Si rescatamos el valor del egoísmo, lo que nos quedará cuestionado es el concepto de solidaridad, porque desde siempre hemos asociado la ayuda al prójimo con el altruismo, con la renuncia a los propios deseos, con el sacrificio en pos del bien común.
¿Se podrá entonces diseñar un egoísmo solidario?
Para mí, hay por lo menos dos tipos de solidaridad. Hay una solidaridad que yo llamo coloquialmente de ida y otra a la que llamo de vuelta. Y hablo de dos solidaridades porque estoy seguro de que hay por lo menos otras tantas maneras de decidir ayudar al prójimo.
En la solidaridad de ida, lo que sucede es más o menos esto: veo a otro que no tiene, veo a otro que sufre, veo a otro que se lamenta, veo a quienes necesitan de mí. Y entonces me doy cuenta, por ejemplo, que yo podría estar en su lugar y me identifico con su dolor, y siento el miedo de que a mí me pase y entonces, y por eso, decido ayudarlo. Es la solidaridad generada por el miedo de la identificación y actúa muchas veces como una especie de protección mágica que me corresponde por haber sido bondadoso, una solidaridad del conjuro.
Pariente cercana de esta solidaridad es la solidaridad culposa, la que se genera por la nefasta matriz de algunas ideas caritativas. Cuando veo al que sufre y padece, un horrible pensamiento se me cruza sin que pueda evitarlo: "qué suerte que es el otro y no yo". Y en esos casos, decido ayudar: no soporto la mirada auto-acusadora que desde el espejo me prodigo por este pensamiento. O me pasa que pienso "hoy por ti, mañana por mí", asegurando que si me toca, algún otro será solidario conmigo, cuando yo esté en el lugar del que padece.
Es la solidaridad que protege de un imaginario futuro negro, una ayuda desinteresada que hago muy interesado en conseguir evitar lo que acabo de darme cuenta, que aunque no sea probable, es indudablemente posible. O en un fugaz pensamiento me acuerdo de que si doy, la providencia me devuelve el doble. Hay gente que sostiene con desparpajo que da porque así va a recibir. Es la solidaridad del rédito futuro, no es ayuda, es inversión.
Y por último existe también una solidaridad obediente, aquella que parte de lo que nuestros padres nos enseñaron, la que nos repetía el sacerdote, la que nos inculcaban los maestros: hay que dar, hay que compartir, no debemos ser egoístas y la renuncia abre las puertas del cielo. No pienso si esto es lo que quiero hacer, sólo sé que es correcto, y lo hago. Esta es la solidaridad más ideológica, más ética y más moralista, pero de todas maneras no es todavía la mejor ayuda. Culpa, conjuro, inversión, obediencia o de "hoy por ti, mañana por mí", ideología o mandato, toda esta solidaridad es de ida, y no tiene nada de altruista. Pero hay un momento en el cual yo descubro que puedo elegir dar o no dar.
Y descubro que hay algo más en la ayuda que en el simple hecho solidario. Y conquisto para siempre el descubrimiento de una nueva palabra: nosotros.
Un concepto de no depender, sino de contar con el prójimo. Conquisto lo que yo llamo la verdadera autodependencia. Y descubro que mi valor no depende de la mirada del afuera. Y me encuentro con los otros sin miedo y sin culpa. Y recorremos juntos algún trecho del camino. Y descubro el amor y, con él, el placer de compartir.
Acá es donde aparece la segunda posibilidad de ser solidario. Porque si en este camino, después de haber descubierto a los demás, me encuentro con alguien que sufre, estaré en condiciones de sentir el placer de dar. Y entonces dar por el placer de dar. Esa es la solidaridad de vuelta. Desatada de toda manipulación, presión y amenaza. Conectada con el presente y con el desarrollo del que ayuda y del ayudado.
Cerca de mi consultorio, en Once, hay un mendigo, que pide limosna en una esquina. Casi siempre tengo ganas de ayudarlo, aunque confieso que no lo hago por caridad, ni por culpa ni por obligación. En este caso específico, es un mínimo reconocimiento a la aguda percepción de algunas personas, que nada tiene que ver con el grado de estudios, y también mi manera de aplaudir a todos los que saben utilizar el humor como herramienta. Este mendigo tiene pendiendo de su cuello un cartel que cuelga frente al pecho. El texto en letras de molde negras y grandes dice: "Siéntase una buena persona por tan sólo un peso". Maravilloso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario