El Papa del telón de acero
Cuando en 1978 el cardenal polaco Karol Wojtila fue elegido Papa, la
multitud congregada en la plaza de San Pedro se preguntaba si el nuevo
pontífice era africano. ¿Wojtila? Los periodistas que cubrían la noticia
no sabían pronunciar ni escribir su apellido. Sin embargo, el 3 de abril
de 2005 los medios de comunicación de todo el mundo anunciaban la muerte
de un hombre cuyo magisterio moral había logrado reconocimiento más allá
de los límites de la Iglesia católica. Lo que sucedió para que un joven
actor de teatro, deportista y poeta, un seminarista clandestino bajo el
nazismo, un arzobispo enfrentado a un régimen comunista y un Papa tan
innovador por su ecumenismo como conservador por su moral se convirtiese
en un auténtico fenómeno de masas es la historia que se cuenta a
continuación.
El 18 de mayo de 1920, en una Polonia que acababa de estrenar su
independencia tras el final de la Primera Guerra Mundial nacía Karol
Józef Wojtila. «Lolús» como le llamaban cariñosamente en casa o «Lolek»
como lo hacían sus amigos del colegio, era el tercer hijo de Karol
Wojtila y Emilia Kaczorowska. De sus dos hermanos mayores sólo vivía por
entonces el primero, Edmund, pues la segunda, Olga, había muerto a los
pocos meses de nacer. La familia Wojtila vivía en el pequeño pueblo de
Wadowice, situado al sur de Polonia, en una zona fuertemente rural. El
domicilio familiar, hoy convertido en museo, era más bien pequeño ya que
se limitaba a una cocina y dos habitaciones, una de las cuales daba a la
inmediata iglesia de Santa María, parroquia habitual de la familia que
era católica.
La educación que Karol Wojtila recibió durante su infancia fue estricta
pero al tiempo afectuosa y muy determinante en su posterior
personalidad. Su padre, sastre de formación, servía como oficial en el
ejército polaco (con anterioridad lo había hecho en el austro-húngaro) e
inculcó en su hijo el gusto por el deporte, especialmente el fútbol, la
natación y los largos paseos por el monte, así como un fuerte sentido de
la responsabilidad y la disciplina. Su madre, de salud muy delicada, era
una católica fervorosa que le enseñó las primeras nociones religiosas
que recibiría en la vida. De este modo, entre excursiones, vida familiar
y juegos con los compañeros de la escuela primaria de Wadowice y después
de la estatal Marcin Wadowita, discurrieron los primeros años de su
vida. En 1929, con sólo nueve años el joven Wojtila perdía a su madre,
por lo que su padre, que ya dos años antes se había retirado para
atenderla, quedó al cargo de los dos hijos.
Entretanto, el devenir político de Europa preparaba las bases para un
futuro conflicto armado. Aunque el final de la Primera Guerra Mundial en
1918 había supuesto la independencia de Polonia, su situación
geográfica, entre una Alemania económicamente devastada y en la que
comenzaba a germinar el fascismo y la recientemente cristalizada URSS de
Stalin, hacía del país una zona muy inestable. Entre abril y octubre de
1920 tenía lugar la guerra ruso-polaca que finalizaría con la derrota de
los primeros gracias a la ayuda de las tropas francesas que detuvieron
el avance de las rusas a la misma puerta de Varsovia. Polonia se
convertía junto con Rumanía en una suerte de cordón sanitario frente al
comunismo. Pero su comprometida situación conduciría a la necesidad de
firmar pactos de no agresión tanto con la URSS en 1932 como con Alemania
en 1934.
Para entonces una nueva desgracia se cernía sobre la familia Wojtila,
pues en 1932 Edmund, que trabajaba como médico en el cercano hospital de
Bielsko Biala, murió contagiado de escarlatina. Karol se había
convertido en hijo único y la unión con su padre se hizo aún más fuerte.
Por ello cuando al finalizar sus estudios de secundaria se planteó
comenzar una carrera universitaria, ambos decidieron no separarse, y
juntos se trasladaron a vivir a Cracovia, donde el joven Wojtila ingresó
en la Universidad Jagelónica. Matriculado en la Facultad de Filosofía en
Filología Polaca, cursó asignaturas de etimología polaca, lengua rusa,
teatro y drama polacos del siglo XVIII…
El interés de Wojtila por el teatro ya se había iniciado durante sus
estudios de secundaria cuando de la mano de su profesor Mieczylaw
Kotlarczyk debutó en el teatro escolar de Wadowice. Según parece, poseía
una buena voz y gusto por la declamación y la poesía. A su llegada a la
universidad encontró un grupo de compañeros que compartían su afición
por el teatro y con los que, junto con su antiguo profesor Kotlarczyk,
formó un grupo teatral. Además, a través de uno de sus compañeros,
Juliusz Krydynski, empezó a frecuentar las reuniones literarias y
musicales de casa de los Szokocka en las que se leían versos de autores
contemporáneos y composiciones propias. Sin embargo esta apacible vida
de estudiante se vería truncada un año después. El 1 de septiembre de
1939 las tropas alemanas de Hitler invadían Polonia. Había estallado la
Segunda Guerra Mundial.
De actor a sacerdote
Alemania había invadido Gdansk y todos los jóvenes polacos como Karol
fueron movilizados para defender a su país del ataque. El avance alemán
resultaba imparable y en sólo veintiocho días habían entrado en
Varsovia. El ejército polaco se rindió y Karol, como el resto de hombres
movilizados, fue licenciado y regresó a Cracovia. Pero allí encontró una
situación completamente distinta de la que había dejado. Los alemanes
habían hecho detener a casi todos sus profesores, la universidad había
sido cerrada, los teatros clausurados y las reuniones culturales
prohibidas. De Wadowice tampoco llegaban buenas noticias. La amplia
comunidad judía con la que Karol había convivido durante su infancia, al
igual que la de Cracovia y las de todo el país, era objeto de la
persecución nazi. La sinagoga que día tras día había visto llenarse
cuando iba al instituto había sido dinamitada, y a no pocos de sus
amigos los habían enviado a campos de concentración.
En esas circunstancias desesperadas urgía encontrar un trabajo y no sólo
porque el salario era necesario para poder mantenerse y mantener a su
padre, sino porque los hombres sin empleo —y eso incluía a los
estudiantes— eran arrestados y deportados a Alemania para realizar
trabajos forzados en la industria bélica. Gracias a los Szokocka pudo
emplearse como ayudante de dinamitero en la cantera de Solvay que
abastecía una fábrica de sodio del distrito de Cracovia. El trabajo se
realizaba en condiciones durísimas, a la intemperie y con medios muy
escasos. A los pocos meses fue trasladado de la cantera a la fábrica
donde se ocupaba de acarrear cal en cubetas y mezclarla con agua para
las calderas. Esta experiencia le convertiría muchos años después en el
único pontífice que previamente había sido obrero, lo cual marcó tan
profundamente su forma de ver el mundo que, como recoge Eusebio Ferrer
en una de sus biografías, él mismo confesaría: «La experiencia que
adquirí durante aquel período de mi vida no tiene precio. He dicho
muchas veces que le concedo, tal vez, más valor que a un doctorado, lo
cual no significa que subestime los títulos universitarios».
En 1941 falleció su padre, de modo que con veintiún años Wojtila se
quedó completamente solo. Pese a la dureza de las condiciones de vida
impuestas por la guerra trató de continuar con su formación intelectual
estudiando y cultivando el teatro. Junto con su amigo Juliusz y otros
participantes de las reuniones en casa de los Szokocka, pasó a formar
parte de un movimiento clandestino de oposición al nazismo y al
comunismo denominado «Unia», dedicado a la defensa de la tradición y
cultura polacas. En consecuencia, entró en la compañía teatral
clandestina dirigida por Tadeusz Kudlinski y participó con varios de sus
amigos en el grupo teatral Teatro Rapsódico, fundado por su antiguo
maestro Kotlarczyk, al que había acogido en su casa. Organizaban
pequeñas reuniones en domicilios particulares en las que se hacían
representaciones teatrales y lecturas públicas de obras literarias y
poéticas como una forma de lucha por el mantenimiento de una cultura
propia que el nazismo estaba tratando de aniquilar. Aquellas reuniones
no eran actos lúdicos sino de resistencia cuyos participantes corrían el
peligro de ser descubiertos, detenidos y deportados o asesinados por ello.
Fue también en esos años cuando conoció a una de las personas que
marcarían con más fuerza su vida, el sastre Ian Tyranowski, de manos del
que cristalizaría su vocación sacerdotal. Tyranowski le introdujo en la
espiritualidad carmelita y le facilitó las obras de santa Teresa y san
Juan de la Cruz, que Karol leía frecuentemente de madrugada cuando tenía
que cuidar de la caldera en la fábrica. El misticismo del segundo le
impresionó de tal modo que, además de dedicarle años después su tesis
doctoral, le hizo ver claramente su vocación. Cuando comunicó a sus
amigos del grupo teatral la decisión de hacerse sacerdote ninguno de
ellos podía creerlo. Todos estaban convencidos de que su camino era el
teatro y ninguno de ellos podía imaginar lo que esta decisión iba a
suponer en el futuro.
Hacerse sacerdote tampoco era algo sencillo en la Polonia dominada por
los nazis. Los seminarios habían sido cerrados y los hábitos, lejos de
proteger de la persecución, hacían sospechoso a quien los portaba. Por
esta razón los obispos polacos habían organizado un seminario
clandestino e itinerante en el que Karol ingresó y permaneció durante
toda la guerra. No por ello abandonó su actividad como obrero, que
necesitaba para mantenerse y justificarse ante los ocupantes, ni su
participación en el grupo de teatro. En los últimos meses del conflicto
el recrudecimiento de las persecuciones afectó también a los miembros de
la Iglesia, por lo que se vio obligado a refugiarse con otros compañeros
del seminario en la residencia del arzobispo de Cracovia, Sapieha, en la
que permaneció hasta que en enero de 1945 el ejército soviético liberó
la ciudad.
No obstante, lo que sucedió en Polonia difícilmente puede considerarse
como una liberación. Tras la entrada de las tropas aliadas en Berlín en
octubre de 1944, y por tanto con Alemania vencida pero con la guerra sin
finalizar en el frente japonés, Roosevelt, Churchill y Stalin (Estados
Unidos, Inglaterra y la URSS) pactaron en Yalta un nuevo reparto de
poder que terminaría dando paso a la llamada Guerra Fría. Por lo que a
Polonia se refería, quedaba en la órbita soviética, es decir, se
convertía en un país bajo régimen comunista. El horror nazi había
finalizado, pero la libertad propia de las democracias tampoco llegaría
a Polonia. El nuevo régimen, de naturaleza totalitaria, si bien podía
suponer un horizonte esperanzador en algunas cuestiones como la justicia
social o el reparto de la riqueza, no estaba dispuesto a tolerar ninguna
expresión que pudiese cuestionarlo. La libertad en todas sus
manifestaciones políticas o culturales se cercenaba en aras de un orden
nuevo. La libertad religiosa también quedaba condenada al concebirse
toda religión como un elemento adormecedor y adoctrinador de las
conciencias. Con la conciencia bien despierta, Karol Wojtila era
ordenado sacerdote por el arzobispo Sapieha en su capilla privada el 1
de noviembre de 1946.
El camino hacia el Vaticano
Nada más ser ordenado sacerdote, y como si de una señal se tratase,
Sapieha decidió enviarle a completar sus estudios en teología a Roma,
ciudad en la que permanecería dos años. Matriculado en el Angelicum, la
universidad dominica, obtuvo su doctorado eclesiástico con una tesis
sobre san Juan de la Cruz y aprovechó para viajar por Francia, Holanda y
Bélgica. Con esta experiencia tan distinta de la de los años anteriores
regresó a Cracovia en 1948. Allí recibió su primer destino como
sacerdote, el de coadjutor del pequeño pueblo de Niegowic, que ejerció
hasta que a finales del año siguiente se le nombró coadjutor de la
parroquia de San Florián en Cracovia y capellán universitario. El
ejercicio, muy en especial de este segundo cargo, le permitió
desarrollar una actividad pastoral centrada en grupos de jóvenes
estudiantes con los que se sentía especialmente cómodo. Las reuniones de
universitarios estaban prohibidas, por lo que optó por organizar grupos
de excursionistas que en realidad lo eran de evangelización. Con ellos
Karol Wojtila, al que llamaban «tío Karol» para evitar problemas con la
policía, realizaba largos paseos, escaladas, rutas de varios días en
kayac… actividades que siempre le habían gustado y que de un modo
entonces innovador supo combinar con su labor sacerdotal.
A la muerte de Sapieha en 1951, su sucesor al arzobispado de Cracovia,
Baziak, muy satisfecho con los resultados que había logrado con los
grupos de estudiantes y deseando aprovechar su capacidad, decidió
concederle una licencia para que pudiese preparar el examen de
habilitación para ejercer como profesor en la universidad laica de la
ciudad (su primera universidad, la Jagelónica). Así, en 1953 comenzó a
dar clase en la Facultad de Teología y a finales de ese mismo año obtuvo
el doctorado civil, si bien a los pocos meses la supresión de la
facultad por el gobierno motivó que se le destinase a la Universidad
Católica de Lublín. Pero Baziak, consciente de la valía de Wojtila,
pensó que su aportación podía ser especialmente valiosa, en Cracovia
luchando por la libertad religiosa, y por ello el 28 de septiembre 1958,
ante la sorpresa del propio elegido, le consagró como obispo de
Cracovia. Con treinta y ocho años era inusitadamente joven para el
cargo, pero Baziak le tranquilizó al respecto: el Papa era perfectamente
consciente de la edad de su nuevo obispo. Pese al nombramiento, Karol
Wojtila continuó manteniendo sus actividades habituales si bien cada vez
pudo conocer más de cerca la tensa relación que las autoridades
eclesiásticas polacas mantenían con el gobierno.
El año 1962 trajo importantes novedades a su vida. La muerte de Baziak
supuso su nombramiento como vicario capitular y administrador
provisional de la archidiócesis de Cracovia. Y como titular provisional
de dicho arzobispado tuvo que acudir a Roma para responder a la llamada
que el nuevo pontífice Juan XXIII planteaba a la cristiandad con el
primer concilio ecuménico. El Concilio Vaticano II se convertiría en una
auténtica revolución interna en la Iglesia católica. Su carácter
ecuménico (es decir, universal para todas las confesiones cristianas, no
sólo la católica) planteaba la apertura de la Iglesia católica al mundo
moderno y convertía la defensa de la libertad religiosa (tan anhelada
para su país por Wojtila) en su mismo centro. El Concilio se desarrolló
en cuatro sesiones entre 1962 y 1965 y ya a las dos últimas Wojtila
acudió en calidad de arzobispo metropolitano de Cracovia, pues su
nombramiento como tal tuvo lugar en enero de 1964. Su participación fue
muy activa en parte por su facilidad para comunicarse en varias lenguas
(además del latín, que era obligatorio, hablaba alemán, francés, inglés,
italiano, polaco y español) y en parte porque fue uno de los principales
abanderados de la cuestión de la libertad religiosa y miembro de la
comisión encargada de redactar la constitución conciliar, el llamado
«Esquema XIII».
Una vez clausurado el Concilio y como arzobispo de Cracovia, le
aguardaba la tarea de poner en marcha las conclusiones y decretos del
mismo en su diócesis, y para ello tuvo que hacer frente a enormes
dificultades. Defender la libertad religiosa en Polonia era lo mismo que
enfrentarse abiertamente con su régimen político, pese a lo cual se
mantuvo firme en su postura. Buen ejemplo de ello fue lo sucedido en
1965 en Nowa Huta, la ciudad creada ex profeso para una población de más
de ciento veinte mil personas, en su mayoría obreros, y en la que no se
había previsto la construcción de ninguna iglesia. Wojtila, que como
obispo había celebrado en 1959 la misa del Gallo en un lugar de la
ciudad llamado Mistrzejowice, comenzó a negociar con el gobierno la
obtención del permiso necesario para poder construir en aquel lugar, que
los fieles habían tomado como su templo, una iglesia. Pero las
autorizaciones no llegaban y un día el arzobispo Wojtila, apoyado por la
comunidad católica de la ciudad, decidió elevar en el lugar escogido una
gran cruz de madera en torno a la que poder rezar. Ante tal desafío las
autoridades ordenaron la entrada de máquinas excavadoras para que
derribasen la cruz, pero el arzobispo y quienes le apoyaban se pusieron
delante para evitarlo. La protesta se mantuvo hasta que finalmente en
1971, ante la asistencia masiva de fieles a la celebración de la misa
del Gallo, una vez más oficiada por Wojtila, las autoridades cedieron y
permitieron la construcción de la iglesia.
En medio de toda aquella lucha y como estrategia para hacerla más
efectiva, el sucesor de Juan XXIII, Pablo VI, había decidido elevarle al
cardenalato, lo que hizo de su propia mano en la Capilla Sixtina el 26
de junio de 1967. El gobierno polaco curiosamente no puso trabas al
nombramiento pues consideraban que frente al cardenal Wyszynski, que
mantenía la postura de negarse a negociar con los comunistas, Wojtila,
mucho más joven y de mentalidad más abierta, podía servirles para
favorecer cierta división en la Iglesia polaca que convenía a sus
intereses. Sin embargo, la colaboración de ambos cardenales se convirtió
en la tónica habitual y logró el efecto contrario. Así, Wojtila pudo
continuar con su política de enfrentamiento no violento con las
autoridades que cada vez encontraban en él un elemento más incómodo.
Cuando un sacerdote era detenido por ejercer su función pastoral, el
mismo cardenal aparecía al día siguiente en su parroquia para
sustituirle en misa hasta que era liberado. Karol Wojtila era para el
gobierno polaco una auténtica piedra en el zapato y a Wyszynski
obviamente no le molestaba.
Ésta era la situación cuando en 1978 murió Pablo VI y, como cardenal,
Karol Wojtila fue llamado al cónclave que en Roma debía elegir al nuevo
pontífice. El escogido fue el arzobispo de Venecia Albino Luciani, que
como Papa adoptaría el nombre de Juan Pablo I. Su nombramiento suponía
la continuidad de la línea trazada por Juan XXIII en el Concilio
Vaticano II, es decir, la más aperturista dentro de la Iglesia. Lo que
nadie podía imaginar es que su pontificado iba a durar tan sólo treinta
y tres días ya que el nuevo Papa falleció súbitamente el 29 de
septiembre de 1978 mientras dormía, parece que por un fallo cardíaco. Al
tiempo que las especulaciones sobre la causa de su muerte llenaban los
periódicos, los miembros del cónclave eran nuevamente llamados al
Vaticano. Había que escoger un nuevo Papa, pero en aquella ocasión Karol
Wojtila no haría las maletas de regreso.
Fumata Blanca
Una vez finalizadas las exequias de Juan Pablo I, el cónclave
cardenalicio debía reunirse en el Palacio Apostólico del Vaticano en el
que, como era y es tradición, permanecería incomunicado hasta que se
produjese la nueva elección de Papa. La sesión debía iniciarse el 14 de
octubre a las cinco de la tarde, hora en la que se pronunciaba el extra
omnes («fuera todos») con el que se cerraban las puertas de la Capilla
Sixtina. Curiosamente el último en entrar al cónclave cuando casi daban
las cinco fue Karol Wojtila. Por la mañana había aprovechado para
acercarse al santuario de la Madonna de la Grazie en Mentorella, a unos
cincuenta kilómetros de Roma, pero su coche sufrió una avería y el
cardenal Wojtila tuvo que hacer autoestop para regresar a la ciudad.
Unos minutos antes de las cinco un camionero dejaba al cardenal polaco
en la plaza de San Pedro.
Las votaciones de los cónclaves son secretas y las papeletas con las que
se realizan se queman inmediatamente después de finalizar cada votación,
por lo que casi todo lo que se sabe de ellas forma parte del terreno de
la especulación. En aquel otoño de 1978, según recoge Santiago Martín,
coincidiendo con la mayor parte de biógrafos de Karol Wojtila, parece
que el grupo considerado más progresista del cónclave decidió apostar
por la candidatura del polaco Wojtila cuando vieron que su candidato
(Benelli) no tenía demasiadas posibilidades frente al del grupo más
conservador (Siri). El hecho de que su candidatura fuese propuesta,
según parece, por el progresista cardenal de Viena Franz König convenció
a los primeros de la conveniencia del cardenal polaco.
Sea como fuere, al menos dos tercios del cónclave integrado por ciento
once cardenales votaron a su favor. El cardenal Villot, como chambelán y
cumpliendo con el protocolo establecido, se dirigió al cardenal electo
Karol Wojtila y le preguntó si aceptaba el nombramiento. Éste contestó:
«En la obediencia de la fe ante Cristo mi Señor, abandonándome a la
Madre de Cristo y a la Iglesia, y consciente de las grandes
dificultades, acepto». Preguntado a continuación por el nombre que
deseaba adoptar, respondió: «Juan Pablo II». De este modo dejaba claro
desde el principio el lazo que iba a unir su pontificado con la tarea
emprendida por sus predecesores. Momentos después se dirigió a una
pequeña sala cercana al altar de la Capilla Sixtina donde tres sotanas
blancas de distinta talla aguardaban al nuevo Papa. Pasados algunos
minutos de las seis de la tarde del 16 de octubre de 1978, la fumata
blanca anunciaba al mundo que el cónclave había tenido fruto.
Cuando el cardenal Felici abrió el balcón situado sobre la puerta
principal de la basílica de San Pedro y proclamó según la fórmula
acostumbrada: «Anuntio vobis gaudium magnum. Habemus Papam Sactam
Romanae Ecclesiae, reverendissimum ac ilustrissimum dominum Carolum
cardinalem Wojtila» («Os anuncio una gran alegría. Tenemos Papa de la
Santa Iglesia Romana, reverendísimo e ilustrísimo señor Karol cardenal
Wojtila»), un rumor sorprendido recorrió la plaza de San Pedro. Pocos
sabían quién era ese tal Wojtila. Desde hacía 456 años no había sido
elegido un solo Papa que no fuese italiano. Sin embargo y desde el
primer minuto de su pontificado, Juan Pablo II supo cómo ganarse a las
masas. Sus primeras palabras se dirigieron a los miles de fieles que se
congregaban en la plaza y… fueron en italiano. Con sólo la primera frase
la plaza estalló en aplausos.
Si en Roma las muestras de júbilo eran grandes, en Polonia la elección
de Karol Wojtila como Papa parecía casi un milagro, un premio a la
resistencia pacífica de un pueblo frente a la opresión. La capacidad de
unir y movilizar a los polacos del cardenal Wojtila se multiplicaba de
forma exponencial con su elección como pontífice y eso era algo que
tensaba enormemente a las autoridades soviéticas. Hasta qué punto tenían
motivos para ello sería algo que ya los primeros años de pontificado de
Juan Pablo II se encargarían de demostrar.
Un pontificado inesperado
La elección de Juan Pablo II había sorprendido desde el principio y
pronto se vio que la sorpresa iba a convertirse en una de las señas de
identidad de su pontificado. Para empezar, el nuevo Papa no parecía muy
aferrado al rígido protocolo vaticano. Se prodigaba en audiencias,
hablaba con los periodistas en los pasillos del Vaticano, en los
aeropuertos o donde surgiese la ocasión, buscaba de forma deliberada la
cercanía con los fieles a los que tocaba y abrazaba… Estaba claro que se
mostraba dispuesto a conseguir que la Iglesia fuese visible ante el gran
público. Y una de las formas más efectivas de lograrlo y que se
convertiría en la principal seña de identidad del pontificado fue la
realización constante de viajes a todas partes del mundo.
En los casi veintisiete años en que fue Papa, Juan Pablo II llegó a
realizar la increíble cantidad de 104 giras internacionales en las que
visitó hasta 130 países, lo que en kilómetros viene a ser unas treinta
vueltas al planeta. Su actividad viajera comenzó a los pocos meses de su
elección con un viaje a México en enero de 1979 que se convertiría en un
auténtico e inesperado baño de masas. Juan Pablo II acudía a Puebla
donde debía celebrarse una Conferencia Episcopal latinoamericana bajo el
telón de fondo de división de la Iglesia que planteaba la cercanía o
rechazo de la llamada Teología de la Liberación. En el recorrido de
doscientos kilómetros que separaban la capital mexicana de la ciudad de
Puebla más de dos millones de personas concurrieron para saludarle, de
modo que no pudo sentarse en el coche que lo trasladaba en ningún
momento. El viaje a México marcaba un patrón que se reproduciría en
todos sus viajes. Así sucedería cuando unos meses más tarde visitase
Polonia, Estados Unidos, Turquía y, ya en años posteriores, Irlanda,
Inglaterra, España, Portugal, Francia, Alemania, Camerún, Costa de
Marfil, Senegal, Nigeria, Perú, Guatemala, Australia… La presencia
internacional del Papa lograda a través de sus viajes no tenía
precedentes y lo convirtió en el primer pontífice «global» de la
Historia. Su carácter de «Papa viajero» fue algo que al principio
resultó difícil de asimilar para una jerarquía eclesiástica acostumbrada
a que el mundo acudiese al Vaticano y no al revés, pero Juan Pablo II
supo ver las enormes ventajas que para la Iglesia podía suponer lo
contrario desde el punto de vista pastoral. No en vano se reclamaría
siempre sucesor de san Pablo, el apóstol viajero portador del mensaje
evangélico, además de San Pedro.
Pero la cercanía con los fieles que tanto cultivaba el Papa estuvo a
punto de costarle la vida el 13 de mayo de 1981. Aquel miércoles por la
tarde Juan Pablo II, como acostumbraba a hacer todas las semanas, había
salido a la plaza de San Pedro para saludar a los cientos de peregrinos
que se congregaban para verle. El paseo se daba en un coche descubierto
—popularmente llamado «papamóvil»— que permitía al pontífice dar la
mano, recoger niños en brazos para bendecirlos y abrazar a algunos de
los fieles. Acababa de finalizar el paseo y su coche se dirigía a la
tribuna en la que iba a dirigirse al público cuando se oyeron unos
disparos y Juan Pablo II cayó desplomado. Mehmet Alí Agca, un joven
turco de veintitrés años, había disparado contra el pontífice hiriéndole
gravemente en el abdomen y en un brazo. Tras la confusión inicial, el
Papa fue conducido rápidamente al hospital Gemelli. Al llegar estaba
prácticamente desangrado. Una intervención que se alargó durante horas y
varias transfusiones consiguieron salvarle milagrosamente la vida. Las
consecuencias del atentado lo mantuvieron convaleciente durante varios
meses y le dejaron secuelas físicas para el resto de su vida. Pese a
todo, sólo cuatro días después del atentado pudo dirigir, desde su cama
del hospital, el rezo del Ángelus a través de Radio Vaticana, durante el
cual se dirigió a Alí Agca para perdonarle. Tres años más tarde se
entrevistaría con su agresor en su celda de la cárcel de Rebibbia.
Aunque éste nunca confesó quién estaba detrás del atentado, los
biógrafos del pontífice coinciden en señalar que ciertas autoridades
soviéticas pudieron estar implicadas.
Y es que una de las líneas esenciales del pontificado de Juan Pablo II
fue la lucha abierta y declarada contra el comunismo, cuya cara más
amarga había conocido en su Polonia natal. Si antes de ser nombrado Papa
Karol Wojtila había hecho todo lo posible para defender la libertad
religiosa en su país, siendo pontífice retomó la lucha aún con más
fuerza. En junio de 1979, pocos meses después de su designación, Juan
Pablo II hizo la primera de sus visitas oficiales a Polonia. Comenzó el
viaje en Varsovia y terminó en Cracovia, pasando antes por Auschwitz.
