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jueves, 17 de febrero de 2022

JUAN PABLO II.

 




 

 

El Papa del telón de acero

 

Cuando en 1978 el cardenal polaco Karol Wojtila fue elegido Papa, la

multitud congregada en la plaza de San Pedro se preguntaba si el nuevo

pontífice era africano. ¿Wojtila? Los periodistas que cubrían la noticia

no sabían pronunciar ni escribir su apellido. Sin embargo, el 3 de abril

de 2005 los medios de comunicación de todo el mundo anunciaban la muerte

de un hombre cuyo magisterio moral había logrado reconocimiento más allá

de los límites de la Iglesia católica. Lo que sucedió para que un joven

actor de teatro, deportista y poeta, un seminarista clandestino bajo el

nazismo, un arzobispo enfrentado a un régimen comunista y un Papa tan

innovador por su ecumenismo como conservador por su moral se convirtiese

en un auténtico fenómeno de masas es la historia que se cuenta a

continuación.

 

El 18 de mayo de 1920, en una Polonia que acababa de estrenar su

independencia tras el final de la Primera Guerra Mundial nacía Karol

Józef Wojtila. «Lolús» como le llamaban cariñosamente en casa o «Lolek»

como lo hacían sus amigos del colegio, era el tercer hijo de Karol

Wojtila y Emilia Kaczorowska. De sus dos hermanos mayores sólo vivía por

entonces el primero, Edmund, pues la segunda, Olga, había muerto a los

pocos meses de nacer. La familia Wojtila vivía en el pequeño pueblo de

Wadowice, situado al sur de Polonia, en una zona fuertemente rural. El

domicilio familiar, hoy convertido en museo, era más bien pequeño ya que

se limitaba a una cocina y dos habitaciones, una de las cuales daba a la

inmediata iglesia de Santa María, parroquia habitual de la familia que

era católica.

 

La educación que Karol Wojtila recibió durante su infancia fue estricta

pero al tiempo afectuosa y muy determinante en su posterior

personalidad. Su padre, sastre de formación, servía como oficial en el

ejército polaco (con anterioridad lo había hecho en el austro-húngaro) e

inculcó en su hijo el gusto por el deporte, especialmente el fútbol, la

natación y los largos paseos por el monte, así como un fuerte sentido de

la responsabilidad y la disciplina. Su madre, de salud muy delicada, era

una católica fervorosa que le enseñó las primeras nociones religiosas

que recibiría en la vida. De este modo, entre excursiones, vida familiar

y juegos con los compañeros de la escuela primaria de Wadowice y después

de la estatal Marcin Wadowita, discurrieron los primeros años de su

vida. En 1929, con sólo nueve años el joven Wojtila perdía a su madre,

por lo que su padre, que ya dos años antes se había retirado para

atenderla, quedó al cargo de los dos hijos.

 

Entretanto, el devenir político de Europa preparaba las bases para un

futuro conflicto armado. Aunque el final de la Primera Guerra Mundial en

1918 había supuesto la independencia de Polonia, su situación

geográfica, entre una Alemania económicamente devastada y en la que

comenzaba a germinar el fascismo y la recientemente cristalizada URSS de

Stalin, hacía del país una zona muy inestable. Entre abril y octubre de

1920 tenía lugar la guerra ruso-polaca que finalizaría con la derrota de

los primeros gracias a la ayuda de las tropas francesas que detuvieron

el avance de las rusas a la misma puerta de Varsovia. Polonia se

convertía junto con Rumanía en una suerte de cordón sanitario frente al

comunismo. Pero su comprometida situación conduciría a la necesidad de

firmar pactos de no agresión tanto con la URSS en 1932 como con Alemania

en 1934.

 

Para entonces una nueva desgracia se cernía sobre la familia Wojtila,

pues en 1932 Edmund, que trabajaba como médico en el cercano hospital de

Bielsko Biala, murió contagiado de escarlatina. Karol se había

convertido en hijo único y la unión con su padre se hizo aún más fuerte.

Por ello cuando al finalizar sus estudios de secundaria se planteó

comenzar una carrera universitaria, ambos decidieron no separarse, y

juntos se trasladaron a vivir a Cracovia, donde el joven Wojtila ingresó

en la Universidad Jagelónica. Matriculado en la Facultad de Filosofía en

Filología Polaca, cursó asignaturas de etimología polaca, lengua rusa,

teatro y drama polacos del siglo XVIII…

 

El interés de Wojtila por el teatro ya se había iniciado durante sus

estudios de secundaria cuando de la mano de su profesor Mieczylaw

Kotlarczyk debutó en el teatro escolar de Wadowice. Según parece, poseía

una buena voz y gusto por la declamación y la poesía. A su llegada a la

universidad encontró un grupo de compañeros que compartían su afición

por el teatro y con los que, junto con su antiguo profesor Kotlarczyk,

formó un grupo teatral. Además, a través de uno de sus compañeros,

Juliusz Krydynski, empezó a frecuentar las reuniones literarias y

musicales de casa de los Szokocka en las que se leían versos de autores

contemporáneos y composiciones propias. Sin embargo esta apacible vida

de estudiante se vería truncada un año después. El 1 de septiembre de

1939 las tropas alemanas de Hitler invadían Polonia. Había estallado la

Segunda Guerra Mundial.

