abrazó la carrera de armas.

 

Por entonces Felipe II, aliado con Venecia y la Santa Sede, preparaba

una gran flota armada, bajo el mando de don Juan de Austria, para tratar

de frenar el avance del Imperio otomano por el Mediterráneo que hacía

peligrar los intereses estratégicos y económicos de Occidente. Tras la

toma turca de Chipre ocurrida en julio de 1570, Pío V se convertiría en

el gran valedor de la citada alianza defensiva que nacería en la

primavera siguiente bajo el nombre de Santa Liga. La empresa militar que

se preparaba era de enorme envergadura, por lo que cientos de jóvenes en

busca de aventuras o de una ocupación digna con posibilidades de futuro

se alistaron como soldados. El propio hermano menor de Miguel de

Cervantes, Rodrigo, se contaba entre ellos, de tal forma que en julio de

1571 ambos formaban parte de la compañía de Diego de Urbina

perteneciente al Tercio de Miguel de Moncada. A comienzos del mes de

agosto, Juan de Austria en una solemne ceremonia tomaba el mando de la

operación, y el 23 del mismo mes la escuadra española comandada por Juan

Andrea Doria y Álvaro de Bazán zarpaba hacia Mesina para encontrarse con

las naves venecianas y romanas. Se habían reunido contra el turco casi

doscientas galeras, cerca de un centenar de otras embarcaciones entre

naos, fragatas y naves de servicio, y un contingente militar de más de

ochenta mil hombres.

 

A bordo de una galera española, La Marquesa, en la que habían embarcado

las tropas bajo mando de Diego de Urbina, Miguel y su hermano llegaron

el 6 de octubre a las proximidades del canal de Lepanto. En él aguardaba

la flota turca de doscientas cincuenta galeras y noventa mil hombres,

pero con menos de la mitad de las piezas de artillería que la española.

Al alba del día siguiente Miguel de Cervantes, enfermo, temblaba de

fiebre en el interior de La Marquesa cuando fue aconsejado por el propio

Urbina y sus compañeros que no saliese a cubierta a prestar batalla en

tal estado. Sin embargo, tal y como se recogería años más tarde (en

1578) en una información para la que prestaron declaración algunos de

ellos, «Miguel de Cervantes respondió al dicho capitán y a los demás que

le habían dicho lo susodicho, muy enojado: “¡Señores, en todas las

ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra a Su Majestad,

y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y así ahora

no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en

servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so

cubierta!”». Y en efecto combatió con valentía en la encarnizadísima

batalla que siguió y que se recordaría desde entonces como una de las

más cruentas luchas navales de la Historia, tanto que, a decir de los

testigos, «se hubiera dicho que el mar y el fuego no eran sino uno».

Finalmente el terrible enfrentamiento se saldaría con la victoria de la

Santa Liga, lo que supondría para Occidente acabar con el mito de la

invencibilidad naval turca y, para Miguel de Cervantes, no poder usar

nunca más su mano izquierda.

 

En el transcurso de la batalla Cervantes recibió tres disparos de

arcabuz, dos en el pecho y uno en la mano, de los que se recuperaría en

los meses siguientes en un hospital en Mesina, si bien la mano izquierda

le quedaría para siempre anquilosada. Pese a ello, en abril del año

siguiente retomó su vida de soldado y esta vez se incorporó a la

compañía de Manuel Ponce de León del Tercio de Lope de Figueroa. En ella

sirvió hasta bien entrado el año 1575, tomando parte en las acciones

armadas de Navarino, Túnez y La Goleta y haciendo vida de guarnición

durante su último año de servicio en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y

Sicilia. La recreación llena de detalles y verosimilitud que años

después tendrán sus ambientaciones italianas y sus personajes vinculados

a la vida militar beberían sin duda de la experiencia de estos años. A

finales del verano de 1575 todo parecía indicar que don Juan de Austria

sería llamado a Flandes para tomar el relevo del duque de Alba.