Miles de polacos se movilizaron para recibirle hasta el punto de que las
autoridades se vieron completamente desbordadas, e incluso llegaron a
temer que se produjese una sublevación popular. El Papa en sus
intervenciones públicas hizo hincapié en que los católicos debían
demostrar su compromiso y su fe pacíficamente pero sin miedo, lo que la
sociedad polaca en un contexto de represión política entendió como un
llamamiento a la movilización pacífica. Un año después, cientos de
obreros polacos entre los que destacaba la militancia católica
comenzaron a asociarse a un sindicato llamado Solidarnosc (Solidaridad)
encabezado, entre otros líderes, por Lech Walesa. Los sindicatos eran
ilegales pero los polacos mantuvieron una huelga, también ilegal, ante
unas autoridades estupefactas que en agosto de 1980 no tuvieron más
remedio que legalizarlo. En 1981 el Papa recibía en el Vaticano a
Walesa, al frente de una delegación del sindicato. Poco después la
llegada al poder de Jaruzelski supuso un recrudecimiento de la dictadura
en Polonia, incluyendo medidas de represión y cárcel para los afiliados
a Solidaridad y la ilegalización de éste. El Papa no dudó en enviar una
carta personal a Jaruzelski pidiendo libertad para los polacos. En 1983
las autoridades polacas permitieron una nueva visita pontificia, si bien
en el itinerario se excluyó de forma deliberada Gdansk, la ciudad en
cuyos astilleros había nacido Solidaridad.
La lucha de los polacos y de buena parte de los países del llamado
«telón de acero» por la conquista de sus libertades terminaría
recogiendo sus frutos en 1989. Ya antes habían comenzado a producirse
tímidos cambios en el bloque soviético, introducidos por el nuevo primer
ministro que llegó al poder en la URSS en 1985, Mijaíl Gorbachov. Las
políticas reformistas introducidas por éste pretendían ser un freno a la
descomposición interna que padecían los regímenes políticos del Pacto de
Varsovia. Las nuevas medidas tuvieron poca oportunidad para aplicarse ya
que a finales de la década de los ochenta los acontecimientos se
precipitaron. Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia y Hungría
fueron los primeros países en desligarse de una Unión Soviética que se
derrumbaba de forma irremediable. La demolición el 9 de noviembre de
1989 del muro de Berlín (que dividía la ciudad desde 1961) a manos de
los propios berlineses de un lado y otro del telón de acero fue el
símbolo por antonomasia del cambio que se estaba produciendo. Pocos días
después Juan Pablo II declaraba: «Dios ha vencido en el Este».
Los grandes protagonistas del proceso reconocieron el papel determinante
que el Papa había jugado desde el comienzo. Estados Unidos, principal
potencia política en la lucha contra el comunismo durante la Guerra
Fría, había contado con el apoyo vaticano en todo aquello que el
conflicto suponía de lucha por el reconocimiento de las libertades de
pueblos sometidos a dictaduras. El buen entendimiento de Juan Pablo II
con los presidentes Ronald Reagan y George Bush reforzó de cara a la
comunidad internacional la actitud de la primera potencia mundial. Ello
no impidió que en sus varios viajes a aquel país el Papa criticara las
políticas de escalada armamentística y los desmanes a que conducía un
capitalismo sin límites. Por su parte, los actores del cambio político
en los países del este de Europa como Lech Walesa o el propio Mijaíl
Gorbachov recordaban a la muerte del pontífice la deuda que con él tenía
aquel proceso. La prensa internacional recogió las palabras del primero,
refiriéndose a su primer viaje a Polonia: «Después de oírle decir lo de
“que tu espíritu se extienda y mude la faz de la tierra” supimos que así
sería. Un año después éramos diez millones [los afiliados a Solidaridad]
y el régimen socialista estaba contra la pared». Las palabras de
Gorbachov no fueron menos expresivas: «Hoy podemos decir que todo lo que
ha ocurrido en Europa Oriental no habría sucedido sin la presencia de
este Papa. Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo».
La oposición del pontífice al comunismo no se limitó exclusivamente al
ámbito europeo, siendo ésta la clave explicativa del rechazo tajante que
mostró en Latinoamérica al movimiento religioso y social de la Teología
de la Liberación. A mediados de la década de los sesenta y como
consecuencia de las fortísimas desigualdades sociales presentes en todos
los países de Latinoamérica (buena parte de los cuales se hallaban
sometidos a dictaduras militares) así como de la llegada de los aires de
acercamiento de la Iglesia a la sociedad preconizados por el Concilio
Vaticano II, surgió en el seno de la Iglesia Católica iberoamericana una
corriente de pensamiento defensora de un mayor compromiso con las masas
desfavorecidas. Agrupados especialmente en torno a los teólogos Leonardo
Boff y Enrique Dussel, sus miembros proponían adoptar una postura activa
para cambiar esa realidad, lo que incluía la intervención en política
del clero si la situación lo hacía necesario. Su inspiración marxista y
la participación de algunos de sus militantes en política, e incluso en
ocasiones en grupos guerrilleros, fueron las razones que condujeron al
pontífice a rechazar en bloque sus propuestas pese a la enorme fuerza
que había adquirido al despertar un apoyo popular masivo.
Ya en su primer viaje apostólico a México dio muestras de su decisión.