 

 

 

De actor a sacerdote

 

Alemania había invadido Gdansk y todos los jóvenes polacos como Karol

fueron movilizados para defender a su país del ataque. El avance alemán

resultaba imparable y en sólo veintiocho días habían entrado en

Varsovia. El ejército polaco se rindió y Karol, como el resto de hombres

movilizados, fue licenciado y regresó a Cracovia. Pero allí encontró una

situación completamente distinta de la que había dejado. Los alemanes

habían hecho detener a casi todos sus profesores, la universidad había

sido cerrada, los teatros clausurados y las reuniones culturales

prohibidas. De Wadowice tampoco llegaban buenas noticias. La amplia

comunidad judía con la que Karol había convivido durante su infancia, al

igual que la de Cracovia y las de todo el país, era objeto de la

persecución nazi. La sinagoga que día tras día había visto llenarse

cuando iba al instituto había sido dinamitada, y a no pocos de sus

amigos los habían enviado a campos de concentración.

 

En esas circunstancias desesperadas urgía encontrar un trabajo y no sólo

porque el salario era necesario para poder mantenerse y mantener a su

padre, sino porque los hombres sin empleo —y eso incluía a los

estudiantes— eran arrestados y deportados a Alemania para realizar

trabajos forzados en la industria bélica. Gracias a los Szokocka pudo

emplearse como ayudante de dinamitero en la cantera de Solvay que

abastecía una fábrica de sodio del distrito de Cracovia. El trabajo se

realizaba en condiciones durísimas, a la intemperie y con medios muy

escasos. A los pocos meses fue trasladado de la cantera a la fábrica

donde se ocupaba de acarrear cal en cubetas y mezclarla con agua para

las calderas. Esta experiencia le convertiría muchos años después en el

único pontífice que previamente había sido obrero, lo cual marcó tan

profundamente su forma de ver el mundo que, como recoge Eusebio Ferrer

en una de sus biografías, él mismo confesaría: «La experiencia que

adquirí durante aquel período de mi vida no tiene precio. He dicho

muchas veces que le concedo, tal vez, más valor que a un doctorado, lo

cual no significa que subestime los títulos universitarios».

 

En 1941 falleció su padre, de modo que con veintiún años Wojtila se

quedó completamente solo. Pese a la dureza de las condiciones de vida

impuestas por la guerra trató de continuar con su formación intelectual

estudiando y cultivando el teatro. Junto con su amigo Juliusz y otros

participantes de las reuniones en casa de los Szokocka, pasó a formar

parte de un movimiento clandestino de oposición al nazismo y al

comunismo denominado «Unia», dedicado a la defensa de la tradición y

cultura polacas. En consecuencia, entró en la compañía teatral

clandestina dirigida por Tadeusz Kudlinski y participó con varios de sus

amigos en el grupo teatral Teatro Rapsódico, fundado por su antiguo

maestro Kotlarczyk, al que había acogido en su casa. Organizaban

pequeñas reuniones en domicilios particulares en las que se hacían

representaciones teatrales y lecturas públicas de obras literarias y

poéticas como una forma de lucha por el mantenimiento de una cultura

propia que el nazismo estaba tratando de aniquilar. Aquellas reuniones

no eran actos lúdicos sino de resistencia cuyos participantes corrían el

peligro de ser descubiertos, detenidos y deportados o asesinados por ello.

 

Fue también en esos años cuando conoció a una de las personas que

marcarían con más fuerza su vida, el sastre Ian Tyranowski, de manos del

que cristalizaría su vocación sacerdotal. Tyranowski le introdujo en la

espiritualidad carmelita y le facilitó las obras de santa Teresa y san

Juan de la Cruz, que Karol leía frecuentemente de madrugada cuando tenía

que cuidar de la caldera en la fábrica. El misticismo del segundo le

impresionó de tal modo que, además de dedicarle años después su tesis

doctoral, le hizo ver claramente su vocación. Cuando comunicó a sus

amigos del grupo teatral la decisión de hacerse sacerdote ninguno de

ellos podía creerlo. Todos estaban convencidos de que su camino era el

teatro y ninguno de ellos podía imaginar lo que esta decisión iba a

suponer en el futuro.

 

Hacerse sacerdote tampoco era algo sencillo en la Polonia dominada por

los nazis. Los seminarios habían sido cerrados y los hábitos, lejos de

proteger de la persecución, hacían sospechoso a quien los portaba. Por

esta razón los obispos polacos habían organizado un seminario

clandestino e itinerante en el que Karol ingresó y permaneció durante

toda la guerra. No por ello abandonó su actividad como obrero, que

necesitaba para mantenerse y justificarse ante los ocupantes, ni su

participación en el grupo de teatro. En los últimos meses del conflicto

el recrudecimiento de las persecuciones afectó también a los miembros de

la Iglesia, por lo que se vio obligado a refugiarse con otros compañeros

del seminario en la residencia del arzobispo de Cracovia, Sapieha, en la

que permaneció hasta que en enero de 1945 el ejército soviético liberó

la ciudad.

 

No obstante, lo que sucedió en Polonia difícilmente puede considerarse

como una liberación. Tras la entrada de las tropas aliadas en Berlín en

octubre de 1944, y por tanto con Alemania vencida pero con la guerra sin

finalizar en el frente japonés, Roosevelt, Churchill y Stalin (Estados

Unidos, Inglaterra y la URSS) pactaron en Yalta un nuevo reparto de

poder que terminaría dando paso a la llamada Guerra Fría. Por lo que a

Polonia se refería, quedaba en la órbita soviética, es decir, se

convertía en un país bajo régimen comunista. El horror nazi había

finalizado, pero la libertad propia de las democracias tampoco llegaría

a Polonia. El nuevo régimen, de naturaleza totalitaria, si bien podía

suponer un horizonte esperanzador en algunas cuestiones como la justicia

social o el reparto de la riqueza, no estaba dispuesto a tolerar ninguna

expresión que pudiese cuestionarlo. La libertad en todas sus

manifestaciones políticas o culturales se cercenaba en aras de un orden

nuevo. La libertad religiosa también quedaba condenada al concebirse

toda religión como un elemento adormecedor y adoctrinador de las

conciencias. Con la conciencia bien despierta, Karol Wojtila era

ordenado sacerdote por el arzobispo Sapieha en su capilla privada el 1

de noviembre de 1946.

 

 

 

El camino hacia el Vaticano

 

Nada más ser ordenado sacerdote, y como si de una señal se tratase,

Sapieha decidió enviarle a completar sus estudios en teología a Roma,

ciudad en la que permanecería dos años. Matriculado en el Angelicum, la

universidad dominica, obtuvo su doctorado eclesiástico con una tesis

sobre san Juan de la Cruz y aprovechó para viajar por Francia, Holanda y

Bélgica. Con esta experiencia tan distinta de la de los años anteriores

regresó a Cracovia en 1948. Allí recibió su primer destino como

sacerdote, el de coadjutor del pequeño pueblo de Niegowic, que ejerció

hasta que a finales del año siguiente se le nombró coadjutor de la

parroquia de San Florián en Cracovia y capellán universitario. El

ejercicio, muy en especial de este segundo cargo, le permitió

desarrollar una actividad pastoral centrada en grupos de jóvenes

estudiantes con los que se sentía especialmente cómodo. Las reuniones de

universitarios estaban prohibidas, por lo que optó por organizar grupos

de excursionistas que en realidad lo eran de evangelización. Con ellos

Karol Wojtila, al que llamaban «tío Karol» para evitar problemas con la

policía, realizaba largos paseos, escaladas, rutas de varios días en

kayac… actividades que siempre le habían gustado y que de un modo

entonces innovador supo combinar con su labor sacerdotal.

 

A la muerte de Sapieha en 1951, su sucesor al arzobispado de Cracovia,

Baziak, muy satisfecho con los resultados que había logrado con los

grupos de estudiantes y deseando aprovechar su capacidad, decidió

concederle una licencia para que pudiese preparar el examen de

habilitación para ejercer como profesor en la universidad laica de la

ciudad (su primera universidad, la Jagelónica). Así, en 1953 comenzó a

dar clase en la Facultad de Teología y a finales de ese mismo año obtuvo

el doctorado civil, si bien a los pocos meses la supresión de la

facultad por el gobierno motivó que se le destinase a la Universidad

Católica de Lublín. Pero Baziak, consciente de la valía de Wojtila,

pensó que su aportación podía ser especialmente valiosa, en Cracovia

luchando por la libertad religiosa, y por ello el 28 de septiembre 1958,

ante la sorpresa del propio elegido, le consagró como obispo de

Cracovia. Con treinta y ocho años era inusitadamente joven para el

cargo, pero Baziak le tranquilizó al respecto: el Papa era perfectamente

consciente de la edad de su nuevo obispo. Pese al nombramiento, Karol

Wojtila continuó manteniendo sus actividades habituales si bien cada vez

pudo conocer más de cerca la tensa relación que las autoridades

eclesiásticas polacas mantenían con el gobierno.

 

El año 1962 trajo importantes novedades a su vida. La muerte de Baziak

supuso su nombramiento como vicario capitular y administrador

provisional de la archidiócesis de Cracovia. Y como titular provisional

de dicho arzobispado tuvo que acudir a Roma para responder a la llamada

que el nuevo pontífice Juan XXIII planteaba a la cristiandad con el

primer concilio ecuménico. El Concilio Vaticano II se convertiría en una

auténtica revolución interna en la Iglesia católica. Su carácter

ecuménico (es decir, universal para todas las confesiones cristianas, no

sólo la católica) planteaba la apertura de la Iglesia católica al mundo

moderno y convertía la defensa de la libertad religiosa (tan anhelada

para su país por Wojtila) en su mismo centro. El Concilio se desarrolló

en cuatro sesiones entre 1962 y 1965 y ya a las dos últimas Wojtila

acudió en calidad de arzobispo metropolitano de Cracovia, pues su

nombramiento como tal tuvo lugar en enero de 1964. Su participación fue

muy activa en parte por su facilidad para comunicarse en varias lenguas

(además del latín, que era obligatorio, hablaba alemán, francés, inglés,

italiano, polaco y español) y en parte porque fue uno de los principales

abanderados de la cuestión de la libertad religiosa y miembro de la

comisión encargada de redactar la constitución conciliar, el llamado

«Esquema XIII».

 

Una vez clausurado el Concilio y como arzobispo de Cracovia, le

aguardaba la tarea de poner en marcha las conclusiones y decretos del

mismo en su diócesis, y para ello tuvo que hacer frente a enormes

dificultades. Defender la libertad religiosa en Polonia era lo mismo que

enfrentarse abiertamente con su régimen político, pese a lo cual se

mantuvo firme en su postura. Buen ejemplo de ello fue lo sucedido en

1965 en Nowa Huta, la ciudad creada ex profeso para una población de más

de ciento veinte mil personas, en su mayoría obreros, y en la que no se

había previsto la construcción de ninguna iglesia. Wojtila, que como

obispo había celebrado en 1959 la misa del Gallo en un lugar de la

ciudad llamado Mistrzejowice, comenzó a negociar con el gobierno la

obtención del permiso necesario para poder construir en aquel lugar, que

los fieles habían tomado como su templo, una iglesia. Pero las

autorizaciones no llegaban y un día el arzobispo Wojtila, apoyado por la

comunidad católica de la ciudad, decidió elevar en el lugar escogido una

gran cruz de madera en torno a la que poder rezar. Ante tal desafío las

autoridades ordenaron la entrada de máquinas excavadoras para que

derribasen la cruz, pero el arzobispo y quienes le apoyaban se pusieron

delante para evitarlo. La protesta se mantuvo hasta que finalmente en

1971, ante la asistencia masiva de fieles a la celebración de la misa

del Gallo, una vez más oficiada por Wojtila, las autoridades cedieron y

permitieron la construcción de la iglesia.

 

En medio de toda aquella lucha y como estrategia para hacerla más

efectiva, el sucesor de Juan XXIII, Pablo VI, había decidido elevarle al

cardenalato, lo que hizo de su propia mano en la Capilla Sixtina el 26

de junio de 1967. El gobierno polaco curiosamente no puso trabas al

nombramiento pues consideraban que frente al cardenal Wyszynski, que

mantenía la postura de negarse a negociar con los comunistas, Wojtila,

mucho más joven y de mentalidad más abierta, podía servirles para

favorecer cierta división en la Iglesia polaca que convenía a sus

intereses. Sin embargo, la colaboración de ambos cardenales se convirtió

en la tónica habitual y logró el efecto contrario. Así, Wojtila pudo

continuar con su política de enfrentamiento no violento con las

autoridades que cada vez encontraban en él un elemento más incómodo.

Cuando un sacerdote era detenido por ejercer su función pastoral, el

mismo cardenal aparecía al día siguiente en su parroquia para

sustituirle en misa hasta que era liberado. Karol Wojtila era para el

gobierno polaco una auténtica piedra en el zapato y a Wyszynski

obviamente no le molestaba.

 

Ésta era la situación cuando en 1978 murió Pablo VI y, como cardenal,

Karol Wojtila fue llamado al cónclave que en Roma debía elegir al nuevo

pontífice. El escogido fue el arzobispo de Venecia Albino Luciani, que

como Papa adoptaría el nombre de Juan Pablo I. Su nombramiento suponía

la continuidad de la línea trazada por Juan XXIII en el Concilio

Vaticano II, es decir, la más aperturista dentro de la Iglesia. Lo que

nadie podía imaginar es que su pontificado iba a durar tan sólo treinta

y tres días ya que el nuevo Papa falleció súbitamente el 29 de

septiembre de 1978 mientras dormía, parece que por un fallo cardíaco. Al

tiempo que las especulaciones sobre la causa de su muerte llenaban los

periódicos, los miembros del cónclave eran nuevamente llamados al

Vaticano. Había que escoger un nuevo Papa, pero en aquella ocasión Karol

Wojtila no haría las maletas de regreso.