Cervantes, quizá cansado de la errante vida militar, con una mano

inutilizada y sabedor de la complicada situación económica por la que

atravesaba en España su familia, pensó entonces que había llegado el

momento de regresar a su patria. En atención a sus servicios consiguió

dos cartas de recomendación de Juan de Austria y el duque de Sessa con

las que planeaba solicitar algún tipo de merced en reconocimiento de sus

méritos (especialmente por su valiente participación en Lepanto) y tal

vez lograr el perdón de los años de destierro que según la real

provisión de 1569 aún le quedaban por cumplir. Pero cuando sus deseos

parecían cristalizar, un nuevo golpe del destino daría un giro radical a

su vida: el 26 de septiembre, cuando la galera El Sol en la que había

embarcado rumbo a España se encontraba frente a las costas de Cataluña,

una flota turca al mando del corsario Arnauti Mamí la interceptó y se

entabló una lucha en la que los españoles que no perecieron fueron

hechos prisioneros para luego ser vendidos como esclavos. Entre ellos se

encontraban Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo.

 

 

 

El cautiverio de Argel

 

Una de las facetas de la presencia turca en el Mediterráneo que

resultaba especialmente peligrosa para los intereses de la Monarquía

Hispánica de Felipe II era la acción de los piratas berberiscos

procedentes de Argel, Trípoli y Túnez, cuyas incursiones en las costas

de España e Italia buscaban hacerse con el mayor número posible de

cautivos cristianos. Una vez llegaban a tierras africanas, los vendían

como esclavos y el destino que les guardaba solía depender de su

condición social, de modo que los más humildes eran empleados como mano

de obra, los que poseían algún tipo de formación especializada (sobre

todo los armadores de barcos) los destinaban a tareas relacionadas con

su oficio, y aquellos que se suponían miembros de las clases sociales

algo más altas se convertían en cautivos de rescate, es decir, se pedía

una suma a cambio de su liberación. Paradójicamente, las cartas de

recomendación de Juan de Austria y el duque de Sessa que llevaba consigo

Cervantes como garantía de futuro sirvieron para persuadir erróneamente

a sus captores de su relevancia, por lo que fue vendido junto con su

hermano como esclavo al segundo de abordo de Arnauti Mamí, Dalí Mamí

(conocido como «el Cojo»), quien fijó su rescate en la nada desdeñable

cantidad de quinientos escudos de oro.

 

Como cautivo de rescate la situación de Cervantes en Argel era algo

menos penosa que la de quienes no se consideraban merecedores de rescate

ya que no tenía que emplearse en faenas duras. Sus días transcurrían

encerrado en los llamados «baños», nombre que recibían las prisiones y

cuyo ambiente retrataría magistralmente el escritor en sus comedias Los

tratos de Argel y Los baños de Argel. Como recuerda Jean Canavaggio,

«aunque Cervantes se apiade del destino de sus compañeros (…) nos da del

mundo musulmán una representación infinitamente más matizada que la

deformación caricaturesca a la que nos acostumbran la mayoría de las

veces los escritos polémicos de sus contemporáneos». A juicio de

Canavaggio, las descripciones de Cervantes son tan precisas que muy

posiblemente, arguyendo su invalidez y como sucedía en casos similares,

le hubieran permitido salir durante el día del presidio y, aun cargando

con sus grillos, recorrer las calles de la ciudad. De lo que no cabe

duda es de que durante los años que vivió como cautivo en Argel,

Cervantes continuó cultivando la poesía, lo que apunta un cierto trato

de consideración por parte de sus captores que respondería a su

convencimiento de que se trataba de un individuo de cierta relevancia en

España.