Juan Pablo II sabía que en la Conferencia Episcopal latinoamericana de
Puebla tendría que posicionarse a favor o en contra de las posturas
defendidas por la Teología de la Liberación, y aunque aún tardaría
varios años en hacerlo mediante un documento eclesiástico oficial, las
palabras que dirigió a los obispos allí reunidos no dejaban lugar a
dudas. El Vaticano no estaba dispuesto a apoyar ningún movimiento social
o religioso inspirado en el marxismo, mucho menos si en nombre de la
justicia social algunos miembros de la Iglesia podían llegar a
justificar la violencia. Esta misma actitud motivó la sonadísima
reprimenda pública que el Papa dispensó a Ernesto Cardenal en 1983
durante su viaje a Nicaragua. Cardenal, como ministro de Cultura,
formaba parte del gobierno sandinista del país junto con otros tres
sacerdotes. La imagen del sacerdote arrodillado ante un Papa que le
regañaba airadamente mientras le señalaba con el dedo índice en el
aeropuerto de Managua dio la vuelta al mundo. Mucho después, en el año
1998, también lo haría la del primer Papa que ponía los pies en la Cuba
de Fidel Castro.
El rechazo frontal de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación
supuso que parte de la opinión pública lo considerara como un Papa
conservador. La etiqueta no era nueva ya que algunos de sus primeros
pasos al frente de la Iglesia se vieron bajo ese mismo prisma. La
elección de los miembros de la curia entre algunos reconocidos
conservadores, la negativa a reformar el sínodo de obispos para que
ganase peso en el gobierno de la Iglesia, la audiencia concedida al
obispo Marcel Lefebvre (que se negaba a aceptar las reformas del
Concilio Vaticano II) o la prohibición a Hans Küng (uno de los
principales teólogos asesores de aquel Concilio) para ejercer como
docente en la Universidad de Tubinga, harían al Papa acreedor de las
críticas de los sectores más progresistas de la Iglesia. La faceta más
visible de este conservadurismo fue la relativa a las cuestiones de
carácter moral. El Papa, educado en el muy tradicional catolicismo del
Este, fue especialmente estricto en todo lo referido al celibato del
clero, el sacerdocio femenino y la moral sexual, condenando el uso de
los anticonceptivos, las relaciones fuera del matrimonio y el aborto.
Asimismo, su apoyo a algunas prelaturas personales como el Opus Dei fue
visto como una apuesta por las fuerzas más conservadoras de la Iglesia.
Una de las facetas más novedosas de su pontificado fue el impulso que
dio al ecumenismo inspirándose en la filosofía del Concilio Vaticano II.
El hermanamiento de las distintas confesiones cristianas y el
reconocimiento de otras religiones contribuyeron notablemente a la
proyección de la imagen internacional del Papa y a su conversión en una
figura mundialmente respetada. Ya en 1979 viajó a Turquía para reunirse
con el patriarca ortodoxo Dionisios I, y de igual modo lo haría en 1997
con el patriarca armenio Aram I; en este caso firmó una declaración
teológica común con la Iglesia ortodoxa de Armenia. En 1982, durante su
viaje al Reino Unido se reunió con el primado de la Iglesia anglicana, y
al año siguiente, con motivo del quinto centenario del nacimiento de
Lutero, dirigió una carta a los miembros de las Iglesias evangélicas
para propiciar el acercamiento mutuo. Pero sin duda alguna fue su
acercamiento a la comunidad judía el que tuvo una mayor repercusión
internacional. En 1986 visitó la Sinagoga de Roma, con lo que abría un
camino que le llevaría en marzo de 2000 a visitar Jerusalén. Allí las
cámaras de medio mundo recogieron la imagen del Papa orando ante el Muro
de las Lamentaciones en el que introdujo una plegaria de perdón por las
ofensas cometidas históricamente contra los judíos.
El final de su pontificado estuvo marcado por su declive físico. Las
secuelas que en él había dejado el atentado de 1981 se complicaron con
otros problemas como un tumor intestinal del que fue operado en 1992,
Parkinson y grandes problemas de movilidad. Pese a ello, Juan Pablo II
no renunció a su intensa actividad pública. El 2 de abril de 2005, tras
varias semanas de agravamiento de su estado general, fallecía un
pontífice que representaba toda la historia del siglo XX. Su labor al
frente de la Iglesia católica no dejó indiferente a nadie pues había
sabido convertirse en uno de los protagonistas indiscutibles del mundo
contemporáneo. Baste decir que a su llegada a la Santa Sede sólo sesenta
y ocho países mantenían relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero a
su muerte el número de embajadores allí acreditados superaba los ciento
setenta. Juan Pablo II fue un Papa de masas, capaz de arrastrar tras de
sí a millones de jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud pese a
ser defensor de un discurso moral muy conservador, capaz de despertar la
admiración de fieles de otras iglesias, capaz de obtener el respeto de
los líderes mundiales de las más diversas ideologías, y capaz de
congregar a su muerte a más de tres millones de peregrinos en Roma. Sin
duda alguna con él finalizaba un siglo.
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