 

 

 

Fumata Blanca

 

Una vez finalizadas las exequias de Juan Pablo I, el cónclave

cardenalicio debía reunirse en el Palacio Apostólico del Vaticano en el

que, como era y es tradición, permanecería incomunicado hasta que se

produjese la nueva elección de Papa. La sesión debía iniciarse el 14 de

octubre a las cinco de la tarde, hora en la que se pronunciaba el extra

omnes («fuera todos») con el que se cerraban las puertas de la Capilla

Sixtina. Curiosamente el último en entrar al cónclave cuando casi daban

las cinco fue Karol Wojtila. Por la mañana había aprovechado para

acercarse al santuario de la Madonna de la Grazie en Mentorella, a unos

cincuenta kilómetros de Roma, pero su coche sufrió una avería y el

cardenal Wojtila tuvo que hacer autoestop para regresar a la ciudad.

Unos minutos antes de las cinco un camionero dejaba al cardenal polaco

en la plaza de San Pedro.

 

Las votaciones de los cónclaves son secretas y las papeletas con las que

se realizan se queman inmediatamente después de finalizar cada votación,

por lo que casi todo lo que se sabe de ellas forma parte del terreno de

la especulación. En aquel otoño de 1978, según recoge Santiago Martín,

coincidiendo con la mayor parte de biógrafos de Karol Wojtila, parece

que el grupo considerado más progresista del cónclave decidió apostar

por la candidatura del polaco Wojtila cuando vieron que su candidato

(Benelli) no tenía demasiadas posibilidades frente al del grupo más

conservador (Siri). El hecho de que su candidatura fuese propuesta,

según parece, por el progresista cardenal de Viena Franz König convenció

a los primeros de la conveniencia del cardenal polaco.

 

Sea como fuere, al menos dos tercios del cónclave integrado por ciento

once cardenales votaron a su favor. El cardenal Villot, como chambelán y

cumpliendo con el protocolo establecido, se dirigió al cardenal electo

Karol Wojtila y le preguntó si aceptaba el nombramiento. Éste contestó:

«En la obediencia de la fe ante Cristo mi Señor, abandonándome a la

Madre de Cristo y a la Iglesia, y consciente de las grandes

dificultades, acepto». Preguntado a continuación por el nombre que

deseaba adoptar, respondió: «Juan Pablo II». De este modo dejaba claro

desde el principio el lazo que iba a unir su pontificado con la tarea

emprendida por sus predecesores. Momentos después se dirigió a una

pequeña sala cercana al altar de la Capilla Sixtina donde tres sotanas

blancas de distinta talla aguardaban al nuevo Papa. Pasados algunos

minutos de las seis de la tarde del 16 de octubre de 1978, la fumata

blanca anunciaba al mundo que el cónclave había tenido fruto.

 

Cuando el cardenal Felici abrió el balcón situado sobre la puerta

principal de la basílica de San Pedro y proclamó según la fórmula

acostumbrada: «Anuntio vobis gaudium magnum. Habemus Papam Sactam

Romanae Ecclesiae, reverendissimum ac ilustrissimum dominum Carolum

cardinalem Wojtila» («Os anuncio una gran alegría. Tenemos Papa de la

Santa Iglesia Romana, reverendísimo e ilustrísimo señor Karol cardenal

Wojtila»), un rumor sorprendido recorrió la plaza de San Pedro. Pocos

sabían quién era ese tal Wojtila. Desde hacía 456 años no había sido

elegido un solo Papa que no fuese italiano. Sin embargo y desde el

primer minuto de su pontificado, Juan Pablo II supo cómo ganarse a las

masas. Sus primeras palabras se dirigieron a los miles de fieles que se

congregaban en la plaza y… fueron en italiano. Con sólo la primera frase

la plaza estalló en aplausos.

 

Si en Roma las muestras de júbilo eran grandes, en Polonia la elección

de Karol Wojtila como Papa parecía casi un milagro, un premio a la

resistencia pacífica de un pueblo frente a la opresión. La capacidad de

unir y movilizar a los polacos del cardenal Wojtila se multiplicaba de

forma exponencial con su elección como pontífice y eso era algo que

tensaba enormemente a las autoridades soviéticas. Hasta qué punto tenían

motivos para ello sería algo que ya los primeros años de pontificado de

Juan Pablo II se encargarían de demostrar.

 

 

 

Un pontificado inesperado

 

La elección de Juan Pablo II había sorprendido desde el principio y

pronto se vio que la sorpresa iba a convertirse en una de las señas de

identidad de su pontificado. Para empezar, el nuevo Papa no parecía muy

aferrado al rígido protocolo vaticano. Se prodigaba en audiencias,

hablaba con los periodistas en los pasillos del Vaticano, en los

aeropuertos o donde surgiese la ocasión, buscaba de forma deliberada la

cercanía con los fieles a los que tocaba y abrazaba… Estaba claro que se

mostraba dispuesto a conseguir que la Iglesia fuese visible ante el gran

público. Y una de las formas más efectivas de lograrlo y que se

convertiría en la principal seña de identidad del pontificado fue la

realización constante de viajes a todas partes del mundo.

 

En los casi veintisiete años en que fue Papa, Juan Pablo II llegó a

realizar la increíble cantidad de 104 giras internacionales en las que

visitó hasta 130 países, lo que en kilómetros viene a ser unas treinta

vueltas al planeta. Su actividad viajera comenzó a los pocos meses de su

elección con un viaje a México en enero de 1979 que se convertiría en un

auténtico e inesperado baño de masas. Juan Pablo II acudía a Puebla

donde debía celebrarse una Conferencia Episcopal latinoamericana bajo el

telón de fondo de división de la Iglesia que planteaba la cercanía o

rechazo de la llamada Teología de la Liberación. En el recorrido de

doscientos kilómetros que separaban la capital mexicana de la ciudad de

Puebla más de dos millones de personas concurrieron para saludarle, de

modo que no pudo sentarse en el coche que lo trasladaba en ningún

momento. El viaje a México marcaba un patrón que se reproduciría en

todos sus viajes. Así sucedería cuando unos meses más tarde visitase

Polonia, Estados Unidos, Turquía y, ya en años posteriores, Irlanda,

Inglaterra, España, Portugal, Francia, Alemania, Camerún, Costa de

Marfil, Senegal, Nigeria, Perú, Guatemala, Australia… La presencia

internacional del Papa lograda a través de sus viajes no tenía

precedentes y lo convirtió en el primer pontífice «global» de la

Historia. Su carácter de «Papa viajero» fue algo que al principio

resultó difícil de asimilar para una jerarquía eclesiástica acostumbrada

a que el mundo acudiese al Vaticano y no al revés, pero Juan Pablo II

supo ver las enormes ventajas que para la Iglesia podía suponer lo

contrario desde el punto de vista pastoral. No en vano se reclamaría

siempre sucesor de san Pablo, el apóstol viajero portador del mensaje

evangélico, además de San Pedro.

 

Pero la cercanía con los fieles que tanto cultivaba el Papa estuvo a

punto de costarle la vida el 13 de mayo de 1981. Aquel miércoles por la

tarde Juan Pablo II, como acostumbraba a hacer todas las semanas, había

salido a la plaza de San Pedro para saludar a los cientos de peregrinos

que se congregaban para verle. El paseo se daba en un coche descubierto

—popularmente llamado «papamóvil»— que permitía al pontífice dar la

mano, recoger niños en brazos para bendecirlos y abrazar a algunos de

los fieles. Acababa de finalizar el paseo y su coche se dirigía a la

tribuna en la que iba a dirigirse al público cuando se oyeron unos

disparos y Juan Pablo II cayó desplomado. Mehmet Alí Agca, un joven

turco de veintitrés años, había disparado contra el pontífice hiriéndole

gravemente en el abdomen y en un brazo. Tras la confusión inicial, el

Papa fue conducido rápidamente al hospital Gemelli. Al llegar estaba

prácticamente desangrado. Una intervención que se alargó durante horas y

varias transfusiones consiguieron salvarle milagrosamente la vida. Las

consecuencias del atentado lo mantuvieron convaleciente durante varios

meses y le dejaron secuelas físicas para el resto de su vida. Pese a

todo, sólo cuatro días después del atentado pudo dirigir, desde su cama

del hospital, el rezo del Ángelus a través de Radio Vaticana, durante el

cual se dirigió a Alí Agca para perdonarle. Tres años más tarde se

entrevistaría con su agresor en su celda de la cárcel de Rebibbia.

Aunque éste nunca confesó quién estaba detrás del atentado, los

biógrafos del pontífice coinciden en señalar que ciertas autoridades

soviéticas pudieron estar implicadas.

 

Y es que una de las líneas esenciales del pontificado de Juan Pablo II

fue la lucha abierta y declarada contra el comunismo, cuya cara más

amarga había conocido en su Polonia natal. Si antes de ser nombrado Papa

Karol Wojtila había hecho todo lo posible para defender la libertad

religiosa en su país, siendo pontífice retomó la lucha aún con más

fuerza. En junio de 1979, pocos meses después de su designación, Juan

Pablo II hizo la primera de sus visitas oficiales a Polonia. Comenzó el

viaje en Varsovia y terminó en Cracovia, pasando antes por Auschwitz.

Miles de polacos se movilizaron para recibirle hasta el punto de que las

autoridades se vieron completamente desbordadas, e incluso llegaron a

temer que se produjese una sublevación popular. El Papa en sus

intervenciones públicas hizo hincapié en que los católicos debían

demostrar su compromiso y su fe pacíficamente pero sin miedo, lo que la

sociedad polaca en un contexto de represión política entendió como un

llamamiento a la movilización pacífica. Un año después, cientos de

obreros polacos entre los que destacaba la militancia católica

comenzaron a asociarse a un sindicato llamado Solidarnosc (Solidaridad)

encabezado, entre otros líderes, por Lech Walesa. Los sindicatos eran

ilegales pero los polacos mantuvieron una huelga, también ilegal, ante

unas autoridades estupefactas que en agosto de 1980 no tuvieron más

remedio que legalizarlo. En 1981 el Papa recibía en el Vaticano a

Walesa, al frente de una delegación del sindicato. Poco después la

llegada al poder de Jaruzelski supuso un recrudecimiento de la dictadura

en Polonia, incluyendo medidas de represión y cárcel para los afiliados

a Solidaridad y la ilegalización de éste. El Papa no dudó en enviar una

carta personal a Jaruzelski pidiendo libertad para los polacos. En 1983

las autoridades polacas permitieron una nueva visita pontificia, si bien

en el itinerario se excluyó de forma deliberada Gdansk, la ciudad en

cuyos astilleros había nacido Solidaridad.

 

La lucha de los polacos y de buena parte de los países del llamado

«telón de acero» por la conquista de sus libertades terminaría

recogiendo sus frutos en 1989. Ya antes habían comenzado a producirse

tímidos cambios en el bloque soviético, introducidos por el nuevo primer

ministro que llegó al poder en la URSS en 1985, Mijaíl Gorbachov. Las

políticas reformistas introducidas por éste pretendían ser un freno a la

descomposición interna que padecían los regímenes políticos del Pacto de

Varsovia. Las nuevas medidas tuvieron poca oportunidad para aplicarse ya

que a finales de la década de los ochenta los acontecimientos se

precipitaron. Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia y Hungría

fueron los primeros países en desligarse de una Unión Soviética que se

derrumbaba de forma irremediable. La demolición el 9 de noviembre de

1989 del muro de Berlín (que dividía la ciudad desde 1961) a manos de

los propios berlineses de un lado y otro del telón de acero fue el

símbolo por antonomasia del cambio que se estaba produciendo. Pocos días

después Juan Pablo II declaraba: «Dios ha vencido en el Este».

 

Los grandes protagonistas del proceso reconocieron el papel determinante

que el Papa había jugado desde el comienzo. Estados Unidos, principal

potencia política en la lucha contra el comunismo durante la Guerra

Fría, había contado con el apoyo vaticano en todo aquello que el

conflicto suponía de lucha por el reconocimiento de las libertades de

pueblos sometidos a dictaduras. El buen entendimiento de Juan Pablo II

con los presidentes Ronald Reagan y George Bush reforzó de cara a la

comunidad internacional la actitud de la primera potencia mundial. Ello

no impidió que en sus varios viajes a aquel país el Papa criticara las

políticas de escalada armamentística y los desmanes a que conducía un

capitalismo sin límites. Por su parte, los actores del cambio político

en los países del este de Europa como Lech Walesa o el propio Mijaíl

Gorbachov recordaban a la muerte del pontífice la deuda que con él tenía

aquel proceso. La prensa internacional recogió las palabras del primero,

refiriéndose a su primer viaje a Polonia: «Después de oírle decir lo de

“que tu espíritu se extienda y mude la faz de la tierra” supimos que así

sería. Un año después éramos diez millones [los afiliados a Solidaridad]

y el régimen socialista estaba contra la pared». Las palabras de

Gorbachov no fueron menos expresivas: «Hoy podemos decir que todo lo que

ha ocurrido en Europa Oriental no habría sucedido sin la presencia de

este Papa. Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo».

 

La oposición del pontífice al comunismo no se limitó exclusivamente al

ámbito europeo, siendo ésta la clave explicativa del rechazo tajante que

mostró en Latinoamérica al movimiento religioso y social de la Teología

de la Liberación. A mediados de la década de los sesenta y como

consecuencia de las fortísimas desigualdades sociales presentes en todos

los países de Latinoamérica (buena parte de los cuales se hallaban

sometidos a dictaduras militares) así como de la llegada de los aires de

acercamiento de la Iglesia a la sociedad preconizados por el Concilio

Vaticano II, surgió en el seno de la Iglesia Católica iberoamericana una

corriente de pensamiento defensora de un mayor compromiso con las masas

desfavorecidas. Agrupados especialmente en torno a los teólogos Leonardo

Boff y Enrique Dussel, sus miembros proponían adoptar una postura activa

para cambiar esa realidad, lo que incluía la intervención en política

del clero si la situación lo hacía necesario. Su inspiración marxista y

la participación de algunos de sus militantes en política, e incluso en

ocasiones en grupos guerrilleros, fueron las razones que condujeron al

pontífice a rechazar en bloque sus propuestas pese a la enorme fuerza

que había adquirido al despertar un apoyo popular masivo.

 

Ya en su primer viaje apostólico a México dio muestras de su decisión.