 

Prisionero y consciente de la enorme dificultad que para su familia

sería reunir la cantidad suficiente para conseguir su rescate y el de su

hermano, e impulsado una vez más por su vivo carácter, Cervantes

trataría de escaparse hasta en cuatro ocasiones de su encierro. La

primera de ellas tuvo lugar en enero de 1576: Cervantes y un grupo de

compañeros de cautiverio lograron persuadir —seguramente con la promesa

de una recompensa— a un musulmán para que les condujese a pie hasta

Orán, donde podrían embarcar hacia la Península. Sin embargo, tras

algunas jornadas de camino el guía los abandonó; así las cosas, perdidos

y sin posibilidad de orientarse, no les quedó más remedio que volver a

Argel donde fueron nuevamente encerrados en condiciones aún más duras.

La suerte sonrió poco después a dos de ellos (Castañeda y Antón Marco)

pues fueron rescatados y regresaron a España, lo que les permitió

contactar con la familia de Miguel y Rodrigo, que comenzó a hacer todo

lo posible por conseguir el dinero para el rescate de sus hijos. Se

endeudaron, vendieron sus bienes y acudieron al Consejo de Castilla

solicitando ayudas en atención a la condición de hidalgos de sus hijos y

a los servicios prestados antes de su cautiverio, pero no lograron nada

de unas autoridades desbordadas por centenares de peticiones idénticas.

Haciendo entonces uso de la más genuina picaresca, Leonor, la madre de

Cervantes, se hizo pasar por viuda, gracias a lo cual obtuvo una ayuda

de sesenta ducados para el rescate de sus hijos. Con este dinero, más lo

que habían logrado reunir, tres religiosos mercedarios: fray Jorge de

Olivar, fray Jorge de Ongay y fray Jerónimo Antich, partieron con la

tarea de traer de vuelta a los cautivos.

 

Entretanto, en Argel la falta de libertad se hacía cada vez más difícil

de soportar y Miguel continuaba trazando planes de fuga. La llegada de

los mercedarios en la primavera de 1577 pareció dar un soplo de

esperanza a ambos hermanos, pero en el momento de ajustar el trato con

Dalí Mamí éste decidió aumentar la cuantía del rescate de Miguel. La

cantidad que tenían los monjes no llegaba para cubrir lo exigido a

cambio de los dos y ante ello el escritor prefirió que el rescatado

fuese su hermano menor. Rodrigo partió entonces libre hacia España pero

con el encargo de contactar en Valencia, Mallorca o Ibiza con algún

marino de los que se arriesgaban a acercarse a las costas argelinas para

rescatar cautivos cristianos, y con dos cartas de sendos caballeros de

la orden de San Juan también presos para garantizar el apoyo de las

autoridades locales. El plan pensado para liberar a unos quince hombres

había sido cuidadosamente trazado por Cervantes mientras tenían lugar

las negociaciones de su rescate, de modo que hizo de la contrariedad de

que sólo uno de los dos hermanos pudiese ser rescatado un instrumento

para lograr su liberación y la de varios de sus compañeros. Conforme a

lo acordado con Rodrigo, Cervantes y sus compañeros de evasión

aguardarían la llegada de un barco a finales de septiembre escondidos en

la gruta del jardín de la casa del alcaide Hasán (tres millas al este de

Argel) cuyo jardinero, un esclavo navarro llamado Juan, les prestaría

ayuda. Cervantes sería el encargado de llevar a los cautivos hasta allí

y de tratar con un renegado apodado «el Dorador» para garantizar los

suministros necesarios para su subsistencia. En el mes de mayo, tal y

como lo había previsto, Cervantes aprovechó la ausencia de Dalí Mamí —y

por tanto su menor vigilancia— para conducir a los catorce cautivos

hasta la gruta. Allí permanecieron varios meses a lo largo de los cuales

el escritor, como relata Alfredo Alvar, «recogía dinero de limosnas de

otros mercaderes cristianos de Argel. (…) Con esos dineros compraba

víveres y cubría las necesidades de los catorce escondidos». Finalmente,

el 20 de septiembre el propio Miguel se dio a la fuga reuniéndose con

sus compañeros. Pero en la madrugada del 29 de septiembre el barco que

su hermano había conseguido hacer salir desde Mallorca al mando de un

antiguo cautivo no llegó. Dos veces había tratado de acercarse a la

costa y en su último intento había sido descubierto. La voz comenzó a

correr por todo Argel y «el Dorador», temeroso de las represalias,

decidió delatar a los cautivos fugados ante el bey de la ciudad Hasán

Bajá, que ordenó capturarlos. Conducidos ante Hasán Bajá, Miguel de

Cervantes se presentó como responsable único de la fuga y exculpó de

toda responsabilidad en su organización a sus compañeros. El bey, quizá

impresionado por el comportamiento de Cervantes o quizá pensando en el

rescate que podía obtener, decidió perdonarle la vida (suerte que no

compartió el pobre jardinero), si bien mandó que lo cargasen de cadenas

y lo encerrasen en su propia prisión.

 

Varios meses más tarde Cervantes salido de ella pues, como cautivo,

pertenecía a Dalí Mamí; pero para entonces ya había maquinado un nuevo

plan de fuga. En esta ocasión sus esperanzas de libertad se depositaban

en la posibilidad de que un cómplice hiciese llegar varias cartas al

general del presidio español de Orán, Martín de Córdoba, en las que

exponía con todo detalle un nuevo plan de fuga por tierra hasta dicha

plaza y para el que solicitaba su ayuda. La suerte volvió a resultarle

contraria y el emisario fue capturado cuando llevaba las cartas a su

destino. El plan que contenían las misivas y la firma de Cervantes

dejaban poco lugar para las dudas sobre la autoría del mismo, por lo que

el escritor fue llevado nuevamente ante Hasán Bajá. Su obstinación

irritó al bey, que en un primer momento le condenó a recibir dos mil

palos, es decir, a morir, si bien la intercesión de algunos cristianos y

mahometanos que le apreciaban logró que Hasán le perdonase nuevamente.

Aún se intentaría evadir una vez más, en mayo de 1580, aprovechando la

intención de un renegado de Granada de retornar a España. Cervantes le

convenció para que con la ayuda de un mercader valenciano comprase una

fragata con la que organizar una nueva evasión de unos sesenta cautivos.

Cuando todo estaba preparado, uno de los participantes en la fuga, el ex

dominico Juan Blanco de Paz, delató el plan ante Hasán Bajá. El

escritor, convencido de que nada podría librarle de la muerte, escapó y

permaneció escondido durante un tiempo en casa de un cristiano. Sin

embargo, al ver que nada podía hacer y que la vida de quienes le acogían

estaba en peligro, terminó por presentarse voluntariamente ante el bey

para asumir la responsabilidad de la fuga. Milagrosamente Hasán Bajá le

perdonó aunque volvió a encerrarle en su prisión en las peores

condiciones posibles. Cinco meses más tarde, Miguel de Cervantes estaba

encadenado en una de las galeras del bey que se disponía a partir hacia

Constantinopla cuando en el último instante llegó el pago de su rescate.

Pocas semanas antes se habían presentado en Argel varios frailes

trinitarios con trescientos escudos que su familia había enviado con tal

fin, pero su rescate estaba fijado en quinientos. Los frailes lograron

reunir en varios días la cantidad que faltaba con la ayuda de algunos

mercaderes cristianos, y cuando el destino de Cervantes parecía estar

sentenciado cambió nuevamente. El 19 de septiembre de 1580 quedaba libre

y el 27 del mes siguiente volvía a poner los pies en España. Tenía

treinta y tres años y en los once que había pasado fuera de su patria

había acumulado tal cantidad de experiencias que su prodigiosa capacidad

literaria no desaprovecharía.

 

 

 

Y vuelta a vagabundear

 

El 27 de octubre de 1580, Miguel de Cervantes llegó a Denia y desde allí

se dirigió a Madrid para reunirse con su familia (sus padres, sus

hermanas Andrea y Magdalena y su sobrina Constanza, ya que su hermano

servía como soldado en Lisboa). La emoción del reencuentro no le impidió

ver la difícil situación económica en que los suyos habían quedado tras

los esfuerzos para conseguir su rescate y el de su hermano, de modo que

rápidamente tuvo que comenzar a pensar cómo ganarse la vida. Descartada

la vuelta a la vida militar y consciente de que, como indica Martín de

Riquer, «las letras, por otra parte, no podían ser una solución

económica para un hombre como él, sin ningún grado universitario, que

hasta entonces no había publicado ningún libro y era virtualmente un

desconocido», Cervantes pensó que habida cuenta de sus muchos desvelos

podría presentar ante la corte una petición de merced que fructificase

en algún tipo de cargo. Con esa intención se dirigió a Portugal, donde

Felipe II prestaba juramento como rey ante las cortes lusas, pero

después de presentar sus alegaciones lo único que logró fue el encargo

de realizar una misión de recopilación de información en Orán. Su

estancia en el norte de África fue en esta ocasión breve, pues su

entrevista con el gobernador Martín de Córdoba apenas le llevó un mes,

al cabo del cual regresó a Lisboa para rendir cuentas y continuar en su

intento de obtener algún cargo. Dirigió entonces su solicitud al Consejo

de Indias, con ánimo de que algún puesto vacante en la administración

americana le permitiese encauzar una nueva vida al otro lado del

Atlántico, pero sus deseos se verían frustrados de tal forma que en

febrero de 1582 se hallaba de regreso en Madrid.

 

Por esas fechas Cervantes, que comenzó a usar arbitrariamente como

segundo apellido Saavedra, estaba ya plenamente entregado a la redacción

de La Galatea, la novela pastoril que vería la luz en 1585 y que se

convertiría en la primera de sus obras publicadas. Pero con

anterioridad, entre 1583 y 1584 su vida afectiva conocería grandes

cambios. Dedicado a su actividad literaria, Cervantes frecuentaba en

Madrid los cenáculos de literatos y artistas; muy probablemente en uno

de ellos fue donde conoció a Ana de Villafranca (también conocida como

Ana Franca de Rojas). Era la joven esposa de un tabernero de la calle

Tudescos con la que Cervantes entabló una relación de la que nada se

sabe, pero que a mediados de noviembre de 1584 daría como fruto una hija

ilegítima, Isabel de Saavedra, la única que tendría el autor. En

palabras de Jean Canavaggio, «la curiosidad de los biógrafos está hecha

a medida de la discreción de Cervantes sobre esa aventura». Sea como

fuere, el autor de La Galatea no se encontraba en Madrid y había

finalizado la relación cuando nació su hija, pues en el mes de

septiembre se dirigió a la localidad manchega de Esquivias para cumplir

con la promesa hecha a su amigo, el escritor Pedro Laynez, de encargarse

de la publicación de sus obras una vez éste hubiese muerto. Allí vivía

la viuda de Laynez y allí dirigió sus pasos Cervantes sin sospechar que

se quedaría hasta tres años y, además, como hombre casado. Catalina

Salazar y Palacios era una jovencísima viuda de diecinueve años que

frecuentaba la casa de la esposa de Laynez, lugar en el comenzó a tratar

con Cervantes. Tan sólo dos meses después de su llegada a Esquivias, el

escritor contraía matrimonio con Catalina a los treinta y siete años y

se decidía a permanecer en la localidad durante un largo tiempo. Pero ni

la paz de la localidad manchega ni las dulzuras del matrimonio lograron

sosegar el espíritu inquieto del autor, por lo que en 1587 fijaba su

residencia en Sevilla para desempeñar su nuevo cargo de comisario real

de abastos.