Juan Pablo II sabía que en la Conferencia Episcopal latinoamericana de

Puebla tendría que posicionarse a favor o en contra de las posturas

defendidas por la Teología de la Liberación, y aunque aún tardaría

varios años en hacerlo mediante un documento eclesiástico oficial, las

palabras que dirigió a los obispos allí reunidos no dejaban lugar a

dudas. El Vaticano no estaba dispuesto a apoyar ningún movimiento social

o religioso inspirado en el marxismo, mucho menos si en nombre de la

justicia social algunos miembros de la Iglesia podían llegar a

justificar la violencia. Esta misma actitud motivó la sonadísima

reprimenda pública que el Papa dispensó a Ernesto Cardenal en 1983

durante su viaje a Nicaragua. Cardenal, como ministro de Cultura,

formaba parte del gobierno sandinista del país junto con otros tres

sacerdotes. La imagen del sacerdote arrodillado ante un Papa que le

regañaba airadamente mientras le señalaba con el dedo índice en el

aeropuerto de Managua dio la vuelta al mundo. Mucho después, en el año

1998, también lo haría la del primer Papa que ponía los pies en la Cuba

de Fidel Castro.

 

El rechazo frontal de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación

supuso que parte de la opinión pública lo considerara como un Papa

conservador. La etiqueta no era nueva ya que algunos de sus primeros

pasos al frente de la Iglesia se vieron bajo ese mismo prisma. La

elección de los miembros de la curia entre algunos reconocidos

conservadores, la negativa a reformar el sínodo de obispos para que

ganase peso en el gobierno de la Iglesia, la audiencia concedida al

obispo Marcel Lefebvre (que se negaba a aceptar las reformas del

Concilio Vaticano II) o la prohibición a Hans Küng (uno de los

principales teólogos asesores de aquel Concilio) para ejercer como

docente en la Universidad de Tubinga, harían al Papa acreedor de las

críticas de los sectores más progresistas de la Iglesia. La faceta más

visible de este conservadurismo fue la relativa a las cuestiones de

carácter moral. El Papa, educado en el muy tradicional catolicismo del

Este, fue especialmente estricto en todo lo referido al celibato del

clero, el sacerdocio femenino y la moral sexual, condenando el uso de

los anticonceptivos, las relaciones fuera del matrimonio y el aborto.

Asimismo, su apoyo a algunas prelaturas personales como el Opus Dei fue

visto como una apuesta por las fuerzas más conservadoras de la Iglesia.

 

Una de las facetas más novedosas de su pontificado fue el impulso que

dio al ecumenismo inspirándose en la filosofía del Concilio Vaticano II.

El hermanamiento de las distintas confesiones cristianas y el

reconocimiento de otras religiones contribuyeron notablemente a la

proyección de la imagen internacional del Papa y a su conversión en una

figura mundialmente respetada. Ya en 1979 viajó a Turquía para reunirse

con el patriarca ortodoxo Dionisios I, y de igual modo lo haría en 1997

con el patriarca armenio Aram I; en este caso firmó una declaración

teológica común con la Iglesia ortodoxa de Armenia. En 1982, durante su

viaje al Reino Unido se reunió con el primado de la Iglesia anglicana, y

al año siguiente, con motivo del quinto centenario del nacimiento de

Lutero, dirigió una carta a los miembros de las Iglesias evangélicas

para propiciar el acercamiento mutuo. Pero sin duda alguna fue su

acercamiento a la comunidad judía el que tuvo una mayor repercusión

internacional. En 1986 visitó la Sinagoga de Roma, con lo que abría un

camino que le llevaría en marzo de 2000 a visitar Jerusalén. Allí las

cámaras de medio mundo recogieron la imagen del Papa orando ante el Muro

de las Lamentaciones en el que introdujo una plegaria de perdón por las

ofensas cometidas históricamente contra los judíos.

 

El final de su pontificado estuvo marcado por su declive físico. Las

secuelas que en él había dejado el atentado de 1981 se complicaron con

otros problemas como un tumor intestinal del que fue operado en 1992,

Parkinson y grandes problemas de movilidad. Pese a ello, Juan Pablo II

no renunció a su intensa actividad pública. El 2 de abril de 2005, tras

varias semanas de agravamiento de su estado general, fallecía un

pontífice que representaba toda la historia del siglo XX. Su labor al

frente de la Iglesia católica no dejó indiferente a nadie pues había

sabido convertirse en uno de los protagonistas indiscutibles del mundo

contemporáneo. Baste decir que a su llegada a la Santa Sede sólo sesenta

y ocho países mantenían relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero a

su muerte el número de embajadores allí acreditados superaba los ciento

setenta. Juan Pablo II fue un Papa de masas, capaz de arrastrar tras de

sí a millones de jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud pese a

ser defensor de un discurso moral muy conservador, capaz de despertar la

admiración de fieles de otras iglesias, capaz de obtener el respeto de

los líderes mundiales de las más diversas ideologías, y capaz de

congregar a su muerte a más de tres millones de peregrinos en Roma. Sin

duda alguna con él finalizaba un siglo.

 

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