 

Por aquellas fechas la ciudad hispalense estaba agitada a causa de los

preparativos para formar la gran flota armada que Felipe II dirigiría

contra Inglaterra en 1588. Entre las muchas tareas administrativas que

requerían de funcionarios públicos para su realización estaba la requisa

de grandes cantidades de cereales y aceite para el suministro de la

flota, por lo que Cervantes, viendo la posibilidad de obtener un

trabajo, y quizá atraído por el regreso a la Sevilla de su infancia,

aceptó el citado puesto de comisario de abastos. La ocupación, ingrata

por naturaleza, le trajo más disgustos que alegrías, pues con frecuencia

se vio obligado a hacer frente a las demandas y protestas de los

distintos municipios que tenía que recorrer para exigir la entrega de

las cantidades fijadas. Pese a ello continuó ejerciendo el mismo cargo

aun después de la partida de «la Invencible», e incluso en 1592 fue

encarcelado en Écija acusado por un corregidor de haber vendido unas

fanegas de trigo sin autorización. En 1594 se le encargó el cobro de los

atrasos de tercias y alcabalas (impuestos reales) que se debían en el

reino de Granada, y si como comisario de abastos no siempre había tenido

fortuna, como recaudador su suerte no mejoraría. En septiembre de 1597

Cervantes depositó lo recaudado en un banco de Sevilla, pero el banquero

quebró, y ante la imposibilidad de entregar las sumas recogidas, fue

encarcelado tres meses en Sevilla.

 

Cansado de tantos sinsabores, hacia el año 1600 abandonaría Andalucía

para regresar a Esquivias con su mujer. Se tienen muy pocos datos

fiables de su vida en esos años, pero parece que viajó frecuentemente a

Madrid y Toledo y que la recepción de los bienes de uno de sus cuñados

que había profesado como franciscano le permitió olvidarse por un tiempo

de los cargos contables y dedicarse plenamente a escribir. La novela que

le haría inmortal se fraguaba en ese tiempo y quizá pensando en la

conveniencia de estar cerca del entorno cortesano cuando se publicase,

Cervantes decidió trasladarse con toda su familia a la ciudad en que

Felipe III había fijado la corte, Valladolid. Como apunta Jean

Canavaggio, «por la gracia del Caballero de la Triste Figura, los dos

esposos, tanto tiempo separados, reanudaban en el ocaso de su existencia

la vida en común. No terminará ya hasta la muerte del escritor».

 

 

 

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

 

A finales de 1603, Cervantes y su familia (incluyendo a Isabel, la hija

que había tenido con Ana de Villafranca, fallecida en 1598) estaban

instalados en Valladolid. La primera parte del Quijote estaba ya muy

adelantada y para el verano del año siguiente la había finalizado. Una

vez apalabrada la edición con el librero Francisco de Robles en unos mil

quinientos reales, se hicieron con el privilegio de impresión (licencia

real) necesario para publicar el libro. Al tiempo, Cervantes debió de

dirigirse a algunos escritores e intelectuales reputados de su entorno

tanto en Madrid como en Valladolid para que, conforme a la costumbre de

la época, escribiesen algunos poemas laudatorios de la obra que incluir

al comienzo de la misma, pero, como recuerda Martín de Riquer, no debió

de tener mucho éxito a juzgar por las palabras de Lope de Vega, con

quien se llevaba mal: «De poetas no digo, buen siglo es éste; muchos en

cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes

ni tan necio que alabe a don Quijote». Esta situación terminaría siendo

la causa de que el escritor optase por incluir al comienzo de su obra

una serie de poemas y textos burlescos sobre este tipo de alabanzas cuya

autoría atribuyó a personajes fantásticos contribuyendo de este modo a

subrayar el carácter humorístico de su novela. Con el texto definitivo,

el impresor madrileño Juan de la Cuesta comenzó a preparar los primeros

pliegos y a comienzos de 1605 El ingenioso hidalgo Don Quijote de La

Mancha veía la luz por primera vez. El éxito de la divertida novela que

ridiculizaba los libros de caballerías fue arrollador y en pocas semanas

Juan de la Cuesta tuvo que preparar una segunda edición cuyo privilegio

la hacía extensiva a Portugal. Los protagonistas de la novela se

hicieron enormemente populares hasta el punto que empezaron a

incorporarse en las representaciones teatrales y los disfraces de las

fiestas de aquellos días. Pero su creador pudo entregarse poco tiempo a

las mieles del éxito ya que en junio de ese mismo año un suceso fortuito

volvía a traerle un nuevo revés del destino. La noche del 27 de junio de

1605, un destacado personaje de la corte, Gaspar de Ezpeleta, fue

atacado y herido mortalmente a la puerta de la casa del escritor. Los

vecinos acudieron a prestarle ayuda ante los gritos de auxilio y

Cervantes y su hermana Magdalena lo recogieron y cuidaron hasta que

murió dos días más tarde. El alcalde encargado de la investigación tenía

una relación estrecha con el principal sospechoso del crimen, un

escribano cuya esposa era amante de Ezpeleta, y para tratar de desviar

la investigación terminó ordenando el encarcelamiento de casi todos los

vecinos. Así, Cervantes acababa encerrado en la misma cárcel que su

padre. A los pocos días, dada la arbitrariedad del proceder del alcalde,

fueron liberados pero aún estuvieron pendientes del proceso hasta que se

dio por finalizado sin ninguna aclaración satisfactoria. Los hechos

agravaron el descrédito de la familia Cervantes, a cuyas mujeres se las

llamaba despectivamente «las cervantas», dada su dudosa reputación. Esto

unido a la tristeza y desencanto del autor, lo convencería para mudarse

nuevamente. En 1606 se instaló con sus hermanas, su mujer, su sobrina y

su hija en Madrid, ciudad en la que residiría hasta su muerte.

 

En los años que siguieron, Cervantes, que con el Quijote había ingresado

por derecho propio en el olimpo literario del Siglo de Oro, continuó

entregado a su tarea de escritor y en su casa de la calle León alumbró

entre otras obras sus Novelas ejemplares (1613), el Viaje del Parnaso

(1614) y la segunda parte del Quijote (1615). Cuando en abril de 1616 le

sorprendió la muerte, acababa de finalizar Los trabajos de Persiles y

Sigismunda. Pocos días antes de morir profesó como hermano en la

Venerable Orden Tercera de San Francisco, de la que era novicio desde

hacía tres años, y a sólo tres días de su muerte, plenamente consciente

de que su tiempo finalizaba, firmó la dedicatoria del Persiles: «El

tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo

esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir». Aun al día

siguiente encontró fuerzas para redactar el prólogo de la obra y en él

despedirse del mundo: «Mi vida se va acabando y al paso de las

efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este

domingo, acabaré yo la de mi vida. (…) ¡Adiós, gracias; adiós, donaires;

adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros

presto contentos en la otra vida». El 22 de abril, poco más de una

semana después de la muerte de Shakespeare, fallecía en Madrid don

Miguel de Cervantes. En los registros parroquiales de la iglesia de San

Sebastián, conforme a los usos de la época, se consignaría como fecha de

su muerte la del entierro, el 23 de abril, dando pie a una confusión que

aún en nuestros días motiva que en tal fecha se celebre en su recuerdo

el día del Libro.

 

Miguel de Cervantes fue un escritor de talla extraordinaria. Sin

formación académica al uso, su talento literario bebió de la intensidad

de su experiencia vital y de la sensibilidad con que supo abordarla. Con

su Quijote nació la novela moderna pues, como recuerda Jean Canavaggio,

«este relato instaló por primera vez en el interior del hombre la

dimensión imaginaria. En lugar de contar desde fuera lo que le ocurre al

héroe, le da la palabra y la libertad de usar de ella a su guisa (…)

esta revolución copernicana no había sabido hacerla nadie antes de

Cervantes». Pero es que, además, Cervantes consiguió dotar a sus relatos

de una lucidez ante la vida y a sus personajes de una calidez humana

tales que los llevaría a quebrar la barrera del tiempo haciéndolos, con

él, inmortales.

 

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